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Reseña: Un verdor terrible (2020) de Benjamín Labatut

La tentación de la caída

¿Qué viento lo arrastra con la furia de un ángel lanzando desde el cielo, cayendo y cayendo y cayendo?

-Karl Schwarzschild

Por Sebastián Uribe

Hay momentos estelares en la vida de un lector cuando un libro irrumpe y modifica su forma de leer. Cuando una propuesta literaria lo aproxima a un ámbito de la vida inasible hasta ese momento, desestabilizando algunas estructuras mentales percibidas como inamovibles. Un verdor terrible del chileno Benjamín Labatut (Rotterdam, 1980) representa un parteaguas en la narrativa contemporánea reciente por ejecutar una operación compleja y riesgosa con infinitas posibilidades de fracasar: intervenir en otros campos vedados por la complejidad de sus técnicas como son los de la física, la química y las matemáticas, desde la literatura. Y lo hace, no a través de la simplificación de las complejas fórmulas sobre las que estas ciencias se erigen, sino sobre la inoculación del pecado en su naturaleza pura y abstracta, al desacralizar las mentes detrás de estas y navegar entre las sombras que dejaron, con el fin de mostrar su lado más emocional y vulnerable. De esta manera, se reconfigura no la realidad, pero sí la óptica desde la que esta se concibe; con el fin de poder vislumbrar la frontera que separa a la genialidad y la locura por la multiplicidad de vías existentes y las limitaciones de recorrerlas por la restricción más humana de todas: el tiempo y nuestra mortalidad.

Gran parte de la brillantez que se exhibe en Un verdor terrible de Benjamín Labatut radica en la posibilidad de ser concebida como el ejercicio de lectura de alguien empeñado en descifrar e iluminar aquellos aspectos que se encuentran vedados para el común de los mortales, puesto que dicha aproximación significaría el sufrimiento, alejarse de lo que se concibe como “normal” e, incluso, la pérdida de la vida misma. Como parte de este ejercicio, Labatut empieza a destejer e hilar de manera particular eventos históricos desde la ficción literaria, para hurgar en esos agujeros negros a los que se arrojaron muchos de los personajes clave del siglo XX. ¿El resultado? Una forma de leer la existencia y la complejidad de vivir, pues como él declara en una entrevista:

“Por eso admiro tanto a los científicos (y me aburre tanto buena parte de la literatura), porque están atrapados en un baile, en una pelea a muerte con la realidad. A mí me interesa todo aquello para lo cual las explicaciones actuales no bastan. Es un placer muy específico, porque la mente exige explicaciones para todo, la razón quisiera alumbrar hasta el último rincón de nuestras almas. Y, sin embargo, no puede. De ahí surge un cierto delirio, una facultad creativa desatada, porque el ser humano es un mono porfiado, no acepta el vacío, se rebela contra esa falta y fabula, crea realidad, inventa todo tipo de explicaciones e historias para arropar lo que es misterioso. Y luego todos vivimos enredados por los hilos de esa red”.

La política, decía Ricardo Piglia, todo el tiempo está definiendo qué cosa debe ser entendida como verdadera y qué cosa debía ser excluida de la verdad. Y, frente a ese tipo de relatos cristalizados, la literatura trabaja con las inestables e incómodas incertidumbres acerca de lo real y lo verdadero. Los cinco textos de Un verdor terrible extrapolan este choque de narrativas al campo de la ciencia, donde sus más célebres protagonistas –como los grandes lectores de novelas– se toman en serio la incertidumbre de la realidad y la forma de un relato: el químico Fritz Harber creando un método de exterminio a escala industrial bajo la premisa de que “la guerra era la guerra y la muerte era la muerte, fuera cual fuera el medio de infringirla”; el astrónomo, físico, matemático y teniente del ejército alemán, Karl Schwarzschild, remitiéndole a Einstein la primera solución exacta a las ecuaciones de la teoría de la relatividad general desde su unidad de artillería en el frente ruso, entre estallidos y nubes de gas venenoso, consciente de que habiendo alcanzado el punto más alto de la civilización, la caída es inminente; el genio de Alexander Grothendieck sumergiéndose en su propia psiquis en un intento por entender el todo, dejando expuesto un intelecto vasto y aterrorizador, precariamente balanceado entre la iluminación y la paranoia, cada vez más despojado de volver a la cotidianidad de los que lo rodean; el enfrentamiento titánico entre Werner Heisenberg y Erwin Schrödinger, que tuvo al primero alejándose más y más del mundo real con cada nuevo avance de sus cálculos y lo llevó a contratacar usando esos instrumentos de ficción suprema que representan los números para describir el inobservable mundo subatómico, mientras el austríaco lidiaba con las restricciones de su propio cuerpo para potenciar su mente, en una batalla por redefinir no la realidad, sino lo que se puede decir acerca de ésta; y finalmente, la historia de un jardinero nocturno en los extramuros del mundo, para quien las matemáticas se han vuelto una mezcla de anhelo y temor, al afirmar que estas son las que están cambiando el mundo a tal punto que, en tan sólo un par de décadas, a lo sumo, no seremos capaces de entender qué significa ser humano, evitando cualquier comprensión verdadera.

