¿Qué viento lo arrastra con la furia de un ángel lanzando desde el cielo, cayendo y cayendo y cayendo?
-Karl Schwarzschild
Por Sebastián Uribe
Hay momentos estelares en la vida de un lector cuando un libro irrumpe y modifica su forma de leer. Cuando una propuesta literaria lo aproxima a un ámbito de la vida inasible hasta ese momento, desestabilizando algunas estructuras mentales percibidas como inamovibles. Un verdor terrible del chileno Benjamín Labatut (Rotterdam, 1980) representa un parteaguas en la narrativa contemporánea reciente por ejecutar una operación compleja y riesgosa con infinitas posibilidades de fracasar: intervenir en otros campos vedados por la complejidad de sus técnicas como son los de la física, la química y las matemáticas, desde la literatura. Y lo hace, no a través de la simplificación de las complejas fórmulas sobre las que estas ciencias se erigen, sino sobre la inoculación del pecado en su naturaleza pura y abstracta, al desacralizar las mentes detrás de estas y navegar entre las sombras que dejaron, con el fin de mostrar su lado más emocional y vulnerable. De esta manera, se reconfigura no la realidad, pero sí la óptica desde la que esta se concibe; con el fin de poder vislumbrar la frontera que separa a la genialidad y la locura por la multiplicidad de vías existentes y las limitaciones de recorrerlas por la restricción más humana de todas: el tiempo y nuestra mortalidad.
Gran parte de la brillantez que se exhibe en Un verdor terrible de Benjamín Labatut radica en la posibilidad de ser concebida como el ejercicio de lectura de alguien empeñado en descifrar e iluminar aquellos aspectos que se encuentran vedados para el común de los mortales, puesto que dicha aproximación significaría el sufrimiento, alejarse de lo que se concibe como “normal” e, incluso, la pérdida de la vida misma. Como parte de este ejercicio, Labatut empieza a destejer e hilar de manera particular eventos históricos desde la ficción literaria, para hurgar en esos agujeros negros a los que se arrojaron muchos de los personajes clave del siglo XX. ¿El resultado? Una forma de leer la existencia y la complejidad de vivir, pues como él declara en una entrevista:
“Por eso admiro tanto a los científicos (y me aburre tanto buena parte de la literatura), porque están atrapados en un baile, en una pelea a muerte con la realidad. A mí me interesa todo aquello para lo cual las explicaciones actuales no bastan. Es un placer muy específico, porque la mente exige explicaciones para todo, la razón quisiera alumbrar hasta el último rincón de nuestras almas. Y, sin embargo, no puede. De ahí surge un cierto delirio, una facultad creativa desatada, porque el ser humano es un mono porfiado, no acepta el vacío, se rebela contra esa falta y fabula, crea realidad, inventa todo tipo de explicaciones e historias para arropar lo que es misterioso. Y luego todos vivimos enredados por los hilos de esa red”.
La política, decía Ricardo Piglia, todo el tiempo está definiendo qué cosa debe ser entendida como verdadera y qué cosa debía ser excluida de la verdad. Y, frente a ese tipo de relatos cristalizados, la literatura trabaja con las inestables e incómodas incertidumbres acerca de lo real y lo verdadero. Los cinco textos de Un verdor terrible extrapolan este choque de narrativas al campo de la ciencia, donde sus más célebres protagonistas –como los grandes lectores de novelas– se toman en serio la incertidumbre de la realidad y la forma de un relato: el químico Fritz Harber creando un método de exterminio a escala industrial bajo la premisa de que “la guerra era la guerra y la muerte era la muerte, fuera cual fuera el medio de infringirla”; el astrónomo, físico, matemático y teniente del ejército alemán, Karl Schwarzschild, remitiéndole a Einstein la primera solución exacta a las ecuaciones de la teoría de la relatividad general desde su unidad de artillería en el frente ruso, entre estallidos y nubes de gas venenoso, consciente de que habiendo alcanzado el punto más alto de la civilización, la caída es inminente; el genio de Alexander Grothendieck sumergiéndose en su propia psiquis en un intento por entender el todo, dejando expuesto un intelecto vasto y aterrorizador, precariamente balanceado entre la iluminación y la paranoia, cada vez más despojado de volver a la cotidianidad de los que lo rodean; el enfrentamiento titánico entre Werner Heisenberg y Erwin Schrödinger, que tuvo al primero alejándose más y más del mundo real con cada nuevo avance de sus cálculos y lo llevó a contratacar usando esos instrumentos de ficción suprema que representan los números para describir el inobservable mundo subatómico, mientras el austríaco lidiaba con las restricciones de su propio cuerpo para potenciar su mente, en una batalla por redefinir no la realidad, sino lo que se puede decir acerca de ésta; y finalmente, la historia de un jardinero nocturno en los extramuros del mundo, para quien las matemáticas se han vuelto una mezcla de anhelo y temor, al afirmar que estas son las que están cambiando el mundo a tal punto que, en tan sólo un par de décadas, a lo sumo, no seremos capaces de entender qué significa ser humano, evitando cualquier comprensión verdadera.
“El físico -como el poeta- no debía describir los hechos del mundo, sino solo crear metáforas y conexiones (…) Heisenberg entendió que aplicar conceptos de la física clásica -como posición, velocidad y momento- a una partícula subatómica era un despropósito total. Ese aspecto de la naturaleza requería un idioma nuevo” (pág. 110).
¿No son las ciencias, en sus múltiples variantes, una serie de batallas por nuevos lenguajes? Las polémicas a lo largo del libro de Labatut se erigen sobre la hegemonía de una teoría que domine a las existentes y la rebeldía contestaria que estas generan. ¿No es acaso más atractiva una idea cuando se percibe un posible desmoronamiento? ¿No radica ahí la génesis de una obsesión y el gesto de desafiarlas? Leyendo Un verdor terrible y pensando en posibles hilos que conecten a los textos, recordé el mito fundacional del avance científico y sus peligros: Ícaro. Su padre Dédalo trabajando día y noche en la creación de un mecanismo para escapar de la oscuridad de la cueva en la que se encuentran encerrados hasta dar con las alas que lo salvarían, pero pagando el precio de la muerte de lo más preciado de su existencia. La aproximación al sol, la curiosidad desmedida, el desvío del sosiego que brinda lo conocido. Labatut reactualiza el mito griego demostrándonos que está más arraigado que nunca en nuestra época. La pregunta es cuál destino nos depara, si el de Dédalo o Ícaro.
Tal vez la mejor forma de terminar este texto sea con una cita de Lovecraft que Labatut mencionó durante la presentación del libro vía Facebook y dejó estupefactos a sus interlocutores y, sospecho, a la mayoría de los lectores:
“Creo que más que lo misericordioso del mundo es la incapacidad de la mente humana para correlacionar todos sus contenidos. Vivimos en una plácida isla de ignorancia en medio de mares negros del infinito, y eso no significaba que viajáramos lejos. Las ciencias, cada una de las cuales se esfuerza en su propia dirección, hasta ahora nos han hecho poco daño; pero algún día la reconstrucción del conocimiento disociado abrirá perspectivas tan aterradoras de la realidad y de nuestra espantosa posición en ella, que nos volveremos locos por la revelación o huiremos de la luz mortal hacia la paz y la seguridad de una nueva era oscura”.
