“Vivía en un pequeño apartamento del centro con mi padre, mi madre y mi hermano. Llevábamos una vida dura y nunca se sabía cómo íbamos a pagar el alquiler”. (p.5). En Valentino, la novela de Natalia Ginzburg (Palermo, 1916 – Roma, 1991), publicada originalmente en 1957 y de vuelta a librerías este año con una nueva traducción al español, el drama principal se presenta sin titubeos desde el inicio: Hace falta dinero. ¿Cómo esta situación afecta el destino de los miembros de esa familia? Una vez más, la reconocida autora italiana, como en la mayor parte de su obra, parte de elementos tan cotidianos y universales como una familia con dificultades económicas, para entregarnos una historia en cuya aparente ligereza, rebosa humanidad y emoción. Toda una “pequeña viñeta de vida fulgurante”, como escribió Juan Forn[1].
Valentino, el protagonista de la novela, es un joven agraciado y encantador, en cuyo destino se vierten las esperanzas de sus padres y hermanas. Como único hijo varón, estudiante de medicina y soltero empedernido, socialmente, pareciera que la fortuna le sonríe. Esta situación prometedora no hace más que acentuar el dramatismo cuando un día llega anunciando su compromiso nupcial con una mujer mayor que él, poco agraciada y muy adinerada, desbaratando así las esperanzas que recaían sobre él. No las económicas, puesto que esas se verán cubiertas, sino las sociales. ¿No había otra opción?, se pregunta su familia, sufriendo por su decisión.
Hasta ahí una trama sencilla, similar a muchas otras que se han contado antes. La maestría de Ginzburg radica en el retrato de los efectos emocionales que la decisión de Valentino provoca en el resto de su familia, desde la desilusión de sus padres hasta la mezcla de desprecio y envidia de su hermana mayor, condenada a una temprana domesticidad. Pero, sobre todo, en cómo este matrimonio afecta a Caterina, la hermana menor, quien es la narradora de esta historia y la voz que progresivamente irá asumiendo el protagonismo de la novela.
La dinámica familiar tradicional del contexto social en el que se desarrolla la historia provoca que Valentino, desde temprana edad, se vea empujado a ser el motor principal del progreso económico-social del hogar, cargando así con un estigma de responsabilidad ineludible, impuesto, sobretodo, por su padre:
“En el cajón de la cómoda encontramos una carta para Valentino que debía de haber escrito unos días antes, una carta muy larga en la que se disculpaba por haber esperado siempre que Valentino se convirtiera en un gran hombre cuando en realidad no había necesidad de que se convirtiera en un gran hombre, habría sido suficiente con que se convirtiera en un hombre, ni grande ni pequeño: porque de momento no era más que un niño”. (p. 28)
Bajo esta perspectiva, Valentino no llega a “hacerse hombre”, sino que es visto como un eterno niño por las decisiones que toma, erráticas a la vista de los demás. Incluso, cuando él mismo se convierte en padre, nunca deja de ser aquel miembro de la familia de adultez incipiente, sin interés en el futuro, sólo preocupado en disfrutar el presente. Ginzburg nos muestra al inicio cómo las expectativas familiares desmedidas socavan el devenir de sus miembros. Y, sobre todo, cómo ello afecta a quienes van quedando alrededor, como sujetos secundarios. A través de los ojos de Caterina observamos cómo la grieta familiar originada por el matrimonio de Valentino tiene como eje un elemento principal: el dinero. Este se torna en un salvoconducto ante carencias que van más allá de la subsistencia, como manifiesta Maddalena, la esposa de Valentino, quien ha convivido con el desprecio por su fealdad toda la vida:
“Ahora se sentía perfectamente satisfecha con su cara porque tenía a los niños y a Valentino, pero de pequeña había llorado mucho por aquel motivo y no había conocido la paz porque pensaba que no iba a poder casarse nunca, tenía miedo de envejecer sola en aquella mansión enorme, con todas las alfombras y los cuadros. Tal vez ahora tenía tantos hijos sólo para olvidarse de aquel miedo y para que aquellas habitaciones estuviesen llenas de juguetes y de pañales y de voces, pero cuando ya había tenido los niños no se preocupaba demasiado por ellos”. (p. 42)
El matrimonio se erige así en un vehículo para suplir una demanda de compañía en una época donde la vejez irrumpía a una edad que ahora parece risible (hallarse sin compromiso antes de los veintiséis años podía implicar un desahucio social), Caterina se ve empujada así a optar por dar ese paso, sin importar el amor o afecto alguno, con Kit, el amigo de su hermano y de su esposa. Ginzburg esboza a Kit como un reverso de Valentino: un sujeto sobre el que nadie confía ilusión alguna y se mueve por la vida como comparsa, reducido a una compañía que por ratos se torna insignificante, como manifiesta lastimeramente en un pasaje:
“Ni siquiera siento estima por mí mismo, y él es como yo, un tipo como yo. Un tipo que nunca hará nada que merezca la pena en la vida. La única diferencia entre él y yo es ésta: que a él no le importa nada de nada. Lo único que venera en este mundo es su propio cuerpo, su cuerpo sagrado, un cuerpo al que hay que alimentar bien todas las mañanas y vestir bien y atender para que no le falte de nada. A mí sin embargo me importan un poco las cosas y las personas, pero no hay a nadie a quien le importe yo. Valentino es feliz porque el amor por uno mismo no defrauda nunca; yo soy un desgraciado, no les importo ni a los perros”. (p.50)
Aunque el lector asiduo de Ginzburg pueda no verse del todo sorprendido por el giro narrativo hacia el final de la novela, la revelación del secreto de Valentino por parte de Maddalena a Caterina resulta verdaderamente impactante por la sutileza de la escena. Nuestra narradora llega hacia el final del relato con desazón y congoja, pero con una satisfacción personal, una que no puede suplir ningún monto monetario: haber contado su verdad. Compartiendo su historia, el dolor provocado por este se reduce y alimenta la posibilidad de un mañana más tranquilo. Acaso uno donde sea posible recuperar el protagonismo de la historia propia.
