“Vivía en un pequeño apartamento del centro con mi padre, mi madre y mi hermano. Llevábamos una vida dura y nunca se sabía cómo íbamos a pagar el alquiler”. (p.5). En Valentino, la novela de Natalia Ginzburg (Palermo, 1916 – Roma, 1991), publicada originalmente en 1957 y de vuelta a librerías este año con una nueva traducción al español, el drama principal se presenta sin titubeos desde el inicio: Hace falta dinero. ¿Cómo esta situación afecta el destino de los miembros de esa familia? Una vez más, la reconocida autora italiana, como en la mayor parte de su obra, parte de elementos tan cotidianos y universales como una familia con dificultades económicas, para entregarnos una historia en cuya aparente ligereza, rebosa humanidad y emoción. Toda una “pequeña viñeta de vida fulgurante”, como escribió Juan Forn[1].
Valentino, el protagonista de la novela, es un joven agraciado y encantador, en cuyo destino se vierten las esperanzas de sus padres y hermanas. Como único hijo varón, estudiante de medicina y soltero empedernido, socialmente, pareciera que la fortuna le sonríe. Esta situación prometedora no hace más que acentuar el dramatismo cuando un día llega anunciando su compromiso nupcial con una mujer mayor que él, poco agraciada y muy adinerada, desbaratando así las esperanzas que recaían sobre él. No las económicas, puesto que esas se verán cubiertas, sino las sociales. ¿No había otra opción?, se pregunta su familia, sufriendo por su decisión.
Hasta ahí una trama sencilla, similar a muchas otras que se han contado antes. La maestría de Ginzburg radica en el retrato de los efectos emocionales que la decisión de Valentino provoca en el resto de su familia, desde la desilusión de sus padres hasta la mezcla de desprecio y envidia de su hermana mayor, condenada a una temprana domesticidad. Pero, sobre todo, en cómo este matrimonio afecta a Caterina, la hermana menor, quien es la narradora de esta historia y la voz que progresivamente irá asumiendo el protagonismo de la novela.
La dinámica familiar tradicional del contexto social en el que se desarrolla la historia provoca que Valentino, desde temprana edad, se vea empujado a ser el motor principal del progreso económico-social del hogar, cargando así con un estigma de responsabilidad ineludible, impuesto, sobretodo, por su padre:
“En el cajón de la cómoda encontramos una carta para Valentino que debía de haber escrito unos días antes, una carta muy larga en la que se disculpaba por haber esperado siempre que Valentino se convirtiera en un gran hombre cuando en realidad no había necesidad de que se convirtiera en un gran hombre, habría sido suficiente con que se convirtiera en un hombre, ni grande ni pequeño: porque de momento no era más que un niño”. (p. 28)
Bajo esta perspectiva, Valentino no llega a “hacerse hombre”, sino que es visto como un eterno niño por las decisiones que toma, erráticas a la vista de los demás. Incluso, cuando él mismo se convierte en padre, nunca deja de ser aquel miembro de la familia de adultez incipiente, sin interés en el futuro, sólo preocupado en disfrutar el presente. Ginzburg nos muestra al inicio cómo las expectativas familiares desmedidas socavan el devenir de sus miembros. Y, sobre todo, cómo ello afecta a quienes van quedando alrededor, como sujetos secundarios. A través de los ojos de Caterina observamos cómo la grieta familiar originada por el matrimonio de Valentino tiene como eje un elemento principal: el dinero. Este se torna en un salvoconducto ante carencias que van más allá de la subsistencia, como manifiesta Maddalena, la esposa de Valentino, quien ha convivido con el desprecio por su fealdad toda la vida:
“Ahora se sentía perfectamente satisfecha con su cara porque tenía a los niños y a Valentino, pero de pequeña había llorado mucho por aquel motivo y no había conocido la paz porque pensaba que no iba a poder casarse nunca, tenía miedo de envejecer sola en aquella mansión enorme, con todas las alfombras y los cuadros. Tal vez ahora tenía tantos hijos sólo para olvidarse de aquel miedo y para que aquellas habitaciones estuviesen llenas de juguetes y de pañales y de voces, pero cuando ya había tenido los niños no se preocupaba demasiado por ellos”. (p. 42)
El matrimonio se erige así en un vehículo para suplir una demanda de compañía en una época donde la vejez irrumpía a una edad que ahora parece risible (hallarse sin compromiso antes de los veintiséis años podía implicar un desahucio social), Caterina se ve empujada así a optar por dar ese paso, sin importar el amor o afecto alguno, con Kit, el amigo de su hermano y de su esposa. Ginzburg esboza a Kit como un reverso de Valentino: un sujeto sobre el que nadie confía ilusión alguna y se mueve por la vida como comparsa, reducido a una compañía que por ratos se torna insignificante, como manifiesta lastimeramente en un pasaje:
“Ni siquiera siento estima por mí mismo, y él es como yo, un tipo como yo. Un tipo que nunca hará nada que merezca la pena en la vida. La única diferencia entre él y yo es ésta: que a él no le importa nada de nada. Lo único que venera en este mundo es su propio cuerpo, su cuerpo sagrado, un cuerpo al que hay que alimentar bien todas las mañanas y vestir bien y atender para que no le falte de nada. A mí sin embargo me importan un poco las cosas y las personas, pero no hay a nadie a quien le importe yo. Valentino es feliz porque el amor por uno mismo no defrauda nunca; yo soy un desgraciado, no les importo ni a los perros”. (p.50)
Aunque el lector asiduo de Ginzburg pueda no verse del todo sorprendido por el giro narrativo hacia el final de la novela, la revelación del secreto de Valentino por parte de Maddalena a Caterina resulta verdaderamente impactante por la sutileza de la escena. Nuestra narradora llega hacia el final del relato con desazón y congoja, pero con una satisfacción personal, una que no puede suplir ningún monto monetario: haber contado su verdad. Compartiendo su historia, el dolor provocado por este se reduce y alimenta la posibilidad de un mañana más tranquilo. Acaso uno donde sea posible recuperar el protagonismo de la historia propia.
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Datos del libro reseñado:
Natalia Ginzburg
Valentino
Acantilado, 2024. 80 pp. Traducción de Andrés Barba.
No son muchos los premios literarios en los que confío, pero, entre los que sí, están el Premio São Paulo de Literatura (Brasil) y el Akutagawa (Japón), por mencionar un par. Ello, además de los blurbs de esta novela, que llegan a compararla con las primeras de Dostoyevski, generaron mi interés por leerla.
La novela de Rin Usami (Shizuoka, 1999) comienza con Akari, una adolescente con problemas de aprendizaje en el colegio, quien se encuentra preocupada por su ídolo, el cantante Masaki Ueno, su oshi –que es como se denomina en japonés al ser idolatrado– al verse este último envuelto en un escándalo mediático por el maltrato a una aficionada. La narración llega al lector a través de la voz de la joven, con el candor propio de la edad, que al inicio nos invita a pensar este libro como una novela ligera y entretenida sobre las cuestiones que enfrenta alguien que se vuelve seguidor de un cantante o una banda y busca asistir a todos los conciertos, adquirir los álbumes el mismo día de su lanzamiento, ser parte de un club, conocer todos los datos biográficos del ídolo, despejar los rumores que se tejen alrededor de su accionar, entre otras actividades relacionadas. En fin, alguien podría pensar que se encuentra frente a un libro sobre todo lo que implica ser fan, lo cual no es nada sencillo. Sin embargo, esta afición se irá cargando de bruma para Akari cuando aumente la exigencia de atención y sacrificio, tornándose en un peligroso comportamiento sectario:
“Cada vez que me imaginaba un mundo sin mi oshi, también pensaba en despedirme de la gente de aquí. Fue nuestro oshi quien nos unió, y sin él, nuestra relación se desharía sin más. Algunas personas cambian a diferentes géneros, como lo había hecho Narumi, pero yo sabía que nunca podría encontrar otro oshi. Masaki sería mi único oshi para siempre. Él era el único que me conmovía, me hablaba, me aceptaba”. (p. 42)
¿Qué lleva a alguien a entregarse por completo a una devoción por una estrella? ¿Cuál es la frontera entre la admiración y la obsesión? Usami explora dichas preguntas en la voz de Akari, quien progresivamente va descartando todo anhelo en su vida salvo uno: entregarse por completo a su ídolo. En el transcurso de la lectura, somos espectadores de las acciones que la protagonista realiza para poder estar a la altura de su oshi. Desde estar atenta a todo el ruido orquestado alrededor de Masaki hasta cumplir con una serie de rituales caseros, como ver todos sus lives de Instagram o escribir en un blog. El día a día de la joven, el cual transcurre entre tener un trabajo precarizado y asistir a los cursos de la escuela, hace que ser la mejor fanática sea su único y verdadero propósito. En tiempos donde imperan las exigencias en los ámbitos laboral y académico, ser fan implica desplazar estas demandas convencionales fuera de uno mismo, utilizando la devoción o la pertenencia a un fandom como una forma de evasión en la que se cumple una misión donde no hay límite:
“Comencé a notar que anhelaba empujar mi cuerpo a su límite, reducirlo, buscar dificultades. Desprenderme de todo lo que tenía —tiempo, dinero, energía— a cambio de algo que se hallaba fuera de mí misma. Casi como si, al hacer eso, pudiera limpiarme. Que al volcarme en ello y sufrir el dolor a cambio, podría encontrar algún tipo de valor en mi existencia”. (p. 76)
Aunque los monólogos de la protagonista a veces resultan repetitivos al justificar su fanatismo, Usami usa esa repetición para reflejar la irracionalidad juvenil. Así muestra cómo la identidad de la protagonista se forma en un contexto de exceso de información, donde lo virtual juega un papel importante en los vínculos que se crean.
El texto también muestra cómo las redes sociales pueden ser agresivas y cómo la falta de verificación de hechos permite que la gente cree sus propias versiones de la realidad. Esto es parte de un comportamiento generacional, donde se prefieren las ficciones a los hechos, lo que lleva a idealizar a un ídolo adolescente sin filtros en las pantallas. Esta idealización afecta a la protagonista, haciendo que sus relaciones familiares y de amistad se vuelvan cada vez más frágiles.
Hacia el final, descubrimos el incendio al que alude el título, acaso una actualización de la simbología del fuego en los mitos clásicos, que volvía a los mortales en dioses y viceversa. ¿Qué ocurre cuando se derriba una fe y no hay un sustituto? ¿Qué se hace con ese vacío espiritual cuando se han dinamitado los demás refugios emocionales? Eso parece cuestionarnos el progresivo desmoronamiento de Akari. La modernidad de esta novela no se basa tanto en los dispositivos o redes sociales que menciona, sino en el conflicto entre dejarse llevar por las emociones y al mismo tiempo despojarse de ellas. En cómo el deseo de sentirlo todo es peligrosamente similar a desear la nada.
¿En qué pensamos cuando hablamos de fantasmas? ¿qué dicen sobre nosotros y qué proyectamos en ellos? Atraídos por la posibilidad de su existencia, no reparamos muchas veces en aquello que genera nuestra fascinación: la capacidad que les otorgamos de anular la muerte y asignarle a la vida una dimensión que vaya más allá de lo corpóreo. Jon Fosse (Haugesund, 1959) explora la inmanencia de las relaciones familiares en una novela tan extraña como fascinante, sostenida por una constante pregunta: ¿por qué?