¿De dónde viene el gesto de dejar la radio prendida? ¿Cuál es la necesidad que esta sigue satisfaciendo y la hace resistir la obsolescencia tecnológica? Por su ubicuidad cotidiana, no son muchas las veces que uno se detiene a reflexionar sobre la vigencia de este aparato y el mundo que contiene. Javier Montes (Madrid, 1976) lo hace y ensaya algunas respuestas en este breve y perspicaz cuaderno, entretejiendo anécdotas y experiencias propias con datos y referencias inesperadas.
La radio es café sonoro: poco a poco, con cada sorbo, aviva la conciencia, reanima la memoria, despierta el sentido del humor, la imaginación, la capacidad y las ganas de hacerse ilusiones o desesperar de la vida: nos sitúa de nuevo en ella y la ancla en nosotros. (p. 13)
Montes empieza este libro asociando a la radio con el café y su efecto: despertar. Ponerle fin a la modorra, dejar atrás el sueño o la pesadilla, y afrontar la vida que se cuela sin pedir permiso. Ante ello, el gesto automático, aprendido, sin el cual el día no empieza del todo. La radio se torna un recordatorio de que hay un afuera, una vida exterior pero no ajena a uno, incontrolable e inesperada. Esta última característica se resalta, por ejemplo, cuando cuenta cómo un ruiseñor se posa sorpresivamente en el balcón del autor regalando su canto mientras suena “La canción del ruiseñor” de Ígor Stravinski en Radio Clásica, emisora elegida sin alguna motivación especial aquella vez. ¿Coincidencia extraña? ¿Casualidad? Tal vez, pero lo que es seguro es que dicha experiencia fue permitida por la radio, convertida en vehículo de lo inesperado.
La radio puesta es una respuesta a la popular canción de The Buggles[1]. Su cualidad enteramente sonora, concebida por mucho tiempo como una debilidad, se ha tornado en su mayor fortaleza, aunada a sus otras características como la de ser ‘invisible inmaterial y omnipresente’ (p. 28). En la habitación, en la oficina, en el bus, en la privacidad de los audífonos: sus ondas pueden crecer o reducirse, sin dejar de alcanzarnos. Pero, ¿por qué seguir oyéndola, si tenemos –ahora– los podcasts al alcance? Por el gesto liberador que supone el azar. Porque la oferta de contenidos que tenemos a nuestra disposición puede devenir en una saturación de nuestra capacidad de elección y, en casos extremos, causar angustia y ansiedad:
Bisagra, oráculo, espejo: la radio puede ser todo esto y hacer posibles mediante su naturaleza aleatoria todas esas experiencias y sensaciones. Frente a la tiranía paradójica de la libertad absoluta y la obligación de desear, propone una obediencia más abstracta y curiosamente liberadora: al azar, a lo imponderable, a nadie. Es un gesto simbólico de conformidad con el mundo, con un orden de cosas que no hemos dispuesto. (p. 31)
La comodidad es solo una antesala a las experiencias con las que puede sorprendernos la programación de una emisora, volviéndose así una tecnología que acompaña en su fluir constante. Montes insiste en esta idea, aclarando que distraer no es lo mismo que acompañar. En esta última acción hay una “presencia de baja intensidad (…) que nunca exige, pero siempre acoge nuestra atención. No avasalla ni se impone” (p. 44).Es desde ese lugar que la radio se erige como una herramienta de resistencia a la hiperconectividad exigida hoy en día, lo cual no hace más que incrementar sensaciones de frustración y soledad.
Mencionaba que había referencias inesperadas, y es que Montes opta, en vez de citar investigaciones sobre el tema, por hacer dialogar textos de Teju Cole y Anna Frank, pero sobre todo de Walter Benjamin. Sobre estos últimos, Montes tiende un puente de encuentro a través de la radio. Recuerda que Frank anota en su celebérrimo diario cómo se reunía en su refugio para escuchar la música de la radio alemana y las noticias de la BBC. El autor se centra en esto, evocando cómo Benjamin fue parte de la construcción de este tipo de emisoras, en el período previo a la II Guerra Mundial, cuando gestó su ‘País de las Voces’, un lugar no físico de encuentro, “patria común imaginaria hecha de multitud de voces y de silencios” (p. 65). Una patria que iba a sobrevivir al horror para brindar sosiego a una niña algunos años después.
Hacia las páginas finales del libro, el autor enfoca su mirada sobre los oyentes y la comunidad formada por estos. En la unión que se da entre quienes siguen practicando el ritual anacrónico y trabajoso de encender la radio. Ya sea en la parte más alejada y fría del mundo, como en el edificio de la zona más ruidosa de una urbe, la ceremonia de mantener viva esta tecnología supone la valiosa satisfacción de ser ‘ineficiente en tiempos ultraeficientes’ (p. 64). Una actividad que exalta la incertidumbre por encima de la previsibilidad:
La radio no solo permite el azar, no solo sugiere compañía: también revela la sustancia del tiempo. Representa esa idea de corriente vital y natural que no se detiene, irrecuperable e imprevisible, a la que nos enganchamos en marcha un día y de la que nos desengancharemos, también en marco, otro. (p. 76)
Javier Montes nos recuerda así que la radio no interrumpe la vida sino todo lo contrario: se funde en ella y nos devuelve aquello que las otras tecnologías buscan arrebatarnos: el tiempo. Uno en el que más que exaltar la prisa y la acumulación, se vuelve a aquel gesto centenario de encender con calma un aparato para oír el mundo y encontrarnos allí con los demás.
*****
Datos del libro reseñado:
Javier Montes
La radio puesta
Anagrama, 2024, 96 pp.
[1] «Video Killed the Radio Star» es una canción original de 1978 de Bruce Woolley para el álbum Bruce Woolley And The Camera Club, popularizada un año después por la banda británica The Buggles: https://es.wikipedia.org/wiki/Video_Killed_the_Radio_Star
Bajar es lo peor (Anagrama, 2022) es la primera novela de Mariana Enríquez (Buenos Aires, 1973). Se publicó por primera vez en 1995 y a lo largo de todos estos años se ha convertido en una novela de culto. En ella se pueden encontrar muchos temas y elementos que la autora ha desarrollado en sus siguientes libros, tanto en novelas como en cuentos. Su personaje principal es Facundo, un joven de belleza única que se prostituye y que habita el lado oscuro y sórdido del Buenos Aires de los años noventa. Su imagen es ambigua, casi vampírica, siempre con su cabello largo, y que no deja de ser atractiva para cualquier género, tanto para mujeres como para hombres. No importa si Facundo está borracho o drogado, pues estas situaciones resaltan más su imagen. Así lo testifican varios de sus personajes: “Facundo, con la misma ropa, parecía un dios griego. Siempre parecía un dios griego” (p.41) […] “Facundo borracho es Dionisos: el alcohol no insulta su belleza, la enaltece” (p.193).
Facundo ha sido enamorado de Carolina, una muchacha punk que se pinta el cabello y a quien le cuesta entender que su exnovio se gane la vida teniendo sexo con otros hombres. Incluso hasta llega a ser invitada por él para que observe uno de estos actos homosexuales, un tema bastante vigente en la obra de Enríquez. Y a pesar de saber esta dura verdad, lo que le provoca muchas crisis y llantos, Carolina continúa frecuentando a Facundo, así sea como amigos. A fin de cuentas, a ella también le gusta visitar los mismos lugares que él habita, sobre todo si son nocturnos, como los bares y discotecas, entre ellos el boliche de La Diabla, donde suena cierta música que va desde David Bowie hasta Megadeth, y que se presenta como banda sonora para esta historia donde las drogas también cobran protagonismo.
