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Entrevista: Betina Keizman

Betina Keizman: “La literatura debe evitar la agenda”

Por Sebastián Uribe y Eliana Del Campo

Escritora, traductora y ensayista, Betina Keizman ha vivido, publicado y dictado clases en Chile, Francia, México y Argentina. Es autora de las novelas El diablo Arguedas (2023, finalista del  Premio Fundación Medifé Filba 2024), Recurso de Amparo (2018), Los Restos (2014), El Museo de los Niños (2007) (infantil) y El Secreto de Marlene Rochoelle (1997) (novela juvenil) y el libro de cuentos Zaira y el profesor (1999). También del libro de ensayos Promesas radicales en las literaturas del presente (2022), donde indaga el pensamiento especulativo en una diversidad de escrituras latinoamericana actuales y establece comparaciones con las inventivas literarias de sus precursores.

Estuvo de paso por Lima a inicios de noviembre presentando El diablo Arguedas, publicada en Argentina por Entropía y en Perú por Animal de Invierno, sobre la que conversamos en esta entrevista.

En ‘El diablo Arguedas’ hay un tono humorístico y sarcástico, muy diferente de la atmósfera oscura de tus libros anteriores como ‘Los restos’. ¿Fue este un registro nuevo para ti? ¿Cómo viviste la experiencia de explorar este estilo?

No sé si es un registro tan nuevo, pero es uno que va ganando mayor relevancia y peso en mi literatura. Recurso de amparo, mi novela anterior, también está en ese tránsito pese a que se refiere a un acontecimiento muy fuerte: la muerte de jóvenes en el incendio de un local nocturno. No escribo siempre el mismo libro, incluso si hay preocupaciones o un uso del lenguaje que pueden conservarse.  Cada libro pide un tono y una temperatura. “Los restos” es una distopía, si quieres, más clásica en su concepción. Puse la atención en la construcción de ese mundo, con restos que aparecen aquí y allá, trozos de objetos, esquinas de muros, restos de verduras. Cuando lo escribí pensaba en el exceso y en el desperdicio, y por eso tiene un timbre más barroco, una atención exacerbada puesta en lo material. Definitivamente es una novela más oscura, aunque en la segunda parte exploro otro tono, porque la protagonista hace arte con los restos, y de algún modo termina trastocando y apropiándose de la destrucción. Hace poco leí “Los últimos días de nueva París”, de China Mieville, un autor que desconocía cuando escribí “Los restos”, y en esa novela las obras célebres del surrealismo y la vanguardia aparecen moviéndose e interviniendo en la realidad. Si bien lo de China Mieville tributa a una estética y una lógica del videojuego, descubrí muchos puntos de contacto con lo que había buscado en “Los restos”.

También “El diablo Arguedas” acontece en un entorno distópico, pero eso apenas se precisa y el relato se focaliza en un universo más cotidiano, más ligero. Y como Arguedas tal vez sea un diablo pagano, dispuesto a la chanza e interesado en sembrar confusión, imprime un tono humorístico, donde el equívoco flota en la médula de cada suceso. Me divertí mucho escribiéndolo.

En la novela, el personaje del diablo desestabiliza la vida de Irene, pero con el tiempo su presencia se convierte en un problema cotidiano. ¿Crees que vivimos en una sociedad donde no hay escape a las tensiones diarias? ¿Qué papel juega la literatura frente a la disyuntiva de adaptarse o sucumbir?

No sé si hay o no escape, en todo caso no es la literatura la que va a señalar la senda. Por otra parte un grado de adaptación es muy propio de los seres humanos, algo que compartimos con las otras especies. Y si seguimos pensando en esa dirección, se supone que lo proactivo y la resistencia serían más específicamente humanos, pero no deja de ser una perspectiva bastante antropocéntrica. En cualquier caso, la literatura tal como yo la pienso es un espacio de creación, no sucumbe ni se adapta, patalea, forja, propone otras perspectivas. Está en perpetua pelea con muchas de las lógicas que imperan en el presente, en busca de otros entendimientos. Al menos eso se aplica a la dimensión artística, luego, lo que tiene que ver con el mercado, lo que los escritores hacen para vender, los monopolios, festivales, etc, esas lógicas no difieren de las que imperan en el mundo de las telecomunicaciones o en los sistemas privados de salud.  

El diablo aparece en la vida de Irene, una peluquera precarizada. ¿Piensas que a veces nos enfocamos demasiado en los problemas del uso de la tecnología, mientras que muchas personas no tienen acceso a estas? ¿Qué tipo de historias crees que quedan fuera de foco por esta tendencia?

No sé, la desigualdad tecnológica es una más entre muchas otras desigualdades. Ignoro cuántos individuos o comunidades viven hoy libres de la penetración de los discursos de las redes, que me parece uno de los aspectos más terroríficos del presente, por las consecuencias que tiene. Me gusta que surjan esas preguntas, sin embargo, no me interesa pensar mi escritura, ni ninguna literatura en verdad, como un manifiesto político. La literatura y la política mantienen una íntima relación, pero se desplazan por carriles diferentes, resuelven sus problemas de otro modo. La literatura debe evitar la agenda y en lo personal no me atraen los registros épicos, los encuentro condescendientes. Los problemas del presente forman parte de nuestra vida y por lo tanto pertenecen al horizonte de la literatura, es desde esa experiencia que muchos escritores escribimos, pero prefiero que esas experiencias se sometan a un tratamiento más exploratorio, más cercano a la duda y a la imaginación, desde la incerteza. Respecto a esas historias precarizadas que quedarían fuera de foco, hoy también son parte fundamental de cierta agenda cultural, el problema es cómo se las aborda, que no sean pura expresión de mala conciencia o repetición de discursos que se han ahuecado.

La peluquería, escenario principal de la novela, es un espacio lleno de chismes y tensiones entre las trabajadoras. ¿Cómo crees que conecta este entorno con la obra arguediana, que explora conflictos entre clases sociales y dentro de ellas?

Ahí hay dos modelos en relación con los conflictos sociales y las emociones, tienes a Arguedas pero también tienes a Puig. Si en algún momento pensé en Arguedas como un fantasma, o un zombi que regresa, fue un homenaje, es cierto, pero también porque es difícil hallar en el presente un escritor con las características de Arguedas. Es lo que ya no puede ser, incluso si las preguntas que se hace Arguedas siguen conmoviéndonos. Su sensibilidad y su espíritu sacrificial hoy no calzarían en un panorama en que la autoridad de los escritores está devaluada. También es cierto que hay un Arguedas plenamente vigente, el de las hablas quechua marginalizadas, el que explora Chimbote, que recurre a lo documental, pero también a su propio diario. Esos son elementos que aparecen en mi novela, junto con cierto sonsonete de los personajes de Puig, pasados por Copi.

La novela resalta el deseo como un último vestigio de individualidad en los personajes. ¿Crees que hay un riesgo de que el deseo se estandarice o pierda su vitalidad?

