¿Qué hacer cuando la pesadilla persiste al despertar? Gyengha, la protagonista de la novela de Han Kang (Gwangju, 1970), empieza a tener un sueño recurrente en el que el futuro se presenta como un lugar lleno de tumbas y lápidas. Dicho vaticinio absorbe todas las aristas de su vida, impidiéndole captar la belleza que la rodea.
Con la percepción del mundo resquebrajada y sus ganas de vivir esfumándose, la presión que siente Gyengha ante la posibilidad de que su desaparición genere una carga para los demás y la sorpresiva llamada de su amiga Inseon, son dos motivos que la llevan a cuestionarse sobre qué es lo realmente importante en su vida, conduciéndola a asumir una misión suicida en una isla lejana. Allí, el horror del pasado empezará a revelarse con tal ímpetu que la frontera entre la realidad y el mundo onírico se disolverá casi por completo.
Kang explora la fuerza del amor maternal y amical, en las figuras de Inseon y su madre, al confrontar dichos lazos afectivos con la crueldad ejercida por el ser humano cuando tortura y diezma comunidades enteras enceguecido por el odio y la rabia. Las intensidades de estos dos polos del alma se ven representados en la feroz belleza de una tormenta, capaz de cubrir todo a su paso, pero también de revelarlo bajo otra forma al amanecer, como las historias de las masacres que ocurrieron en territorio coreano, las cuales se mantienen vivas en el día a día de quienes amaron a los asesinados. Un dolor que, cual copo de nieve, se transforma y va adquiriendo distintas formas con el tiempo.
En cierto momento se dice que “cuando alguien sobrevive a semejante infierno, quizá no tome las mismas decisiones que cualquier otra persona” (pág. 227), y es por ello que el camino fantástico que se abre en la narración hacia la mitad, se convierte en la única forma de abordar el mundo interior de los personajes. El lente de la realidad informada por nuestros sentidos no basta para captar la potencia de la imaginación humana y su capacidad para tanto amar como detestar la vida, por lo cual recurrimos al lenguaje poético, como hace Han Kang, para poder adentrarnos en la zona abisal de los sueños sin naufragar en el intento.
Dany Salvatierra: “Somos el Tercer Mundo del Tercer Mundo”
Por Eliana Del Campo y Sebastian Uribe
+++++
Libro publicado:
Criaturas virales. Random House, 2025. 265 pp.
+++++
Seis años después, Dany Salvatierra (Lima, 1980) regresa a la narrativa con un conjunto de historias de aire apocalíptico. Autor de las novelas El síndrome de Berlín (Premio Luces 2012), Eléctrico ardor (2014) y La mujer soviética (2019), así como del libro de cuentos Terapia de grupo (2010), Salvatierra imagina, en relatos como Estrategia militar, Estación Puericultorio y El alma de las fiestas, una Lima en ruinas, atravesada por el caos, el miedo y la violencia: ficciones que cada día parecen menos ficticias. Sobre ello conversamos por correo electrónico.
Aunque tus obras previas abarcan temáticas diferentes a ‘Criaturas virales’, podemos encontrar en este último título alusiones intertextuales a personajes y eventos de ‘La mujer soviética’ y ‘Eléctrico ardor’, por ejemplo. ¿Fue premeditado o se fue dando durante la escritura de este último libro? ¿Es el inicio de un ‘multiverso Salvatierra’?
Fue completamente premeditado. Al momento de escribir La mujer soviética, ambientada en la casa donde ocurre Eléctrico ardor, empecé a contemplar una suerte de trilogía de revisionismo especulativo / histórico que recientemente Alberto de Belaúnde calificó como Danyverse. La última parte de esta trilogía, claro está, es Criaturas virales. De hecho, el personaje de la Sherezade, del capítulo Glosolalia, inicialmente revelaba haber sido víctima de El síndrome de Berlín durante su juventud. Pero terminé quitando esta referencia, pues dicho libro no forma parte de la trilogía. Aunque también he estado tentado a relanzar dicha novela, con ligeros ajustes, para adaptarla a la trilogía. Es una idea que me está dando vueltas en la cabeza desde hace años, sobre todo porque El síndrome de Berlín tuvo una sola edición en el Perú que se encuentra agotada, y los lectores siempre me preguntan por ella.
Hace poco, durante mi última mudanza, descubrí un ejemplar que conservo, y al releerla caí en cuenta que el libro ha aguantado bastante bien el paso del tiempo. Sin embargo, sería una publicación controversial, o quizá improbable para los estándares contemporáneos, porque la tesis ‘genitalista’ que sustenta la trama hacia el final resulta problemática para las miradas progresistas que gobiernan el panteón de la cultura universal en la actualidad.
Aunque situados en un futuro con tintes apocalípticos, mucha de las situaciones que ocurren en tus relatos, como en Estación Puericoltorio, se perciben como reversiones de algunas ficciones de Ribeyro, Congrains o Adolph ¿Hay algunas otras narrativas que sentiste presentes en Criaturas virales? ¿Hubo alguna tradición en la que te interesó ahondar en particular?
Precisamente, los tres autores que mencionas están presentes en el libro a modo de influencia, en especial Ribeyro. Durante la pandemia, época en la cual escribí Criaturas virales, fui invitado por la editorial Planeta a dictar un taller de lectura sobre La palabra del mudo, y así fue que leí de porrazo todos los cuentos de Ribeyro. Al hacerlo, recordé que en la adolescencia le guardaba un especial cariño a Al pie del acantilado, sobre todo porque mi madre me confesó que había llorado la primera vez que lo leyó. Por eso, en Estación Puericultorio se menciona a Ribeyro y a otros aspectos de dicho cuento, como la sopa de muy muy y las barriadas hacinadas en los andenes de la estación, que fueron inspiradas por la barriada al margen de la playa en la cual habitan los protagonistas de Al pie del acantilado.