Todo cambia cuando aparece Narval, un joven yonqui que también posee una singular belleza y que cae rendido ante Facundo, pues la atracción es mutua desde el primer momento que ambos se ven en uno de estos locales nocturnos. Hasta llegan a tener sexo en un baño. Lo curioso es que Carolina también siente atracción por Narval sin importar que él siempre lleve consigo una imagen oscura que se acentúa mucho más con la presencia de unos seres malignos, casi monstruosos, que sólo Narval puede ver, y que no son producto de su imaginación ni del consumo de drogas, sino que provienen de una extraña realidad que tiene más de fantástico y también de gótico. Es en este punto, junto a su belleza masculina, que se puede considerar a Narval como un antecedente de Gaspar y su padre en la novela Nuestra parte de noche.
De esta manera se forma un trío juvenil lleno de excesos al punto de convertirse en seres marginales y autodestructivos. Los tres, de una u otra manera, tienden a estar sometidos por algo o por alguien; incluido Facundo, quien muestra cierta autonomía y rebeldía que, después de todo, termina subyugada. Por ejemplo, Facundo vive en un piso que es pagado por un hombre maduro de apellido Armendáriz, quien al mismo tiempo es oficinista y padre de familia. Es decir, un hombre común y corriente bajo la suposición de vivir dentro de lo correcto. Facundo no siente nada por este hombre, pero sólo por el hecho de sostener su economía y hacerle regalos (como un libro de Mary Shelley) acepta compartir este espacio que se vuelve íntimo, y, a la vez, sucio, y cuyo único consuelo es la presencia de un gato llamado Lord Byron que se caracteriza por ser arisco con cualquier extraño. Otro consuelo son las visitas de Narval, llamado también Val, con quien se embriaga y se droga hasta perder el conocimiento, además de tener mucho sexo. Es más, ambos llegan a tener ciertos códigos para saber si Facundo está libre u ocupado en su piso sólo para concretar un siguiente encuentro. Por su parte, Carolina busca acercarse a Narval no únicamente por parecerle atractivo sino porque es una manera de seguir cerca de Facundo. A ella no le importa que él se siga prostituyendo. Tampoco le importa que él y Narval se entiendan a la perfección. Hasta está dispuesta a tener intimidad con ambos al mismo tiempo (pp.170-171):
Narval se dio vuelta para mirar y vio a Carolina, sonriente, con unos ajustados shorts de jean y una musculosa blanca. La llamó con un gesto de la mano y Carolina se le sentó en las rodillas. Narval deslizó con cuidado la papela en la mano de ella, que sonrió con los ojos brillantes. Sin decir palabra, Carolina se levantó y caminó tambaleante hasta el baño, tirando una silla a su paso.
-Está borracha -dijo Facundo.
-Es muy linda -dijo Narval.
-Sí.
-Le prometí que esta noche íbamos a estar juntos.
-Está bien. -Facundo encendió un cigarrillo y tosió doblándose en dos cuando la cocaína empezó a deslizarse por su garganta-. Pero antes vendé algo más.
Aunque lo que más llama la atención en esta novela es la presencia de esos seres malignos que siempre se le presentan a Narval. Muchos de ellos tienen características propias del horror. Primero está una mujer que no tiene dientes, que huele a muerte y que se mueve como un gato; y a pesar de su terrible aspecto, ella tiene sexo con Narval. También hay un hombre que está cubierto de arañas y otro que se caracteriza por tener huecos en lugar de ojos (esta referencia bien podría relacionarse con uno de los cuentos de Mariana Enríquez titulado “Ojos negros”, que es bastante aterrador, y que se encuentra en su último libro Un lugar soleado para gente sombría). Aquí una muestra de la imagen y comportamiento de estos seres siniestros (p.191):
Ella sí podía salir. Con Narval. Pero Buenos Aires ya no era lo mismo si él iba con Ella. A veces, en una multitud sin rostro, Narval la perdía de vista y entonces corría. Pero de entre la gente salía el-Hombre-con-huecos-en-vez-de-ojos, que lo devolvía a su departamento, caminando en cuatro patas por el piso, jugando con arañas. Narval caía al piso y Ella trepaba sobre él y Narval se la cogía furiosamente, casi feliz, pensando que, a pesar de todo, le gustaba estar con Ellos, que era así como estar en casa. Pero de vez en cuando se abrazaba a las piernas purpúreas de Ella y, mientras el-Hombre-con-huecos le hacía un pico en el cuello, Narval no podía evitar ahogarse en sollozos diciendo: «Lo extraño.»
Aquí cabe aclarar el término “pico”, del verbo “picar”, propio de un argot que significa inyectarse droga, sobre todo heroína, corresponde a la mención de Narval visto como un yonqui (adicto a la heroína). Es justo esta droga la desencadenante de esta historia donde la tragedia es una consecuencia de los excesos juveniles. Y es que es imposible no relacionarla con otra novela de la misma época y con la misma temática. Me refiero a la ya clásica, y también novela de culto, titulada Trainspotting (1993) del escritor escocés Irvine Welsh, donde la heroína también es un catalizador para la mayoría de sus personajes juveniles. Y donde el rock, el desenfreno, el sexo y, otra vez, los inevitables excesos, son los ingredientes adicionales de toda una generación. Quizás por esta razón también se realizó una película en Argentina (2002) basada en esta primera novela de Mariana Enríquez y que lleva el mismo nombre. Aunque, valgan verdades, no cumple las expectativas creadas con la lectura de este libro, que, como ya se ha dicho, es de verdadero culto. Igual aquí va el enlace para los interesados y fanáticos de la autora y su obra, cuya mayor recomendación es seguir leyéndola:
Maniac (Anagrama, 2023) del escritor chileno Benjamin Labatut (Rotterdam, 1981) es una novela extraña e inclasificable donde la ciencia, una vez más, es su principal protagonista. Y digo “una vez más” porque el autor ha vuelto hacer lo mismo que con Un verdor terrible (Anagrama, 2020). Y esta repetición resulta formidable, pues no es común realizar una conjunción tan perfecta entre el discurso científico y la literatura; y Labatut lo logra, lo hace de manera original e innovadora. La pequeña diferencia es que esta vez Maniac se presenta como un tríptico que cuenta los momentos más resaltantes de tres grandes científicos o genios sin dejar de lado su relación con la ciencia. Y al mencionar la palabra “ciencia” no me refiero sólo a la materia en sí, a sus procesos o descubrimientos, sus triunfos o fracasos, sino también a las personas que guardan algún tipo de relación con ellos y su trabajo, sean colaboradores, colegas, amistades, enemistades y/o rivales. Por supuesto que también se considera a su círculo íntimo como es el caso de la familia. La presencia o la mención de sus parejas, esposas e hijos también resultan relevantes para saber más sobre estas personalidades tan singulares y brillantes que se caracterizaron por su extrema genialidad, aunque también por su grado de locura.