“El físico -como el poeta- no debía describir los hechos del mundo, sino solo crear metáforas y conexiones (…) Heisenberg entendió que aplicar conceptos de la física clásica -como posición, velocidad y momento- a una partícula subatómica era un despropósito total. Ese aspecto de la naturaleza requería un idioma nuevo” (pág. 110).

¿No son las ciencias, en sus múltiples variantes, una serie de batallas por nuevos lenguajes? Las polémicas a lo largo del libro de Labatut se erigen sobre la hegemonía de una teoría que domine a las existentes y la rebeldía contestaria que estas generan. ¿No es acaso más atractiva una idea cuando se percibe un posible desmoronamiento? ¿No radica ahí la génesis de una obsesión y el gesto de desafiarlas? Leyendo Un verdor terrible y pensando en posibles hilos que conecten a los textos, recordé el mito fundacional del avance científico y sus peligros: Ícaro. Su padre Dédalo trabajando día y noche en la creación de un mecanismo para escapar de la oscuridad de la cueva en la que se encuentran encerrados hasta dar con las alas que lo salvarían, pero pagando el precio de la muerte de lo más preciado de su existencia. La aproximación al sol, la curiosidad desmedida, el desvío del sosiego que brinda lo conocido. Labatut reactualiza el mito griego demostrándonos que está más arraigado que nunca en nuestra época. La pregunta es cuál destino nos depara, si el de Dédalo o Ícaro.

Tal vez la mejor forma de terminar este texto sea con una cita de Lovecraft que Labatut mencionó durante la presentación del libro vía Facebook y dejó estupefactos a sus interlocutores y, sospecho, a la mayoría de los lectores:

“Creo que más que lo misericordioso del mundo es la incapacidad de la mente humana para correlacionar todos sus contenidos. Vivimos en una plácida isla de ignorancia en medio de mares negros del infinito, y eso no significaba que viajáramos lejos. Las ciencias, cada una de las cuales se esfuerza en su propia dirección, hasta ahora nos han hecho poco daño; pero algún día la reconstrucción del conocimiento disociado abrirá perspectivas tan aterradoras de la realidad y de nuestra espantosa posición en ella, que nos volveremos locos por la revelación o huiremos de la luz mortal hacia la paz y la seguridad de una nueva era oscura”.

Una obra maestra.

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Datos del libro reseñado:

Benjamín Labatut

Un verdor terrible

Anagrama, 2020, 216 pp.

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Reseña: Pobre gente de París (2024) de Sebastián Salazar Bondy

Futuro derrochado

Por Sebastián Uribe

En una columna publicada en el 2016[1], el escritor y editor argentino Damián Tabarovsky elogia Lima la horrible, el ensayo canónico del autor peruano Sebastián Salazar Bondy, y se refiere también a Pobre gente de París (1958). No se explaya mucho sobre este libro, pero las pocas líneas que le dedica provocaron mi interés por buscarlo (“Con un toque realista y una prosa algo más tosca que la del ensayo, no obstante, se deja leer con placer”).