Es un tema que me interesa. La Irene de la novela es una migrante que mide todo en términos de ascenso social, y por eso su peluquería replica a escala mínima las desigualdades sociales mayores. Ella misma supone tener muy claro lo que quiere, cuáles son sus objetivos. Pero la llegada de Arguedas, y en ese sentido es un verdadero diablo, la confronta a otras dimensiones del deseo que incluso no consigue expresar en palabras. Esos deseos que no alcanzan a nombrarse son un magnífico material literario. ¿Qué y cómo deseamos?, ¿cuál es el riesgo de que esos deseos se realicen? Lo sabemos desde Flaubert, no hay almas sencillas.

Antes de terminar, ¿qué novela o película te ha sorprendido últimamente y te gustaría recomendarnos?

Cuando estuve en Perú conocí a Ricardo Sumalavia. Acaba de sacar una novela que todavía no leí, pero sí un libro anterior, “Historia de un brazo”. Me pareció un libro excepcional, en la tradición de Monterroso o Arreola, probablemente también ligado la literatura oriental. Una pequeña joya. Acaba de salir también Clara y confusa, La novela de Cynthia Rimsky que obtuvo el premio Herralde este año, bellísima, entretenida, pura literatura.

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Entrevista: María José Caro

Es imposible desprenderse del pasado”.

Por Sebastián Uribe y Eliana Del Campo

María José Caro nació en Lima en 1985. Comunicadora social por la Universidad de Lima, publicó los libros de cuentos La primaria (2012) y ¿Qué tengo de malo? (2017)  y la novela Perro de ojos negros (2016). Ha colaborado para publicaciones como Buensalvaje y Vicio absurdo. En el 2017 el Hay Festival la seleccionó dentro de los 39 mejores escritores de ficción menores de 40 años de América Latina y es una de las invitadas de la edición 2024 del Hay Festival Arequipa. Este año publicó su segunda novela ‘Vida animal’, sobre los peligros de la nostalgia, la fragilidad de la amistad adulta y los conflictos familiares. Sobre ello conversamos en la presente entrevista.

Foto: El Comercio

“A mis diez años no tenía amigas de verdad. Deambulaba en los recreos junto a dos niñas del salón con quienes solamente compartía silencio e inseguridad. No nos llamábamos por teléfono, tampoco nos visitábamos. Era un vínculo funcional y transitorio, gatos callejeros que se encuentran y acompañan”. Citamos el inicio de la novela, porque retrata la amistad a temprana edad como un vínculo que no necesariamente involucra un alto grado de conexión, sólo el anhelo de pertenecer a un grupo ¿Cómo consideras que esta superficialidad prevalece hasta la adultez?

Sí, para empezar cuando uno es chico no decide en qué colegio estudiará. Esa elección tiene que ver con las creencias de los padres, las cuales pasan por lo político, lo aspiracional, lo religioso (en menor medida en estos tiempos), lo social y etc. Los amigos se eligen a partir de lo que hay en un universo muy acotado. Son relaciones que al principio tienen que ver con lo transaccional y con sentirse parte de una manada, con encajar. Y encajar es también parecer, esconder quién en verdad somos en función del grupo. Creo que estas relaciones son paradójicas cuando se es adulto, porque son frágiles en cuanto a tener una mirada compartida sobre la vida, pero prescindir de ellas es cerrar una puerta que nos lleva al pasado, y por eso, silenciamos los grupos de Whatsapp en vez de abandonarlos. 

En Vida Animal se exploran temas de recelo y envidia entre amigas debido a sus logros y estatus profesionales. ¿Cómo crees que la visibilidad que ofrecen las redes sociales y la virtualidad ha transformado o intensificado estas emociones en la sociedad actual? ¿Cómo influyeron estas ideas en la construcción de tus personajes?

 Creo que las redes sociales generan una idea falsa de la vida de las personas y su   intimidad. Recuerdo que una vez alguien me dijo: “Lo que la vida separó que no lo una Facebook” y muchas veces no deja de tener razón. ¿Dónde quedan frases como “qué será de la vida de ……….”? Ahora es muy difícil perder el rastro de un viejo amigo. Además, lo que sucede en internet sucede para siempre. Se quiebra también muy fácilmente la esfera de lo privado, conversaciones en teoría privadas se exponen sin tapujos.

Yo quería que en la novela se mostrara un poco y de forma muy acotada la vida de unas chicas adolescentes de burbuja en los inicios de internet. Early millenials que ya de adultas se rigen bajo las reglas de las redes sociales y etc. El grupo de amigas toma migajas del Facebook de Giuliana para especular. Las redes sociales son un gran espacio de especulación. Es gracioso además cómo una misma persona es otra distinta según la red social en la que se mueva. Se cambia de rol y repertorio con mucha facilidad. Se dan grandes discursos y nunca se ven acciones; vidas felices en público lapidadas por otros en privado. Yo cada vez publico menos en redes, antes lo hacía constantemente ahora no sé qué decir ni para qué.   

 Además, pocas cosas refuerzan tanto el ego como ver a alguien quebrarse delante de nosotros” (pág.136). Los personajes parecen sentir una especie de compasión hacia sí mismos cuando observan a otros en peores situaciones. ¿Qué te llevó a explorar esta dinámica emocional y cómo crees que influye en la manera en que tus personajes enfrentan sus propios conflictos?

Yo quería que la novela hablara de personajes que son parte de una manada (llámese grupo de amigos, familia, sociedad) y de justamente las dinámicas emocionales que existen entre las personas. En las relaciones siempre hay dinámicas de poder y mostrarse vulnerable en frente de otro es quitarse la coraza y darle al otro la capacidad de herirnos, de saber qué nos duele. Mirar al otro en una situación de desgracia o felicidad siempre nos lleva también a vernos en el espejo.  Los seres humanos somos muy autorreferentes, creo que los personajes ven en los demás no solo su sufrimiento si no la posibilidad de acabar en la misma situación y ese es un motor en los personajes. Podemos pensar en el caso de Giuliana o en el caso del padre.

En tu novela, los diálogos entre las amigas adultas, cuando se reúnen, parecen ser mucho más desinhibidos que cuando están en sus entornos familiares o laborales. ¿Cómo trabajaste esta diferencia en el lenguaje de los personajes? ¿Qué papel juegan las restricciones sociales en el modo en que nos expresamos a diario, y qué implicaciones tiene el hecho de que ciertas emociones o pensamientos se conviertan en tabú?

Yo quería que las amigas hablasen como he escuchado tantas veces a hablar a mis amigas o conocidas en un contexto donde solo hay mujeres. Sin reparos, a veces siendo muy infantiles, códigos compartidos también vinculados a cuando eran chicas. Quería que la forma de hablar fuese orgánica con marcas de tiempo y lugar. Para trabajar ese tipo de lenguaje, recreé las escenas intentando ser lo más fiel a la realidad posible, despreocupándome de si fuese literario o no.  Vivimos en una época en la que existe mucha más libertad, pero no estoy segura de si eso signifique ser más auténtico. Quise, por ejemplo, con el personaje de María Luisa, darle ese lenguaje corporativo lleno de términos en inglés como “high potencial” que al final convierte a las personas en caricaturas. 