La novela está dividida en tres partes, de ahí la idea de presentarlo como un tríptico cuyo contenido tiene distintas proporciones. La primera parte, que es bastante breve, se titula “PAUL o El descubrimiento de lo irracional”, y corresponde a la vida del físico austriaco Paul Ehrenfest, quien cometió un crimen que marcó su vida y la de su familia. La segunda parte, que es mucho más extensa, se titula “JOHN o Los delirios de la razón”, y abarca muchos aspectos en la vida y el trabajo del sabio matemático húngaro John Von Neumann, en especial con el proyecto Manhattan, relacionado con la elaboración de la bomba atómica, además de su incursión inicial en la computación. Y la tercera parte, una de las más inquietantes, sobre todo por el estilo en el que está narrado, se titula “LEE o los delirios de la inteligencia”, que corresponde a ciertos hechos en la vida pública de Lee Sedol, maestro coreano del Go, un juego donde la concentración y la deducción pueden resultar un verdadero tormento, en especial si se enfrenta el cerebro humano ante los poderes insospechados de la inteligencia artificial.
En “PAUL o El descubrimiento de lo irracional”, se cuenta el filicidio cometido por el físico austriaco Paul Ehrenfest, lo que continuó a su inmediato suicidio. Lo más trágico de este crimen doble es que su hijo Vassily, llamado con el sobrenombre de Wassik, padecía síndrome de Down, por lo que su inocencia se reafirma ante todo lo que surgía dentro y fuera de la cabeza de su padre debido a sus traumas y temores. Lo extraño es que no era el único genio de su época que sufría de estos tormentos: “Al igual que Ehrenfest, Boltzmann tuvo una vida atormentada e infeliz; padecía episodios de manía incontrolable, seguidos por depresiones abismales cuyo efecto se veía agravado por el feroz antagonismo que sus ideas revolucionarias engendraban en sus pares” (p. 13). Se deduce que el contexto político y social, más la constante amenaza de lo bélico de esos años, fueron motivos suficientes para incentivar este cuestionado accionar.
En “JOHN o Los delirios de la razón”, se utiliza la narración de muchos personajes en varios capítulos sólo para construir el perfil del genio matemático John Von Neumann y sus contribuciones a la ciencia. Todos estos personajes-narradores dan su testimonio sobre este personaje que despierta admiraciones y también desavenencias, y que nunca dejó de considerar a las matemáticas como una ciencia provista de un inusitado poder: “Hay tantas religiones y dioses como personas que creen en ellas, y las llamadas «ciencia» sociales son tan inútiles como la filosofía, poco más que juegos de palabras. La matemática es diferente. Cegadora e irrecusable, siempre ha sido considerada como la luz de la razón, una antorcha que brilla en medio de la oscuridad que nos rodea. Por eso empezó a cambiar a principios del siglo XX” (p. 78).
Aunque lo más resaltante de esta parte es la recreación de los hechos previos al uso de la bomba atómica. Por supuesto que en estos testimonios también sobresale la figura del físico Robert Oppenheimer. Así lo comenta el físico Richard Feynman: “No había muchos lugares así, tuvimos que levantar uno desde cero. Un pueblo entero de la nada. Oppenheimer sugirió esa ubicación, sus padres tenían una cabaña cerca. Pero lo más importante es que estaba vacío, no había ninguna estructura salvo un rancho que funcionaba como una escuela de niños ricos (me parece que Gore Vidal y William Burroughs fueron alumnos) y construyeron todo alrededor de ese edificio. Todos Los Álamos. Llegaron y aplanaron la meseta con buldóceres, y el pueblo empezó a brotar como un hongo en torno a la escuela” (p. 116). Llama la atención que en este mismo capítulo narrado por Feynman se mencione la dimensión e importancia del juego de Go: “Me puso a cargo de cuatro físicos que convertí en fanáticos del Go. Porque ese juego… es alucinante. Se parece un poco a las damas, pero es monstruosamente complejo” (p. 119). “El mejor jugador de Los Álamos era Oppenheimer. Yo llegué a ser muy bueno, muy rápido, pero no le podía ganar a él. Años después supe que cuando dejaron caer a Little Boy encima de Hiroshima, dos grandes maestros japoneses -Hashimoto Utaro, el campeón nacional, e Iwamoto Kaoru, el retador- estaban en el tercer día de un campeonato de Go, a unas tres millas de la zona cero” (p. 123).
Otra parte que llama la atención es el temor de lo que podía ocasionar la bomba, tan cercano o propio al fin de la humanidad. Los preparativos y la prueba final también son sorprendentes tan igual como si se tratasen de escenas cinematográficas bastante bien logradas. Se suma la mención de diversos personajes disímiles desde el poeta T.S Eliot hasta Albert Einstein. Asimismo, sobresale la definición del término MANIAC, explicado por el ingeniero americano Julian Bigelow en otro de los capítulos de esta segunda parte para definir este acrónimo: “Mathematical Analyzer, Numerical Integrator and Computer. Así bautizamos a nuestra máquina. El analizador matemático, integrador numérico y computadora. Pero nadie nunca la llamó así. La llamábamos MANIAC” (p. 169).
No se pueden dejar de mencionar las explicaciones científicas de los resultados obtenidos en el proyecto Manhattan, lo que también resulta terrorífico a pesar del triunfo que ello significó: “Su tamaño era incomparablemente mayor a lo que yo vi en el desierto: a treinta millas de distancia de la isla aniquilada por el estallido hubo testigos que temblaron de miedo al ver esa nube encima de sus cabezas, balanceada sobre un tallo ancho, oscuro y sucio, hecho de partículas de coral, vapor de agua y escombros. Al expandirse, la bola de fuego alcanzó una temperatura que superó los ciento sesenta y seis millones de grados Celsius, más caliente que el núcleo del sol” (p. 176).
En “LEE o los delirios de la inteligencia”, se centra en la contienda que sostiene Lee Sedol, maestro coreano de Go, en marzo de 2016, con una máquina llamada Alpha Go, que no sólo se presenta como una perfecta contrincante sino como el grado superlativo de lo creado por la mente humana, por lo que solamente obedece a cálculos y deducciones propias, de ahí su denominación de Inteligencia Artificial: “AlphaGo no vacilaba, no dudaba y no cuestionaba las jugadas que había hecho. Era inmune al cansancio, carecía de inseguridades y no conocía el temor. No le importaban ni el estilo ni la belleza, y no perdía tiempo ni energía en participar de los enrevesados juegos mentales con que los jugadores profesionales buscan desequilibrar a sus contrincantes. AlphaGo no pensaba en los demás, ni le importaba lo que sentían. Lo único que le importaba era ganar. Para el programa no había ninguna diferencia entre ganar de una paliza o por un solo punto” (p. 335). La autonomía de esta inteligencia queda determinada de la siguiente manera: “Pero AlphaGo podía realizar algo de lo que ningún ser humano era capaz: calcular, con una precisión absoluta e infalible, exactamente cuánto territorio necesitaba para vencer, y conformarse con ello” (p. 355).
En esta última parte, llama la atención la frustración y el temor humano ante la superioridad de la máquina. Se evidencia la vulnerabilidad del hombre ante lo creado, pues lo que debería resultar un beneficio bien podría presentarse como todo lo contrario, casi un tormento. Lee Sedol lo entiende en cada jugada y en cada derrota. Su inteligencia humana y sus fuerzas no alcanzan para revertir el sometimiento al que es llevado sin ninguna contemplación. Sólo cierta falla en la máquina puede ser una salida, o una esperanza, aunque no una victoria.