Título inhallable por años, la reedición publicada por la editorial Pesopluma coindice con el centenario de nacimiento del autor y es una oportunidad para revisar la narrativa de ficción del reconocido escritor. Antes de su lectura, releí Lima la horrible, y volví a disfrutar de la ironía con la que desentraña las múltiples dimensiones de la ciudad. De ahí, hallo pertinente citar este fragmento antes de pasar a Pobre gente de París:

El pasado que nos enajena está en el corazón de la gente. No únicamente, además, en el de aquella que desde hace varias generaciones atrás es de aquí, sino también en el del provinciano y el extranjero que en Lima se establecen. Ambos llegan a la ciudad llenos de futuro y, al cabo de unos años, han derrochado, en no se sabe qué, la voluntad de progreso que los desplazó. Esa fuerza original es sustituida por la satisfacción de saberse insertos en el sustrato colonial de la sociedad limeña”.[2]

Destaco dos palabras de las líneas anteriores: futuro derrochado. Porque si algo caracteriza al joven peruano Juan Navas, uno de los personajes de Pobre gente de París, es la desazón de las expectativas no cumplidas. El soñado futuro que esperaba al arribar a la capital europea se vuelve cada vez más lejano, pero aun así preferible al que padecería si regresa a su lugar de origen:

Por supuesto, acabé por rechazar de plano esta absurda solución, entre otras razones porque consideraba que el regreso al Perú en semejantes circunstancias y a un plazo tan corto de mi partida me haría blanco de más de una broma pesada o un sarcasmo cruel”. (pág. 24)

El presente de Navas, sin embargo, no está exento de algún destello de alegría, al ver su rutina interrumpida por un peculiar diálogo que entabla con una habitación mediante el sonido de gotas que caen sobre el lavabo. Un lenguaje extraño al que se entrega noche a noche, intentando develar la identidad de su interlocutor/a. Aunque en cierto momento estas escenas se vuelven algo cursis, también transmiten emotividad y empatía en un contexto inusual. Parece posible enamorarse entre tanto infortunio. La idea de que sólo se necesita una ilusión para tener la fuerza necesaria y así lidiar con la cotidiana precarización. Los problemas para Navas empezarán a ocurrir cuando su entrega a esta ilusión se enfrente a la realidad de las circunstancias que rodean a su interés amoroso.

 Las tribulaciones del protagonista se ven agudizadas con la llegada del tío, tan adinerado como vulgar. Un personaje que Salazar Bondy introduce hacia la mitad de la historia como un gatillador del recelo y la irritación que empezarán a gestarse en el estudiante para sumirlo en la desesperación:

Se había sentado en mi cama, satisfecho, y su actitud comenzaba a inspirarme una terrible aversión hacia su persona. Hasta llegué a preguntarme si tal sentimiento no obedecería, en el fondo, a un poco de envidia”. (pág. 110)

A esta nouvelle se suman siete historias intercaladas, protagonizadas por distintos personajes secundarios, también migrantes, cuyas historias cuentan tanto su pasado en sus respectivos países de origen como su paupérrima situación actual, a través de escenas cargadas de drama, pero también de humor. La salida de la grisura que los rodea se da a través de situaciones pícaras, como lo muestran las peripecias del chileno Martínez Haza y el paraguayo Elmer Coatí en el capítulo “No hay milagros”, uno de los mejores del libro y que tiene líneas como esta:

El Citroën ingresaba a ese momento en el Boulevard de la Bastille. Sus ocupantes no parecían dos desgraciados. Tal vez no lo eran. Cualquier transeúnte al cual se le hubiera pedido opinión sobre aquellos dos personajes habría respondido que se trataba de dos turistas, de dos desaprensivos paseantes, de dos dichosos poseedores del tiempo y el espacio, sin obligaciones ni responsabilidades inmediatas, tal era la atmósfera de paz que rodeaba sus rostros. La ciudad, además, estaba encantadora, con una luz ligera y excitante, bajo la cual cosas y personas se ofrecían como pertenecientes a un sueño feliz, plácido.

—¡Qué importa! — exclamó Coatí—. ¡París es formidable! ¡Formidable!

—¡Pero no hay milagros! -dijo Martínez mirando a su compañero.