Siguiendo con la pregunta, a la hora de redactar el libro investigué sobre narrativas post apocalípticas que también me ayudaron a redondear el panorama narrativo que intentaba proponer, como fue el caso de La carretera de Cormac McCarthy y sobre todo The stand, de Stephen King. En uno de los muchos pasajes de esa novela, recuerdo un capítulo en el que un par de personajes regresan a un Manhattan deshabitado e irrumpen en un departamento de un edificio lujoso y vacío para pasar la noche. Aquello está presente en 0-800-FINDELMUNDO, y de igual manera, el asunto de los locos de No una, sino muchas muertes de Enrique Congrains. Además de Ribeyro, podría citar a los cuentos completos de Flannery O’Connor, principalmente A good man is hard to find, en el cual se relata también los actos de violencia que sufre una familia a bordo de un automóvil. Por último, podría mencionar las tramas de las películas de desastres de los años setenta, como Terremoto, Infierno en la torre y La aventura del Poseidón.
En una escena de Estrategia militar uno de los personajes describe el devenir social después de una pandemia, llena de suicidios, higiene extrema y estrés incontrolable. De ‘miedo al miedo’. ¿Sientes que estos efectos se han vuelto tabú en las conversaciones actuales? ¿Se ha vuelto algo utópico –o distópico– el deseo de un “borrón y cuenta nueva”?
Por supuesto, y no solo por el tema de la pandemia, sino también por los conflictos sociales que atraviesa el mundo, las guerras del Medio Oriente, la crisis medioambiental, el calentamiento global y otras tragedias que han enriquecido la visión pesimista del panorama. El caso del reset se menciona, asimismo, en la novela State of Paradise de Laura Van Den Berg, que espero sea traducida pronto al español, y que además del furor norteamericano por el neo género de eco-thrillers, resalta muy bien la teoría de la simulación que, quizá, ya empezó y no nos hemos dado cuenta, como lo confirman los rumores del “dead internet”, otra de las conspiranoias que se han puesto actualmente muy de moda.
En El alma de las fiestas se relata que el miedo de los victimarios de la Carmencita obedece a la posibilidad de que la otrora víctima de bullying de la niñez y la adolescencia pueda cobrar venganza, incluso desde el más allá. ¿Cuáles son las consecuencias más perniciosas de ir por la vida con ese temor?
Es curioso que el asunto del bullying durante la época escolar, el mismo que echa raíces en el carácter de las personas hasta arruinarles la adultez, haya sido retratado justamente en la última temporada de Black mirror. Me gustaría pensar que los guionistas de dicha serie y yo hemos acabado por coincidir en la idea de una venganza ‘tecnológica’ a futuro. Aunque, en el caso de El alma de las fiestas, se trata de una venganza que linda en lo sobrenatural. En la vida real, las consecuencias de esa venganza han visto la luz a través de los tiroteos masivos en los colegios de EEUU, esas juventudes agitadas por el estigma de la violencia que han padecido en carne propia y que no han encontrado ni paz ni descanso, por lo cual se decantan por el exterminio, y que, si me apuras, podría ser también la tesis de la sedición de los niños de Estrategia militar, que no revelaré aquí para evitar spoilers.
El avance tecnológico en Lima se describe en tus relatos como rezagado frente a otras locaciones geográficos, siendo las estaciones del medio abandonadas a medio hacer los más claros ejemplos. ¿Qué de particular tienen las ficciones situadas en el Tercer Mundo frente a las norteamericanas u europeas?
Creo que ello es extremadamente particular porque, quizá, en el Tercer Mundo la corrupción de las autoridades gubernamentales haya sido normalizada al punto que uno espera que las obras de mejoramiento de la urbe nunca vayan a ser concluidas, y por el contrario, son aplaudidas por extremistas partidarios, y magnificadas a base de falacias con mero afán demagógico, y también por populismo traducido en proselitismo electoral, como el caso de los trenes chatarra sin planeamiento o visión macro, o los puentes peatonales con luces enceguecedoras que terminan siendo una barbaridad.
En nuestro caso, me atrevería a decir que somos el Tercer Mundo del Tercer Mundo, es decir, el eslabón más bajo a comparación de otros países del continente, por lo menos a nivel de transporte, salud y educación, y aquello se refleja en visiones pesimistas como la que propongo, o más contestarias a manera de denuncia, como proponen otros colegas autores. Esta rabia constante del usuario promedio no se manifiesta, creo yo, en ficciones estadounidenses, y cuando se evidencian, lo hacen desde perspectivas más raciales o de desigualdad sistémica, por ejemplo, en autores como Ocean Vuong o Alana S. Portero, por nombrar algunos de popularidad reciente.
El Edificio Diodati en Miraflores es la locación venida a menos que sirve como eje a todas las situaciones relatadas en Criaturas virales, incluso como punto de encuentro entre distintas clases sociales, pero también la casa abandonada de Jacqueline Metalius, la protagonista de tu anterior novela. ¿Qué es lo que te atrae en particular de la metáfora de la urbanidad en la literatura?
La urbanidad me atrae en el sentido de reciclaje y transformación, a lo largo de los años, de los espacios públicos, algo que descubrí al releer los cuentos de Ribeyro durante la pandemia, sobre todo porque me obsesioné por encontrar los lugares exactos en donde se llevaban a cabo sus ficciones. Ribeyro vivió, en su juventud, en una casa que se encontraba casi en el cruce de Comandante Espinar y Enrique Palacios, si mal no recuerdo. La casa ya no existe, pero el barrio al que se circunscribe esa ubicación fue escenario para la mayoría de sus cuentos, como es el caso de la Huaca Pucllana, la caleta de pescadores de Al pie del acantilado que ahora es la playa Waikiki, el cuartel que se hallaba en la avenida del Ejército y que años después fue demolido, y muchos lugares que podrían inspirar un peregrinaje literario que las empresas de turismo local están dejando pasar.