En tu novela, logras recrear con detalle la atmósfera de los años 90, reflejando lo que se usaba y gustaba en esa época. ¿Cómo fue para ti el proceso de traer esa década al presente? ¿Te inspiraste en tu propia experiencia o recurriste a otras fuentes para documentarte y construir ese ambiente con autenticidad?

La adolescencia de los personajes es muy parecida a la que yo viví. Un colegio de monjas, un grupo de chicas cuyo perímetro de movimiento en Lima es muy acotado. Conocen muy poco de la vida, de su ciudad y de su país, están en un lugar seguro, mientras la realidad sucede como un telón de fondo y en la novela se traduce como referentes que brotan aislados.  Yo creo que escribí esta novela para no olvidar. Ya a estas alturas de mi vida, cuando estoy muy cerca de cumplir cuarenta cada vez se me escapan más cosas. Así que me dije a mí misma voy a reconstruir mi adolescencia de inicios de los dosmiles, la era de MTV con música. Hubo un catalizador importante y es que vivo muy cerca del centro comercial donde sucede gran parte de la novela. Ahora lo visito con mi hijo porque hay un parque de juegos para niños. Es un lugar que ha cambiado muy poco, así que estar ahí nada más fue un disparador de muchos recuerdos.  Mientras escribía la novela volví a la música que escuchaba en esa época, revisé álbumes familiares, recurrí a algunas fuentes para corroborar que los referentes estuviesen bien situados. Pero fue sobre todo un ejercicio de memoria.

En tu novela, la nostalgia juega un papel importante en las decisiones que toman las protagonistas en el presente. ¿Cómo ves el impacto de vivir anclados en la nostalgia? ¿Cuáles crees que son los riesgos emocionales o vitales de estar constantemente aferrados al pasado?

Creo que es imposible desprenderse del pasado. Se lleva a cuestas y eso también aplica para los negacionistas que intentan dejar todo atrás.  Sentir nostalgia es algo natural.  Es cierto también que nuestros recuerdos tienen un alto grado de ficción. Yo soy una persona nostálgica por naturaleza, pero sé que cuando la nostalgia nos impide movernos hacia adelante es un problema. Para mí la escritura es la forma perfecta para canalizarla, me permite crear, imaginar, reencontrarme conmigo misma en otros tiempos y también decirle adiós. 

Durante el proceso de escritura de esta novela, ¿descubriste algún autor o autora cuya obra te haya influido de manera especial o haya resonado con los temas que estabas explorando? ¿Cómo impactó esa lectura en tu manera de abordar la historia?

Antes de empezar la novela justo acababa de leer Malaherba de Manuel Jabois y el libro me resonó sobre todo por la naturalidad con la que hablaba de la infancia/adolescencia. Lo mismo me sucedió con La memoria del alambre de Barbara Blasco. No había leído a ninguno. Creo que leer esos dos libros en el momento adecuado significó destrabarme. Pasé de la lectura a la acción y esa es una gran cosa que tienen los libros con los que uno engancha. Durante el proceso de escritura también leí Un trabajo a tiempo completo de Rachel Kushner, que son ensayos sobre la maternidad. Cuando nace un hijo el lugar que ocupan las cosas en la vida cambia por completo. Y por supuesto, también la forma desde donde se aborda la escritura. 

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Datos de su reciente publicación:

María José Caro

Vida animal

Alfaguara, 2024. 152 pp.

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Entrevista: Lucero de Vivanco

“La natación es evasión, fantasía y búsqueda de identidad” – Entrevista a Lucero de Vivanco

Por Eliana Del Campo

Lucero de Vivanco, escritora y académica peruana, ha centrado su labor en los estudios literarios, la memoria histórica y la representación de la violencia política en Latinoamérica. Su obra académica incluye investigaciones sobre la literatura testimonial y la crítica cultural, mientras que en el ámbito de la ficción ha explorado diversas formas narrativas. Entre sus publicaciones literarias, destacan el libro de relatos Escrito por una elefanta (Cocorocoq, 2022), y su más reciente trabajo, Agua (Cocodrilo Ediciones, 2023), donde explora su experiencia como nadadora competitiva, entrelazándola con problemáticas como el abuso familiar y la presión deportiva.

En esta entrevista, Lucero de Vivanco profundiza en las múltiples capas simbólicas de su última obra, desde la representación del agua como refugio y amenaza hasta los silencios como una forma de contención narrativa. Reflexiona sobre los mecanismos de disciplina del cuerpo y cómo el deporte competitivo replica las dinámicas de poder en la vida familiar. A través de una escritura minimalista y cargada de tensión, Agua se posiciona no solo como una historia de confrontación, sino como una búsqueda por recobrar las narrativas del pasado familiar.

En Agua, el cuerpo no solo es un objeto de disciplina deportiva, sino también un campo de resistencia frente a la presión familiar, tanto como espacio físico de confrontación como un símbolo de agencia. ¿Cómo ha sido la exploración de la idea del cuerpo y sus representaciones, dentro y fuera del deporte, al momento de escribir?

Qué bueno que me hagas esta pregunta, porque el cuerpo fue un concepto clave para mí en el proceso de concebir y escribir la novela. Pensé en el cuerpo como una “categoría”, es decir, como algo a lo que socialmente se le atribuye distintos significados y valores, y se le exige determinados comportamientos, rendimientos, normativas, etc., en función de patrones culturales e ideológicos específicos. En la novela se trata del cuerpo de una niña, especialmente vulnerable tan solo por el hecho de ser niña. Ella es una nadadora que se esfuerza más allá de sus límites para ser campeona y con ello ganarse el amor del padre. En términos simbólicos, se trata de un cuerpo entregado al sacrificio para que el padre construya su orgullo y su gloria en el marco de una sociedad patriarcal. En este sentido, es un cuerpo exitoso, un cuerpo que vehiculiza triunfos y reconocimientos públicos, aunque soslaya el costo que eso tiene para la niña nadadora.

Por otro lado, esta niña es víctima de abuso sexual dentro de su ambiente familiar. Es otra forma de que ese cuerpo se “use”, se cosifique, otra manera de someterlo a necesidades y exigencias de terceras personas, pero en este caso, en el ámbito privado, oculto bajo una codificación secreta. Quería representar el uso abusivo de este cuerpo y el mensaje afectivamente contradictorio con el que se carga a la pequeña protagonista: su cuerpo es digno de aplauso y lucimiento, por un lado, y de sujeción y encubrimiento, por el otro. Años más tarde, de adulta, la protagonista relee la historia de su propio cuerpo y recién ahí puede confrontar, evaluar de manera distinta las orientaciones y exigencias recibidas en la infancia y generar una narrativa, ya no solo de resistencia sino de rechazo al abuso.