Ambos soltaron la carcajada”. (pág. 77)

La ficción de Salazar Bondy es inseparable de su perspectiva como ensayista por lo cual sus observaciones sobre la sociedad de la época entorpecen, por momentos, la fluidez en la narración. Sin embargo, estas acotaciones dan pie a líneas (como las citadas anteriormente) en donde logra que la atmósfera que rodea a los personajes dé cuenta de las emociones de estos. Es en estos momentos cuando, sin importar las nacionalidades de cada uno o el pasado que cargan a cuestas, se permiten, por un momento, contemplar su existencia como un milagro que no se debe minimizar. Un milagro que les permita conocer, aunque brevemente, la felicidad de vivir en París.

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Datos del libro reseñado:

Sebastián Salazar Bondy

Pobre gente de París

Pesopluma, 2024, 148 pp.

Primera edición: 1958


[1] https://www.perfil.com/noticias/columnistas/un-proyecto-trunco.phtml

[2] Pág. 58 de ‘Lima la horrible”, edición de Lápix editores (2014)

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Reseña: Morir el cielo (2024) de César Panduro

Apuntes sobre Morir el cielo de César Panduro

Por Cristian Briceño

Novela que intenta recrear múltiples registros: el profesor adicto a un repugnante partido político, la prostituta enamoradiza y de sentimientos redentores, el hombre de buen corazón y, desde luego, con aficiones literarias que busca en un lupanar el antídoto para sus desengaños, la mujer adúltera enamorada de un catedrático mayor, casado y adúltero, también, la esposa de este y una tarotista que funge de psicóloga, el oficial de policía joven y ambicioso, el estudiante de letras con clara filiación izquierdista, sujetos del lumpen provinciano, brujas blancas y oscuras, algunos estudiantes más, policías genéricos, ciudadanos de patente honradez y vidas anodinas. Es probable que esta pluralidad de voces le recuerde al lector aquel cuento, a lo mejor no tan conocido, de J. R. Ribeyro titulado «Fénix». El discurso reproduce lo que piensan los personajes, con lo que hay casi una ausencia de diálogos; el autor cede su voz a la de sus personajes, y de esta forma se van alternado sus impresiones, sus temores, con un interés algo artificial por ver avanzar la trama; a menudo un personaje da paso al otro mencionando su presencia, a pesar de que no se conocen: uno dice, quién será esa persona que va pasando por ahí, y la voz de ese sujeto mencionado se inmiscuye en la narración; otras veces, la sola evocación de alguno de ellos convoca la voz requerida, y así se construye el argumento de una manera, digamos, forzosa. Los hechos empiezan en una casa de huéspedes similar a la pensión Vauquer balzacquiana, sin embargo, en pocas páginas, el recurso de encuentros y fisgoneos en este reducido edificio parece agotarse (léase, es desechado) o parece no ser útil para redondear los registros que nuestro autor se empeña en construir. Así, el autor hace salir al mundo a sus personajes, y este mundo es ni más ni menos que la ciudad de Ica. Sin embargo, Ica tiene dos caras; los personajes que no pertenecen al lumpen propiamente dicho, esto es, el hombre engañado, la mujer adúltera, el catedrático, etc., suelen acercarse a un paisaje que nos entregan —luego de pasar por el filtro de sus sentidos y ser traspuestos, posteriormente, al orden gramatical— de forma poética. Incluso la prostituta, alcanzada por el amor que siente por el joven engañado, busca la metáfora, da con el símil, para modificar su entorno de luces de neón rojo, aroma a desinfectante de baño y parroquianos sin rostro.

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Reseña: María Luisa Bombal, el teatro de los muertos (2019) de Diego Zúñiga

Caballos entre la niebla

Por Sebastián Uribe

Al revisar el perfil de un escritor cuya obra no se ha leído, el interés que dicho texto despierte dependerá enteramente de la capacidad del biógrafo para hacerte cómplice de su obsesión. Un texto de estas características narra mucho más que la vida del biografiado pues, aunque esta esté llena de hechos grandiosos, espectaculares o morbosos, un perfil es el relato de una búsqueda en la que el lector es testigo de una cadena de elecciones: qué resaltar, a quién preguntar, qué contar, qué ignorar. Qué narrar. Cómo compartir esa fijación por una historia al mismo tiempo que se la descifra y, en consecuencia, contagiar la curiosidad por todo lo que este autor o autora haya escrito, con el conocimiento de las circunstancias en que dicha obra se gestó.