“Por qué desapareció Asle”, se sigue preguntando Signe, su esposa, veinte años después. ¿Por qué no dijo nada?, ¿por qué se fue así sin más? La novela abre con un torrente de preguntas que se hace la protagonista antes de dar paso a la rememoración de los diálogos que tenía con su marido, su día a día, la cotidianidad que se había formado en la vieja casa, mientras el tiempo no deja de trascurrir. Existe una contradicción que aflige a los personajes de la novela a medida que van apareciendo en escena y se va reflejando en el paisaje que los rodea, sobre todo en el fiordo, escenario principal de la historia.
Fiordo: golfo estrecho y profundo, entre montañas de laderas abruptas, formado por los glaciares durante el periodo cuaternario. Fosse usa este accidente geológico, típico de las regiones nórdicas, como metáfora de los tormentos de sus protagonistas y su vulnerabilidad frente a los cambios que se producen en sus vidas, tan repentinos como una avalancha o una tormenta. La ocurrencia de estos, con furia y vértigo, no deja rastro visible al día siguiente, la mayoría de veces, pero sí grietas inexorables por las que se cuela la desgracia:
“…y está tan oscuro que no se ve nada, y ya pronto tendrá que volver, piensa, y luego este viento, y esta oscuridad, y las olas, la fuerte marea, y qué frío hace, y tan encrespado está el mar que las olas rompen sobre el muelle y sobre ella, hace un tiempo horrible, piensa, y ya pronto tendrá que venir ¿no? piensa ¿y ahí afuera? ¿no se ve una especie de luz? ¿como si luciera una hoguera, ahí afuera en el Fiordo? ¿Y no reluce en morado? no, no puede ser, pero, aun así, piensa ¿y dónde estará él? ¿y su barca? no se ve nada, pero ¿dónde estará? ¿y por qué no viene? ¿no quiere estar con ella? ¿será eso?” (pág. 96)
Asle tenía por costumbre salir con su pequeña embarcación de remos. Una acción que se repite inalterable hasta su desaparición. Esto gatilla las preguntas de Signe sobre ella misma, su relación con Asle y la vida en conjunto que tenía. Por qué se aleja, por qué necesita tanto esa soledad en el medio del agua. La angustia de ella, marcada por una narración sin pausa, que, por momentos, recuerda a la prosa de António Lobo Antunes, se ve continuada por la de Asle quien en medio del agua empieza a desconcertarse por visiones de lo que hasta ese momento residía en él como recuerdo, como pasado inmutable: su tatarabuela Ales y el pequeño hijo de dos años de esta.
A partir de lo anterior, se quiebra la temporalidad y la narración se dirige hacia un caótico flujo de conciencia que Fosse encamina con habilidad a través de una serie de imágenes que dan cuenta de los miedos presentes y pasados que se conectan y explican como signos de una circularidad inevitable: accidentes mortales, regaños y desdichas, una casa de la que nadie quiere (o puede) huir, o un fiordo capaz de dar y quitar la vida. Todo esto, a través de un conjunto de voces que irrumpen y se disputan el protagonismo:
“y entra en la casa y las viejas paredes de la entrada lo envuelven y le dicen algo, como hacen siempre, piensa, siempre es así, lo note o no lo note, piense o no piense en ello, las paredes están ahí, y es como si unas voces silenciosas le hablaran desde ellas, un gran silencio hay en las paredes y ese silencio dice algo que no se puede decir con palabras, él lo sabe, piensa, y hay algo detrás de esas palabras que se dicen constantemente, que está en el silencio de las paredes, piensa, y se queda quieto mirando las paredes, pero ¿qué es lo que le pasa hoy? ¿por qué está así?” (pág. 54)
