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Reseña: La vida nueva (2024) de César Aira

Literatura accidental

“El arte se vuelve un juego ligeramente fantástico con el tiempo: es la documentación de algo que no fue, y a la vez promesa de algo que será’

-César Aira en ‘Sobre el arte contemporáneo’

Por Sebastián Uribe

Más que preguntarnos por qué o para qué leemos a César Aira (Coronel Pringles, 1949), lo que realmente se impone al abrir una de sus novelas o cuentos es la expectativa del asombro. Qué nuevo conejo sacará esta vez de la chistera. Con qué truco intentará —una vez más— hechizarnos. Porque si hay algo que caracteriza a sus ficciones es el encanto de la fábula, una narración en la que cualquier situación puede ocurrir, por más inverosímil que nos pueda parecer a priori, y La vida nueva no es la excepción.

Un joven narrador inédito de veinte años, que responde al nombre de Aira, desea publicar su primera novela. Su manuscrito llega, por mediación de sus amigos, a Achával, un entusiasta editor independiente, en quien delega la publicación del libro. Así pasan días, semanas y años. La publicación mantiene su condición de promesa y la absurdamente larga espera se va tornando en la nueva normalidad. Cada vez que hay un nuevo contacto para consultar por el libro – para el narrador, una manifestación de la relación “telepática” entre él y su editor–ocurre un evento fortuito que entorpece y pospone la publicación del libro.

Estas interrupciones —que van desde un apagón en la imprenta hasta dificultades con la distribución, la logística, el diseño de la tapa o incluso la cola para el pegado— son precisamente el tipo de incidentes con los que Aira impregna su literatura de un carácter lúdico, donde cualquier cosa puede suceder. La literatura, según Aira, es el desvío necesario al anhelo de control y automatización de nuestra época. Esa estandarización solemne y tediosa que ha impregnado el espíritu humano tras más de dos siglos de carrera industrial y tecnológica. No es un dato menor que el protagonista de la novela sea en sus inicios un estudiante de Administración de Empresas, carrera con la que enmascara el secreto de su vocación literaria y por la que no muestra interés alguno.

Otro dato curioso es que, en la novela, no se llega a precisar de qué va el manuscrito, pero sí se menciona lo siguiente:

Y él sí, aun siendo un hombre de larga militancia izquierdista y gran compromiso político y social, supo apreciar el soplo fresco de irreverencia que representa lo mío y que no era otra cosa, según él, que la libertad, antídoto necesario a la seriedad o solemne empaque, ya francamente estalinista, que estaban tomando las ciencias sociales” (pág.10)

La vida nueva, así como sus otros más de cien libros publicados, se convierte en otro artefacto excéntrico que se cuela a la fiesta del presente sin estar adherido a alguna tendencia temática. Asimismo, este libro se convierte en un dardo envenenado dirigido al lenguaje encorsetado y homogeneizante que domina gran parte de los ensayos actuales, representado de forma paradigmática por los papers académicos —una forma que comparten también muchas narrativas contemporáneas, empeñadas en ‘decir lo mismo’ bajo el afán de (sobre)explicar.

El humor airano es uno que no busca arrancar carcajadas sino desconcertar al lector. Los chistes son imprevisibles por naturaleza y las novelas de Aira logran ese mismo efecto, alterando las expectativas que el lector se hace tras leer las primeras páginas. La aparente sencillez de la trama en un momento inicial, las situaciones jocosas y la prosa prístina, son algunos elementos con los que el escritor argentino busca propiciar ese accidente capaz de distorsionar el carácter previsible del lenguaje realista que impera en la cotidianidad. En este libro, dicho desvío se materializa en un extenso párrafo sin pausas, de más de sesenta páginas, que puede leerse —y disfrutarse— en una sola tarde.

En realidad, mi intuición había dado la hora justa, que era la hora en que debería haberse producido el evento. Si no se había producido había sido por un accidente, que producía un pliegue en la esencia cronológica del asunto, pero no la alteraba. Por puro gusto de la especulación y porque me gustaba hablar con Achával, lo contradije: esa supuesta “esencia cronológica” no existía, o si existía estaba toda ella hecha de accidentes, la esencia misma del tiempo era el accidente imprevisible” (pág. 35)

Hace no mucho leí que entre los títulos de los diez libros “imprescindibles”[1] de otro gran narrador argentino, Sergio Chejfec, figuraba La vida nueva. Esto no resulta sorprendente al descubrir cómo se representa en la novela el ecosistema material de la literatura. Aquí, Aira se ríe del mundo editorial contemporáneo, donde el último elemento en importancia resulta ser el autor, cuya función, en palabras del narrador, es “la única irreemplazable en toda la cadena” (pág. 19) y por ello mismo, la única que podía esta fuera de la misma.

Pero hay otra dimensión donde también confluye la literatura de Aira con la de Chejfec y es la de la pregunta por el tiempo en el arte, en cómo se piensa y opera en este:

La mariposa aleteó locamente en un mundo tan loco y tan colorido como ella, el mundo de mi juventud. Dejé pasar años. El tiempo no tenía urgencias para mí, y dos años no me parecía gran cosa. Un día llevaba a otro, un verano a un invierno, y había que vivir. Achával seguía presente en algún rincón de mi mente, y detrás de Achával mi novela, mi primer libro. No era que no me importara; era una presencia importante; por serlo, podría esperar. De hecho, la espera a la que lo estaba sometiendo era un homenaje a su importancia, en cierto modo un gesto de respeto” (pág. 22)

 En ese espacio temporal entre la escritura del manuscrito y su publicación, –constantemente anunciada y postergada por el editor– es donde, en verdad, se gesta la literatura. Pues es en esa demora —que se opone al sentido de urgencia del mercado— donde se deja de pensar en términos funcionales y el lector se rinde ante la inventiva del autor. Por paradójico que parezca, es en esa aparente pérdida donde la literatura se reapropia del tiempo y lo recupera para restaurar la posibilidad de comenzar una vieja vida nueva.