La obra de María Luisa Bombal ya es un clásico en los planes lectores de las escuelas chilenas, pero su nombre no está tan presente (aún) en el imaginario de los lectores peruanos, más allá de una reciente reedición de Seix Barral publicada hace unos años. Este perfil de Diego Zúñiga (Iquique, 1987) no solo explora los hitos biográficos de la autora, originaria de Viña del Mar, sino que también revela una cartografía de relaciones, influencias, amistades y conexiones que nos acerca a una época germinal para libros clave en la literatura latinoamericana del siglo XX.

Bombal, perteneciente a ese club de los denominados ‘escritores Bartleby’, como Josefina Vicens o Juan Rulfo, tuvo una producción literaria tan corta como grandiosa. ¿Por qué tan breve? ¿Era todo lo que tenía que decir? ¿Cuáles fueron los desafíos y experiencias que enfrentó durante su irrupción artística siendo una mujer chilena en la primera mitad del siglo XX? ‘El teatro de los muertos’ nos revela una vida tan trágica como estruendosa, cubierta por una niebla de prejuicios y olvidos planificados, en la que el machismo juega un rol clave para que la figura de María Luisa Bombal se disipe.

Zúñiga identifica a la muerte de su padre a temprana edad, el vacío que supuso este hecho y las figuras masculinas con las que se relacionaría en su juventud y adultez como los episodios gatilladores de la desdicha y la locura de Bombal. Hechos que provocaron las fracturas emocionales que incidirán en sus textos, permeando su sintaxis de una intensidad que busca revelar el mundo interior de sus personajes, como se sugiere en el libro:

Sin embargo, lo que sobresale es la atmósfera que construye y que será indistinguible de su estilo: la idea de que narrar no significa, necesariamente, avanzar. Su escritura se detiene, revolotea, va hacia atrás, fija su objetivo en el paisaje, en el territorio, en los detalles que le permiten ingresar en la interioridad de sus personajes, en aquello intangible que define las vidas que ha decidido narrar”. (pág. 50)

Uno de los méritos de Zúñiga es explorar potenciales vínculos entre vida y obra, es decir, cómo esta última es una respuesta a la primera, una forma de hacerle frente a la tragedia. De esto dan cuenta los fragmentos de entrevistas que el autor inserta en el libro y en la que deja colar cómo su narrativa revela en la ficción los tormentos que yacían en su espíritu:

La verdadera tragedia es así -responde María Luisa- profunda y aparentemente cubierta por un manto de indiferencia. Cada uno lleva en el fondo de su alma una tragedia que se empeña en ocultar al mundo…” (pág. 68)

Pero no todo es drama, pues el perfil también da cuenta de las amistades que Bombal sostuvo con escritores de su época, una lista abrumadoramente masculina en la que resaltan nombres como el de Pablo Neruda, Jorge Luis Borges u Oliviero Girondo. Salvo Gabriela Mistral, no serían muchas las conexiones con otras escritoras hasta años después cuando se convirtió una gran inspiración para escritoras como la uruguaya Armonía Somers, cuya identificación con la obra de Bombal da pie a uno de los pasajes más emotivos del libro:

“(…) María Luisa recibe una carta de la escritora uruguaya Armonía Somers. Se la envía desde Montevideo, en junio de 1971, junto a un ejemplar de su novela ‘La mujer desnuda’. Es una carta hermosa que devela una genealogía latinoamericana, la escritura escurridiza de una serie de narradoras del siglo XX, una hermandad que se forja en contra del costumbrismo y del realismo y de cualquier noción conservadora de la literatura (…) Novelas, cuentos escritos para el futuro, textos que no fueron comprendidos en su momento: la poesía, los deseos, las imágenes oníricas, la intimidad, la vida privada, los afectos que se desbordan y en los cuales indagan estas narradoras con un ímpetu brillante, político en muchas de ellas”. (pág. 97)

La vida rodeada de una lengua ajena en Estados Unidos y la vuelta a un Chile a punto de iniciar su período más oscuro, son eventos que definen los años finales de Bombal. En estos años, el hálito del desamparo se solidifica alrededor de ella y corroe su confianza: premios que no se dan, deudas que acechan, rupturas familiares insalvables. Llega el reconocimiento de los lectores, pero eso no resulta suficiente para vivir decentemente, ni para aliviar los remordimientos que empiezan a acechar intensamente. El silencio narrativo es definitivo, tal vez el único eco posible a una aparición tan brillante.