La única diferencia entre los nombres de Ales y su tataranieto Asle es la posición de una letra. Una sutil pero determinante diferencia que, a su vez, da cuenta de lo que permanece y se repite. Así, van apareciendo las cinco generaciones que precedieron a Signe y Asle, incluso un tío homónimo fallecido a temprana edad, para recordarnos que la distancia temporal se puede diluir de un momento a otro para instalarse como presente y que deshacerse de ello no es tan simple. Hay puentes que no desaparecen y relaciones que se instalan de forma irremediable y extraña, como lo muestran algunas líneas que hablan de la relación de Signe y Asle:
“desde la primera vez que lo vio venir caminando hacia ella, y la miró, y ella se quedó ahí quieta, y se miraron, se sonrieron, y era como si se conocieran de antes, como si se conocieran de toda la vida, de alguna manera, y simplemente hiciera una eternidad que no se veían, y que por eso la alegría fue tan grande, el reencuentro les produjo tanta alegría a los dos que la alegría tomó el mando, los dirigió, los dirigió el uno hacia el otro, como si hubieran perdido algo, algo que les hubiera faltado toda la vida, pero que ahora estaba ahí, por fin, ahora estaba ahí, así lo sintieron la primera vez que se vieron, por mera casualidad, como fue en realidad, y no les resultó difícil, ni les dio miedo, es que era como una obviedad, como si no se pudiera hacer nada al respecto, como si ya estuviera decidido” (pág. 63).
Los fantasmas familiares se desplazan por esta novela como una respuesta a las cavilaciones de los protagonistas. Estar y no estar, presente y pasado, son categorías que pierden fuelle frente a las emociones que los sobrepasan. Sentimientos de tal hondura, capaces de oponerse a las fuerzas de la naturaleza, asumiendo distintas formas para permanecer y seguir circulando como herencia, como recuerdo, como espectros que se aferran a la existencia a través de los vivos. Más que cuestionarse por el origen de estos fantasmas, Fosse plantea otro camino: preguntarse cómo vivir con ellos.
Por fortuna, desde que fue galardonado con el Premio Nobel, son cada vez más los títulos del escritor noruego que han sido traducidos al español y se pueden hallar en librerías. Aquí les propongo una buena puerta de entrada a su obra, con esta novela que se instala en el lector como una grata alucinación, una quimera sublime.
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Datos del libro publicado:
Jon Fosse
Ales junto a la hoguera
Random House, 2024, 112 pp.
Traducción de Cristina Gómez-Baggethun y Kirsti Baggethun
En una columna publicada en el 2016[1], el escritor y editor argentino Damián Tabarovsky elogia Lima la horrible, el ensayo canónico del autor peruano Sebastián Salazar Bondy, y se refiere también a Pobre gente de París (1958). No se explaya mucho sobre este libro, pero las pocas líneas que le dedica provocaron mi interés por buscarlo (“Con un toque realista y una prosa algo más tosca que la del ensayo, no obstante, se deja leer con placer”).