De igual forma, estos lugares miraflorinos coincidieron con el hecho que Criaturas virales también ocurre en Miraflores. Así como en su momento me impresionó que la casa de Ribeyro sea, tal vez, una pizzería o una pollería, me puse a pensar en qué dirían los personajes si llegaran a habitar un espacio determinado y descubrieran que antes había sido la casa de un terrorista, como el chalet de La Molina que se menciona en Eléctrico ardor y que luego pasa a ser un estudio de televisión donde se graba La mujer soviética. Quizá en unos trescientos años, los miraflorinos de esa ficción o ese multiverso que lleguen a vivir a la Bajada Balta caigan en cuenta de que ahí, en la esquina de la calle San Martín y Malecón 28 de Julio, había un edificio llamado Villa Diodati, y que quizá, en el futuro, haya sido demolido para ser una estación de carga de los automóviles sin piloto, o un garaje abandonado, como reza la canción de Mecano que cito en la apertura del libro.
“En los años veinte había una dimensión de futuro que hoy está ausente o está débil”
Por Erick Abanto y Sebastian Uribe
Aprovechando su presencia como invitado internacional en la Feria Internacional del Libro de Lima 2025, entrevistamos a Martin Bergel, profesor e intelectual argentino, quien presentó la nueva edición de La escena contemporánea (FCE, 2025) de José Carlos Mariátegui. Martín Bergel tiene artículos sobre intelectuales peruanos de los años veinte, reunidos en la “Desmesura revolucionaria: cultura y política en los orígenes del APRA” (La Siniestra, 2019), y ha preparado una Antología de los escritos de Mariátegui (Siglo XXI, 2020) y una edición sobre los escritos de viaje de Mariátegui, Aventura y revolución mundial (FCE, 2023) disponibles en Perú gracias al Fondo de Cultura Económica
Martín Bergel, ¿qué tal esta visita a Lima?
Muchas gracias por la entrevista. Esta visita a Lima me encuentra muy contento porque la Feria del Libro es realmente un gran acontecimiento, como lo saben muy bien los limeños y limeñas. Es una cita donde a partir del libro se producen conversaciones y encuentros entre distintos públicos, un público tal vez más habituado al mundo intelectual o académico, pero también franjas más amplias de distintos públicos, lo que lo hace muy interesante. Es un ámbito de distintos cruces en torno a esto que nos apasiona que son los libros. Y luego también está encontrarse con viejos y nuevos amigos. Ahora estoy con mucho trabajo, viendo archivos, viendo gente, pero todo ha sido muy grato.
En los últimos años, has explorado la obra intelectual y política de dos figuras centrales en la historia del siglo XX peruano: José Carlos Mariátegui y Victor Raúl Haya de la Torre. ¿Cómo fue ese primer acercamiento a ambas figuras desde Argentina, y por qué ellos y no otros intelectuales de esa envergadura?
Ahí hago una distinción: no solo me interesó Haya de la Torre, sino que, de hecho, yo traté de centrar el foco demasiado omnipresente de la figura de Haya hacia otras figuras, por eso a mí me interesan mucho Luis Alberto Sanchez, Manuel Seoane, Carlos Manuel Cox, Magda Portal, toda esa generación y muchos otros, como Eudocio Ravines, cuya figura tiene un boom con las novelas que lo revisitan y reconstruyen su itinerario, etc. Ambas figuras, digamos, Mariátegui y el círculo mariateguista, y los apristas fundadores, me interesaron porque en principio comencé constatando su amplio influjo en Argentina, y a partir de ello hice mi tesis de doctorado, que fue sobre la presencia que tuvieron los apristas y Mariátegui en los intelectuales argentinos. Pero después me interesaron por un punto que ha estado muy presente en mis trabajos sobre todas estas figuras, que es su vocación desmesurada por tener, desde un lugar que no era central en el mundo, como son Lima y América Latina en general, una vocación de mundo y una vocación de transformación y una vocación de construcción desmesurada, en el sentido de una apuesta vital y vitalista muy fuerte por hacer cosas, como construir espacios culturales, construir organizaciones políticas, construir redes intelectuales, redes culturales, construir movimientos de masas como en el caso del Apra, que también pretendió Mariátegui con el Partido Socialista al final de su vida, etc. Esa dimensión (en esa coyuntura tan singular como son los años 20, donde hay una encrucijada de fenómenos, culturales y políticos) resultó sumamente atractiva y por eso es que le he dedicado mucho tiempo a ambas figuras. Yo añado ahí un leve matiz, porque sí considero que conozco bastante a Mariátegui, lo he leído todo y conozco bastante sus detalles, pero la biografía de Haya me resulta todavía un poco más elusiva. Hay períodos enteros de la vida Haya que no conocemos. Por ejemplo, un periodo que a mí me resulta muy intrigante, es aquel donde sale del asilo de la embajada colombiana y viaja por la Europa nórdica. Haya tiene un libro que se llama Mensajes a la Europa Nórdica.
Digamos que la biografía de Haya todavía está por hacerse. Conocemos menos, y yo mismo, en esta idea más general de hacer una historia del APRA y de los apristas y no sólo sobre Haya de la Torre, tampoco me he dedicado a él. Conozco a Haya, lo he leído, pero no con el mismo nivel que Mariátegui, por eso no he hecho antologías de Haya. Y en cuanto a trabajos tengo sólo un artículo específico sobre Haya de la Torre, en cambio de Mariátegui sí me interesan mucho más su figura y las discusiones que se han dado en torno a él.