«(…) y un amor que va a tratar de borrar con el lenguaje privado que inventó para sus ficciones, aunque al final de estos años de gracia, al final de estos años intensos, creativos y misteriosos, de todas formas, le explotará en la cara: ese amor, esa tragedia, esa historia que parece que no se va a acabar nunca». (pág. 35)

Y este, en efecto, no se acaba, pues, como sugiere Lucía Guerra, una de las entrevistadas por Zúñiga, al margen de sus declaraciones y su posicionamiento político e ideológico, Bombal no dejó de pertenecer a una sociedad patriarcal en la que terminó perdiéndose, más allá del espejismo de inclusión que este sistema aparentó otorgarle.

‘El teatro de los muertos’ es el retrato de una autora que a través de su obra intentó despejar la bruma que le impedía vivir en coherencia con su sentir. Que en su ficción dio cuenta de una pasión cuyo vigor derribaba la moralidad conservadora de la época. Este perfil es un homenaje y una invitación a leer (o releer) a Bombal y deslumbrarse por la fuerza atemporal de su literatura, un lenguaje capaz de sobrevivir a las adversidades que vivió su autora y que resistió el olvido. Una obra que no puedo esperar a descubrir al mismo tiempo que termino estas líneas.

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Datos del libro reseñado:

Diego Zúñiga

María Luisa Bombal, el teatro de los muertos

Ediciones UDP, 2019. 141 pp.

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Reflexión: cinco apuntes breves sobre cinco poemarios del 2023

Cinco apuntes breves sobre cinco poemarios del 2023

Por Cristian Briceño

Una sana insularidad

Parece que fue ayer cuando el colectivo Poesía Sub25 infestó las redes con poemas lo-fi de manifiesta aura juvenil y convirtió al hipervínculo en un tropo determinante. ¿El problema? El acelerado agotamiento de una estética que fue asimilada por jóvenes amateurs como una moda y no como un campo de batalla digno de ser ampliado para construir en él un proyecto a largo plazo. ¿Lo bueno? Lo genial, diría yo, fue cómo el colectivo, en su afán por establecer una comunidad, dio a conocer a varios autores de todo el territorio peruano con los que no necesariamente guardaban vínculos estilísticos. Otros autores, alineados con algunas premisas del colectivo, iniciaban una mudanza de esa primera piel, iban dejando aquel sendero común para dar con hallazgos importantes en sus propuestas poéticas.

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Reseña: Chamanes eléctricos en la fiesta del sol (2024) de Mónica Ojeda

Un mundo andino psicodélico

Por Omar Guerrero

Chamanes eléctricos en la fiesta del sol (Random House, 2024) de la escritora ecuatoriana Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988) es una novela que muestra un mundo andino retrofuturista que no deja de lado los elementos tradicionales que la caracterizan, sobre todo en su cosmovisión, debido a que los mitos y los personajes fantásticos provenientes de la tradición oral aquí siempre están presentes. Lo curioso es que este espacio se encuentra intervenido a modo de un sincretismo que conjuga lo divino y lo pagano, la naturaleza y el hombre, porque todo empieza con un festival llamado “Ruido solar” cuyo nombre es tomado de un poema del autor autóctono Ariruma Pantaguano, conocido por ser un poeta postapocalíptico cuya obra reúne otras características como el cli-fi ancestral (clima ficción o ficción climática) y la anarcoliteratura juvenil (todo indica que este referente ficticio que desarrolla temáticas sobre la naturaleza y la violencia urbana, mencionado de manera muy breve al inicio, es un guiño contundente para lo que se desarrolla a lo largo de esta novela).

Ruido solar es un macrofestival que dura ocho días y siete noches. Esta es su quinta edición, por lo que ya es conocido en congregar a grandes multitudes, entre los que se encuentran chamanes, poetas, músicos, bailarines, performers, amantes del New Age, artistas de todas las latitudes y muchos, pero muchos jóvenes que al llegar allí se entregan a la música, que va desde lo tradicional o lo étnico hasta llegar a lo electrónico (este último con mucho estruendo y pogueo de por medio), lo que desata el desenfreno y los excesos; más aún con el consumo de drogas, en especial si son alucinógenas como los hongos, muy al estilo de Woodstock pero en los andes.