Título inhallable por años, la reedición publicada por la editorial Pesopluma coindice con el centenario de nacimiento del autor y es una oportunidad para revisar la narrativa de ficción del reconocido escritor. Antes de su lectura, releí Lima la horrible, y volví a disfrutar de la ironía con la que desentraña las múltiples dimensiones de la ciudad. De ahí, hallo pertinente citar este fragmento antes de pasar a Pobre gente de París:
“El pasado que nos enajena está en el corazón de la gente. No únicamente, además, en el de aquella que desde hace varias generaciones atrás es de aquí, sino también en el del provinciano y el extranjero que en Lima se establecen. Ambos llegan a la ciudad llenos de futuro y, al cabo de unos años, han derrochado, en no se sabe qué, la voluntad de progreso que los desplazó. Esa fuerza original es sustituida por la satisfacción de saberse insertos en el sustrato colonial de la sociedad limeña”.[2]
Destaco dos palabras de las líneas anteriores: futuro derrochado. Porque si algo caracteriza al joven peruano Juan Navas, uno de los personajes de Pobre gente de París, es la desazón de las expectativas no cumplidas. El soñado futuro que esperaba al arribar a la capital europea se vuelve cada vez más lejano, pero aun así preferible al que padecería si regresa a su lugar de origen:
“Por supuesto, acabé por rechazar de plano esta absurda solución, entre otras razones porque consideraba que el regreso al Perú en semejantes circunstancias y a un plazo tan corto de mi partida me haría blanco de más de una broma pesada o un sarcasmo cruel”. (pág. 24)
El presente de Navas, sin embargo, no está exento de algún destello de alegría, al ver su rutina interrumpida por un peculiar diálogo que entabla con una habitación mediante el sonido de gotas que caen sobre el lavabo. Un lenguaje extraño al que se entrega noche a noche, intentando develar la identidad de su interlocutor/a. Aunque en cierto momento estas escenas se vuelven algo cursis, también transmiten emotividad y empatía en un contexto inusual. Parece posible enamorarse entre tanto infortunio. La idea de que sólo se necesita una ilusión para tener la fuerza necesaria y así lidiar con la cotidiana precarización. Los problemas para Navas empezarán a ocurrir cuando su entrega a esta ilusión se enfrente a la realidad de las circunstancias que rodean a su interés amoroso.
Las tribulaciones del protagonista se ven agudizadas con la llegada del tío, tan adinerado como vulgar. Un personaje que Salazar Bondy introduce hacia la mitad de la historia como un gatillador del recelo y la irritación que empezarán a gestarse en el estudiante para sumirlo en la desesperación:
“Se había sentado en mi cama, satisfecho, y su actitud comenzaba a inspirarme una terrible aversión hacia su persona. Hasta llegué a preguntarme si tal sentimiento no obedecería, en el fondo, a un poco de envidia”. (pág. 110)
A esta nouvelle se suman siete historias intercaladas, protagonizadas por distintos personajes secundarios, también migrantes, cuyas historias cuentan tanto su pasado en sus respectivos países de origen como su paupérrima situación actual, a través de escenas cargadas de drama, pero también de humor. La salida de la grisura que los rodea se da a través de situaciones pícaras, como lo muestran las peripecias del chileno Martínez Haza y el paraguayo Elmer Coatí en el capítulo “No hay milagros”, uno de los mejores del libro y que tiene líneas como esta:
“El Citroën ingresaba a ese momento en el Boulevard de la Bastille. Sus ocupantes no parecían dos desgraciados. Tal vez no lo eran. Cualquier transeúnte al cual se le hubiera pedido opinión sobre aquellos dos personajes habría respondido que se trataba de dos turistas, de dos desaprensivos paseantes, de dos dichosos poseedores del tiempo y el espacio, sin obligaciones ni responsabilidades inmediatas, tal era la atmósfera de paz que rodeaba sus rostros. La ciudad, además, estaba encantadora, con una luz ligera y excitante, bajo la cual cosas y personas se ofrecían como pertenecientes a un sueño feliz, plácido.
—¡Qué importa! — exclamó Coatí—. ¡París es formidable! ¡Formidable!
—¡Pero no hay milagros! -dijo Martínez mirando a su compañero.
Ambos soltaron la carcajada”. (pág. 77)
La ficción de Salazar Bondy es inseparable de su perspectiva como ensayista por lo cual sus observaciones sobre la sociedad de la época entorpecen, por momentos, la fluidez en la narración. Sin embargo, estas acotaciones dan pie a líneas (como las citadas anteriormente) en donde logra que la atmósfera que rodea a los personajes dé cuenta de las emociones de estos. Es en estos momentos cuando, sin importar las nacionalidades de cada uno o el pasado que cargan a cuestas, se permiten, por un momento, contemplar su existencia como un milagro que no se debe minimizar. Un milagro que les permita conocer, aunque brevemente, la felicidad de vivir en París.