¿Por qué crees que Haya, Seoane, Heysen y otros fueron, por decirlo así, jóvenes ‘desmesurados’ intelectual y políticamente? ¿Era propio de sus personalidades, del contexto peruano o era el espíritu general de la época?
Yo diría que es un rasgo general de la época. Hay biografías apasionantes de la época en un montón de lugares del mundo, pero América Latina tiene un acento particular y aún más el Perú. No es casual que hayan tantas figuras, podemos agregar a Vallejo, por ejemplo, o figuras tal vez no tan estelares, como todo el círculo que rodeaba a Mariátegui, y también podemos incluir a Ravines, quien desde otro ángulo y con otras características es también una figura desmesurada. Así que diría las dos cosas. Yo he trazado en algún artículo un paralelo para pensar esta desmesura con la generación que hace la Revolución Rusa, que también son figuras desmesurada: pretenden la revolución mundial desde un país pobrísimo como Rusia, y son intelectuales que se entregan a la causa de la revolución. Claro, ahí hay una diferencia con los apristas o con Mariátegui, que no llegan a triunfar políticamente en sus objetivos.
Hasta cierto punto, en el imaginario de estos años, Mariátegui aparece como el solitario incansable que emprende proyectos o establece redes globales. ¿Es el imaginario heredado o realmente fue así?
No creo que haya sido así. De hecho, Mariátegui ha tenido una sociabilidad súper intensa, esto lo digo un poco en este libro Aventura y revolución mundial (FCE, 2025), donde escribo sobre los viajes de Mariátegui. En el momento en que a Mariátegui se le cancela la posibilidad de moverse, viajar, algo que era muy importante para él, es decir, en el momento en que después de 1924 su salud lo obliga a una vida en silla de ruedas, y por lo tanto limita mucho sus movimientos, él se inventa un modo para que, de alguna manera, el mundo siga pasando por él, que es su casa o sus famosas tertulias en la calle Washington. Entonces, de ningún modo es una figura solitaria. Tal vez es una imagen que se ha construido. Incluso en su época de autodidacta, pues siempre fue una figura de una gran sociabilidad, era el joven Mariátegui y el círculo de la revista Colónida. Es una figura que piensa siempre con otros, que piensa siempre pensando en la construcción de espacios colectivos, y sin duda su influjo, su impronta, lo llevó a sobresalir, pero por ejemplo la revista Amauta, desde la propia presentación, es un proyecto colectivo.
En el prólogo que escribes para la nueva edición de La escena contemporánea (FCE, 2025), señalas que Mariátegui no creía en la veracidad absoluta del dato, pues le parecía que siempre estaba sesgado, sino en su utilidad en tanto materia prima para la interpretación. ¿Hoy es más difícil interpretar la escena contemporánea partiendo de esta batalla por los bulos/fake news?
El prólogo que hace Mariategui en La escena contemporánea es muy importante para entender el laboratorio intelectual de Mariategui. Ahí aparece la palabra clave para él que es la interpretación. Por supuesto es la palabra que está en los siete ensayos, pero ahí aparece la idea de que la escena contemporánea, dice, y cito casi de memoria, es un ensayo de interpretación de esta época y sus tormentosos problemas. Ahí aparece la interpretación mariateguiana. ¿Qué es interpretar para Mariategui? Estoy entrando en rodeos para ir a la pregunta.
Para Mariátegui los datos son fundamentales, Mariátegui piensa a partir de las noticias, su impronta periodística continúa con él, pues en su formación es importante, esa impronta de nutrirse del acontecer del mundo, y en ese sentido, la escena contemporánea tiene un elemento, casi una materia prima para poder pensar, que son los hechos, los datos, los sucesos, las biografías que van sucediendo. Ahora bien, Mariátegui no se contenta con eso, incluso él tematiza indirectamente en algunos lugares que ha dejado de ser el periodista que fue y ha pasado a ser ensayista. Entonces, la interpretación tiene que ver con eso: a partir de los datos, a partir de esa realidad móvil y fluida que es el mundo de su tiempo, los coloca como claves de lectura determinada. Yendo a tu pregunta, es tentador pensar qué hubiera pensado Mariategui de las fake news.
Mariategui no habla de algo parecido a lo que hoy conocemos como fake news, pero en un par de sus ensayos breves se refiere al sesgo que a veces tienen los datos. Tiene un par de referencias a cómo las agencias de noticias pueden estar sesgadas. De hecho, esa es una pequeña discusión que hay entre algunos intelectuales de la época sobre la posibilidad de construir una agencia de noticias de izquierda. Pero, en todo caso, el lugar que Mariátegui le da a la interpretación tiene que ver con que el dato es importante pero que no podemos confiarnos de él, sino que tiene que pasar por el rasero y la mirada del intelectual crítico, que en este caso era él.
Se pensaba que la década actual, los años veinte del siglo XXI, iban a tener el mismo vitalismo y desmesura que los veinte del siglo pasado, pero no ha sido así. La IA, el espectáculo de los influencers, y la polarización política han capturado la energía colectiva. ¿Qué nos deja la nostalgia de esa vieja desmesura intelectual? ¿Por qué recuperar ahora su obra, a través de revisiones, reediciones y nuevos estudios?
En principio diría una cosa: dada la idea de que vivimos una crisis civilizatoria, escuchamos muchas voces que trazan paralelos con la crisis de los años veinte, que también era una crisis civilizatoria propiciada por la Primera Guerra Mundial, que fue un trauma y una guerra que echó por tierra la idea de que Europa era el continente del progreso, etc. Ahora bien, si se puede hacer esas comparaciones, hay una diferencia tristemente evidente, y es que, aún en ese contexto de los años veinte, había una dimensión de futuro que hoy está ausente o está débil.