Ante lo expuesto se entiende que Maniac de Benjamín Labatut es más que una novela o una revisión biográfica-científica de ciertos personajes y hechos trascendentales. Se entiende más como un retrato de la genialidad de lo humano que al mismo tiempo puede resultar ser un absurdo o una paradoja irreversible para el mismo hombre. Se podría asumir como un avance, desarrollo, progreso y, a la vez, su nulidad para el futuro, su lado sombrío, la manifestación de las tinieblas, el daño mismo o, quizá, su propia destrucción, un apocalipsis.
Un lugar soleado para gente sombría (Anagrama, 2024) es el tercer libro de cuentos de Mariana Enríquez (Buenos Aires, 1973). Esta nueva publicación está compuesta por doce relatos donde, como ya es costumbre en su obra, aparecen fantasmas y monstruos, además de predominar lo oscuro y lo tenebroso a través de hechos insólitos. Y todos estos elementos pueden considerarse como algo propio de lo fantástico, tan peculiar en la tradición literaria argentina, más aún en el género del cuento; aunque aquí las historias terminan apoderándose de lo gótico y lo siniestro, lo que da como resultado un terror que en realidad asusta, que produce miedo y que hasta hiela la sangre. Se suma el deterioro del cuerpo y la enfermedad, en cómo el ser humano pierde su belleza y juventud para convertirse en un ser que produce espanto o repulsión, sea propio o ajeno, más aún cuando se inserta lo pútrido o lo ya descompuesto previo a la muerte. Y ni qué decir la muerte en sí. Aquí tampoco se puede dejar mencionar el miedo correspondiente a una etapa política traumatizante para la mayoría de los ciudadanos de un país que fue sometido a una cruel dictadura.
Cabe aclarar que la precisión de la autora para construir estas historias resulta sorprendente, además de magnífica, lo que merece más de un ejemplo o cita sólo para demostrar su maestría al narrar y describir una serie de situaciones donde la anécdota se ciñe en el mal que acecha, que atemoriza y que perturba. Y esta redundancia, desarrollada en distintas circunstancias, es más que un mérito.
En “Mis muertos tristes”, una mujer médica ve muertos o fantasmas, entre ellos, el de su madre, aunque este no parece ser el problema si se compara con la violencia que se vive en su barrio de clase media: “Mis vecinos hacen reuniones de «seguridad». No consiguen mucho. En el barrio hubo algunas invasiones a casas, robos violentos, le pegaron a una anciana. Es horrible lo que pasa. Pero ellos son todavía más horribles. En las reuniones gritan que pagan sus impuestos (es parcialmente cierto: la mitad evade lo que puede, como todo argentino de clase media), que se compraron armas y hacen cursos para usarlas, y describen las maneras en que piensan que la policía debe actuar: siempre proponen el asesinato, el insulto, el ejemplo medieval o el ojo por ojo o cosas por el estilo” (p. 9, según versión digital: lo mismo para las siguientes citas).
La consecuencia de esta violencia recae en los muertos, quienes recurren a la protagonista como si se tratase de una médium sólo para reclamar una injusticia que ha quedado pendiente: “Entonces aquí estaba Matías de apellido italiano, muerto a cuadras de mi casa, y yo no sabía por qué tocaba la puerta ni me había enterado de que su asesinato había sido tan cerca” (p. 23). Y ante estas situaciones paranormales a la protagonista no le queda más que aceptar que el mal no procede de la muerte sino de la vida misma, de lo que está cerca, en la propia realidad.
En “Los pájaros de la noche”, una mujer tiene el rostro deforme. Una manera de escapar de su realidad es establercer contacto con la naturaleza rural a pesar de que esta no deja de tener relación con todo lo malo que puede suceder en la vida: “Tengo que volver a los pájaros. Todos los pájaros son mujeres que han recibido un castigo. En los mitos populares de nuestra provincia, Entre Ríos, pero también de Corrientes y de Misiones (tengo un libro que ubica cada mito en detalle), el castigo para la desobediencia, la mala conducta o el amor desesperado es ser transformada en ave” (p. 32). Parte de lo malo también atañe a seres inocentes que han sido víctimas de la crueldad: “En el diario decían que la niña, que se llamaba Juana, había aparecido «desgarrada». Millie, esa tarde, quiso conectarse con su espíritu. Dejó chorrear sus pinturas junto al árbol donde apareció el cuerpo de la niña; el dibujo tomó una especie de estrella atrapada en un círculo. Recitó algunas palabras con los ojos cerrados y esperó” (p. 37). Aquí la trascendencia de la muerte, o el contacto con el más allá, parece ser el único consuelo.
En “La desgracia en la cara”, se hace presente el tema de la violencia de género como una recurrente, lo que ya produce cierta conmoción: “El orden y los detalles del relato de la violación eran siempre los mismos, como si ya no fuese capaz de recordarla de verdad y repitiese una historia vieja, una leyenda” (p. 49). Y no sólo es la mención a estos hechos repulsivos sino también cada uno de los detalles: “No la violó sobre el camino. La apoyó contra un árbol. No le dijo que no gritara, no le tapó la boca, y ella lloró todo el tiempo de miedo y de dolor” (p. 50). Lo asombroso es que estos delitos tienen conexión con el ámbito familiar, por lo que el dolor se multiplica.
En “Julie”, se presenta a una muchacha extraña que tiene un aspecto desagradable. Su imagen es descuidada y llama la atención: “En las fotos que enviaba Julie siempre aparecía seria, mal vestida y, sinceramente, fea. Gorda. Hinchada quizá, y con el pelo enmarañado y débil. Parecía una enferma grave” (p. 74). Julie vive en Estados Unidos. La narradora es la prima de Julie, quien cuenta los problemas que existe entre su padre y la mamá de Julie. Ambos hermanos discuten y se mantienen aislados, no se llevan bien, hasta que Julie llega a la Argentina con la posibilidad de ser tratada, pues sólo se sabe que tiene sexo con espíritus. Existen otros comportamientos en Julie que también llaman la atención. Por eso, decide ingresar a una casa de reposo en Uruguay donde se supone que será feliz a pesar de ciertas truculencias que a ella parece agradarle: “Me contó sobre las primeras visitas, sobre las diferencias entre los visitantes: a uno le gustaba especialmente lamerle el agujero del culo, lo dijo así, como una bestia, y casi me mareo: estaba perdiendo la elegancia. O quizá de verdad estaba loca” (p. 85). Aquí no deja de llamar la atención la reacción de la familia ante la decisión final de Julie.
En “Metamorfosis”, se habla del deterioro del cuerpo, sobre todo de la enfermedad, entendida como el motivo de una transformación no deseada pero que, por extraño que sea, resulta atractivo: “Primero busqué miomas online. No todos eran tan bonitos como el mío. Algunos eran granulados y otros tenían muchas cabezas, más jengibre aun, pero un jengibre feo, digamos como uno de esos animales con globos que hacen los payasos (o que hacían en las fiestas de mi infancia)” (p. 92). Lo extraño es que parte de esta transformación produce cierto gusto hacia lo amorfo o lo anormal: “Mi espalda, ahora, tiene otro relieve. Tiene algo de dragón, Colson tatuó la piel de colores y parece tornasolada. Una falsa columna de saurio. Algo de camaleón, de lagarto, de serpiente mítica, de sangre fría” (p. 98).