Todo esto ocurre en las laderas del volcán Chimborazo, en la sierra central de Ecuador, y su motivo principal es la celebración del Inti Raymi (Fiesta del dios Sol), razón suficiente para que dos muchachas residentes en Guayaquil viajen a este festival impulsadas por su deseo de aventura y sus ansias juveniles. Una vez allí tendrán la revelación de otros aspectos relacionados a la naturaleza y a su pasado, en especial con sus relaciones familiares, sobre todo con la paternidad ausente, siempre a través de visiones o recuerdos, además de sus anhelos. Por todas estas razones se asume que esta historia es un viaje fantástico, místico y lisérgico.

La novela está dividida en siete partes y transcurren de manera intercalada entre los años 5540 y 5550 del calendario andino. Sus personajes principales son Noa y Nicole. Ellas son dos amigas que salen de Guayaquil no sólo por su interés en el festival sino por su deseo de alejarse de la violencia que impera en su ciudad, además de un interés personal y familiar para una de ellas. Se suman otros personajes juveniles como Mario, Pedro y Pamela (esta última está embarazada pero no sabe el sexo de su bebé, por lo que lo llama “hije”). A todos ellos se les cede la voz como narradores, o como un coro de personajes sólo para brindar sus experiencias dentro del festival, más aún de la euforia que sienten con la música y la magia que ofrece el paisaje, en especial la fuerza telúrica del volcán con sus sismos u otras manifestaciones que provienen de la misma naturaleza, lo que produce ciertos impulsos o reacciones en las personas como si existiese una conexión entre la tierra y el cuerpo: “Si un volcán estallaba le daba fiebre, si caían cenizas del cielo dejaba de comer, si la ciudad se inundaba por las lluvias tenía pesadillas que la hacían gritar” (p.11).

Otro de los impulsos es la necesidad de acercarse a la cosmovisión andina, en especial a los personajes tradicionales que se presentan como parte de la fiesta y el folklore. Un ejemplo de ello es el “yachak”, considerado como un chamán que sabe o que es un conocedor, al mismo tiempo que es un sanador. Otro ejemplo es la fascinación que despiertan los “Diablumas” para el personaje de Mario, quien los define de la siguiente manera: “Un Diabluma tiene dos rostros: uno que mira hacia adelante y otro que mira hacia atrás. Tiene colores y doce cuernos. Solo el Diabluma prende el fuego de la fiesta del dios Sol, eso se sabe” (p.23).

Con estas experiencias surge también la fascinación por la palabra, sobre todo al conocer a un personaje al que se le menciona con el nombre de Poeta, aunque la importancia del arte de los versos no proviene de lo que crea este personaje en mención, sino de otros poetas reales de mucha tradición que se insertan en esta ficción para darle verosimilitud a la historia, más aún si su ámbito es andino y latinoamericano. Es el caso de Ernesto Cardenal con su poema “Cátinga I”, o de Jorgenrique Adoum con su poema “El amor desenterrado”, y Jorge Eduardo Eielson con su poema “Firmamento”. A este último se le cita como parte del discurso de uno de los personajes juveniles: “Carla quiso que uno de nuestros temas sonara en la luna, pero no tuvimos suerte poniéndonos en contacto con la NASA. La canción se llama «Deseo de firmamento» y su letra es un poema de Eielson: No escribo nada / que no esté escrito en el cielo / la noche entera palpita / de incandescentes palabras / llamadas estrellas” (p.102).

Es indudable que la presencia de los elementos fantásticos del mundo andino, en general, no sólo ecuatoriano, como sus mitos y seres sobrenaturales, sean divinidades o condenados, propios de un bestiario, son quienes cobran un mayor realce con la sola mención de sus nombres, pues así se evidencia: “Naturalizó versiones de la serpiente Amaru, del Huiña Huilli, del Jarjacha, del pájaro Inti y de Quesintuu y Umantuu, las sirenas precolombinas del lago Titicaca. Me aseguró que aquellas criaturas eran reales que habitaban en los bosques y en las montañas” (p.149).