Mariategui habita una crisis que es también una época de revolución. La época de crisis abierta con la Revolución Rusa, pero que es una época que también embarga, que llena, que está atravesada por distintos movimientos revolucionarios políticos, revolucionarios estéticos, revolucionarios en el pensamiento, revolucionarios en los modos de pensar la filosofía, el psicoanálisis, las subjetividades, etc. Ahí hay una diferencia, por eso digo, triste. Porque nuestra actualidad es mucho más gris en ese punto. Y sobre todo, desde la izquierda, desde el progresismo, es un elemento donde hay bastante conciencia acerca de la dificultad de articular una dimensión de futuro hoy.
Voy a tomar otra dimensión de lo que preguntabas que es: ¿Qué hacer frente a eso?, o en todo caso, por ejemplo, ¿cómo puede incidir eventualmente una feria del libro en este contexto? Hablabas de la IA. Yo doy clases, y la verdad es que a veces me cuesta no tener un poco de amargura frente a algunas tendencias que observo en mis alumnos y alumnas. Uno no quiere ponerse en ese lugar de viejo rezongón que dice que todo tiempo pasado fue mejor, pero hay algunas tendencias recientes. Para dar solo un dato, hoy en día es muy sencillo acceder a muchas cosas con un solo clic, sin embargo, yo enseño Historia de América Latina y hay alumnos y alumnas que no tienen mapas en la mente, mapas geográficos quiero decir. No tienen en la mente, por ejemplo, dónde queda Río de Janeiro dentro de Brasil. Tal vez exagero, pero son cosas muy elementales… Entonces, en ese contexto, parece que las Ferias del Libro y las apuestas por el libro, y ahora voy a usar las mismas palabras que usábamos hace un rato, la vitalidad que se observa en la Feria del libro, resulta un dato auspicioso, pues nos permite imaginar cómo tratar de desarrollar fenómenos de contra-tendencia y seguir apostando por el libro.
Quienes estamos en torno a la Feria, nos educamos en la cultura del libro, tenemos amor por los libros, y frente a esta idea, que no es nueva, será de las últimas dos o tres décadas, de que el libro estaría entrando en un declive, las ferias del libro son un modo de reinventar un lugar para los libros. Yo a veces veo el transporte público, y es rarísimo cuando veo a una persona con un libro, en el bus o en el metro: casi que dan ganas de hacer un gesto simpático y ver qué está leyendo. Por eso digo que en la feria del libro, aunque sea por breves momentos, hay una ebullición en torno al libro, son momentos que, a quienes estamos muy vinculados a la cultura del libro, nos resulta muy estimulante por eso.
Me parece curioso porque nosotros también andamos con libros en el bus, y si alguien está leyendo, intentamos ver qué está leyendo.
Sí, una de las funciones del libro es precisamente auspiciar lazos sociales. Yo también trato de ver qué están leyendo en el transporte público.
Queremos terminar preguntándote cómo va el trabajo con el Centro de Historia Intelectual del que formas parte y si tienes algunas recomendaciones de sus títulos.
Agradezco la pregunta. El Centro de Historia intelectual es el espacio académico donde desarrollo mi tarea como investigador, está en Argentina, en la Universidad de Quilmes, y lo fundó quien fue mi maestro y director de tesis, un gran estudioso de Mariátegui, Oscar Terán, que tiene un libro en particular que es Discutir Mariátegui, que fue importante. El Centro de Historia Intelectual viene desarrollando distintas actividades. Justo ahora estamos renovando la página, entonces si hay gente que está interesada, sobre todo en la historia intelectual, o en la historia de los intelectuales del pensamiento latinoamericano, y no sólo latinoamericano, tal vez encuentre atractivo visitar las páginas.
Y diría que si me pedís cuáles son las cosas que ahora estamos haciendo en el Centro, la principal es la Revista Prisma, una revista académica, que está en el centro de la historiografía sobre los intelectuales en América Latina, va a cumplir treinta años, en 2027, está todo online. Tratamos de seguir haciéndola con la misma pasión y seguir ofreciendo materiales que puedan resultar de interés. Por mencionar solo algo, dentro de la revista son importantes los dossieres. En el último número hubo un dossier sobre Eduardo Galeano y las Venas abiertas en América Latina, librointerrogado desde el mundo intelectual, y antes de eso hubo un dossier sobre Benedict Anderson y Comunidades Imaginadas, clásico libro que cumplía cuarenta años.
Otra de las cosas que iba a mencionar, porque estoy particularmente involucrado, es la Maestría de Historia Intelectual, que desarrollamos desde el 2020. El primer director fue Elias Palti y yo la dirijo desde el 2021, y por suerte tenemos estudiantes de América Latina, en particular del Perú, Hay otras iniciativas y estamos ahí siempre gustosos de estar en contacto con estudiantes, investigadores e intelectuales interesados en la historia intelectual.
Por años, la joven protagonista de la tercera novela de Sarah Bernstein (Montreal, 1987) ha mantenido un espíritu doblegado, ocupando el mínimo espacio indispensable para sobrevivir, siempre sometida a los deseos de otros: sus padres, sus hermanos, sus compañeros de colegio, sus vecinos. Una concepción de sí misma como un personaje secundario en su propia vida. ¿Hay un afuera de esta realidad? “Por dónde comenzar”–se pregunta al inicio de su relato y a través de dicha vacilación se empieza a filtrar una luz, una forma de poder iluminar su situación. La duda da paso al cuestionamiento y puede volverse un arma de supervivencia, pero ¿es suficiente para contrarrestar una vida entera de enajenación?