En “Un lugar soleado para gente sombría”, se recurre al género periodístico para dar a conocer un hecho real que ocurrió en el mítico Hotel Cecil de Los Ángeles, conocido por ser un lugar donde ocurrieron crímenes y hechos inexplicables. Se añade la muerte en extrañas circunstancias de una muchacha canadiense llamada Elisa Lam: “Le tuve que contar el caso. Elisa era una turista muy joven que, quizá por ignorancia sobre el pasado del lugar, se alojó en el hotel Cecil del centro de Los Ángeles. El lugar es conocido no sólo por tragedias, suicidios, crímenes y demás, sino porque ahí se alojó durante un tiempo el asesino serial Richard Ramírez […] La encontraron veinte días después flotando en el tanque de agua del hotel, ahogada, desnuda, con toda la ropa y pertenencias dentro del agua. Uno de los huéspedes se dio cuenta porque el agua salía negra de las canillas y la ducha y, claro, un poco apestosa. Elisa se pudrió flotando en el tanque y los huéspedes la bebieron” (pp. 101-102). Además de centrase en esta muerte, la narradora se da tiempo para conocer otros escenarios de Los Ángeles donde llega a tener contacto con un joven adicto que le hace recordar a un amigo fallecido llamado Dizz. Se trata, sin duda, del lado sórdido de la ciudad, aunque no menos sórdido es la concurrencia de muchos interesados en la muerte de Elisa Lam, quienes ingresan al hotel con el único fin de tener algún tipo de contacto sólo para tener más información de lo sucedido: “Una de mis mejores amigas, que vive en Los Ángeles, es una obsesa de lo paranormal en la ciudad, y me contó que hoy día la gente se reúne alrededor del tanque donde Elisa murió, esperando una señal” (p. 104).
En “Los himnos de las hienas”, el narrador es un joven que tiene una relación amorosa con Mateo, un muchacho apuesto de cabello largo e hijo de padres ricos que no tienen ninguna objeción hacia los gustos de su hijo. En la casa de Mateo se habla del antiguo zoológico del pueblo que más parecía una cárcel y que sufrió un incendio premeditado donde algunos animales murieron quemados. Otros animales, sin embargo, lograron escapar, aunque luego fueron atrapados. Los únicos animales que desaparecieron sin dejar rastro alguno fueron las hienas. Esto motiva a Mateo y al narrador hablar en la intimidad sobre el sexo de estos mamíferos carroñeros, pues consideran a las hienas como animales trans por su peculiaridad. Al día siguiente ellos visitan el cementerio del pueblo y un lugar llamado el Palacio de los Aguirre que se encuentra desolado y que era considerado como un campo de concentración: “Sí, se sabe que torturaban en el sótano. Pero fue muchas cosas más. La casa de verano es de los ricos estos, que bytheway son los dueños de todos los quesos que te comiste anoche, así que al Mal ya lo tenés incorporado” (p. 129). Este lugar se encuentra en ruinas, aunque aún quedan restos de su esplendor de influencia europea. También quedan algunos rastros como si allí viviera alguien, o como si fuera visitado con regularidad. Mateo y el narrador encuentran ropa usada que bien podría haber pertenecido a gente que ya está muerta. Mateo se pone una blusa vieja y enseguida suceden cosas siniestras como la presencia de un hombre calvo que los ataca en medio de muchas camas donde se escucha el llanto de gente que no se puede ver: “Miré alrededor: había muchas, como en un dormitorio comunitario de un orfanato o de una prisión. O de una sala de torturas. Mateo estaba medio desmayado, pero el hombre no dejó de pegarle y, cuando por fin pude moverme y corrí, me caí al piso. Tenía los pies atados” (p. 134). Este hombre calvo demuestra su resistencia para provocar el mal sin importar rebanarse una oreja, la nariz o la comisura de los labios sólo para mostrar una mayor sonrisa llena de sangre. Todo es grotesco y terrorífico. Parece un mal sueño o algo imaginado, pero no es así, sobre todo con el sonido de las hienas a lo lejos en medio de una inesperada oscuridad.
En “Diferente colores hechos de lágrimas”,llama la atención el epígrafe del poema “Absoluta” de César Vallejo donde sobresale el verso: “¡Ay, la llaga en color de ropa antigua!”. Todo empieza cuando una mujer, dueña de una tienda de ropa vintage, visita una casa decadente pero acaudalada que ofrece ropa usada. Allí conoce a un anciano llamado Noé Seidel que aún guarda los vestidos de su esposa fallecida: “Tenían el olor de su mujer, eran su presencia encerrada en un ropero, no quería volver a sacarlas buscando un aroma que se perdía con los años, no quería ver en el espejo, de reojo, su fantasma acomodando la cintura y frunciendo la nariz si no estaba conforme: No quería pasar lo que le quedaba de vida con ella. Había más vestidos, pero los iba a regalar a familiares o donar al Museo del Vestido que estaba muy interesado” (p. 142). Una vez que la narradora tiene posesión de algunos vestidos y otras joyas, se junta con sus otras amigas y socias sólo para averiguar más sobre la antigua dueña, de quien llegan a saber que se llamaba Susana Swanson, que era muy rica, que murió de cáncer, y que le fue infiel a su marido con un médico pobre, pues también logran conocer una antigua noticia sobre un ataque violento ocasionado por el empresario Noé Seidel en los años ochenta. Sin tomar en cuenta esta información, las tres amigas se prueban los vestidos y encuentran que una de estas piezas les produce diferentes cortes, heridas y golpes que nunca habían tenido en el cuerpo. Se asustan, se quitan la prenda y lloran de miedo. Intentan serenarse y piensan que esto sólo les pasa a ellas, que quizá no suceda con sus clientas, pero lo siniestro llega a manifestarse en toda su dimensión. Esto queda confirmado con un correo del anciano donde les muestra su desprecio tan igual como lo hacía con su difunta esposa. También se confirma con el arrebato de la narradora sólo para provocar un mayor espanto.
En “La mujer que sufre”, una mujer hipocondriaca siente al mismo tiempo curiosidad sobre algunas enfermedades. Mientras más graves o extrañas sean, mayor es su interés, pues es evidente su gusto hacia estas afecciones de las que siempre escucha con atención: “Algún hijo de su madre mandó una cadena para una pibita que tenía una enfermedad en la piel. No me acuerdo el nombre entero, pero algo con gangrena. Las fotos, no sabés. Tenía agujeros por todos lados. Llagas. No me la olvido más” (p. 156). Se suma la constante presencia de otra mujer que se muestra como una intrusa, muy parecida a un fantasma, y que, además, tiene la peculiaridad de que siempre sufre. “No entró al foro de hombres con cáncer, no era lo mismo. Todavía el chico no había hecho una aparición en su casa. A lo mejor no estaba ahí. La mujer que sufría tenía enfermeros en su casa” (p. 168).