La relación entre la protagonista, la figura paterna y las expectativas familiares sugiere una tensión entre el éxito impuesto y la autodeterminación. ¿La presión del éxito deportivo durante la infancia replica las tensiones de poder y control de la vida adulta?

En la novela, pienso en la infancia como un momento de gran vulnerabilidad. Como niña, hay muy poco espacio para que la protagonista no se entregue con confianza a las personas que la rodean y que forman parte de su ambiente cotidiano. La autodeterminación demanda seguridades y claridades que la protagonista va adquiriendo en el camino a convertirse en un sujeto adulto. Creo que la novela muestra ese camino hacia la adultez o, más bien, el salto hacia la adultez, que supone quebrar las narrativas que hasta cierto momento explican y justifican los primeros años de vida, para poder construir otras que se ajusten más a la experiencia personal real, mirada sin miedo y sin prejuicios. En este contexto, claro que la presión del éxito deportivo es un mecanismo de control y poder. Pero la novela también habla de la natación como un espacio que la protagonista tiene para sobrevivir a estas mismas presiones y a las exigencias sobre el cuerpo a las que me refería en la pregunta anterior. La natación es evasión, es fantasía, es búsqueda de identidad y es, al mismo tiempo, la oportunidad para recibir cariño y atención del padre. La novela pretende meterse en estas zonas grises, en estas ambivalencias. No se trata de un ejercicio de poder desnudo: hay espacios de crecimiento y empoderamiento también para la pequeña nadadora.

El arco narrativo se orienta hacia la descomposición de las dinámicas familiares, especialmente con el final de la primera parte que retrata el momento de la renuncia a la competencia primando la deconstrucción del ideal más que la victoria. ¿Es una manera de reescribir el mito del héroe deportivo?

Me gusta cómo formulas esta idea de renuncia a la natación, como una instancia en la que prima “la deconstrucción del ideal más que la victoria”. Así, en efecto, lo quise representar: se renuncia ante el fracaso. La propia renuncia constituye la aceptación de una derrota y la caída de la fantasía épica. Pero, ¿no comporta eso también una sabiduría? ¿No es saludable reconocer los límites del deseo y del cuerpo? ¿No es valioso analizar con sinceridad la cuantía real de nuestra voluntad? En este sentido, hay una duplicidad en ese acto de renuncia: es pérdida y ganancia al mismo tiempo.

Por otro lado, creo que el mito del héroe deportivo está caracterizado por el perfecto equilibrio entre el esfuerzo y el logro. Si el logro no retribuye el esfuerzo invertido: fracaso. Si el esfuerzo es poco para el logro alcanzado: suerte, azar (otro tipo de fracaso). ¿Cuánto pesa el esfuerzo?, podría haberse preguntado un atleta griego tras la competencia, al hacer la remoción ritual del sudor y el polvo pegado a su piel, una piel untada previamente con aceite como mecanismo para objetivar su esfuerzo. Pero en la novela no hay heroísmos, pues las exigencias al cuerpo son siempre mayores que las retribuciones. Más bien prima un gesto transversalmente abusivo, aunque enmascarado, normalizado, familiarizado. Los registros de esas zonas intermedias, porosas, son las que me han interesado explorar.

El agua en tu libro más que un entorno deportivo, es un símbolo de cómo se pueden sumergir los verdaderos sentimientos en detrimento de otros. Una vía de escape que aísla los sentidos y favorece la introspección. ¿Cómo fue abordar la materialidad del agua, entre lo vital y lo destructivo?

El agua es un símbolo potentísimo en todas las épocas y culturas. Polivalente al máximo y, como tal, contradictorio. Al igual que el “cuerpo”, quise llevar a la novela varios de sus significados y valores. En un sentido positivo, siempre en el plano simbólico, el agua era, para la pequeña nadadora, la posibilidad de ser acunada en un gran útero, protegida de situaciones que experimentaba como amenazantes en el exterior, en una cotidianeidad rodeada de adultos. El agua era la posibilidad de purificar el malestar, de limpiarse lo sucio; de sentirse fuerte y poderosa gracias a sus habilidades natatorias; de profundizar en su inconsciente e imaginar otras vidas posibles. El agua es el lugar de la orientación y la supervivencia. Pero, en su sentido negativo, el agua también se experimenta en la novela como agua turbia o estancada, por donde desaguan las violencias normalizadas dentro del hogar; es un remolino que avasalla la inocencia; una turbulencia que arrastra contra la voluntad; una fuerza destructiva que invade como una marea alta o una inundación. El agua es todo eso al mismo tiempo: pulsión de vida, crecimiento, fluidez hacia la autonomía adulta; y pulsión de muerte, sometimiento, falta de oxígeno vital, hundimiento en el dolor.

Los silencios juegan un papel crucial, especialmente en los momentos de tensión emocional relacionados con la infancia y las relaciones familiares, en los que se deja espacio para la ambigüedad interpretativa. ¿Cómo fue el proceso de narrar desde el silencio y usar eufemismos para recrear tensión entre los personajes?

Qué hermosa pregunta. Disfruto mucho cuando logro identificar en las novelas la integración de los silencios, las elusiones, los hiatos, puestos ahí para que el lector o la lectora se activen creativamente con el texto. Cuando comencé a escribir Agua, tenía algunas certezas. Una de ellas, era que quería escribir una historia de manera minimalista, en el que no faltara ni sobrara nada. Fundamentalmente, por dos razones. Por un lado, quería simplemente mostrar sin dar opinión, sin juzgar. Eso significó ser siempre consciente de la narradora y asegurarme de que sea una narradora adulta intentando ella misma recuperar su mirada infantil. No tratar de que sea la niña la que narre, sino la mujer grande que reconstruye su mirada inocente. Creo que eso influye en los silencios, pues la propia narradora, en tanto protagonista, debía guardar muchos silencios en un hogar habitado por adultos. El silencio era su forma de testimoniar, un medio para registrar, actividad que ella hace desde lugares de enunciación protegidos, como su cueva-barco o su covacha bajo la mesa de costura. La novela pretende reproducir esos silencios.

Por otro lado, el silencio, alegóricamente hablando, forma parte de la tematización de la novela, pues hay cosas de la dinámica familiar que tienen que mantenerse en silencio, en secreto más bien. Aparece así en uno de los fragmentos que en la novela se llaman “Línea negra” y que corresponden a momentos de ensoñación que la niña tiene mientras entrena en la piscina: “Un secreto es como un silencio. Y el silencio es prohibición, parálisis, hueco, censura, vacío, despojo, anonimato”. Los silencios tienen que ver con un sistema de encubrimiento de abusos o de prácticas abusivas que se ejercen dentro de un marco de “normalidad”. Por eso los personajes llevan disfraces y sus nombres corresponden a los disfraces que visten. Es una gran mascarada de cómo se establecen relaciones familiares, que lamentablemente siguen vigentes hoy en día.