Una serie de acontecimientos inusuales empiezan a ocurrir en el pueblo a donde se acaba de mudar por deseo de su hermano. La atmósfera de sosiego empieza a tornarse inquietante y sus implicancias van más allá del asombro. Entre titubeos, balbuceos y repeticiones empieza a gestarse una voz nerviosa. Esta voz crea un mundo que se va revelando de forma dubitativa, modulada a su vez por la sensación de intranquilidad de quien no es capaz de manejar sus propios recursos lingüísticos como consecuencia de no haber tenido nunca el control sobre el propio relato biográfico. Bernstein nos presenta un personaje para quien el lenguaje es un castigo porque siempre ha percibido que su lengua es distinta a las de los demás. De ahí que una primera elección sea desplazar el protagonismo hacia su hermano, al menos de manera enunciativa, puesto que, en la práctica, los hechos y el tono de la narración se van contraponiendo a dicho protagonismo tentativo. Así, el acto mismo de narrar y verbalizar empieza a erosionar algunos esquemas emocionales:
“En ocasiones el silencio era un sonido: un rumor, como el de una nevera en una casa vacía por la noche, era tangible, yo lo sentía al igual que lo oía, y sin embargo sabía que lo que sentía y oía era una nada, algo que no estaba ahí (…) Durante toda mi vida, gran parte de la cual había pasado en soledad, desarrollé el hábito de hablar en voz alta, a mí misma o al entorno: a veces era para reunir valor, alguna palabra amable para ayudarme a seguir adelante a pesar de todo; en otras ocasiones para expresar observaciones sobre el paso del tiempo”. (pág. 44)
Manual para la obediencia es una novela que conduce al lector a cuestionarse si la empatía hacia las víctimas de abuso y humillaciones es inherente a nuestra condición humana o si responde a un mandato social. La vida sumisa de la que da cuenta esta mujer, relegada en su propia familia, en su oficina y en la comunidad en la que se inserta, se va tornando exasperante conforme avanza su relato. Cuando ya parece vislumbrarse una salida a la prisión invisible, recae otra vez en la subordinación. ¿De qué sirve tanta información a la que tiene acceso?– se pregunta. “Uno siempre parecía caer en las manos de un juez que también era su enemigo” (pág. 86). Este rodeo y vuelta a un aparente inicio que se va volviendo un círculo vicioso, es una estructura que se asemeja a la vida corporativa a la que describe de esta terrorífica manera:
“Yo apenas era consciente del acto de teclear, y menos aún de los varios procesos de transcripción que se producían en mi interior y convertían los sonidos en letras y las letras en palabras y luego traducían esas palabras en movimientos en el espacio por parte de las yemas de mis dedos, que pulsaban el teclado. Mi mejor momento era cuando me sentía como un vehículo puro, un mecanismo simple de traslado del sonido al texto, organizado ordenadamente en párrafos, para ser fechado y firmado. Yo tecleaba y tecleaba, intentando no escuchar con demasiada atención, equilibrando mi concentración sobre el fino punto de la comprensión. Si lograba mantener ese equilibrio, atendiendo a la estructura de lo dicho en lugar de diseccionar su significado, podría mantener la compostura”. (pág. 37)
Palabra tras palabra tras palabra, una cadencia monótona, la única manera de interrumpir la lógica de la productividad, del lenguaje funcional: esta duda surge al inicio del relato y lo motiva. Como en las novelas de Thomas Bernhard, Bernstein refleja el mundo opresivo del que formamos parte evidenciando las restricciones sociales que dan pie a cárceles mentales y hasta sentimentales. Represiones que se reflejan en manera grandilocuente en esa sensación de nunca poder llegar a entender del todo el lenguaje de los demás. Interpretar qué hablan, que piensan, cómo conciben el mundo quienes nos rodean. De qué manera uno se puede conducir por la vida de manera adecuada y aceptable. En esa incapacidad para darse a entender, se funda una poética del absurdo, que resulta por ratos hilarante y nos permite reírnos con algo de culpa, tal vez por no percibirla tan lejana a nuestra cotidianidad.
Hacia la mitad del relato, la protagonista, extenuada del esfuerzo de tantos años, da cuenta de la inutilidad de su entrega a la complacencia de los demás: “Cambiaban los rostros, claro, pero las formas de proceder persistían, todos y cada uno de los días de nuestra vida. ¿Qué más queda por decir?” (pág. 87). Y es en ese momento de debilidad que se vislumbra un terror nuevo y tal vez mayor: el fin del lenguaje propio. Cuando la particularidad del discurso propio se ve amenazada. De ahí que la narración se encamine hacia un final con un último gesto de resistencia. La pulsión vital que emerge cuando todas las demás defensas han caído y que, aun resultando insuficiente para prolongar la existencia, es una manera de reapropiarse en última instancia del relato sobre uno mismo y así arrebatárselo a todas las fuerzas sociales que pugnan por extinguirlo: desde la soporífera y alienante vida corporativa hasta el veneno de las relaciones sanguíneas. Narrarse se convierte en la última acción que, aunque efímera, permita dar cuenta de un lugar en el mundo por voluntad propia.
“El arte se vuelve un juego ligeramente fantástico con el tiempo: es la documentación de algo que no fue, y a la vez promesa de algo que será’
-César Aira en ‘Sobre el arte contemporáneo’
Por Sebastián Uribe
Más que preguntarnos por qué o para qué leemos a César Aira (Coronel Pringles, 1949), lo que realmente se impone al abrir una de sus novelas o cuentos es la expectativa del asombro. Qué nuevo conejo sacará esta vez de la chistera. Con qué truco intentará —una vez más— hechizarnos. Porque si hay algo que caracteriza a sus ficciones es el encanto de la fábula, una narración en la que cualquier situación puede ocurrir, por más inverosímil que nos pueda parecer a priori, y La vida nueva no es la excepción.