En “Cementerio de heladeras”, una mujer recuerda sus juegos de infancia que se convirtieron en algo grave. Todo ocurrió en un lugar sombrío llamado como el título del cuento. En este sitio ocurren otros hechos macabros como la vez en que llegó un hombre cargando a su hijo degollado: “Un hombre, decían, llegó al cementerio de heladeras con su hijo en brazos, un chico de seis años, degollado. Un sereno lo encontró y el hombre dijo que venía a enterrarlo. El cuerpo del chico tenía mutilada la mano derecha: el padre, se contaba, le había cortado todos los dedos, que guardaba en el bolsillo de la campera” (p. 175). Y aquello que fue tan grave en la niñez de la mujer queda como un remordimiento. Este último sentimiento la persigue desde que tenía trece años hasta pasado los cuarenta. Se incluyen las preguntas que recibe para intentar explicar lo que se considera insólito: “Y después, como pasa siempre, alguien preguntó sobre si habíamos visto algo sobrenatural o vivido una experiencia de mucho miedo” (p. 183). Ella regresa al lugar de los hechos para intentar resarcir en algo el delito cometido sin saber que la espera una experiencia que se convertirá en algo escalofriante.
En “Un artista local”, una joven pareja de esposos sin hijos viaja a un pueblo llamado General Moore que se encuentra semiabandonado por culpa de la falta de trenes. Allí serán testigos de una serie de hechos como observar el santuario que se le hace a una mujer cuya historia se centra en haber dado de lactar a su bebé aún después de muerta: “¿Te gusta ella, la santa? No, confesó Ivana. Se acercó a mirar de cerca la imagen y frunció la nariz. Cuando la hacen así, especialmente, medio verdosa para dejar claro que ella está muerta y el bebé sigue vivo, tomando la leche podrida de su teta, es peor” (p. 191). En su estadía también se menciona la pandemia y sus consecuencias, entre ellas, una mayor desolación en el pueblo. Sin embargo, se puede observar la exposición de un artista local que resulta singular, lo que resulta atractivo para la pareja, sobre todo para la protagonista, razón para querer conocerlo sin saber el riesgo que corren con ello: “El hechizo se rompió cuando una de las tres viejas cerró la puerta. Hizo un ruido desproporcionado, como si fuese metal. Como de bóveda de banco. Y dentro las voces sonaban como en una iglesia, como la iglesia que faltaba en ese pueblo. Ivana escuchó que Lautaro lloraba y le decía: no me escuchaste, no me escuchaste. Ivana por fin encontró los ojos de Lautaro, que estaban desenfocados” (p. 206). Asombra que lo monstruoso se manifiesta para dar paso a un final que no se espera, o que no se puede creer por el grado de espanto.
En “Ojos negros”, uno de los mejores y más terroríficos, bastante preciso para dar fin a este libro,se cuenta la historia de una mujer que trabaja para una ONG atendiendo a gente sin recursos. Este trabajo lo hace en grupo. Tiene como compañera a una muchacha bastante empeñosa llamada Flora. Ellas salen a la calle de noche junto a un conductor de apelativo “Chapa”. Los tres atienden brindando comida, abrigo y consejos a los más pobres sin dejar de tener cuidado ante los peligros que se puedan presentar: “No todo era dulce y pobre gente buena: un par de hijos de puta violaban de noche o toqueteaban, había algunas brujas bien temibles que, yo sabía, hacían trabajos detrás de la palmera, y estaban los perturbados que uno podía entender y compadecer, pero además de cortarse ellos mismos, los brazos por lo general, muchas veces empezaban peleas que terminaban con heridos” (p. 214). Y no sólo se trata del posible peligro con la gente con la que tienen contacto, sino también de los lugares que visitan, la mayoría con pasados sombríos o tenebrosos, y donde siempre suceden cosas raras, como el caso de un antiguo cuartel, en clara referencia a lo sucedido en la dictadura militar: “Se contaban demasiadas historias de esos lugares. Algunas violentas, otras paranormales. Decían que uno de los lugares era un excuartel. Flora, que conocía bien la ciudad, aunque vivía en provincia, decía que no, que el cuartel estaba cerca pero no era el predio que se usaba como refugio. Lo que sí: la morgue estaba al lado. Muchos hablaban de manos que los tocaban de noche. Qué diferencia había entre una mano fantasma y los peligros de la intemperie real, me preguntaba yo, pero no decía nada” (p. 215). Una noche, justo después de finalizar su trabajo, y ya dentro de la camioneta donde realizan los despachos, se les aparecen dos niños de aspecto extraño, pues parecen de otro tiempo, demasiados pulcros y con una forma de hablar nada relacionada a la calle. Estos dos niños se presentan como dos seres fantasmales que luego tomarán un aspecto monstruoso: “Entonces el más grande levantó la cara y le vi los ojos. Eran negros. No había esclerótica, ni pupila, ni iris; eran relucientes y de obsidiana. Como si estuviese ensayado, el otro también levantó la cabeza. Tenía dos huecos negros donde debían estar los ojos, pero los agujeros reflejaban las luces y me reflejaban a mí” (p. 219). “Flora y yo nos asomamos. Ella, solo por sostener su berrinche de superiora moral, dijo que le parecían perros. Eran los chicos. En cuatro patas. Pero no corrían como primates: eran arañas veloces, los culos flacos para arriba, nada humano en sus movimientos” (p. 220). Lo peor es que este peligro se transforma en una amenaza que mantiene en vilo al lector, y también a los personajes, sobre todo al intuir aquello tan terrible que va a suceder.
En resumen, se confirma que este libro de cuentos es más que formidable. Es uno de los mejores de la producción de Mariana Enríquez junto con Las cosas que perdimos en el fuego. También se puede decir que es uno de los libros más importantes que han aparecido este año, razón por lo que se celebra y se disfruta. Por eso mismo se recomienda su lectura. De ahí la necesidad de explayar este texto sólo para demostrar el entusiasmo por estos cuentos tan bien logrados que es mejor no leerlos de noche. Una última recomendación: existe una playlist elaborada por la misma autora a partir de las canciones que se mencionan al final del libro en la parte de los agradecimientos y que se puede escuchar en el siguiente enlace:
Los divagantes (Anagrama, 2023) es el nuevo libro de cuentos de la escritora mexicana Guadalupe Nettel (Ciudad de México, 1973). Está compuesto por ocho relatos que tienen en común las relaciones familiares en situaciones extrañas o al límite como podría ser una pandemia, y las consecuencias que esta ha provocado, tal como sucede en dos cuentos de este libro. Todos sus protagonistas son padres, hermanos e hijos, pero también son esposos o parejas. Lo peculiar es que muchos de ellos se encuentran desorientados o perdidos. Además, aquí se guardan secretos, distanciamientos, silencios, amor y odio.
En el primer cuento titulado “La impronta”, la narradora es un personaje femenino joven que descubre a un tío desaparecido que se encuentra internado en una clínica. Sucede de casualidad mientras acompaña a una amiga cuya madre está delicada de salud. El apoyo emocional hacia esta amiga desaparece desde el momento que se da el descubrimiento del tío proscrito y desahuciado cuyo nombre es Frank. De inmediato se da una cercanía entre ambos, pues se reconocen como distintos al resto de sus familiares. “Era la primera vez que alguien de mi familia se tomaba en serio el hecho de que estudiara literatura sin pensar que mi elección se debía a una falta de talento para cualquier cosa, y que era una carrera destinada a las mujeres que esperan dedicarse la vida entera al matrimonio» (p.9, según versión digital: sucede lo mismo con las siguientes citas). La salud frágil de este tío y las visitas de su sobrina no van a poder mantenerse siempre en secreto. Cuando esto sucede, la narradora reconocerá un comportamiento en su madre y en su abuela al saber del paradero de este familiar que nunca ha dejado de ser hermano e hijo quien se ha mantenido alejado de su familia por muchos años.