En tu libro, la narración oscila entre el presente y la evocación de recuerdos fragmentados. ¿Cómo surgió el uso de esta estructura temporal en Agua? ¿Qué relación hallas entre el deporte de alta competencia y la fragmentación de la memoria familiar?

Hay varios elementos que se conjugan en la estructura temporal de la novela. Lo más evidente es el uso del tiempo pasado como forma verbal del recuerdo. Pero eso contrasta con una segunda modalidad, que es la narración en tiempo presente, utilizada en gran parte de la ficción. Elegí el presente narrativo porque, en general, es el tiempo en el que se relatan las experiencias traumáticas o las vivencias que impactan con gran intensidad. Estas se registran con ciertas particularidades en el cerebro, desarticuladas respecto de un contexto (tiempo y lugar) específico. Cuando se activan las emociones asociadas a esas memorias, suelen percibirse como si se estuviera padeciendo nuevamente el episodio en cuestión. Eso fue lo que me llevó a optar por el presente: imaginar que la protagonista, en su narración sobre su infancia, revive los abusos y exigencias a las que fue sometido su cuerpo.

Ese tiempo verbal, quisiera pensar, es la manera que tiene el personaje de compartir sus vivencias con las lectoras y lectores; de dejarles entrar en su historia íntima y comunicarles las emociones que todavía la marcan en la adultez. Esto tiene que ver también con la estructura fragmentada de la novela. No hay una línea argumental que haga avanzar ordenadamente la trama. Preferí construirla a partir de escenas y que la historia se vaya revelando por acumulación de situaciones. El deporte de alta competencia obedece más a una narración lineal, una épica de avance progresivo. La estructura de fragmentos, me parece, contrasta con ese supuesto. Pero no hay héroes en esta novela, como comenté anteriormente. Hay tan solo un aprendizaje respecto de cómo gestionar en la vida las heridas que perduran para siempre.

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Reseña: Volver a Yvetot (2023) de Annie Ernaux

Formas de volver a Ernaux

Por Eliana Del Campo

A menudo, cuando se habla sobre los lugares de origen y su influencia sobre la obra narrativa, hay convenciones aceptadas, tácitas y comunes a la mayoría de los escritores. Se mencionan dichos lugares como aquellos donde los sentimientos entran en conflicto. Hace falta buscar una distancia ideal para narrar sobre estos. Se habla de que la ficción solo surge en el exilio: cualquier cercanía puede resultar infértil para el desplegar del genio artístico.  La mayoría de respuestas busca evitar el confesionalismo, con temor de que cualquier exceso de subjetividad se perciba como una negación de la imaginación de quien escribe. Se recrea el lugar de origen desde el horizonte, sin trazos definidos. Se crean personajes, ciudades enteras se vuelven a fundar desde la ficción.

Volver a Yvetot (Ediciones UDP, 2023) es un libro que busca resolver estas cuestiones desde un acercamiento distinto. No desde la ficción sino desde una serie de diarios, cartas, fotografías y discursos. Una miscelánea a través de la cual Annie Ernaux (Lillebonne, 1940) se sumerge en las profundidades de la obra propia y nos presenta una variedad de reflexiones en torno a su pueblo natal, el mismo que se percibe como un entrañable personaje más en muchos de sus libros.

Annie Ernaux regresa a Yvetot con una autopercepción distinta: se reconoce escritora. Y ahí no cambia sólo ella, sino también Yvetot. Pasa de ser el pueblo histórico, ex territorio bélico, a concebirse como uno literario: el Yvetot de Annie Ernaux. Su observadora ha cambiado. Muchas personas pueden vivir en ciudades, pero son pocos los capaces de transformar este hecho en literatura, llevándolos a afirmar: “escribo, pues he vivido. Si no lo escribo, desaparece” (o desaparece uno con él). Al margen de si lo escrito es publicado con la etiqueta de “ficción” o “memorias”, o, en el caso de Annie Ernaux, y según menciona Alan Pauls en el prólogo del libro: “una escritura de vida donde confluyen autobiografía, etnografía, documento, sociología de época, crónica de la vida cotidiana” (p. 14). Algo es definitivo: cuando la escritura (o la escritora) “toca” algo, lo transforma para siempre. La escritora se convierte en una suerte de Midas paisajístico, pues todo lo que su escritura toque será cristalizado en el momento, perennizado al instante. En Yvetot la vida cotidiana continúa, pero en los libros de Ernaux se encuentran los diálogos que absorbió en la infancia: las charlas de taberna, los chismes del vecindario, las adivinanzas, las canciones. Volver a Yvetot da cuenta de la existencia de un espacio pre-literario que, en encuentro con la subjetividad sensible de una infancia solitaria, comienza a gestar en ella un oficio, una vocación:

“A diferencia de las tiendas modernas del centro, aquí no había gente anónima, cada cliente cargaba con una historia familiar, social, incluso sexual, que se contaba veladamente en el almacén y de la que yo, por supuesto, no me perdía una sola miga.” (p. 37)

En este libro podemos notar cómo existe en Ernaux un extrañamiento del mundo, una relación de extranjeridad entre ella y su pueblo natal, una que pasa, primero, por la vergüenza, por ser muy pobre o no provenir de una familia de modales refinados (“… esa escena funda mi sentimiento de vergüenza, mi vergüenza social”). Luego, al elegir una vida intelectual, una asimilación de conocimientos que la separarían para siempre de la manera de pensar de las personas con las que creció, dibujando una frontera que el posterior éxito alcanzado como escritora terminó por demarcar pues “… suponía una ruptura con mi cultura de origen y una adhesión a la cultura dominante” (p. 117). Pese a esto, el ser consciente de esta división solo afianza en ella la voluntad de continuar narrando, con la mayor precisión posible, aquellas historias que marcaron tempranamente su subjetividad de escritora. Una voz precoz que, en las páginas de su diario a los 23 años, terminaría por admitirse a sí misma: “ya nunca podré estar mucho tiempo sin escribir” (p. 98).

Ernaux da cuenta de las brechas económicas y de clase que hay no solo en el acto de leer sino en la posibilidad de acceder a los libros. Así, describe su juventud provincial como una marcada por “… el intento por todos los medios de conseguir libros, que por entonces eran muy caros” (p. 45), así como la prioridad de averiguar cuanto antes la importancia de cada libro, clásico o contemporáneo pues “no es posible leerlo todo y yo [ella] sabía que no todo era bueno” (p. 45). Para Ernaux, la musa no era una persona, era su etnia. Una idea de raza que retoma, como escritora ya laureada, al ser entrevistada por una académica que hizo una tesis sobre su obra: “Es quizás, así como he vengado a mi raza, mediando entre la opacidad del mundo social y la gente que me leía, la he vengado simbólicamente” (p. 118).