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Datos del libro reseñado:

César Aira

La vida nueva

Personaje Secundario, 2024. 64 pp.


[1] https://eternacadencia.com.ar/nota/los-imprescindibles-de-sergio-chejfec/8835

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Reseña: La literatura es fuego (2019) de Mariana de Althaus

El fuego y sus circunstancias

Por Erick Abanto López

La Literatura es fuego es, probablemente, una de las piezas teatrales más emocionantes y precisas sobre el deseo latinoamericano de escribir novelas y el vaivén constante e inestable que significa dedicarse a la escritura de ficción en contextos como el nuestro, donde se suele enaltecer la acción concreta y desdeñar la artesanía intelectual.

Por el título y la portada, esta pieza podría interpretarse como un homenaje al afamado escritor peruano o apenas una adaptación teatral de El pez en el agua (que es aquí la fuente principal que estructura escenas y personajes), pero la biografía de Vargas Llosa es solo la excusa perfecta, el gancho temático de la autora para introducirnos en el territorio personal, íntimo, y apenas reconocido, de las ilusiones perdidas y los sueños cumplidos, de los anhelos frustrados y los logros inesperados; pero también de la dicha familiar y el consuelo de los amigos, de la energía épica para insistir en lo que creemos, y, por consiguiente, de la tristeza de escoger el rumbo e irse despidiendo de las demás ideas y personas que alguna vez iluminaron nuestros días. En suma, de ese espacio íntimo que es también compartido, donde se engendra la exigente responsabilidad de luchar contra las circunstancias, contra las dificultades individuales y colectivas, y contra aquellas derrotas ajenas que nos fueron heredadas, aquellos prejuicios aprendidos o ruinas de un pasado que aún intenta definirnos.

Mariana de Althaus disecciona al detalle, escena tras escena, diálogo tras diálogo, la lucha de un grupo de personas virtuosas (madres y abuelos que cuidan, hijos que agradecen, amigos que ayudan, parejas que celebran, los tantos Mario que escriben, en el ayer y en el antes de ayer), por sobrevivir al estado de cosas que les ha tocado –y por intentar cambiarlo, superarlo o mejorarlo–, sin que ello implique que dejen ser fieles a sí mismos o que olviden el núcleo de su propia identidad y ternura, el lazo de familia.

Lo que comienza como una reunión familiar en Cochabamba (Bolivia) y Piura (Perú), donde un tal niño Mario es el engreído de tíos y abuelos,  siempre dispuestos a recitar versitos o contar anécdotas, transita luego hacia la tempestuosa, agria y jaranera vida limeña, criolla y mediocre, para luego avanzar hacia una polifonía formidable de personajes de ficción, con personajes de nombres reales, que, bajo un ritmo parecido al ritmo de  novelas como La casa verde o Conversación en la Catedral, intercambian opiniones desde lugares y tiempos distintos, entremezclándose, anudando cada uno con su parlamento el desenlace exuberante  de una llamada a las cinco de la mañana y el anuncio posterior, en vivo y a nivel mundial, del reconocimiento del Premio Nobel.

 Así, La literatura es fuego supone una cartografía dramática, detallada y conmovedora de un impulso humano casi automático, casi esencial: la necesidad urgente de agradecer o recordar, nombre por nombre, a una variedad de personas, inmediatamente después de lograr algo difícil o improbable. ¿De dónde surge ese impulso? ¿Cómo surge? ¿Qué relación se teje entre el logro conseguido y la persona nombrada o recordada? ¿Cómo así se enlaza ese presente de victorias con ese pasado? ¿Por qué esa alegría al borde de las lágrimas, por qué esa emoción?

La autora se aproxima a una respuesta y nos la muestra. Responde cada una de estas preguntas y nos conduce al lugar de las emociones extremas. A lo largo de su pieza, reímos con gracia, degustamos el sonido de algunas frases célebres, volvemos a ver a grandes escritores en escena (Gabriel García Márquez, Jean Paul Sartre, Camus, Luis Loayza e incluso la voz gálica de Cortázar), nos preocupamos con ansiedad de los preparativos para distintos eventos (un viaje, una publicación, un examen, un matrimonio, un complot universitario), nos paralizamos ante la violencia sádica de un marido contra su esposa y de un dictador contra su pueblo, y nos maravillamos ante el mundo desbordado de la literatura, de la celebración jubilosa de la ficción, y la participación cada vez más constante de personajes ficticios salidos de las novelas de Vargas Llosa, el modo por el cual cada uno de ellos interactúa con personas de verdad: el formidable juego de ver al escritor peruano hablar con Carlos Ney, a la Chunga respondiendo a Abelardo Oquendo, a Lituma respondiendo al tío de Mario, a Carmen Balcells hablando de Carmen Balcells, y, en fin, al poeta, al esclavo, a la niña mala, a Trujillo, a Mayta, al Hablador.

Mariana de Althaus nos transporta a todos los momentos personales que para Mario Vargas Llosa fueron significativos o decisivos, contados en un sinfín de entrevistas y perfiles, y a la vez nos muestra, como los dramaturgos clásicos, el fuego secreto que anida entre nosotros, la energía que nunca se agota –la voluntad–, y esa ternura que, a veces, o casi siempre, solemos olvidar. La obra resulta así un soplo de ánimo que, usando la biografía de Vargas Llosa como excusa, interpela nuestras violentas y latinoamericanas circunstancias, y acicatea, allí mismo, a la literatura y el fuego.