El segundo cuento titulado “La cofradía de los huérfanos” también se reitera la distancia y la ausencia entre padres e hijos. El protagonista es un huérfano que sobrevive a su condición de no tener una familia. “A diferencia de varios de mis compañeros, que convivieron durante un tiempo con uno de sus abuelos, alguna tía o un familiar alcohólico, de cuyas manos terminaron arrancándolos, yo nunca tuve información sobre mi familia. Mis recuerdos más antiguos transcurren ya dentro del patio o del comedor del orfelinato, rodeado de una jauría de criaturas heridas e insatisfechas” (pp.18-19). Este personaje busca resarcir la misma situación en otras personas desaparecidas. Sabe que siempre hay alguien buscándolos. Es entonces que su idea termina siendo dañina al intentar acercar un hijo a su madre. Lo que muchos consideran como un “bien” puede resultar un verdadero “mal”.
El cuento “Jugar con fuego” aborda el tema del confinamiento a partir de una pandemia y las medidas que se toman como sobrevivencia. “Tampoco los niños estaban bien. Bruno había entrado a la secundaria en plena pandemia y llevaba casi un año estudiando en línea sin relacionarse con otros niños de su edad. El aislamiento y los cambios hormonales le generaban una impaciencia constante, a veces muy difícil de manejar” (p.27). Esta situación tan inusual provoca una serie de comportamientos y reacciones entre los miembros de una familia donde el amor y los sentimientos parecen haber tenido un límite: “Está creciendo. ¿No ves cómo lo tienen las hormonas? Si nosotros estamos nerviosos por la pandemia, él está sufriendo el triple. ¿Y a ti lo único que se te ocurre es humillarlo?” (p.33). La narradora es una madre que se vuelve testigo de las discusiones y agresiones entre los miembros de su familia sin medir las consecuencias hasta que el fuego surge como una manera de resarcir y limpiar cualquier hecho. Aquí la pérdida de la inocencia también es relevante.
El cuarto cuento se titula “La puerta rosada” donde lo fantástico cobra protagonismo a través de unas variaciones de tiempo para presentar las posibilidades de otras vidas. Sobresale la relación de pareja a través de los años, los recuerdos y la posibilidad de buscar placer sexual fuera de casa. “Me pregunté cuándo había sido la última vez que ella y yo habíamos tenido sexo y, por más que lo intenté, no logré recordarlo” (p.45). Aquí la mención de una hija es un referente de lo que se asume real ante lo imaginado.
En “Un bosque bajo la tierra” la idea de familia se ve reflejada, a modo de analogía, a través de una araucaria, un enorme árbol cuyas raíces y ramas frondosas de pronto se ven afectadas por una extraña enfermedad. El deterioro de este árbol representará también la decadencia de una casa y de la familia que la habita. “-Siempre sentí que era ese árbol el que sostenía a nuestra familia. Ahora que está así, tengo miedo de lo que pasará con nosotros -dijo mientras me lanzaba una mirada triste e interrogante” (p.72). El personaje narrador femenino entenderá mucho después, cuando sus hermanos mayores se hayan ido lejos, que sus raíces, al igual que el viejo árbol, serán algo que resistirán hasta el final.
En “La vida en otro lugar” un hombre casado busca un departamento en una buena zona de Barcelona, pero no lo consigue. Con su esposa tienen que acostumbrarse a lo que les ha tocado. Su vida marital transcurre dentro de lo normal hasta que él conoce a una mujer danesa muy guapa que es esposa de un actor que, por coincidencia, es conocido de este hombre, pues él también se dedica a la actuación. La vida de ambos matrimonios se relaciona de manera amical, pero la esposa del protagonista sospecha del interés de su esposo en esta pareja. Todo se complica cuando la salud del actor español, esposo de la danesa, empieza a resquebrajarse, lo que compromete su carrera y su imagen. El narrador personaje no duda en prestar su ayuda como amigo sin importar los celos de su esposa. “Poco tiempo después, Xavi ingresó en el hospital de Sant Pau. Josephina lo acompañaba la mayor parte del tiempo y, por su puesto, las tareas en casa se multiplicaron. Traté de ayudarla en todo lo posible, atendía las llamadas de teléfono y aprovechaba para borrar del contestador los mensajes chantajistas de Anna, quien para entonces ya había adquirido la costumbre de insultarme” (p.86). Aquí la distancia o el alejamiento es otra forma de buscar seguridad.
En el cuento “Los divagantes”, que da el título al libro, se establece un símil entre los albatros y las familias o personas exiliadas por culpa del peligro que corren en una dictadura. “Fue ese mismo año, en clase de literatura francesa, cuando me hicieron leer Les fleurs du mal, y fui a pedirlo a la biblioteca del liceo. Apenas me lo entregaron, abrí una página al azar y apareció ante mí el poema del albatros, «ce roi de l´azur maladroit et honteux», donde Baudelaire lo describe como el poeta maldito de la naturaleza” (p.95). Aquí el tema político está presente al mencionar a Camilo, un niño uruguayo cuya familia ha huido de la dictadura de su país. Buena parte del cuento se desarrolla en la Villa Olímpica de Ciudad de México, lugar donde llegaron muchos refugiados de las dictaduras sudamericanas. Allí se mezclaban el habla de los chilenos, argentinos y uruguayos quienes no dejaban de añorar a sus países. “Nos explicaron que se trataba de una tragedia inusual: si un albatros abandona el hogar, sólo puede ser para salvar su vida. Al escuchar esta historia pensé en mis vecinos sudamericanos, que regresaron en cuanto les fue posible al país en el cual habían estado a punto de morir” (p.97).
El último cuento se titula “El sopor” donde se aborda otra vez el tema de la pandemia y de cómo se ve alterada la vida de una profesora de literatura y su familia a partir del confinamiento cuyo tiempo resulta ser mucho más prolongado, por lo que se puede asumir como una historia fantástica por abordar lo pospandémico. “Hace más de quince años que el mundo cambió por completo y pasamos al «modo confinado», esta existencia intramuros que llevamos desde que apareció el virus. La universidad en la que trabajo cerró las aulas desde el primer año y adoptó la enseñanza a distancia. Al inicio nadie imaginaba que esto iba a normalizarse, vigilaban la curva de los contagios y las muertes. Hacían presiones de cuando terminaría todo esto. […] Mi caso es un poco distinto: la literatura es una de las pocas carreras que no han sido castigadas por el encierro” (p.104). Por supuesto que esta situación límite altera toda forma habitual, incluido lo sexual: “No eran poca las parejas que tenían sexo frente a los demás, pero a mí el hacinamiento no sólo me impedía coger por las noches, sino que me quitaba el sueño” (p.110). Aquí la naturaleza, en especial los animales, se presentan como un paradigma que se anhela, sobre todo por la verdadera libertad que ostentan.
A través de estos cuentos Guadalupe Nettel representa la fragilidad de las personas, muy en especial de las familias, cuyas relaciones se encuentran llenas de distintos sentimientos que no siempre obedecen a lo bueno. Aquí lo malo o lo negativo también sirve para demostrar esa misma fragilidad.