Recordar el dolor y el miedo
Por Omar Guerrero
La llamada. Un retrato (Anagrama, 2024) de la escritora argentina Leila Guerriero (Junín, 1967) es una crónica detallada y bastante minuciosa sobre el infierno que vivió su compatriota Silvia Labayru durante y después de la última dictadura militar argentina. Labayru fue secuestrada el 29 de diciembre de 1976 por parte de los miembros de la junta militar cuando tenía 19 años, siendo recluida de inmediato en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA). Ella era miembro del Ejército Montonero donde realizaba labores de inteligencia y reglaje, razones suficientes para capturarla y mantenerla prisionera en este lugar que más tenía el aspecto de un campo de concentración.

Una vez recluida, lo que desconcertaba a sus captores no era tanto su participación en esta agrupación guerrillera a pesar de provenir de una familia de militares, pues su padre, Jorge Labayru, había pertenecido a la Fuerza Aérea, dedicándose luego a la aviación comercial en Aerolíneas Argentinas. Aunque lo que más llamaba la atención, tanto para sus captores como en sus más allegados, era su resaltante belleza, la misma que se puede apreciar, en parte, en la portada del libro. Sin embargo, esta belleza muchas veces le jugó en contra:
Cuando entró al Colegio no se creía linda (asegura que era un poco gorda hasta que se fue de viaje a España, vivió un mes a melón y gazpacho y volvió hecha un fulgor). Para el verano de 1970 era rubia, celeste, valiente y combativa. ¿Qué más se podía pedir?” (p.56).
Uno de los hechos que conmociona al lector desde el inicio de este presidio corresponde a los cinco meses de embarazo que tenía Silvia Labayru. Es aquí que surgen las siguientes preguntas: ¿Cómo se puede apresar, interrogar y torturar a una muchacha embarazada de cinco meses? ¿Qué esperaban sus captores con este embarazo? ¿Acaso querían que perdiera al bebé o que terminara pariendo dentro de las instalaciones de este lugar que no sobresalía por su limpieza y salubridad? Lo cierto es que Silvia Labayru no le quedó otra opción que dar a luz a su hija Vera sobre una mesa dentro de la ESMA:
Pero el bebé no se asomaba y Magnacco anunció que iba a usar fórceps. -Escuché la palabra fórceps y empujé. Era como si yo hubiera estado poseída por una misión. La misión era Vera. Nació sin fórceps. Pesó cuatro kilos y setecientos gramos. La dejaron ahí, en ese cuarto. Al día siguiente, le llevaron, a la madre primeriza, un ramo de rosas. (p.163).
Lo bueno es que esta bebé tuvo la suerte de no ser regalada a otras familias, sobre todo de militares. O, en su defecto, bien podría haber desaparecido. Gracias a una llamada, “la llamada”, Jorge Labayru, padre de Silvia y abuelo de Vera, llegó a saber que su hija no estaba muerta. Ella seguía viva y había dado a luz en prisión a una pequeña criatura que, por ciertas razones, no permanecería en la ESMA como sí lo haría su madre durante los meses siguientes. Vera fue entregada a sus abuelos días después de su nacimiento. Mientras tanto, Silvia Labayru se quedaría recluida hasta 1978 sufriendo una serie de amenazas, torturas y vejaciones con tal de sobrevivir. Ella soportaría todo eso con tal de ver de nuevo a su hija, a sus padres, y a quien era su esposo en ese momento, Alberto Lennie, padre de Vera, y también miembro del Ejército Montonero. Lo peor de todo esto es que Vera no fue la única bebé que nació en la ESMA, lugar que con el tiempo se convirtió en una especie de maternidad. Muchas de las criaturas que allí nacieron nunca más regresaron al lado de sus padres biológicos.
Lo que sigue después es demasiado cruel e indescriptible. Aun así, Silvia Labayru logra recordarlo y describirlo con lujo de detalles, al punto de llegar a mencionar a sus captores con sus nombres y apellidos, incluso hasta con los alias que utilizaban para realizar sus fechorías. Para ello resalta la vena periodística de Guerriero quien, sin ningún atisbo de duda o pena, llega a contar de manera fidedigna cada hecho que escuchaba y grababa a partir de los testimonios dados por Labayru y los demás involucrados. Y allí está el mayor mérito de este libro, más aún al contrastar todas estas versiones y atrocidades:
-¿Sabes quiénes te torturaron?