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Datos del libro reseñado:

Mariana de Althaus

La literatura es fuego

Alfaguara, 2019

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Reseña: Tinta invisible (2024) de Javier Peña

Grandes infelices

Por Omar Guerrero

Tinta invisible (Blackie Books, 2024) del escritor español Javier Peña (A Coruña, 1979), es una larga carta dirigida a su padre durante sus últimas semanas de vida. Aunque también es una dedicatoria y homenaje, además de un largo agradecimiento y despedida a esta persona que lo inició, de una u otra manera, en su desbordada pasión por la literatura, siempre con innumerables títulos y lecturas, incluyendo las historias reales de los escritores, que muchas veces también tienen vidas de novela, y no siempre de las mejores, como bien dice Peña en su famoso pódcast “Grandes infelices”, que por fortuna ya ha traspasado las fronteras de España, y que en realidad recomiendo mucho escucharlo.

Este libro de no ficción conjuga las memorias y el ensayo con un tono bastante nostálgico. Está dividido en catorce capítulos, incluida la introducción y un epílogo. Y en todos ellos siempre está presente la literatura, más aún en su faceta más complicada y oscura como el ego, la envidia, la mentira, la obsesión o el sufrimiento. Cada uno de estos términos, y lo que encierran, va a dar título y desarrollo a cada capítulo. Los protagonistas son los mismos escritores junto a lo que ocurre en sus vidas, cuyas anécdotas, muchas de ellas basada en malos momentos, aunque también trascendentales, mantienen relación -en gran parte- con lo que vive Javier Peña mientras ve a su padre consumirse por culpa de la enfermedad en medio de la pandemia. Es entonces que se pregunta cuál es el legado que recibe de su progenitor, con quien tuvo más diferencias que cercanías, más silencios que conversaciones. Y al intentar responder esta pregunta surgen las historias que contienen estas páginas, siempre relacionadas con la literatura. Parte de esta pregunta (y también respuesta) se sustenta en el siguiente párrafo: “A la pregunta de por qué mi padre hablaba más de los autores que de las novelas, he acabado por responderme que, con frecuencia, las vidas de los escritores son más literarias que su propia literatura. Ser escritor, pienso ahora, no solo significa escribir historias, sino habitar un mundo de historias. Imagino que ser lector es lo más parecido” (p.15: versión ebook, lo mismo para las siguientes citas).

En este mundo de historias surgen una infinidad de nombres reconocidos que padecieron un sinnúmero de cosas antes de disfrutar el éxito y de la gloria, ya sea en vida o después de la muerte. Ejemplos hay muchos como el de Margaret Atwood, quien siempre tuvo presente la marginalidad que sufrió en la Biblioteca de Lamont, en Harvard, donde no se le permitía entrar. Y esto lo conjugó con lo que vio en su viaje a Afganistán, donde encontró a mujeres con el rostro cubierto. Demás está decir que ambos hechos le sirvieron para escribir El cuento de la criada. Sucede que de estas (malas) experiencias surge la genialidad. Aunque también está la imaginación como elemento creativo, como le ocurría a Roald Dahl, quien no se cansaba de contar ocurrentes historias. A ello se suma la mentira (muy válida en la literatura), por algo Nabokov siempre contaba la parábola del lobo a sus alumnos en la universidad. Y al citar estos dos términos es ineludible no tomar en cuenta lo que dijo la esposa de un reconocido escritor, que también era escritora, y que padeció ambas condiciones: “Martha Gellhorn, que estuvo casada con Hemingway, decía que lo que en un escritor es imaginación en cualquier otra persona se considera mentir. Ahí, decía Gellhorn, es donde entra la genialidad” (p.44).

A continuación, menciono los otros términos que componen cada capítulo. Por ejemplo, en el capítulo 4, titulado “Ego”, rescato estas dos citas que sirven de estímulo e incitación, más aún si el lector es también un escritor plagado de egocentrismo: “El ego fabrica grandes escritores, pero también grandes infelices” (p.56). “El ego es un mecanismo esencial para la literatura. Es el mecanismo que, en primer lugar, impulsa al autor a escribir una historia y, por encima de todo, el que le impide destruirla inmediatamente después de haberla creado” (p.59).

Para el caso de la “Envidia”, desarrollada en el capítulo 5, es inevitable no mencionar algunos casos como la envidia de Tolstói hacia Dostoyevski, o la de Virginia Woolf hacia Katherine Mansfield. Lo más estremecedor es la forma cómo terminaron estas animadversiones que se volvieron inútiles. Otra forma de representar este “pecado capital” en la literatura se muestra en las relaciones de pareja entre escritores como ocurrió con Martha Gellhorn (ya mencionada en líneas anteriores) y Ernest Hemingway, o lo sucedido con Elsa Morante y su esposo Alberto Moravia. Y es que muchas veces los matrimonios entre escritores no siempre son historias de amor llenas de felicidad.