¿Cuál es la marca del lugar de origen sobre la escritura propia? A menudo, cierto tipo de crítica literaria vuelve sobre los pasos del escritor cual investigador privado elaborando el perfil de algún sospechoso. Esta crítica se aplaude a sí misma al afirmar “he aquí la clave”, tras encontrar cierta similitud entre un paisaje descrito en un libro y un lugar real. Establece analogías entre los personajes de ficción y personas a las que quien escribe conoció en algún momento de su vida. En el caso de la obra de Ernaux, este tipo de acercamiento sería un despropósito. La mayor parte de sus libros suele tener una declaración inicial que anticipa lo que será narrado, diferentes variantes de la misma idea: Esto viví, esto soy yo. Acaso la declaración más contundente es la frase que abre La vergüenza: “Mi padre intentó matar a mi madre un domingo de junio”.

En sus textos, la escritura recurre a la pulcritud, apuesta por la sobriedad del estilo, pero, por encima de esto, apela a la verdad como recurso literario. Bajo esta perspectiva, los datos que asumimos relevantes de la vida de la escritora, como el hecho de vivir en Yvetot, si abortó o si tuvo un amante, se vislumbran nimios, fútiles. Sus vivencias no son –no pueden ser– el eje de su relevancia artística, sino que esta radica en cómo transformó todas esas experiencias en literatura. De este modo, asumir como dogma lo que la Academia Sueca destacó al otorgarle al premio Nobel («el coraje y la agudeza clínica con la que descubre las raíces, los extrañamientos y las restricciones colectivas de la memoria personal») pierde de vista un elemento que transcurre a lo largo de su obra y que, al tratarse sobre ella misma, da cuenta de una transfiguración esencial: el devenir escritora. Un proceso extraordinario del cual, gracias a apuestas como las de Ernaux, tenemos un registro con los hechos y pensamientos que acompañaron este develamiento. Casi en tiempo real, somos testigos del forjamiento de las emociones que modelan su obra. Si Dostoievski es el escritor que mejor retrata la culpa, Annie Ernaux es una escritora que ha consagrado sus libros a examinar la vergüenza: su origen, sus silencios, sus quietas consecuencias. Esto ya le merece un lugar especial el canon actual.

Annie Ernaux

Entonces, ¿cómo volver? Como escritora, hay diferentes caminos. O se vuelve como alguien común o como una celebridad. Y los lectores también tenemos elección sobre cómo volvemos a la obra de nuestros escritores favoritos. Luego del deslumbramiento inicial, uno tiene la capacidad de elegir su propia cronología: o se respeta la existente, comenzando a leer los libros en el orden en el que fueron publicados, o se crea una propia, distinta. En lo personal, dejo que el paso de los días, las circunstancias de la vida o el mero azar decidan qué libro será el siguiente. Para el caso particular de Annie Ernaux, una escritora con una obra cuantiosa, de libros en su mayoría breves, este libro vendría a ser un buen volver. La particularidad del libro, su carácter inclasificable, fragmentario, hace que sea un volver lúdico. Un volver que invita a reflexionar sobre la obra de la escritora para disfrutarla acompañada de una explícita declaración de intenciones: estoy aquí –vuelvo aquí así– por mis libros. Y como lectores, por este libro, volvemos a ella.

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Datos del libro reseñado:

Annie Ernaux

Volver a Yvetot

Ediciones Universidad Diego Portales, 2023,123 pp.

Prólogo y traducción de Alan Pauls

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Reseña: Yo maté a un perro en Rumanía de Claudia Ulloa Donoso

Antídotos contra la soledad

Por Eliana Del Campo

“¿Cómo se prepara uno para morir después de treinta y cinco años de haber dejado el útero? Adormeciéndose. Hay muchas formas de adormecerse, pero la más fácil es la química. Envolverse en mantas y ahogar los ruidos hasta desconocerlos. Añorar la quietud y el descanso” (p. 41). Reflexiona en cierto momento la protagonista de Yo maté un perro en Rumanía (Almadía, 2022; Random House, 2023) de la escritora peruana Claudia Ulloa Donoso (Lima, 1979) Una novela que explora las formas como los seres humanos lidian con una sociedad que los sentencia a la soledad.

En el libro se narra la historia de una profesora latinoamericana que trabaja enseñando el idioma local a extranjeros en Noruega, donde reside, a la vez que se encuentra sumida en la depresión. Al inicio de la narración, uno de sus exalumnos, un migrante que trabaja como conductor de bus, interrumpe su hibernación con una curiosa invitación. Este le propone que le acompañe a Rumanía, su país de origen, a donde tiene que retornar por motivos familiares. La protagonista acepta –tanto por la insistencia de su exalumno como por inercia– y ambos se embarcan en un viaje en carretera a lo largo del país europeo en donde las circunstancias los llevarán, de forma inevitable, a conocerse mejor y confrontar sus diferencias.

Como se mencionó anteriormente, la novela nos presenta a dos personajes principales. Por un lado, tenemos a la protagonista. Una migrante latinoamericana de 35 años que vive en un país nórdico y ha pasado una temporada sumida en el letargo causado por somníferos que ingiere indiscriminadamente. Su introducción como personaje es acompañada por reflexiones en torno a la muerte, relatadas con un lenguaje afectado, de tono sórdido. Conforme avanza la historia, lo que vamos conociendo de ella tampoco permite comprender del todo los eventos que la llevaron a ese estado. La narración del viaje en carretera se ve interrumpido apenas por un par de anécdotas de infancia, de fuerte carga emocional, que sin embargo no terminan de descifrar su sentir. Este es quizás uno de los mayores aciertos de Ulloa: no ceder ante la amenaza de la literalidad ni la ansiedad explicativa y permitir que los lectores interpreten estas vivencias como destellos de luz sobre la sombra que la protagonista extiende. Su perspectiva es la que nos acompaña, como monólogo interior, durante la segunda parte del libro (vale mencionar, la más extensa) y el vocabulario utilizado es uno que expresa desapego y una desconexión melancólica.