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Datos del libro reseñado:
Natalia Ginzburg
Valentino
Acantilado, 2024. 80 pp. Traducción de Andrés Barba.
No son muchos los premios literarios en los que confío, pero, entre los que sí, están el Premio São Paulo de Literatura (Brasil) y el Akutagawa (Japón), por mencionar un par. Ello, además de los blurbs de esta novela, que llegan a compararla con las primeras de Dostoyevski, generaron mi interés por leerla.
La novela de Rin Usami (Shizuoka, 1999) comienza con Akari, una adolescente con problemas de aprendizaje en el colegio, quien se encuentra preocupada por su ídolo, el cantante Masaki Ueno, su oshi –que es como se denomina en japonés al ser idolatrado– al verse este último envuelto en un escándalo mediático por el maltrato a una aficionada. La narración llega al lector a través de la voz de la joven, con el candor propio de la edad, que al inicio nos invita a pensar este libro como una novela ligera y entretenida sobre las cuestiones que enfrenta alguien que se vuelve seguidor de un cantante o una banda y busca asistir a todos los conciertos, adquirir los álbumes el mismo día de su lanzamiento, ser parte de un club, conocer todos los datos biográficos del ídolo, despejar los rumores que se tejen alrededor de su accionar, entre otras actividades relacionadas. En fin, alguien podría pensar que se encuentra frente a un libro sobre todo lo que implica ser fan, lo cual no es nada sencillo. Sin embargo, esta afición se irá cargando de bruma para Akari cuando aumente la exigencia de atención y sacrificio, tornándose en un peligroso comportamiento sectario:
“Cada vez que me imaginaba un mundo sin mi oshi, también pensaba en despedirme de la gente de aquí. Fue nuestro oshi quien nos unió, y sin él, nuestra relación se desharía sin más. Algunas personas cambian a diferentes géneros, como lo había hecho Narumi, pero yo sabía que nunca podría encontrar otro oshi. Masaki sería mi único oshi para siempre. Él era el único que me conmovía, me hablaba, me aceptaba”. (p. 42)
¿Qué lleva a alguien a entregarse por completo a una devoción por una estrella? ¿Cuál es la frontera entre la admiración y la obsesión? Usami explora dichas preguntas en la voz de Akari, quien progresivamente va descartando todo anhelo en su vida salvo uno: entregarse por completo a su ídolo. En el transcurso de la lectura, somos espectadores de las acciones que la protagonista realiza para poder estar a la altura de su oshi. Desde estar atenta a todo el ruido orquestado alrededor de Masaki hasta cumplir con una serie de rituales caseros, como ver todos sus lives de Instagram o escribir en un blog. El día a día de la joven, el cual transcurre entre tener un trabajo precarizado y asistir a los cursos de la escuela, hace que ser la mejor fanática sea su único y verdadero propósito. En tiempos donde imperan las exigencias en los ámbitos laboral y académico, ser fan implica desplazar estas demandas convencionales fuera de uno mismo, utilizando la devoción o la pertenencia a un fandom como una forma de evasión en la que se cumple una misión donde no hay límite:
“Comencé a notar que anhelaba empujar mi cuerpo a su límite, reducirlo, buscar dificultades. Desprenderme de todo lo que tenía —tiempo, dinero, energía— a cambio de algo que se hallaba fuera de mí misma. Casi como si, al hacer eso, pudiera limpiarme. Que al volcarme en ello y sufrir el dolor a cambio, podría encontrar algún tipo de valor en mi existencia”. (p. 76)
Aunque los monólogos de la protagonista a veces resultan repetitivos al justificar su fanatismo, Usami usa esa repetición para reflejar la irracionalidad juvenil. Así muestra cómo la identidad de la protagonista se forma en un contexto de exceso de información, donde lo virtual juega un papel importante en los vínculos que se crean.
El texto también muestra cómo las redes sociales pueden ser agresivas y cómo la falta de verificación de hechos permite que la gente cree sus propias versiones de la realidad. Esto es parte de un comportamiento generacional, donde se prefieren las ficciones a los hechos, lo que lleva a idealizar a un ídolo adolescente sin filtros en las pantallas. Esta idealización afecta a la protagonista, haciendo que sus relaciones familiares y de amistad se vuelvan cada vez más frágiles.
Hacia el final, descubrimos el incendio al que alude el título, acaso una actualización de la simbología del fuego en los mitos clásicos, que volvía a los mortales en dioses y viceversa. ¿Qué ocurre cuando se derriba una fe y no hay un sustituto? ¿Qué se hace con ese vacío espiritual cuando se han dinamitado los demás refugios emocionales? Eso parece cuestionarnos el progresivo desmoronamiento de Akari. La modernidad de esta novela no se basa tanto en los dispositivos o redes sociales que menciona, sino en el conflicto entre dejarse llevar por las emociones y al mismo tiempo despojarse de ellas. En cómo el deseo de sentirlo todo es peligrosamente similar a desear la nada.
Mariposas amarillas y los señores dictadores. América Latina narra su historia (Debate, 2021, 2023) es un extenso e interesante ensayo de la filóloga y editora alemana Michi Strausfeld (Recklinghausen, 1945), quien se doctoró en Literatura Latinoamericana centrando sus estudios en la obra de Gabriel García Márquez (de ahí la referencia de este título). También fue editora del poderoso sello Suhrkamp en Alemania donde llegó a publicar muchos títulos de autores hispanoamericanos, razón suficiente para considerarla como una embajadora de las letras en español, sobre todo de este continente. Este ensayo también es una muestra fehaciente de ello.