Otras historias resaltantes que se encuentran en los siguientes capítulos son, por ejemplo, la de John Cheever, quien se camuflaba como un trabajador más que tomaba el ascensor de su edificio muy temprano en las mañanas hasta bajar al sótano donde se ponía a escribir, como si lo suyo se tratase de un trabajo como cualquier otro. O la decisión de J.D Salinger, que se refugiaba en un búnker ubicado fuera de su casa sólo para escribir lejos y a salvo de las personas, más aún después del éxito que le habían producido sus primeros libros. O todo lo que padecía la escritora Agota Kristof fuera de Hungría. O el caso extraordinario de Dostoyevski y Anna Grigorievna Snitkina, quienes escribieron juntos El jugador en veintiséis días, hecho que antecedió a su matrimonio. O la historia de José Saramago y cómo él le dio este apellido a su padre. O el racismo exacerbado de Lovecraft. O la historia de Tomás Mann y su esposa hospitalizada, lo que produce el origen de La montaña mágica. O el caso de Karl Ove Knausgård y la relación con su padre, y luego con su esposa Linda, además de las repercusiones de sus novelas al hablar de su familia, de donde Peña toma la moraleja de la casa construida con los ladrillos de su propia vida que de un momento a otro se pueden desmoronar. 

Menciono más historias que resultan extraordinarias y a la vez conmovedoras, más aún si están de por medio los personajes de ficción, como el caso de Unamuno y su personaje Augusto Pérez de Niebla. O la Conan Doyle y su personaje Sherlock Holmes, a quien tuvo que revivir por presión de los lectores. O Nabokov y su personaje Humbert Humbert en Lolita, cuyas consecuencias lo llevó a cuestionarse, con gran sentimiento de culpa, qué es lo que había hecho, más aún después de recibir la visita de una niña disfrazada de su emblemático personaje en una fecha como Halloween.

En cuanto a las “obsesiones” sobresale Borges y su gusto por las novelas policiacas, o la pasión de Emily Dickinson por los libros y la poesía, o los casos extraños de Rulfo y Onetti por no querer hablar (o no gustar hacerlo), dando paso, sobre todo en el escritor uruguayo, al término “literatosis”.

Por supuesto que también se aborda el “sufrimiento” como una característica ineludible. Tan trascendental resulta que Peña la desarrolla en dos capítulos. Allí menciona casos como el de Chéjov y su posible percepción de que la escritura muchas veces provoca sufrimiento. O como cuando David Foster Wallace rompió con su novia y enseguida adoptó un perro sólo para poder escribir, así no se sentía tan solo ni tan abrumado por la presencia de otra persona. O cuando Amos Oz escribió su novela Mi querido Mijael sentado sobre el retrete del baño de la habitación que rentaba con su esposa, pues ese era el único espacio libre que disponía para poder escribir. O el caso de Borís Pilniak, escritor ruso ejecutado por el régimen de su país, y que se considera un antecedente en cuestión de escritura para Borís Pasternak, en relación con la política, más aún al no querer rechazar el Premio Nobel. Y a través de estos ejemplos queda la siguiente cita: “Escribir es dar un paso tras otro. Se escribe porque somos imperfectos e infelices, pero escribir nos hace más infelices. Es todo muy absurdo, pero igual de absurdo es vivir cuando el final ya está escrito” (p.189).

Los últimos capítulos están dedicados al “mercado” y a la “suerte”, ambos de gran relevancia para los escritores. Del primero sobresale la percepción del mercado que tuvo Jason Epstein, quien fue editor por dos décadas en Random House. O el caso de Gertrude Stein y su falta de éxito comercial, por lo que termina sometida al mercado editorial para alcanzar lo que tanto ansiaba. O la relación de Carver con su editor Gordon Lish, gran causante de su éxito.

En cuanto a la “suerte”, sobresalen varias anécdotas, como el regalo de Navidad que recibió Harper Lee por parte de unos amigos, lo que le permitió escribir Matar a un ruiseñor. O el éxito de John Fante gracias al azar guiado por Bukowski convertido en lector. O la (mala) suerte que tuvo John Williams en vida, porque una vez muerto esta se revirtió con el éxito de su novela Stoner gracias a Colum McCann y Anna Gavalda, también como lectores. Se considera además la historia de la dentadura de Martin Amis y su éxito relacionado con su padre, otro reconocido escritor. Y es que aquí vale muy bien lo que dice Peña: “En el mundo editorial la fortuna vale de bien poco si no va acompañada de contactos. De hecho, la fortuna suele radicar en adquirir buenos contactos. Es decir, estar en el lugar adecuado en el momento adecuado y con las personas adecuadas” (p.243).

En cuanto al epílogo se cuenta la historia de Boris Vian y la adaptación al cine de su novela Escupiré sobre vuestra tumba. De esta manera enlaza la idea del inicio de la vida con su respectivo final, que en el caso de Boris Vian corresponde al infortunio.

De esta manera, Peña, a través de su escritura, que se ciñe sobre las historias de grandes escritores, que a su vez son grandes infelices, intenta conocer a su padre, quien también era un gran lector, y que incluso tenía aspiraciones de escritor. Es en este punto, que ambos, padre e hijo, se reflejan uno sobre el otro para mostrar lo que oculta esa tinta invisible que también es parte de este maravilloso libro.

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Datos del libro reseñado:

Javier Peña

Tinta invisible

Blackie Books, 2024

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Reseña: Un cocodrilo duerme la siesta y otros relatos animales (2024) de Irma Del Águila

La alianza entre lo femenino y lo animal, su recuperación

Por Cesar Augusto López

La condena bíblica que se reafirma con María, madre de Jesús, es la separación o el conflicto entre la mujer y la naturaleza. El llamado femenino, desde la postura del mito hebreo-cristiano, es que la mujer debe triunfar sobre la tentación de la serpiente, la de ser como Dios. De aquí se desprende una serie de tensiones narrativas que se han ido combatiendo, más o menos, a lo largo de la historia de la literatura y es, quizá, este tiempo uno que se corresponde con el desgaste de la sentencia estética propuesta desde una de nuestras referencias míticas de fundación.