-Sí. Sé perfectamente. Eran dos. Uno que se llamaba Francis William Whamond, el Duque, que en esa época me parecía muy viejo pero debía tener unos cincuenta años. Ese fue el tipo que me aplicó la picana, la máquina. El que me pegó. Un tipo muy repugnante. Y luego estaba otro que entraba y salía. Ese no me daba máquina pero me interrogaba mal. Ese fue mi violador. Alberto González. El Gato. (p.133).
Como consecuencia a estas torturas, muy en especial con el uso de este instrumento llamado la picana, también conocida como “la máquina”, que consistía en impartir descargas eléctricas en determinadas partes del cuerpo, quedó no sólo el trauma y el dolor, sino también algunas secuelas bastante severas en su organismo como no volver a dar de lactar, o imposibilitarle esta función materna, sobre todo con su segundo hijo, David, quien nació dieciocho años después. A pesar del tiempo transcurrido, Silvia Labayru tenía los pezones destrozados e inutilizados producto de estas torturas con electricidad.
Otro hecho imposible de creer, pero que sucedió, fueron las violaciones sexuales cometidas de manera consecutiva por Alberto González en compañía de su esposa Amalia Bouilly. Era él quien lograba sacar a Silvia de la ESMA para llevarla a habitaciones de hoteles y hasta en su propia casa para que sirva de juguete sexual a esta pareja de pervertidos que no tenían reparos en cometer sus actos más aberrantes mientras que una niña pequeña dormía en el cuarto de al lado.
A Silvia también le asignaron la tarea de acompañar a otro de sus captores. Se trataba de Alfredo Astiz, alias El Rubio. Ella se hacía pasar como su hermana por los rasgos físicos que tenía en común sólo para que Astiz pudiera detectar e investigar a las Madres de la Plaza de Mayo. A partir de este trabajo siniestro desaparecieron varias personas, incluidas tres Madres (entre ellas una de sus fundadoras), dos monjas francesas, dos familiares de desaparecidos y cinco activistas de derechos humanos. Esta complicidad realizada bajo amenazas de muerte fue considerada por muchos de sus excompañeros montoneros como una traición, más aún al lograr sobrevivir y obtener la libertad. A partir de ese momento ella fue señalada sin importar todo lo que había sufrido mientras permanecía recluida, al punto que llegaron a culparla de haberse enamorado de uno de sus verdugos. Es decir, sólo el hecho de estar con vida ya era una sentencia para Silvia Labayru, tanto en Argentina como en España, país donde se refugió para intentar curar sus heridas.
Una de las cosas que más llama la atención en su vida es la cantidad de parejas sentimentales que tuvo, incluso durante estos últimos años. Muchas personas que la conocen declararon que Silvia siempre había tenido la necesidad de estar involucrada con alguien, más aún después de todo lo que vivió. De esta manera el sexo se presenta como una constante a pesar de las secuelas que quedaron de sus años de presidio. Se podría decir que esta pasión, junto al erotismo y la sexualidad en pareja provienen de sus propios padres. Allí a Jorge Labayru se le describe como un hombre apuesto que no dudaba en sacarle la vuelta a su esposa con una infinidad de amantes. Por su parte, la madre de Silvia, Beatriz Brignoles, era una mujer bastante atractiva y muy seductora que no dudó en vengarse de su marido consiguiéndose también muchos amantes de distinto calibre. En cuanto a Silvia, sólo le queda confesar lo siguiente:
Sí, pero, como dicen en latín, non solum sed etiam, «no solo pero también». Para mí el sexo es algo muy importante, siempre lo fue. Y hubo un tiempo en que eso había desaparecido. Creía que me había muerto sexualmente. Y así estuve años. Cosa muy rara en mí. Era una cosa que ni masturbándome. (p.397).

Por último, el mayor registro de todo lo que padeció son los juicios que se entablaron por los delitos cometidos durante esta dictadura, muy en especial con las violaciones sexuales, por lo que Silvia tuvo que denunciar a los verdugos que conoció en la ESMA, como el mismo Alberto González, y otro llamado Jorge Eduardo “El Tigre” Acosta, instigador de estos delitos. También queda lo que ella vio o supo de otras víctimas que también fueron sometidas a las mismas vejaciones. Muchas de ellas no sobrevivieron, o si lo hicieron, no quisieron hablar, pues el trauma aún queda latente. No es el caso de Silvia Labayru, que no por eso deja de ser víctima de un régimen que, ahora más que nunca, va a resultar imposible de olvidar, sobre todo con este libro.
*****
Datos del libro reseñado:
Leila Guerriero
La llamada. Un retrato
Anagrama, 2024