El libro, de más de quinientas páginas, está dividido en tres partes con un total de dieciséis capítulos que se intercalan con perfiles de muchos autores consagrados con los que la autora ha mantenido cercanía o amistad, además de estudiar sus obras a profundidad. Estos nombres son Alejo Carpentier, Carlos Fuentes, Isabel Allende, João Ubaldo Ribeiro, Gabriel García Márquez, Juan Rulfo, Mario Vargas Llosa, Octavio Paz, Darcy Ribeiro, Manuel Puig, Guillermo Cabrera Infante, Juan Carlos Onetti, Julio Cortázar, Tomás Eloy Martínez y Elena Poniatowska. Se completa con una introducción bastante explicativa y un epílogo que no necesita ser concluyente, pues este último se presenta con el título “El difícil camino de las frágiles democracias en el siglo XXI”, un fenómeno que viene de tiempo atrás y que parece estar destinado a prolongarse.
En la introducción, la autora afirma que la literatura va de la mano con la política. Esto es indudable, pues a una se le considera como la representación y/o reflejo de la otra, incluida sus consecuencias, sobre todo en el ámbito social, tal como también lo desarrolla el antropólogo colombiano Carlos Granés en su inmenso ensayo Delirio americano. Se suma la constante presencia de los Estados Unidos sobre el resto del continente bajo una modalidad de estricta vigilancia ante una posible “amenaza” por parte de sus vecinos a partir de las diferencias que mantienen, las cuales van mucho más allá del idioma, por lo que queda claro su interés de continuar con una supremacía:
Pronto tuve claro que en la América Latina de aquellos años literatura y política resultaban inseparables: el entusiasmo por la Revolución cubana y la ira por los muchos asesinatos políticos -como el joven poeta peruano Javier Heraud en 1963, el del teólogo de la liberación colombiano Camilo Torres Restrepo en 1966 y el del admirado Che Guevara en 1967- eran inmensos, eran un tema de conversación continuo. La cuestión principal era la devastadora influencia de Estados Unidos en el desarrollo de América Latina, dado que sus numerosas intervenciones perseguían el fin obvio de proteger y garantizar su hegemonía e intereses económicos. Por eso ayudaban a apuntalar a políticos sumisos, que a menudo eran sus marionetas. (pp.15-16).
Es a partir de este punto que surgen una serie de manifestaciones a lo largo del continente donde se revaloran temas como lo prehispánico, lo autóctono, la tierra y la raza; temas asumidos como pilares de su propia historia, la misma que se presenta llena de crisis y de problemáticas a lo largo del tiempo, y que se convierten en materia esencial para el desarrollo de su literatura. Esta historia tan imperfecta se adhiere al registro de una cultura ancestral que se sostiene a pesar del uso de la lengua española como elemento colonial hereditario. Todos estos elementos no sólo recrean un mestizaje que reafirma una identidad, sino que también traen consigo una serie de riquezas como expresión. Se entiende como el discurso perfecto de lo imperfecto. Y es que esta representación amilana el origen de su reflejo, resaltando el acto mismo de representatividad:
América Latina se encomienda a la potencia de su cultura y a la riqueza de su literatura. Carlos Fuentes constata en el ensayo El espejo enterrado: «Quinientos años después de Colón, los pueblos que hablamos español tenemos el derecho a celebrar la riqueza, variedad y continuidad de nuestra cultura». Octavio Paz está convencido, tal y como concluye en su artículo «Alrededores de la literatura hispanoamericana», de que «la historia de nuestras letras nos consolaría un poco del desaliento que nos produce nuestra historia real». (p.30).
El primer capítulo de la primera parte llama se centra en la figura de Cristobal Colón como un cuestionado punto de inicio que da cabida a un desarrollo cultural planteado desde la literatura. Se asume como la semilla donde nace una nueva historia que sirve como referente para la recreación de ficciones de un continente. Y es que es inevitable considerarlo como un símbolo que a lo largo de los años se ha ido devaluando. Incluso al punto de sentenciarlo, pues la verdad de su figura es la que ha impuesto en los últimos años. Así lo manifiestan los principales intelectuales de Latinoamérica, más aún sus escritores:
Por eso concluye Roa Bastos que ese «piloto desconocido» -al que ya mencionaba De las Casas- sería el auténtico Descubridor, y que todo lo demás sólo es mentira o un mito simbólico. Para ello aporta incluso una irónica prueba. A sus ojos Colón es «el precursor preclaro de conquistadores, inquisidores y encomenderos que descubrieron y expoliaron para Europa el Orbe Nuevo», y por lo tanto un personaje funesto. […] Todas las novelas sobre Colón que se enfrentaron al Descubridor y a quinientos años de historia en vísperas de la gran conmemoración de 1992 tienen un rasgo en común: la enfática referencia a las devastadoras consecuencias para Latinoamérica. El «enigma» de la persona de Colón sigue sin resolverse, pero estas interpretaciones nos acercan al Almirante lo suficiente como para hacernos una idea de lo fascinantes que fueron su vida y su descubrimiento. (p.48).
Es más, surgen opiniones que confirman que Colón no es el punto de inicio de todo lo mencionado, pues ya existían manifestaciones previas como son las culturas prehispánicas cuya importancia reside en ser la verdadera base de una identidad:
Carlos Fuentes instaba a «Inventar el pasado. Recordar el futuro». Para los iberoamericanos, y en particular para los mexicanos, guatemaltecos o peruanos, la historia no comienza con Colón: remiten a sus culturas prehispánicas. Y, sin embargo, 1492 fue la fecha que supuso una cesura, de ahí que Colón siga siendo una figura tan controvertida: pobre Almirante, su gloria disminuye de forma imparable. (p.51).
Otro de los capítulos de la primera parte que sobresale es donde aborda la figura de los conquistadores: Hernán Cortés, Francisco Pizarro y Pedro de Valdivida cuya imagen autoritaria y las consecuencias de sus acciones sobre los pueblos oprimidos da paso a lo que recrean los primeros cronistas del continente. Para este punto es ineludible la importancia de la obra de autores mestizos como Guamán Poma de Ayala y el Inca Garcilaso de la Vega.