Resalto que estos seres sobrenaturales corresponden a un mundo andino en general, y que la autora sabe utilizar como recurso, porque estos se presentan en todos los países de la comunidad andina, más aún por compartir una similitud en su geografía: “A tu abuela le gustaban las sirenas bolivianas, chilenas y peruanas, le dije: las de los lagos Titicaca y Poopó, las de la Laguna de Paca, las de la Laguna Negra. Sirenas Chilotas, shumpalles y pincoyas” (p.209).

A estos seres sobrenaturales se añaden los personajes fantásticos que se caracterizan por su aspecto sombrío y cruel sin importar siquiera que se traten de los miembros de una misma familia. De ahí que se le denomine a su autora como una representante del “Gótico andino”, temática que ya se ha trabajado en su libro de cuentos “Las voladoras”. Aquí dos ejemplos: “A mis ojos, mi madre era oscura, alguien que hurgaba con desesperación en los intestinos del mundo y que se encerraba para reproducir las bestias del bosque” (p.132).  “La gente del pueblo decía que en las madrugadas, la cabeza voladora de mi madre se desprendía de su cuerpo y flotaba hacia el bosque para invocar espíritus perversos” (p.150).

Por supuesto que también existen seres benévolos, sobre todo dentro de la fauna. Aquí se mencionan a ciertos animales que otorgan bondades o que son beneficiosos para el hombre. Y no sólo me refiero a los animales salvajes de esta región como el cóndor, que son de buen augurio, sino también a los animales domésticos como el perro, que no sólo brinda compañía, sino que también es partícipe de ciertos acontecimientos. Incluso, hasta ayuda a revelar algunos hechos ocultos como desenterrar un feto escondido en el bosque (p.148). Con este ejemplo es evidente que, a pesar de las bondades de los animales, lo sombrío no deja de manifestarse

Sin duda que el resultado de toda esta oscuridad es el miedo, no sólo por lo sobrenatural, sino también por la misma realidad relacionada con la violencia, tanto del hombre como de la naturaleza, entendidos ambos como amenazas, dejando en evidencia la vulnerabilidad de las personas, o de las víctimas, más aún si se trata de mujeres: “[…] el Poeta cambió la emisora y yo pensé que nada cambiaría nunca: que siempre tendríamos miedo de los narcos, de los militares, de los policías, de las autodefensas barriales, de la pobreza, de la impunidad, de la indiferencia, de las erupciones volcánicas, de los terremotos y de las inundaciones, es decir, del cielo y de la tierra por igual. Siempre tendríamos miedo y no habría ningún sitio a dónde ir porque ni las ciudades, ni el páramo, ni la selva, ni el océano eran seguros” (p.165). 

Y a pesar de intentar refugiarse, o evitar el miedo, la violencia siempre se manifiesta como si fuese una característica de un país o de todo un continente, dando paso al espanto y al dolor que ya no se puede esconder: “En ocasiones también ayudaba a los vecinos a recoger los cadáveres de las calles. Al principio esperábamos a que viniera la policía e hiciera lo que tenía que hacer, pero tardaban horas, incluso días en llegar, y mientras tanto el barrio convivía con el cuerpo en descomposición de alguna persona asesinada por los sicarios. No queríamos que los niños lo vieran: cubríamos los cuerpos, los movíamos de las vías y limpiábamos la sangre” (p.282).

Junto a todas estas características se suman las referencias de distintos nombres relacionados con la cultura de un país y una región. Y estas menciones no son sólo literarias sino también artísticas y hasta musicales. Es así como se mencionan los nombres del poeta ecuatoriano Efraín Jara Idrovo (además de los ya mencionados), la pintura de Oswaldo Guayasamín, la música de Rita Indiana, de Bomba Estéreo, Dengue, Dengue, Dengue y Los Jaivas.

Y como lo sonoro tiene una gran repercusión en la novela, la autora ha decidido trascender la ficción al crear una playlist para que cualquier interesado se traslade a la festividad de Ruido solar a través de la música:

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Datos del libro reseñado:

Mónica Ojeda

Chamanes eléctricos en la fiesta del sol

Random House, 2024