Esta profunda afectación hace que el lector se adentre de forma privilegiada en la subjetividad de la protagonista. El lenguaje, por ratos ensimismado y por otros, profundamente sensorial, actúa como una inscripción que indica: aquí yace una mujer sola. Aquí se encuentra una mujer tan cercada por sí misma que tiene como medida del mundo sus propios sentidos. En un momento dice: “El aroma artificial que salía de nuestras bocas se unía a los olores que emanaban nuestras glándulas, al vaho de gasolina y asfalto húmedo que exhalaba Bucarest” (p. 122)como si hiciera un esfuerzo por recordar cómo se perciben las cosas, incapacitada de hacerlo por el estado embotado que las pastillas le provocan. Determinada a no olvidar sus impresiones entre los ratos de lucidez y el ensueño. Para justificar su silencio, en otro momento dice: “Quizás la mudez era una necesidad orgánica, el cuerpo pidiéndome silencio. Perder el discurso era una manera de regular mi organismo, una cura de silencio, por qué no. Si hay curas de sueño, por qué no de silencio, me dije sin decir palabra” (p. 221). Una desesperación silenciosa que por momentos nos recuerda a Esther Greenwood, la trágica heroína del clásico de Sylvia Plath, una mujer cuya depresión le hace sentir en una campana de cristal, “agitándose en su propio aire viciado”.1

En paralelo, tenemos a Mihai/Ovidiu, un hombre rumano de 30 años que retorna a Rumanía para encargarse del praznic (misa de aniversario de fallecimiento) a su padre, tras siete años de su muerte. El regreso  lo confronta con su pasado, pero también con las expectativas de los diferentes miembros de su familia. Sumado a ello, el haber traído consigo a su enferma y frágil maestra, no solo provoca la mirada curiosa de las personas con las que se encuentra durante el trayecto, sino también discusiones entre ambos a causa de sus diferencias. Mientras la protagonista se sumerge dentro de sí misma e insiste en comportamientos autodestructivos, Ovidiu irrumpe en la historia con un lenguaje ansioso, de fluidez ininterrumpida y por ratos, atropellada (en capítulos enteros en primera persona a partir de la tercera parte) para encarnar el desconcierto ante la actitud de su amiga, actitud frente a la cual siempre busca establecer una firme distancia. Tras el recuerdo de una vida llena de limitaciones en Rumanía y su esfuerzo por migrar a Noruega en búsqueda de un futuro distinto, Ovidiu es sacado de quicio por el egoísmo que atisba en la protagonista. En un momento, le espeta: “Nosotros los rumanos tenemos menos, somos pobres, pero estamos agradecidos con la vida, lo único que buscamos es salir adelante, estar sanos, disfrutar de las cosas, y si un rumano se matara no lo haría en un hotel de lujo porque es una gilipollez; vamos, un desperdicio” (p.135) y algunas páginas después: “Estás en tu mundo y nada más cuenta, tú y tus rollos que en realidad yo no los entiendo nada porque tienes todo para ser feliz” (p. 172).

El contraste entre los discursos de los dos personajes es el elemento principal que emplea Ulloa para construir esta novela. La dinámica que surge entre ambos es la que encarna el mayor conflicto que se plantea: ¿Qué es la soledad? ¿Quién tiene permitido sentirla? ¿Cómo evitarla, y, hoy en día, ¿se puede del todo? Y es que los dos personajes, a medida que transcurre el libro, están, de diferentes maneras, profundamente solos. Yo maté un perro en Rumanía es una novela épica en el sentido clásico, pues calza en la categoría de novela de viaje de carretera; pero también por el heroísmo que se manifiesta como una metáfora de lo que las personas van cargando por dentro –sus fantasmas, sus heridas, sus delirios– en una sociedad que ha trastocado el sentido de humanidad por completo hasta reducirlo a una mera función económica. La escritura de Ulloa se mueve justo ahí, entre la esperanza y el desencanto que permea en la condición extranjera que en su obra parecen simbolizar el exilio y la alienación, no sólo de la tierra natal sino de la humanidad misma.

En este sentido, el libro nos presenta a una protagonista cuyo arquetipo podemos identificar en otras ficciones contemporáneas como en La encomienda de Margarita García-Robayo (Anagrama, 2022) o en la aclamada Mi año de descanso y relajación de Ottessa Moshfegh (Alfaguara, 2019) Estas obras mencionadas son historias que profundizan en la soledad femenina. Allí donde la publicidad y ciertas vertientes ideológicas como el denominado feminismo blanco intentan vender la soledad a manera de empoderamiento (el “triunfo” de la autosuficiencia) escritoras como las mencionadas responden con ficciones que reflejan el verdadero costo de un sistema económico que depreda las relaciones humanas, exalta el individualismo y se ensaña con las mujeres que no cumplen con su rol en la reproducción de la mano de obra. Estas obras hablan de la pérdida de los vínculos afectivos, el ostracismo y la alienación. Si la narrativa anterior al siglo XXI acabó con la entelequia de la familia como lugar seguro, este tipo de novelas contemporáneas profundizan en las consecuencias de ello. Y, en el caso particular de la novela de Ulloa, es narrada no desde la nostalgia del ideal perdido sino con espíritu de denuncia, con hartazgo, pero también, con esperanza.

La esperanza surge en la novela en forma de un elemento inusual: un perro. Este animal se introduce en la prehistoria de la narración de forma premonitoria: anunciando, por anticipado, su muerte. Esta irrupción meta-narrativa dota a la historia de un carácter fantasioso, reminiscente de las fábulas que escuchábamos de niños. De pronto, un perro anuncia no solo que es este quien escribe, sino que el relato le pertenece. Señala: “solo hacía falta que alguien pensara en un perro muerto y que escribiera” (p. 18). Si bien en el transcurso de las páginas olvidamos esta profecía, cuando llega el final entendemos la simbología reivindicativa del perro. El cachorro se convierte en un nexo entre la protagonista y los sentimientos que ha olvidado en ella misma: la capacidad de conmoverse, el cuidado y la compasión. También genera un cambio en Ovidiu: le da el permiso para mostrarse vulnerable, aceptar su condición de abandono y el dolor que esto le genera. La novela ofrece un final algo predecible en cuestión de hechos, pero construido de manera que expone un cambio en ambos personajes y su posibilidad de reunión. Posee un final con guiños lispectorianos, similar al de Aprendizaje o libro de los placeres en donde la superación del lenguaje es conseguida a través de aquel elemento que la sociedad se esmera en disciplinar: el cuerpo. El cuerpo que no se doblega ante el poder, sino que crea un idioma nuevo al permitirse sentir junto a otro.

En suma, la novela Yo maté un perro en Rumanía de Claudia Ulloa Donoso ofrece una crítica del pragmatismo extremo del Norte global y su impacto en el bienestar individual. El libro puede leerse como un reflejo de la alienación y desconexión que experimentan los individuos dentro de una sociedad cuyo interés primario es el consumo. El intento desesperado de la protagonista por adormecerse a sí misma frente a las presiones y expectativas de un mundo materialista sirve como metáfora del malestar que acecha a la sociedad y obliga a sus miembros a replegarse dentro de sí mismos si fallan en encontrar relaciones que anestesien la sensación de soledad. Pero también, esta novela puede leerse como un rechazo a la distopía y al pesimismo. Frente al entumecimiento de los lazos sociales, frente al escapismo y la nostalgia, Ulloa se encarga de imaginar posibilidades. No solo para salvar a sus personajes sino también a sus lectores. El resultado es una novela épica, en el sentido más amplio de la palabra. Una donde se muestran luchas interiores – contra uno mismo, contra la soledad– pero también la valentía que existe en la voluntad de vivir, en la posibilidad de imaginar nuevas formas de vida y nuevos futuros posibles.

Referencias

1 Plath, S. (2015) La campana de cristal. Edhasa. Pág. 291

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Datos del libro reseñado:

Claudia Ulloa Donoso

Yo maté a un perro en Rumanía

Mexico y España (2022): Almadía, 360 pp.