La imagen de Bolívar también cobra relevancia en este ensayo como el prototipo ideal de autoritarismo sobre un continente. Si bien se aprueba su primera etapa como libertador junto a otros nombres como San Martín y Sucre, su segunda etapa como gobernador es motivo de cuestionamientos a partir de las decisiones tomadas, quizás por eso tuvo tantos detractores como admiradores. Llama la atención que para la literatura se presenta como tema propicio, pero no desde sus triunfos sino desde su decadencia:
Sorprende así que tanto Mutis como García Márquez no eligieron como tema los años gloriosos del Libertador, sino sus últimos y deprimentes meses. Álvaro Mutis presenta en el breve relato El último rostro un par de entradas de diario de coronel polaco Mieczysław Napierski, que buscaba en América nuevos retos y sobre todo la libertad. La entrada del 29 de junio de 1830 recoge su primer encuentro con el general Bolívar, que yace gravemente enfermo en un modesto campamento en Cartagena de Indias.
[…]
Álvaro Mutis no volvió a ocuparse del tema, por lo que García Márquez le preguntó si podía escribir él una novela sobre el Libertador. El trabajo fue arduo, la investigación compleja. En los agradecimientos de su libro dedicado a Álvaro Mutis, El general en su laberinto (1989), García Márquez escribía: «Durante dos años largos me fui hundiendo en las arenas movedizas de una documentación torrencial, contradictoria y muchas veces incierta, desde los treinta y cuatro tomos de Daniel Florencio O´Leary hasta los recortes periodísticos menos pensados». (pp.157-157).
Lo cierto es que para la historia han quedado relegadas, u olvidadas, bajo cierto propósito, todas las atrocidades y abusos cometidos por Bolívar, incluidos los asesinatos o matanzas que él mismo ordenó (p.160), pues el propósito principal es mantener su imagen de héroe de varias naciones o de un continente.
Esta primera parte del libro concluye con lo que ocurrió en el continente a lo largo del siglo XIX, lo que confirma la profecía de Bolívar sobre la nulidad de tiempos pacíficos a partir de la presencia de nuevos militares o caudillos que sólo deseaban tomar las riendas del poder con absoluta autoridad, trayendo consigo cruentas batallas y guerras civiles. Un ejemplo de ello es Yo, el supremo de Augusto Roa Bastos donde se retrata al dictador José Gaspar Rodríguez de Francia, gobernante de Paraguay desde 1814 a 1840. Una violencia similar, sumada a la presencia de un líder charlatán, también se puede ver en La guerra del fin del mundo de Mario Vargas Llosa.
La segunda parte del libro deja a un lado la figura del dictador para centrarse en hechos históricos y otros elementos con los que guarda relación. De esta manera se aborda la Revolución mexicana, tema presente en varias novelas donde se plasma un fenómeno como el mestizaje sin dejar de lado la importancia del paisaje y la tierra. Un ejemplo de ello es la obra de Juan Rulfo. Por supuesto que también se consideran las propuestas de Carlos Fuentes, siempre referidas a la muerte. Aunque aquí cabe resaltar la obra de las escritoras mexicanas que pusieron su cuota de denuncia contra la situación de las poblaciones indígenas como Rosario Castellanos y Elena Garro, esta última confirmada como un antecedente del “realismo mágico” con su novela Recuerdos del porvenir. A ellas se suma Elena Poniatowska, otra escritora mexicana de total relevancia, sobre todo con su novela Hasta no verte Jesús mío.
En cuanto a la tierra y el paisaje, en el capítulo “Fuerzas de la naturaleza fascinantes” se explora la geografía múltiple del continente, desde sus costas bañadas por dos océanos hasta sus desiertos, pampas, cumbres, nevados, andes y selvas inhóspitas. Como reflejo de estos temas se abordan tres novelas esenciales: La vorágine de José Eustasio Rivera, Doña Bárbara de Rómulo Gallegos y Gran Sertón de João Guimarães Rosa.
Completan esta segunda parte la identidad que se busca en el continente a partir del surgimiento de ciertas ideologías que dieron paso al desarrollo de novelas donde se toma como referente principal al individuo, al sujeto de estas tierras, cuyos antecedentes históricos y geográficos se establecen como parte de una fuerte identidad imposible de desprenderse, como es el caso del hombre indígena, representado en las novelas de Ciro Alegría o José María Arguedas. Por su parte, Brasil y el Caribe reafirman su herencia negra a través de sus individuos como parte una identidad irrefutable. Macunaíma de Mário de Andrade y el famoso ensayo de Fernando Ortiz son una muestra de ello.
Por último, en el tercer capítulo, se desarrollan los acontecimientos de la Revolución cubana, que empezó con la caída de un dictador, Fulgencio Batista, para dar paso a otro régimen opresor de la mano de Fidel Castro, otro dictador, que, con el correr de los años, fue desencantando a sus admiradores, lo que trajo consigo toda una serie de hechos que se mencionan de manera exhaustiva, como el caso Padilla y su reacción en el ámbito cultural y literario. En este último ámbito resulta más que fascinante toda la información que brinda la autora sobre los miembros de boom latinoamericano, más aún con sus proyectos sobre dictadores, algunos truncados (como la novela conjunta que pensaban escribir García Márquez y Vargas Llosa) y otras sí cumplidas, las cuales son mencionadas a lo largo del libro.
Lo que continúa en este capítulo sigue centrándose en la violencia y en el autoritarismo. Mención especial a las dictaduras militares de los años setenta y a las guerrillas en distintas partes del continente. En cuanto a la violencia, se hace hincapié a lo ocurrido en la Plaza de Tlatelolco en 1968 en Ciudad de México, previo a sus olimpiadas, lo que trajo la reacción de grandes intelectuales como Octavio Paz. Se suman otros baños de sangre como las guerras civiles en Centroamérica, el surgimiento de Sendero Luminoso en Perú y el auge del narcotráfico en Colombia.