Tanto la narrativa o poesía femenina comúnmente se confronta con el cuerpo, con las percepciones, con el sentir; es decir, con una grieta ocluida desde afuera y, por ende, que limita las potencialidades de su voz. Este es quizá uno de sus problemas primigenios, ya que la acusación de su goce como desorden se cimenta en la abstracción racional como la forma idónea para el conocimiento. Bajo el criterio propuesto, todo intento de confrontar o cuestionar estas premisas narrativas siempre pasará por una compleja criba, dado el peso de la costumbre creativa o, mejor, la tradición de lo contado.

No se crea que nuestro introito religioso tenga el peso de una tara propia de un creyente; antes bien, fuera de que Del Águila nos presente siete relatos (número cabalístico), en dos de estos se recurre a la impronta bíblica de manera directa; específicamente al diluvio arrasador y, por otro lado, al φαρμακός o chivo expiatorio cristiano. Imposible no considerar el mito del bufeo como una pieza que recurre a una forma de relación religiosa selvática. Pero si aún estuviéramos en medio de un error, avanzaremos en nuestra lectura que no puede dejar de lado los personajes femeninos en seis de los siete textos y, aún así, el personaje masculino del final, atrapado por un sueño delirante, se feminiza.

Creemos que, ahora sí, nuestro puente está establecido. Aquella pérdida de intimidad con lo animal, dictaminada desde el exterior, podría retornar de la mano a nosotros desde lo femenino. ¿Debido a qué? A su amplitud estética, perceptiva, no excluyente, sino, más bien, dispuesta al diálogo. Es una posible apuesta, pero el lector podrá juzgar y colocar el libro en una larguísima tradición o contratradición en la que queremos colocar Un cocodrilo duerme la siesta… Después de tantas palabras, no tan inútiles, solo nos gustaría anotar el suspenso que cunde en todos los textos y de aquí puede derivar una sana duda: ¿hasta qué punto la experimentación podría dejar un proyecto al borde del fracaso? Tal vez para el lector, muy posiblemente (es un reto), los relatos parezcan anodinos e incompletos, pero, ¿esa no será la plena voluntad de su autora? En todo caso, el ejercicio de pausar las certezas es patrimonio de la literatura y, por eso, escribimos nuestra reseña.

Consideramos que el delicado trabajo de suspensión requiere experiencia, una que Del Águila, sin duda, posee. En la primera pieza, por ejemplo, un matrimonio se encuentra incomunicado y en un paraje no tan amable para su situación emocional. Para coronar la situación, un cocodrilo interrumpe el tráfico. La presencia animal aplaza la cotidianidad de lo humano, su movimiento, y la sujeta a su voluntad, a su libertad. Es tan alta esta tensión, esta incerteza, que ocasiona un dilema ético radical. No podemos indicar nada más. En la segunda pieza, la fuerza del paralelismo o la analogía nos parece importante, ya que no hay una idea de metáfora, sino, simplemente, el encuentro de dos universos distintos, pero pasibles de reunir, un acontecimiento se podría decir. Otra mujer, no sabemos si acaso que pasó por una histerectomía o una secuela abortiva (jamás se nos informa al detalle), se encuentra con la imagen de un pez dentro de otro pez. La ambigüedad prima, no es necesario, creemos, saber, sino asumir el riesgo narrativo. Hay una resistencia en lo animal y en lo femenino, en sus cuerpos que excederían a las palabras, pero que no por eso serían menos expresivos; por ese no caer en el círculo lingüístico. Somos plenamente conscientes de la paradoja que acabamos de mencionar, sobre todo, porque nos remitimos a un relato, pero siempre el lector juzgará.

El tercer relato nos dirige hacia una imagen que aún creemos fresca en la memoria peruana; la de una mujer escapando de una palizada que el río arrastra como consecuencia del fenómeno de El Niño. La intimidad con lo animal es evidente en este caso, porque Angelina intenta liberarlo antes de la inundación (p. 34); porque, a pesar de haber estado expuesta a su propia muerte, “no dejaba de pensar en su vaca, ese pobre animal” (p. 32). Otro animal en el que se podría descubrir una especie de sintonía es el caballo o los caballos de carreras y las apuestas, el todo por el todo que encierran en el cuarto texto del conjunto.

En el quinto relato enlaza una serie de circunstancias y presenta a la depresión encarnada en la casa del personaje y, obviamente, en su existencia misma suspendida por la pandemia y, al parecer, por una experiencia de violencia doméstica (no se espere mucha “claridad” en los relatos, como ya se advirtió). La indecisión circunda el tomar o no terapia y, en medio de todo el tedio, quien se percata de la gravedad del hecho es una perra, la mascota, Miranda. Quizá más evidente, la relación entre un borrego, la fiesta de pascua y Cristo; sin embargo, quien asume sobre sí, cierta compasión, es una mujer testigo del destino signado del animal. Finalmente, la composición final sea el más arriesgado, porque no solo se presenta una presencia zoológica, sino que acontecen muchas vidas, incluso la vegetal. No obstante, lo que se reafirma es el valor de la embriaguez como motor de la transformación, de la liberación de las formas y de las mismas relaciones interespecie. Pero no podemos decir más, por evidentes razones.

¿Acaso algo que reclamar, propiamente, a la creadora? Quizá no, por su apuesta, pero, si se nos permitiera, la tentación por volver a lo humano se manifiesta. No podríamos calificar de manera negativa tal hecho, porque quien escribe estas líneas también es humano. Sin embargo, tan solo remitiéndonos a la propuesta del conjunto, a lo animal en sí, al relato como la mejor forma de manifestarlo en su mejor forma, en su vigor, cabe la posibilidad de que lo humano tienda a pesar más y que la presencia animal solo tenga sentido en su orientación hacia lo antropo-lógico y su clásica perorata de excepción frente a otras formas de vidas. Esta es una posible crítica que no queremos dejar de lado, pero que no reduce, en nada, el valor de la propuesta. En todo caso, nuestra no es la última palabra, sino la del lector interesado en ser desafiado por un libro que apunta a la confrontación del lugar común.      