Un joven narrador inédito de veinte años, que responde al nombre de Aira, desea publicar su primera novela. Su manuscrito llega, por mediación de sus amigos, a Achával, un entusiasta editor independiente, en quien delega la publicación del libro. Así pasan días, semanas y años. La publicación mantiene su condición de promesa y la absurdamente larga espera se va tornando en la nueva normalidad. Cada vez que hay un nuevo contacto para consultar por el libro – para el narrador, una manifestación de la relación “telepática” entre él y su editor–ocurre un evento fortuito que entorpece y pospone la publicación del libro.
Estas interrupciones —que van desde un apagón en la imprenta hasta dificultades con la distribución, la logística, el diseño de la tapa o incluso la cola para el pegado— son precisamente el tipo de incidentes con los que Aira impregna su literatura de un carácter lúdico, donde cualquier cosa puede suceder. La literatura, según Aira, es el desvío necesario al anhelo de control y automatización de nuestra época. Esa estandarización solemne y tediosa que ha impregnado el espíritu humano tras más de dos siglos de carrera industrial y tecnológica. No es un dato menor que el protagonista de la novela sea en sus inicios un estudiante de Administración de Empresas, carrera con la que enmascara el secreto de su vocación literaria y por la que no muestra interés alguno.
Otro dato curioso es que, en la novela, no se llega a precisar de qué va el manuscrito, pero sí se menciona lo siguiente:
“Y él sí, aun siendo un hombre de larga militancia izquierdista y gran compromiso político y social, supo apreciar el soplo fresco de irreverencia que representa lo mío y que no era otra cosa, según él, que la libertad, antídoto necesario a la seriedad o solemne empaque, ya francamente estalinista, que estaban tomando las ciencias sociales” (pág.10)
La vida nueva, así como sus otros más de cien libros publicados, se convierte en otro artefacto excéntrico que se cuela a la fiesta del presente sin estar adherido a alguna tendencia temática. Asimismo, este libro se convierte en un dardo envenenado dirigido al lenguaje encorsetado y homogeneizante que domina gran parte de los ensayos actuales, representado de forma paradigmática por los papers académicos —una forma que comparten también muchas narrativas contemporáneas, empeñadas en ‘decir lo mismo’ bajo el afán de (sobre)explicar.
El humor airano es uno que no busca arrancar carcajadas sino desconcertar al lector. Los chistes son imprevisibles por naturaleza y las novelas de Aira logran ese mismo efecto, alterando las expectativas que el lector se hace tras leer las primeras páginas. La aparente sencillez de la trama en un momento inicial, las situaciones jocosas y la prosa prístina, son algunos elementos con los que el escritor argentino busca propiciar ese accidente capaz de distorsionar el carácter previsible del lenguaje realista que impera en la cotidianidad. En este libro, dicho desvío se materializa en un extenso párrafo sin pausas, de más de sesenta páginas, que puede leerse —y disfrutarse— en una sola tarde.
“En realidad, mi intuición había dado la hora justa, que era la hora en que debería haberse producido el evento. Si no se había producido había sido por un accidente, que producía un pliegue en la esencia cronológica del asunto, pero no la alteraba. Por puro gusto de la especulación y porque me gustaba hablar con Achával, lo contradije: esa supuesta “esencia cronológica” no existía, o si existía estaba toda ella hecha de accidentes, la esencia misma del tiempo era el accidente imprevisible” (pág. 35)
Hace no mucho leí que entre los títulos de los diez libros “imprescindibles”[1] de otro gran narrador argentino, Sergio Chejfec, figuraba La vida nueva. Esto no resulta sorprendente al descubrir cómo se representa en la novela el ecosistema material de la literatura. Aquí, Aira se ríe del mundo editorial contemporáneo, donde el último elemento en importancia resulta ser el autor, cuya función, en palabras del narrador, es “la única irreemplazable en toda la cadena” (pág. 19) y por ello mismo, la única que podía esta fuera de la misma.
Pero hay otra dimensión donde también confluye la literatura de Aira con la de Chejfec y es la de la pregunta por el tiempo en el arte, en cómo se piensa y opera en este:
“La mariposa aleteó locamente en un mundo tan loco y tan colorido como ella, el mundo de mi juventud. Dejé pasar años. El tiempo no tenía urgencias para mí, y dos años no me parecía gran cosa. Un día llevaba a otro, un verano a un invierno, y había que vivir. Achával seguía presente en algún rincón de mi mente, y detrás de Achával mi novela, mi primer libro. No era que no me importara; era una presencia importante; por serlo, podría esperar. De hecho, la espera a la que lo estaba sometiendo era un homenaje a su importancia, en cierto modo un gesto de respeto” (pág. 22)
En ese espacio temporal entre la escritura del manuscrito y su publicación, –constantemente anunciada y postergada por el editor– es donde, en verdad, se gesta la literatura. Pues es en esa demora —que se opone al sentido de urgencia del mercado— donde se deja de pensar en términos funcionales y el lector se rinde ante la inventiva del autor. Por paradójico que parezca, es en esa aparente pérdida donde la literatura se reapropia del tiempo y lo recupera para restaurar la posibilidad de comenzar una vieja vida nueva.
Una narración perdida en los desiertos del sur que pugna por salir a la superficie. La tercera novela de Carlos Fonseca (San José, 1987) comienza con esta imagen:
“Cuatro mil esqueletos de locomotoras abandonadas que remiten a un pasado glorioso, pero que hoy se acumular oxidadas sobre el altiplano como chatarra prisionera del viento seco”. (pág. 12)
En esta descripción del cementerio de trenes de Uyuni, Bolivia; se observan los restos de la máquina a vapor, emblema de los avances tecnológico del siglo XIX. Estos se convierten en un símbolo del desmoronamiento de las promesas de su época y, a su vez, configuran una cuestión clave en Austral: ¿En qué momento se deshace el sueño colectivo de una comunidad?, ¿De qué manera se quiebra la comunicación? ¿En qué momento se vira a un lenguaje privado, como en el que se escribe un diario íntimo, a modo de refugio?