En cuanto a otras formas de autoritarismo, y también de violencia, se menciona el machismo latinoamericano como un nuevo sistema de opresión que sigue causando más víctimas, incluso a niveles alarmantes, como lo ocurrido en México, representado en novelas de autores como Roberto Bolaño hasta Fernanda Melchor. Y ante tantas muertes y violencia, es imposible no mencionar el auge de la novela policial latinoamericana donde sobresalen nombres como Claudia Piñeiro, Santiago Gamboa y Leonardo Padura.
Después de lo expuesto se deduce que el trabajo de Michi Strausfeld es totalizante, aunque también abrumador, pues sobresalen muchos hechos, nombres, fechas y títulos; lo que no lo desmerece, sino todo lo contrario, mostrándolo como algo demasiado completo y revelador. Lo cierto es que su materia de estudio no se agota. Es más, se prolonga y se desborda, al punto de no poder contenerlo todo, pues apenas si menciona a Hugo Chávez y lo que dejó por herencia. Aunque estoy más que seguro de que ya debe estar trabajando en otro libro con respecto a lo mismo, pues la crisis en Venezuela no se ha acabado. Su dictadura continúa. Lo mismo podría decirse de Nicaragua y de Cuba, o de cualquier otro país de este continente que pareciera estar condenado a tener cada cierto tiempo como gobernante a un dictador (o una posible dictadora). Y frente a lo que sigue sucediendo, o lo que pudiera suceder, aparecerán, sin duda, nuevos nombres en el panorama literario para representar estos hechos sólo para que nadie los pase por alto, mucho menos para que queden en el olvido.
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Datos del libro reseñado:
Michi Strausfeld
Mariposas amarillas y los señores dictadores. América Latina narra su historia
Hamnet (Libros del Asteroide, 2021) de la escritora irlandesa Maggie O´Farrell (Coleraine, Irlanda del Norte, 1972) fue elegida la mejor novela del 2021 para el diario El País de España, además de haber ganado un año antes una serie de premios con su publicación en idioma original. Y no es para menos, pues en ese momento aún se vivían los estragos de la pandemia del año 2020 y esta novela se presentaba con una historia desgarradora que aborda el dolor que produce una peste generalizada, sobre todo en una familia; más aún en una madre (y también en un padre). La novela se sitúa en la Inglaterra de fines del siglo XVI en pleno periodo isabelino, aunque cabe precisar que esta no es una novela histórica a pesar de recrear este tiempo y su ubicación. Su enfoque se centra, en su mayoría, en los espacios rurales o bucólicos, todos bastante íntimos, siempre concernientes a lo doméstico, donde se cuenta la vida familiar, incluida la tragedia, de un personaje trascendental de esta época, sobre todo por su importancia en la literatura universal. Me refiero al dramaturgo William Shakespeare, cuyo nombre, por distintas razones, no se llega a mencionar como tal a lo largo de la novela porque él sólo es un referente, o un personaje secundario, o un punto de apoyo para contar esta historia marcada por el infortunio. Y es que su vocación teatral junto al don de la escritura son sólo un motivo para hablar de los sentimientos que embargan a la verdadera protagonista de esta novela. Su nombre es Agnes (aunque se sabe que en realidad se llamaba Anne Hathaway; sin embargo, su padre la nombra de esta manera en su testamento). Ella es esposa y madre de los tres hijos que tuvo con este genio de las letras inglesas mucho tiempo antes de que él se convirtiera en una celebridad. Ella y sus pequeños son quienes abarcan la totalidad de esta historia.
La novela está dividida en dos partes. En la primera, los capítulos son intercalados en dos tiempos, uno referido a la peste y el otro a un pasado reciente. En el primer capítulo, se cuentan los primeros síntomas de la enfermedad de una niña llamada Judith, por lo que su hermano gemelo, de nombre Hamnet, enseguida busca ayuda para que la pequeña sea atendida y curada. Primero recurre a su madre, Agnes; luego a su abuela, Mary, y a su hermana mayor, Susanna, pero no encuentra a ninguna porque han salido de casa. No busca a su padre porque sabe que este vive en Londres trabajando en un corral de comedias; por eso, intenta pedir ayuda a su abuelo paterno, un hombre amargado y desalmado que trabaja como guantero, y de quien sólo recibe violencia de su parte. En su desesperación, y a pesar de estar magullado, Hamnet busca al médico del pueblo, pero en su lugar encuentra a una asistente que lo trata de manera despectiva. Él insiste porque está muy preocupado por la salud de su hermana gemela, por lo que esta mujer cede de mala manera a sus súplicas preguntándole si la niña enferma tiene fiebre y pústulas en el cuello o en otras partes del cuerpo. Hamnet no sabe precisar. No entiende aún el significado de “pústulas” debido a que sólo tiene once años. Aun así, describe el malestar de su hermana. La asistente del médico se preocupa con lo que escucha. El niño ha mencionado los primeros síntomas de una peste que ha llegado a Inglaterra. Y esta enfermedad será la protagonista de los siguientes capítulos impares de la primera parte de la novela donde una madre abnegada intentará revertir, por todos los medios, el avance de este mal.
En los capítulos pares se cuenta la infancia y juventud de Agnes, quien se diferencia del resto de muchachas del pueblo por andar siempre en el campo acompañada de un cernícalo que muchos confunden con un halcón. Agnes también es una conocedora de plantas y hierbas que utiliza como medicinas para curar distintos males. Este conocimiento lo ha heredado de su madre fallecida. Por otra parte, Agnes puede predecir el futuro, o tener cierto tipo visiones, por lo que muchos la confunden con una bruja. Se suma que tiene una belleza singular, razón suficiente para que un joven preceptor de latín se fije en ella. Se trata de un muchacho instruido que es un apasionado de las letras. Este joven enamorado de Agnes es William Shakespeare, a quien ella luego se referirá como “su esposo”, y después como “el padre de sus hijos”.