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Datos del libro reseñado:

Irma Del Águila

Un cocodrilo duerme la siesta y otros relatos animales

Hipocampo Editores, 2024, pp. 77.

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Reseña: El buen mal (2025) de Samanta Schweblin

Distancia cero

Por Alessandro Campos

Al enterarme de la publicación de El buen mal (2025), pensaba en cuánto podría haber cambiado la escritura de Samanta Schweblin después de siete años. Al leer el inicio del primer cuento intuí que sería una experiencia entretenida, lo cual confirmé al terminarlo. En efecto, cada cuento supuso una experiencia de lectura distinta, pero tenían en común un halo de extrañamiento que se profundiza con lo dicho y lo no dicho. Sus cuentos nadan entre las mareas opuestas de lo real y lo fantástico. Es así que nos topamos con la ocurrencia de lo improbable, queriendo saber cómo se resolverán las acciones y las consecuencias de dicha experiencia. Mientras leemos nos cobijamos en un tipo de seguridad que se disuelve al término de cada relato, sin saber qué ocurrirá después.

«Bienvenido a la comunidad» es un cuento en primera persona que gatilla tanta congoja como incomodidad por generar una extraña empatía entre la narradora y los personajes. Una madre salta a un lago decidida a llenar sus pulmones de agua, sin éxito. Luego, en su hogar, recibe a sus dos pequeñas hijas y a su conejo, Tonel, al que deben de tenerlo como tarea. La madre intenta esconder su voluntaria sumersión, a la par que se pregunta lo siguiente: “¿Qué es lo que salió mal?”.

La mascota se extravía y la familia sale a buscarlo. Se topan con un vecino apático que es cazador y tiene al conejo cogido de las orejas. Él le insinúa a la madre que la vio hundirse. Más tarde, ella se acerca al vecino quien le aconseja su método para sobrellevarlo todo. “Dolor. Eso es lo que hay que provocar” (p.26). Un remezón de inicio a fin. El cuento propone un ejercicio de encontrar empatía y notar cómo se demuelen prejuicios respecto a dónde uno va a parar con tal de recibir consejo. El amor por sí solo no alcanza: llena rápido y esa plenitud confunde, por lo que, tal vez, la culpa y la vergüenza a lo mejor son las anclas más eficaces para forzar a uno a aferrarse a la vida.

«Un animal fabuloso» es el segundo cuento, también narrado en primera persona y en tiempo presente. En esta historia, dos muy buenas amigas surcan muchos años juntas hasta que la tragedia irrumpe. Hallándose en las lindes de sus vidas, entablan una última conversación, decididas a hurgar en lo más recóndito de la conciencia de la otra. ¿Qué es la amistad? ¿Cuál es el límite del perdón?

 “Casi veinte años después del accidente, Elena me llama a Lyon. No reconozco su voz, pero cuando dice su nombre, sé perfectamente con quién estoy hablando.

Por unos segundos la escucho respirar, sostengo el teléfono con el hombro y enciendo un cigarrillo. Despacio, intentando no hacer ningún ruido, salgo al balcón que da al parque, me siente en una de las sillas y me quito las sandalias empujándolas con los dedos de los pies. Quiere hablar de Peta, su hijo. Quiere saber qué es lo que recuerdo de la noche del accidente” (p.31).

La sensibilidad con la que se hablan los personajes trasluce una humanidad muy genuina, pues ambos protagonistas seleccionan con mucho cuidado qué decirse, en un duelo bellamente cauteloso donde buscan arrancarse culpas y sincronizar recuerdos, para así poder afrontar el futuro. Encontrar compañía en la transformación de lo que se creía una fantasía infantil parece ser la decisión más lúcida.

«William en la ventana» es una historia construida a partir de otras historias mencionadas en el mismo relato. La narradora es una escritora que se encuentra en China con otros escritores de diferentes partes del mundo. Una de ellas es su amiga, Denyse, que tiene a su amado gato, William, y a su esposo Brian.

Pero el gato es de él. Y yo no puedo vivir sin el gato” (p.53).

Y está Andrés, su novio que radica en Argentina, quien tiene una enfermedad complicada cuyo tratamiento va a iniciar.  Con él comparte los avances de su nueva novela. Este cuento es de un ritmo más lento, no por eso menos interesante en cuanto al mecanismo o la técnica, sino, todo lo contrario, es el más verosímil en cuanto a la construcción de una cotidianidad. Es decir, uno vive varias situaciones paralelamente, mientras resuelve una piensa en otra, los eventos se yuxtaponen, avanza el día, correlacionamos eventos, una respuesta puede servir de pregunta o viceversa y tomamos decisiones. Este cuento trata de toparse con la esperanza al presenciar cómo otros sobreviven a la desgracia. El baldazo de agua fría que aviva al ser o corrobora su absoluta inercia.

El mejor cuento es «El ojo en la garganta».

 “Yo quiero saber, yo siempre pregunto, es mi garganta la que no puede ejecutar sonidos. Es como si el espacio de toda la casa se me metiera por ese agujero. Hay que poder apretar el aire para que el silencio suene a algo, pero yo estoy tan abierto que a veces me confundo, ¿yo estoy adentro o afuera? Un cuerpo así, pinchado, ¿sigue siendo un cuerpo? En realidad, da lo mismo, el problema no es que no puedo hablar, el problema es que, si yo no hablo, él no me mira” (p.75).