Perú (2023): Random House, 324 pp.

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Reseña: Línea Nigra (2021) de Jazmina Barrera

Escribiendo lo inexorable

Por Eliana Del Campo

¿Cómo abordar la necesidad individual –y al mismo tiempo, colectiva– de dar cuenta de la maternidad, un tema tan universal como silenciado por el canon literario? ¿Con qué lenguaje abordarlo? Jazmina Barrera (Ciudad de México, 1988) resuelve en ‘Línea Nigra’, optar por una estructura fragmentaria para abordar su experiencia. El resultado es un libro íntimo escrito desde las grietas que surgen tras el choque entre la urgencia personal de hacerlo y la ausencia de un lenguaje para captar todas las emociones en la totalidad de su sentir.

“En mi panza se ha ido dibujando una línea oscura. Linea nigra, la llaman. Dicen que es para que el bebé, que ve en alto contraste, suba por el estómago y sepa encontrar los pezones. Mi cuerpo se va llenando de señales para alguien más, señales que tienen que explicarme porque yo misma no sé descifrarlas.” (p. 44)

Barrera se ocupa de las palabras que contienen a la maternidad apoyándose en la escritura como herramienta para decodificar lo que encierran. Examina con profundidad las metáforas que son usadas para hablar de las diferentes etapas que va atravesando, del alumbramiento a la lactancia. Escribe: “Nunca se me había ocurrido pensar en el parto como el momento de una partida: cuando alguien parte de ti. El momento de una partida y el momento de una partición. El momento de partirse en dos” (p. 26). Presta atención a los verbos, a los versos, sin descuidar el lugar del cuerpo, la dimensión física de la experiencia. “De mi cuello para abajo todo mi cuerpo es un desastre: desgarres, suturas y sangrados. Como si hubiera explotado” (p. 79). El relato rehúye el misticismo. En el texto de Barrera, el cuerpo se nombra en sintonía con la experiencia que lo atraviesa y lo transforma para siempre, literalmente, a nivel físico y psíquico. En un momento, la narradora admite: “Tanto de lo que asociaba con mi descripción, con mi narrativa personal, está cambiando.” (p. 23)

Barrera plasma, sin idealización, los conflictos entre la creación artística y la atención a las necesidades de un recién nacido. ‘Línea nigra’ es un libro que transmite ternura, sin divinizarla, pues evita camuflar las sombras que también aparecen en su trayecto como nueva madre y escritora. Se exponen momentos en el que el dilema se aborda en frases como: “¿Cuándo voy a escribir después del parto? ¿A qué hora? Claro que voy a seguir escribiendo, le dije a mi madre, cuando me preguntó si estaba dispuesta a abandonar mis proyectos durante los dos años siguientes.” (p. 17). Escenas en el que el mismo es desenmascarado como falaz y Barrera cita oportunamente a Alicia Ostriker: “Que las mujeres deben tener bebés en vez de escribir libros es la opinión generalizada de la civilización occidental. Que las mujeres deben escribir libros en vez de tener hijos es otra variante de lo mismo” (p. 137). Línea Nigra, desde su existencia, ya es un desafío a la dicotomía entre ‘maternidad versus vocación’. La escritura de Barrera ilumina las costuras mal enhebradas de este mito, exponiendo los discursos para denotar su matiz de obsolescencia.

Podría asociarse la escritura de este libro con la evocación de la Quimera, aquel ser mitológico conformado por partes de diferentes animales, –que la ciencia actual usa para explicar el proceso de intercambio celular entre la madre y el feto durante el embarazo (p. 155) –– para explicar la complejidad de su hechura. El libro posee una voz que a su vez es otras voces y aleja esta propuesta de ser mero diálogo o polifonía. Cada frase citada en el momento preciso es más que una referencia. Muestra de buena forma una previa aprehensión de la autora citada a la experiencia y a la poética de Barrera. Una asimilación in-situ que ocurre en el proceso de disolución del “yo” y su flotamiento en el éter del “no-tiempo”. “Es un lugar sin tiempo, el lugar de las madres” (p. 133) se menciona, luego de describir cómo vive en un eterno presente desde el nacimiento de su hijo. Línea Nigra no sólo se “lee”: su lectura nos ocurre y nos zambulle al mismo instante del cual habla. No somos meros testigos de la narración, pues la sucedemos junto a la autora en cómplice simultaneidad.

También, ‘Línea nigra’ esboza genealogías, transportándonos a la época de su madre artista, quien retrata su propio embarazo, pero que al mismo tiempo sentencia haber dejado de pintar por completo durante dos años para dedicarse de forma exclusiva al cuidado de su hija (p. 104). En paralelo, ocurre otro viaje a la historia de la de la abuela materna, dedicada a asistir partos. Se delinea un trazo de mujeres entregadas a la creación, registrado ahora por la hija escritora a punto de convertirse en madre. Un retrato de sus oficios y sus dolencias: La pérdida de memoria de la abuela, el cáncer de ovario de la madre. Momentos en los que las palabras ceden ante la incertidumbre y el dolor. Pero la construcción de una genealogía sobre la maternidad demanda una poética, un lenguaje con el cual narrarse, una senda literaria formada por distintas autoras que atraviesan la barrera del idioma y exhiben la universalidad de la experiencia. De Rosario Castellanos a Úrsula K. LeGuin, pasando por Sylvia Plath, Zadie Smith y Maggie Nelson, Barrera dibuja una cartografía de la maternidad, mostrando sus relieves contradictorios.

A la par de la vivencia del embarazo, ocurre un desastre: el terremoto en Ciudad de México en el 2017. La autora registra ese momento y evoca sus clases de profilaxis: “La ciudad está medio derrumbada. Hay muchas personas todavía bajo los escombros. Las mujeres lloran en el curso de preparto. Se sienten culpables de tener miedo o tristeza. Qué tortura tan tonta reprimir esos sentimientos.” (p. 45). Capta la vulnerabilidad en la incertidumbre. Nombra la maternidad, que no se encuentra exenta de este miedo, pero acompañada también por la culpa. Barrera la desafía al inhibirla, acudiendo a la literatura para señalar este hartazgo.

Jazmina Barrera

’Línea Nigra’ es un testimonio ofrecido a la literatura para plantarle cara a las tinieblas que rodean a la maternidad y así crear otro lenguaje: uno propio. El resultado es un mosaico coral que ayuda a disipar las brumas en torno a este tema, y nos une con el misterio de la propia vida. “Sabemos mucho más acerca del aire que respiramos o de los mares que atravesamos, que acerca de la naturaleza y del significado de la maternidad” escribió Adrienne Rich alguna vez. Libros como este expanden el universo de lo inexorable, nos enternecen. En fin, nos humanizan. 

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Datos del libro reseñado:

Jazmina Barrera

Línea Nigra

Editorial Montacerdos, 2021, 166 pp.