De estos capítulos sobresale el encuentro íntimo que sostienen ambos dentro de un galpón, donde el narrador (o narradora) hace uso de un erotismo lleno de sutilezas. Y cómo no conmocionarse con el ataque que luego recibe Agnes por parte de su madrastra al enterarse de que está embarazada, acusándola con una serie de improperios y humillaciones. También sobresale el capítulo que narra el segundo parto de Agnes con ayuda de su suegra y de una partera (su primer parto lo hizo sola dentro del bosque donde nunca deja de sentirse mucho más segura y protegida). En este trabajo de parto, todas las mujeres presentes se dan con la sorpresa de la llegada de unos gemelos (los momentos de agotamiento y dolor de la madre, junto al temor de morir dando a luz, y de lo que pueda pasar con los recién nacidos, mantienen en vilo al lector).
En cuanto a los capítulos referentes a la enfermedad es digno de considerar el episodio del origen de la peste y su recorrido a través de unas pulgas que viajan en un barco desde Alejandría para luego pasar por Venecia y el resto de Europa hasta llegar a Inglaterra, con precisión a Stratford, lugar donde viven Agnes y sus hijos; no sin antes dejar en el camino una serie de fallecidos, muchos de ellos marineros, quienes, sin saber, viajan con este mal que también ocasiona la muerte de algunos animales, como es el caso de los gatos del barco, cuya ausencia da paso a una proliferación de ratas, a las que es necesario matarlas, incluso aplastándolas sin importar regar sus restos manchados de sangre, pues se cree que son ellas las portadoras de esta extraña enfermedad que sólo trae consigo muchas más muertes. Aquí la insalubridad es una muestra más de las pestes que asolaron esta parte del mundo durante esos años.
Otro capítulo muy representativo de la enfermedad corresponde a la visita del médico del pueblo vestido con una máscara con pico de ave, tal como se le ha retratado en distintas ilustraciones, y cuya presencia hacía presagiar un final funesto, pues muchos relacionaban esta imagen con la propia muerte. Un apartado de gran importancia, y también el más conmovedor, es la noche donde la muerte se presenta después de una larga agonía, lo que ocasiona un profundo dolor en Agnes, pues se trata del dolor inconsolable de una madre.
La segunda parte de la novela está compuesta por fragmentos de la vida del campo y de la ciudad. Unos corresponden a Agnes y otros a su esposo, quien ya ha logrado una enorme fama y fortuna escribiendo obras en los corrales de comedia. Tanto es su prestigio que hasta la misma realeza acude a ver estos espectáculos. Aun así, Agnes se sigue resistiendo a ir a la ciudad, a Londres, para reencontrarse con su esposo, pues teme aún por la vida de los suyos. Sin embargo, todo cambia cuando se entera que su esposo, el padre de sus hijos, ha escrito una nueva obra que no es una comedia sino una tragedia. La ha escrito y ha montado su representación teatral cuatro años después de aquella noche funesta que ella aún no puede olvidar. El título de esta tragedia es Hamlet cuya denominación es tan similar al nombre de su hijo Hamnet. Es entonces que la indignación se acrecienta en Agnes, por lo que se ve en la obligación de ir al estreno de dicha obra sólo para verificar por sí misma la relación que puede haber entre su pequeño hijo con lo que ha escrito su padre. Y mientras va observando esta representación teatral y escuchando sus diálogos no puede dejar de lado su dolor de madre. Y, a la vez, tratar entender el dolor de un padre reflejado a través de unas palabras y acciones ya imposibles de olvidar.
Como es de suponer, al final, los aplausos, en todo sentido, están garantizados.
¿En qué pensamos cuando hablamos de fantasmas? ¿qué dicen sobre nosotros y qué proyectamos en ellos? Atraídos por la posibilidad de su existencia, no reparamos muchas veces en aquello que genera nuestra fascinación: la capacidad que les otorgamos de anular la muerte y asignarle a la vida una dimensión que vaya más allá de lo corpóreo. Jon Fosse (Haugesund, 1959) explora la inmanencia de las relaciones familiares en una novela tan extraña como fascinante, sostenida por una constante pregunta: ¿por qué?
“Por qué desapareció Asle”, se sigue preguntando Signe, su esposa, veinte años después. ¿Por qué no dijo nada?, ¿por qué se fue así sin más? La novela abre con un torrente de preguntas que se hace la protagonista antes de dar paso a la rememoración de los diálogos que tenía con su marido, su día a día, la cotidianidad que se había formado en la vieja casa, mientras el tiempo no deja de trascurrir. Existe una contradicción que aflige a los personajes de la novela a medida que van apareciendo en escena y se va reflejando en el paisaje que los rodea, sobre todo en el fiordo, escenario principal de la historia.
Fiordo: golfo estrecho y profundo, entre montañas de laderas abruptas, formado por los glaciares durante el periodo cuaternario. Fosse usa este accidente geológico, típico de las regiones nórdicas, como metáfora de los tormentos de sus protagonistas y su vulnerabilidad frente a los cambios que se producen en sus vidas, tan repentinos como una avalancha o una tormenta. La ocurrencia de estos, con furia y vértigo, no deja rastro visible al día siguiente, la mayoría de veces, pero sí grietas inexorables por las que se cuela la desgracia:
“…y está tan oscuro que no se ve nada, y ya pronto tendrá que volver, piensa, y luego este viento, y esta oscuridad, y las olas, la fuerte marea, y qué frío hace, y tan encrespado está el mar que las olas rompen sobre el muelle y sobre ella, hace un tiempo horrible, piensa, y ya pronto tendrá que venir ¿no? piensa ¿y ahí afuera? ¿no se ve una especie de luz? ¿como si luciera una hoguera, ahí afuera en el Fiordo? ¿Y no reluce en morado? no, no puede ser, pero, aun así, piensa ¿y dónde estará él? ¿y su barca? no se ve nada, pero ¿dónde estará? ¿y por qué no viene? ¿no quiere estar con ella? ¿será eso?” (pág. 96)
Asle tenía por costumbre salir con su pequeña embarcación de remos. Una acción que se repite inalterable hasta su desaparición. Esto gatilla las preguntas de Signe sobre ella misma, su relación con Asle y la vida en conjunto que tenía. Por qué se aleja, por qué necesita tanto esa soledad en el medio del agua. La angustia de ella, marcada por una narración sin pausa, que, por momentos, recuerda a la prosa de António Lobo Antunes, se ve continuada por la de Asle quien en medio del agua empieza a desconcertarse por visiones de lo que hasta ese momento residía en él como recuerdo, como pasado inmutable: su tatarabuela Ales y el pequeño hijo de dos años de esta.