Recomiendo intentar apagar el mundo al leer este cuento. Una lectora cuyo criterio valoro muchísimo me dijo que normalmente la literatura usa el lenguaje de soporte para contar una historia y que los buenos cuentistas usan de soporte una historia para demostrar las posibilidades del lenguaje. Creo que Schweblin cumple a cabalidad con dicha afirmación en este cuento. Hay una maestría en la economía de la narración, en cómo desarrolla a sus personajes y los dota de personalidad y memoria con mucha precisión y prudencia para mantener el ritmo. Este es un cuento sobre las posibilidades del pasado que rondan el presente. Sobre la manera en la que los personajes no son capaces de resolver sus problemas, pues hacerlo sería aliviar un castigo, y, sin ello, lo que venga a continuación puede ser más horrible aún. El narrador tiene un rasgo particular que acentúa el resto de sus sentidos, ya que agudiza su capacidad de observación sobre sus padres intuyendo que pudieron ser mejores pese al esfuerzo realizado. Un cuento tan conmovedor como impredecible.

Las historias contenidas en El buen mal continúan la principal problemática planteada en Distancia de Rescate: ¿dónde acaba la tensión que puede unir a dos personas? Una conexión con una fuerza finita y la sensación de seguridad mínima, fagocitada sin posibilidad de escape, donde alejarse del otro debilita los sentidos y expone puntos ciegos mediante los cuales lo improbable se cuela y daña. Cuando la distancia de rescate se reduce a cero, el control sobre el otro puede convertirse en una obsesión. Se vigila cada aspecto del entorno del ser querido, pero se pierde de vista el propio lugar en la ecuación. La sobreprotección, disfrazada de cuidado, acaba por socavar la autonomía del otro. Tal vez quien ejerce ese control lo ignora, o quizá lo sabe y lo asume como un mal necesario, como un buen mal.

El sentido del título, un oxímoron, se revela con claridad al terminar el libro. Alude al egoísmo que beneficia tanto a uno como a los más cercanos, a la aceptación de que dicha acción traerá consecuencias ineludibles. Aparece un problema muy íntimo que termina siendo el gran punto de inflexión, no necesariamente para cosas positivas, sino como última oportunidad para volver a atender lo realmente vital. A diferencia del futuro y el presente, el pasado es acumulativo y tiene la capacidad de reaparecer, motivando a organizar prioridades y reevaluar esfuerzos. Los personajes tienen que actuar y tomar decisiones de inmediato, porque la reanudación del pasado puede acabarse en el siguiente instante y dejar inconclusas oportunidades de salvación.

El estilo de Schweblin domina la tensión con una precisión casi quirúrgica: sabe cuándo aflojar la presión y cuándo intensificarla, pero nunca suelta al lector. Su prosa atrapa, acelera la atención y nos conduce hábilmente hacia los ángulos menos evidentes de lo preestablecido. Hay una inteligencia calculada en la forma en que dispone la información, como si anticipara cada maniobra mental del lector y optimizara sus recursos narrativos en función de ello. Su escritura es meticulosa, envolvente y construida con una destreza que refuerza su maestría en el cuento. Schweblin supera cada expectativa personal dispuesta sobre este libro. No hay que intentar predecir lo que ocurrirá en sus cuentos, solamente aceptar que son historias que exigen sumergirse sin reservas.

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Datos del libro reseñado:

Samanta Schweblin

El buen mal

Random House, 2025. 192 pp.

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Reseña: Orbital (2025) de Samantha Harvey

La vida en el espacio

Por Omar Guerrero

Orbital (Anagrama, 2025) de la escritora británica Samantha Harvey (Kent, 1975), ganadora del Booker Prize 2024, no es una novela de ciencia ficción con exactitud por más que su título y su portada presenten todas las características propias de este género, muy aparte que su trama transcurre por completo dentro de una estación espacial ubicada a cuatrocientos kilómetros del planeta Tierra. Mejor dicho, se podría decir que esta es una novela sobre la presencia del hombre en el espacio, lo que corresponde más a la ciencia en sí, aunque sin dejar de lado lo humano. Se trata de seis astronautas de distintas nacionalidades dentro de la Estación Espacial Internacional en la órbita terrestre baja. Ellos son: Pietro, italiano, encargado de monitorizar los microbios con los que conviven. Chie, japonesa, quien está dedicada a cultivar cristales de proteína. Shaun, americano, encargado de observar el comportamiento de las plantas que se encuentran dentro de la nave ante la falta de luz y gravedad. Nell, británica, cuya función es estudiar a una serie de ratones de laboratorio y sus reacciones en el espacio. Completan la tripulación los rusos Roman y Anton, definidos también como cosmonautas, quienes están a cargo de supervisar el generador de oxígeno. Todos ellos deben permanecer seis meses dentro de esta estación que da dieciséis vueltas diarias a la Tierra, por lo que se convierten en testigos insólitos de dieciséis amaneceres y dieciséis anocheceres por día, lo que puede significar muchas cosas para una persona, así se trate de un astronauta muy bien entrenado.

A parte de desarrollar estas funciones, junto a una serie de cambios a los que se tienen que acostumbrar, como el tiempo, la distancia, la gravedad o el reciclaje orgánico (convertir orina en agua bebible), estos astronautas muestran su lado más humano, su sensibilidad junto a sus recuerdos, además de sus reflexiones y cuestionamientos, los que surgen a partir de distintas circunstancias como observar y analizar una postal de “Las Meninas” de Diego Velázquez, obsequiada por una esposa desde hace muchos años; o la triste noticia de la muerte de la madre de uno de los tripulantes sin la posibilidad inmediata de regresar a casa para estar con los suyos. A ello se suma una serie de hechos cotidianos como dormir, pero no como lo hace cualquier persona en una cama. La manera en que proceden es muy distinta. Y es que la vida en una cápsula trasladándose por el espacio no es lo mismo que habitar la Tierra.  