Aliza Abravanel, una antigua amiga de Julio, ha muerto. Sin embargo, antes de su fallecimiento nombra a Julio como su albacea y le lega la responsabilidad de culminar su obra, una novela inédita en la que ha venido trabajando años a la par que sufría una enfermedad que le fue imposibilitando comunicarse oralmente. Esta noticia, sumado al duelo que experimenta Julio, remueve su estado de sosiego, y lo conlleva a dejar Estados Unidos, donde ejerce como profesor, para asumir una empresa cuyo misterio le despierta fascinación y extrañeza.
En este trayecto, va descubriendo artistas que desean desconectarse de sus cómodas realidades, lectores fascinados por los libros de una autora enigmática, los restos de una colonia aria y entabla una relación con Juvenal, el último sobreviviente de una comunidad indígena en territorio paraguayo. La novela abarca una miríada de narraciones y personajes que transitan por escenarios que por siglos fueron el vertedero del progreso septentrional.
Fonseca localiza la novela lejos de las fronteras geográficas y subjetivas de la Historia oficial, confrontando formatos textuales y audiovisuales que por lo general se diseminan entre tanta información: cartas, diarios, grabaciones. Señas de lenguajes que se resisten a desaparecer y circulan en paralelo al predominante, conformado por algoritmos y con un nivel de sofisticación que el entendimiento de su engranaje se vuelve un enigma entendible para sólo unos cuantos.
Que una carta sea el motor de las acciones de la novela no es casual. Más aún si esta fue escrita con el fin de ser leída a la muerte de Aliza. “Toda verdadera legibilidad es póstuma” decía Ricardo Piglia, citado por Fonseca en un ensayo[1], y alrededor de dicha afirmación es que los descubrimientos y conexiones que hace Julio, devenido en un lector-detective, van hallando un sentido a la luz de la muerte. Tanto los papeles de Aliza como las grabaciones de su padre o los testimonios del Teatro de la Memoriam, un espacio experimental construido por un sobreviviente indígena de las masacres en Guatemala en un intento por rescatar la vida previa al genocidio, son obras destinadas a ser leídas y oídas en un futuro en el que sus autores ya no forman parte:
“Una pieza visible para todos pero que solo ella, ubicada a la distancia y a la altura precisa, podría entender. Una obra con clave privada, se dijo, mientras, caminando hacia ellos, la figura del guardián le hacía pensar que justo allí se hallaba el sentido del manuscrito recién heredado: la noción de un texto que todos podrían leer, pero solo una persona entender” (pág. 79)
En Austral, como en Museo animal, su anterior novela,los protagonistas se obsesionan con develar los mecanismos secretos detrás de los relatos que se van sucediendo en la novela intuyendo que la repuestas se hallan en los territorios del Sur. En el último tercio del libro el protagonista, obsesionado con los documentos que ha ido hallando, se ve confrontando por la creación del Teatro de la Memoria. A diferencia de muchas ficciones que abordan la violencia desde perspectivas convencionales, Fonseca propone una mirada alternativa que desafía las narrativas habituales sobre el tema, en las que el foco se centra en las acciones violentas y traumáticas que padecen las víctimas sin atender otros aspectos vivenciales. Así como Horacio Castellanos Moya realizaba en Insensatez una crítica mordaz a cómo se exotizan y banalizan los testimonios de las víctimas de la violencia para usos mercantiles, académicos y políticos; en Austral, Fonseca también opta por un enfoque que complejiza la divulgación o reproducción de estas narraciones, una cuestión que se vuelve muy tangible cuando Julio se ve sobrepasado y abrumado por los hechos que descubre y se pregunta con qué derecho accede a ellos. En la novela, el teatro se convierte en un espacio para restaurar las experiencias de las víctimas a través de nuevas representaciones. Una manera de restituir aquellas vivencias y perspectivas que yacían en el olvido al hacerlass circular de nuevo en la sociedad.
“Cerrando los ojos, Julio intentó trazar las reverberaciones que marcaban el paso de una lengua a otra, pero solo logró rescatar la resonancia ininteligible, pero no por eso menos bella, del habla original. Paradójicamente, sintió que aquel era un idioma que caminaba hacia delante retrocediendo y que lo que en el habla de su anfitrión pudiese parecer un leve tartamudeo no era sino una forma de permanecer fiel al espíritu intraducible de esa lengua que ahora volvía a inundar la sala como si estuviesen en una iglesia medieval”. (p. 205)
La pérdida del lenguaje oral de los personajes, de manera involuntaria –en el personaje de Aliza– o voluntaria –en Juvenal–, o su deformación a través del tartamudeo, son fenómenos que los impulsa a optar por nuevas formas de comunicación. Los fragmentos de los diarios y grabaciones que halla y reproduce Julio en la novela, sin un orden cronológico definido, se erigen como una invitación a reescribir sus historias y, como consecuencia, la Historia. La literatura, de esta manera, se convierte en el medio ideal para reconfigurar la historia y desafiar la lógica dominante: Un lente crítico al que acudimos cuando el lenguaje que conocemos parece naufragar. Una ventana para vislumbrar un camino distinto al del progreso e imaginar nuevos modos de vivir.
*****
Datos del libro reseñado:
Carlos Fonseca
Austral
Anagrama, 2022. 240 pp.
[1] En ‘Última clase con Piglia’, contenido en La lucidez del miope (Encino Ediciones, 2019) de Carlos Fonseca.