A partir de lo anterior, se quiebra la temporalidad y la narración se dirige hacia un caótico flujo de conciencia que Fosse encamina con habilidad a través de una serie de imágenes que dan cuenta de los miedos presentes y pasados que se conectan y explican como signos de una circularidad inevitable: accidentes mortales, regaños y desdichas, una casa de la que nadie quiere (o puede) huir, o un fiordo capaz de dar y quitar la vida. Todo esto, a través de un conjunto de voces que irrumpen y se disputan el protagonismo:
“y entra en la casa y las viejas paredes de la entrada lo envuelven y le dicen algo, como hacen siempre, piensa, siempre es así, lo note o no lo note, piense o no piense en ello, las paredes están ahí, y es como si unas voces silenciosas le hablaran desde ellas, un gran silencio hay en las paredes y ese silencio dice algo que no se puede decir con palabras, él lo sabe, piensa, y hay algo detrás de esas palabras que se dicen constantemente, que está en el silencio de las paredes, piensa, y se queda quieto mirando las paredes, pero ¿qué es lo que le pasa hoy? ¿por qué está así?” (pág. 54)
La única diferencia entre los nombres de Ales y su tataranieto Asle es la posición de una letra. Una sutil pero determinante diferencia que, a su vez, da cuenta de lo que permanece y se repite. Así, van apareciendo las cinco generaciones que precedieron a Signe y Asle, incluso un tío homónimo fallecido a temprana edad, para recordarnos que la distancia temporal se puede diluir de un momento a otro para instalarse como presente y que deshacerse de ello no es tan simple. Hay puentes que no desaparecen y relaciones que se instalan de forma irremediable y extraña, como lo muestran algunas líneas que hablan de la relación de Signe y Asle:
“desde la primera vez que lo vio venir caminando hacia ella, y la miró, y ella se quedó ahí quieta, y se miraron, se sonrieron, y era como si se conocieran de antes, como si se conocieran de toda la vida, de alguna manera, y simplemente hiciera una eternidad que no se veían, y que por eso la alegría fue tan grande, el reencuentro les produjo tanta alegría a los dos que la alegría tomó el mando, los dirigió, los dirigió el uno hacia el otro, como si hubieran perdido algo, algo que les hubiera faltado toda la vida, pero que ahora estaba ahí, por fin, ahora estaba ahí, así lo sintieron la primera vez que se vieron, por mera casualidad, como fue en realidad, y no les resultó difícil, ni les dio miedo, es que era como una obviedad, como si no se pudiera hacer nada al respecto, como si ya estuviera decidido” (pág. 63).
Los fantasmas familiares se desplazan por esta novela como una respuesta a las cavilaciones de los protagonistas. Estar y no estar, presente y pasado, son categorías que pierden fuelle frente a las emociones que los sobrepasan. Sentimientos de tal hondura, capaces de oponerse a las fuerzas de la naturaleza, asumiendo distintas formas para permanecer y seguir circulando como herencia, como recuerdo, como espectros que se aferran a la existencia a través de los vivos. Más que cuestionarse por el origen de estos fantasmas, Fosse plantea otro camino: preguntarse cómo vivir con ellos.
Por fortuna, desde que fue galardonado con el Premio Nobel, son cada vez más los títulos del escritor noruego que han sido traducidos al español y se pueden hallar en librerías. Aquí les propongo una buena puerta de entrada a su obra, con esta novela que se instala en el lector como una grata alucinación, una quimera sublime.
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Datos del libro publicado:
Jon Fosse
Ales junto a la hoguera
Random House, 2024, 112 pp.
Traducción de Cristina Gómez-Baggethun y Kirsti Baggethun
¿Qué viento lo arrastra con la furia de un ángel lanzando desde el cielo, cayendo y cayendo y cayendo?
-Karl Schwarzschild
Por Sebastián Uribe
Hay momentos estelares en la vida de un lector cuando un libro irrumpe y modifica su forma de leer. Cuando una propuesta literaria lo aproxima a un ámbito de la vida inasible hasta ese momento, desestabilizando algunas estructuras mentales percibidas como inamovibles. Un verdor terrible del chileno Benjamín Labatut (Rotterdam, 1980) representa un parteaguas en la narrativa contemporánea reciente por ejecutar una operación compleja y riesgosa con infinitas posibilidades de fracasar: intervenir en otros campos vedados por la complejidad de sus técnicas como son los de la física, la química y las matemáticas, desde la literatura. Y lo hace, no a través de la simplificación de las complejas fórmulas sobre las que estas ciencias se erigen, sino sobre la inoculación del pecado en su naturaleza pura y abstracta, al desacralizar las mentes detrás de estas y navegar entre las sombras que dejaron, con el fin de mostrar su lado más emocional y vulnerable. De esta manera, se reconfigura no la realidad, pero sí la óptica desde la que esta se concibe; con el fin de poder vislumbrar la frontera que separa a la genialidad y la locura por la multiplicidad de vías existentes y las limitaciones de recorrerlas por la restricción más humana de todas: el tiempo y nuestra mortalidad.