Las ciudades de estos seis astronautas son Seattle, Osaka, Londres, Boloña, San Petersburgo y Moscú. Ellos pueden verlas y reconocerlas desde allá arriba, desde su estación, en la infinitud del espacio. Aunque también pueden ver otras ciudades, países y latitudes. Reconocen la línea ecuatorial, los hemisferios y los polos, además del inmenso mar que rodea cada continente, lo que ofrece un color y una belleza singular que resalta al ser contemplada a lo lejos. Se trata de su planeta, de su hogar, del único lugar que tienen en común por más que cada uno sea tan distinto respecto al otro en términos físicos y lingüísticos, pues en lo subjetivo, en su interior, en su propio ser, todos son demasiado similares.   

El miedo es otro de los rasgos que los define. Este se manifiesta, en especial, al detectar un tifón que crece y que se va aproximando como una amenaza a determinado punto de la Tierra: a Filipinas. Ellos intentan hacer algo, quieren prevenir ante lo inevitable. Su intento de ayuda o solidaridad se mezcla con la resignación porque entienden que existen ciertos hechos naturales que no van a poder manejar ni mucho menos controlar. Lo mismo sucede con las tragedias provenientes del error humano, que son imprevisibles, lo que puede producir un mayor miedo, pero también un mayor coraje, además de una completa determinación. Ellos lo saben muy bien. Le sucedió a la británica Nell al recordar cuando era niña lo sucedido en el lanzamiento del Challenger. Otro tipo de miedo, en cuanto al avance de la ciencia junto a la perversión humana, recae en Chie, la japonesa, en relación a sus antepasados como víctimas de las bombas atómicas.

La soledad también es inevitable por más que entre los seis astronautas se brinde cierta comunicación y compañía. Aquí no existe amistad, pero sí compañerismo. Por otro lado, lo profesional hace desaparecer cualquier otro tipo de acercamiento y trato. Quizá por eso uno de ellos, siendo varón, termina soñando con una de sus compañeras de tripulación, convirtiéndose en un caso aislado donde la sexualidad, que es irrefutable, no se puede dejar de lado. Aun así, se debe mantener oculta, pues saben que pueden estar siendo observados. Y esta limitación bien podría emparentarse con el encierro y la claustrofobia, que, a pesar de intentar ser manejada, puede producir varias consecuencias como dolores en el cuerpo y otros malestares, además de la posibilidad de una enfermedad bastante seria, lo que pone en evidencia la fragilidad de lo humano.

A pesar de todos estos puntos en contra, que no son más que problemas que se deben superar, como todo en la vida, ya sea en el espacio o en la Tierra, queda la fascinación por el trabajo que desempeñan, el cual está envuelto por un aura proveniente de la innovación, el desarrollo y la tecnología, recursos que utiliza la ciencia ficción, muy aparte de determinadas marcas que también hacen uso de estos elementos para recrear mundos fascinantes tan parecidos a lo que estos astronautas experimentan: “Pero cuando llegaron a la plataforma de lanzamiento eran Hollywood y ciencia ficción, Space Odissey y Disney, ingeniería de imagen y de marca, dispuestos a todo. El cohete coronado por una pátina de novedad reluciente, una blancura y una novedad absolutas, y en el cielo reinaba un azul glorioso y conquistable” (p.118, en versión e-book, lo mismo para las siguientes citas).

Otro punto a resaltar en los discursos y apreciaciones de los astronautas corresponde al cambio climático y la depredación de lo humano sobre la Tierra. Se trata del acto de destruir, con intención o no, consciente o inconsciente, a este único espacio que tenemos para vivir, que sigue siendo bello a pesar de todo lo malo que produce el hombre. Es la preocupación ecológica. Y mientras se impone este cuestionamiento, también se especula la posibilidad de colonizar otros lugares como Marte o la Luna. Y esta propuesta sólo queda como una idea que puede desarrollarse en el futuro a medida que evoluciona el hombre y la ciencia, lo que trae a colación otro hecho de gran relevancia, que no es más que la vida misma, sin dejar de lado a su opuesto, a la muerte: “Tenemos peso y no lo tenemos en absoluto. Alcanzan una cima del progreso humano para descubrir después que nuestros logros no tienen la menor importancia y que ese es el más importante logro en la vida de cualquiera, que a su vez tampoco es nada, y también mucho más que todo. Un metal nos separa del vacío; la muerte está tan cerca. La vida está en todas partes, en todas partes” (p.157).

Samantha Harvey – ©Santa Maddalena Foundation

Por último, es necesario mencionar que en esta novela no existe una trama general que involucre por igual a los seis astronautas, quizá por eso tiene capítulos específicos para cada uno de ellos (algunos bastante breves), por lo que su interacción es mínima, de ahí la constancia de la soledad y el vacío. Tampoco tiene grandes conflictos y resoluciones como parte de su historia, a excepción de lo que ya se ha mencionado. Su mayor fortaleza está en el uso del lenguaje y en las reflexiones de los personajes que convierten a esta novela en un reflejo de lo humano cuyo espejo se encuentra a lo lejos, en la vastedad de un planeta llamado Tierra.

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Datos del libro reseñado:

Samantha Harvey

Orbital

Anagrama, 2025