Gran parte de la brillantez que se exhibe en Un verdor terrible de Benjamín Labatut radica en la posibilidad de ser concebida como el ejercicio de lectura de alguien empeñado en descifrar e iluminar aquellos aspectos que se encuentran vedados para el común de los mortales, puesto que dicha aproximación significaría el sufrimiento, alejarse de lo que se concibe como “normal” e, incluso, la pérdida de la vida misma. Como parte de este ejercicio, Labatut empieza a destejer e hilar de manera particular eventos históricos desde la ficción literaria, para hurgar en esos agujeros negros a los que se arrojaron muchos de los personajes clave del siglo XX. ¿El resultado? Una forma de leer la existencia y la complejidad de vivir, pues como él declara en una entrevista:
“Por eso admiro tanto a los científicos (y me aburre tanto buena parte de la literatura), porque están atrapados en un baile, en una pelea a muerte con la realidad. A mí me interesa todo aquello para lo cual las explicaciones actuales no bastan. Es un placer muy específico, porque la mente exige explicaciones para todo, la razón quisiera alumbrar hasta el último rincón de nuestras almas. Y, sin embargo, no puede. De ahí surge un cierto delirio, una facultad creativa desatada, porque el ser humano es un mono porfiado, no acepta el vacío, se rebela contra esa falta y fabula, crea realidad, inventa todo tipo de explicaciones e historias para arropar lo que es misterioso. Y luego todos vivimos enredados por los hilos de esa red”.
La política, decía Ricardo Piglia, todo el tiempo está definiendo qué cosa debe ser entendida como verdadera y qué cosa debía ser excluida de la verdad. Y, frente a ese tipo de relatos cristalizados, la literatura trabaja con las inestables e incómodas incertidumbres acerca de lo real y lo verdadero. Los cinco textos de Un verdor terrible extrapolan este choque de narrativas al campo de la ciencia, donde sus más célebres protagonistas –como los grandes lectores de novelas– se toman en serio la incertidumbre de la realidad y la forma de un relato: el químico Fritz Harber creando un método de exterminio a escala industrial bajo la premisa de que “la guerra era la guerra y la muerte era la muerte, fuera cual fuera el medio de infringirla”; el astrónomo, físico, matemático y teniente del ejército alemán, Karl Schwarzschild, remitiéndole a Einstein la primera solución exacta a las ecuaciones de la teoría de la relatividad general desde su unidad de artillería en el frente ruso, entre estallidos y nubes de gas venenoso, consciente de que habiendo alcanzado el punto más alto de la civilización, la caída es inminente; el genio de Alexander Grothendieck sumergiéndose en su propia psiquis en un intento por entender el todo, dejando expuesto un intelecto vasto y aterrorizador, precariamente balanceado entre la iluminación y la paranoia, cada vez más despojado de volver a la cotidianidad de los que lo rodean; el enfrentamiento titánico entre Werner Heisenberg y Erwin Schrödinger, que tuvo al primero alejándose más y más del mundo real con cada nuevo avance de sus cálculos y lo llevó a contratacar usando esos instrumentos de ficción suprema que representan los números para describir el inobservable mundo subatómico, mientras el austríaco lidiaba con las restricciones de su propio cuerpo para potenciar su mente, en una batalla por redefinir no la realidad, sino lo que se puede decir acerca de ésta; y finalmente, la historia de un jardinero nocturno en los extramuros del mundo, para quien las matemáticas se han vuelto una mezcla de anhelo y temor, al afirmar que estas son las que están cambiando el mundo a tal punto que, en tan sólo un par de décadas, a lo sumo, no seremos capaces de entender qué significa ser humano, evitando cualquier comprensión verdadera.
“El físico -como el poeta- no debía describir los hechos del mundo, sino solo crear metáforas y conexiones (…) Heisenberg entendió que aplicar conceptos de la física clásica -como posición, velocidad y momento- a una partícula subatómica era un despropósito total. Ese aspecto de la naturaleza requería un idioma nuevo” (pág. 110).
¿No son las ciencias, en sus múltiples variantes, una serie de batallas por nuevos lenguajes? Las polémicas a lo largo del libro de Labatut se erigen sobre la hegemonía de una teoría que domine a las existentes y la rebeldía contestaria que estas generan. ¿No es acaso más atractiva una idea cuando se percibe un posible desmoronamiento? ¿No radica ahí la génesis de una obsesión y el gesto de desafiarlas? Leyendo Un verdor terrible y pensando en posibles hilos que conecten a los textos, recordé el mito fundacional del avance científico y sus peligros: Ícaro. Su padre Dédalo trabajando día y noche en la creación de un mecanismo para escapar de la oscuridad de la cueva en la que se encuentran encerrados hasta dar con las alas que lo salvarían, pero pagando el precio de la muerte de lo más preciado de su existencia. La aproximación al sol, la curiosidad desmedida, el desvío del sosiego que brinda lo conocido. Labatut reactualiza el mito griego demostrándonos que está más arraigado que nunca en nuestra época. La pregunta es cuál destino nos depara, si el de Dédalo o Ícaro.
Tal vez la mejor forma de terminar este texto sea con una cita de Lovecraft que Labatut mencionó durante la presentación del libro vía Facebook y dejó estupefactos a sus interlocutores y, sospecho, a la mayoría de los lectores:
“Creo que más que lo misericordioso del mundo es la incapacidad de la mente humana para correlacionar todos sus contenidos. Vivimos en una plácida isla de ignorancia en medio de mares negros del infinito, y eso no significaba que viajáramos lejos. Las ciencias, cada una de las cuales se esfuerza en su propia dirección, hasta ahora nos han hecho poco daño; pero algún día la reconstrucción del conocimiento disociado abrirá perspectivas tan aterradoras de la realidad y de nuestra espantosa posición en ella, que nos volveremos locos por la revelación o huiremos de la luz mortal hacia la paz y la seguridad de una nueva era oscura”.