“La literatura sirve para mezclar las cosas y verlas de otra manera”
Por Sebastián Uribe Díaz
Uno de los principales invitados internacionales de la FIL Lima 2024 fue el escritor argentino Patricio Pron (Rosario, 1975), autor de seis libros de relatos, entre los que destacan El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan (2010), La vida interior de las plantas de interior (2013) y Lo que está y no se usa nos fulminará (2018); también, de siete novelas, entre ellas No derrames tus lágrimas por nadie que viva en estas calles (2016) y Mañana tendremos otros nombres (2019), así como de los ensayos El libro tachado: prácticas de la negación y del silencio en la crisis de la literatura (2014) y No, no pienses en un conejo blanco: literatura, dinero, tiempo, influencia, falsificación, crítica, futuro (2022). Su trabajo ha sido premiado en numerosas ocasiones. En 2010, la revista inglesa Granta lo escogió como uno de los veintidós mejores escritores en español de su generación. Sus últimos libros publicados son La naturaleza secreta de las cosas de este mundo (2023) y la reedición de El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia (2024), ambas por Anagrama.
¿Es tu primera visita a Perú?
Es la primera vez que vengo. Como para el resto de argentinos, Lima es para mí casi un mito, por lo que me siento muy afortunado.
Antes de abordar tus libros, quería consultarte sobre algunos artículos que has publicado. En especial por ‘Yo estoy sufriendo, y seguramente tú también’[1], donde reflexionas sobre las denominadas ‘narrativas del trauma’, y afirmas que nuestro deseo de comprender las cosas está conectado con nuestra necesidad de ficción y de consuelo. ¿Por qué desde la ficción se puede comprender mejor este? ¿Se debe a que sea más efectiva que las ciencias sociales o una falla de estas?
No han fallado, desde luego. Necesitamos tanto de la filosofía, la sociología, como también de las ciencias duras para comprender el presente. Todas ellas ofrecen una visión incompleta de la realidad si no las combinamos o si no las conjugamos con el ejercicio de creatividad que es la ficción y la literatura.
En términos generales, las ciencias y las disciplinas que mencionaba son buenas para abordar el presente, así como la ficción es la que nos dice lo que puede ser. Y en este momento histórico necesitamos ambas cosas, no solamente comprender el mundo que nos rodea, sino también postular otro, a pesar de los enormes desafíos que enfrentamos. Es decir, hacer dialogar y completar otras disciplinas. La literatura no solamente es literatura, sino siempre está vinculada con otras cosas, con sociología, filosofía, etc. La literatura sirve para mezclar las cosas y, al mezclarlas, verlas de otra manera.
¿Cómo es tu proceso de la escritura de ficción y no ficción?
Es un proceso muy intuitivo. Yo parto de una pregunta y es posible que, en virtud de la pregunta, a raíz del modo en que esta es formulada, el modo que tenga de responderla vaya más por el lado de la ficción.
Las preguntas son esencialmente las mismas y no las distingo si se trata de ficción o no ficción, sino de un proceso orgánico. Lo que voy escribiendo deriva hacia un lugar o hacia otro. Se trata de categorías que pueden y deben estar muy claras para quien lee los textos, pero no necesariamente para quien escribe.
En América Latina, hay la tradición de autores que han pasado de la ficción a la no ficción. En España, no te encuentras con ese cruce de fronteras. En mi caso, es algo que se desarrolla a lo largo del proceso de escritura.
Hace poco vi que posteaste que habías leído Introducción general a la crítica de mí mismo. Conversaciones de Ricardo Piglia con Horacio Tarcus[2], publicado por Siglo XXI, y comentaste que ese libro complementaba de alguna manera sus diarios. ¿Qué es aquello que más te sorprendió en línea con lo que comentabas sobre los cruces de la ficción y no ficción?
Piglia es uno de los autores más importantes en mi formación, y tuve la fortuna de conocerlo poco antes de que falleciera y que me tratase como un par. Es muy emocionante cuando los autores te tratan así, como si pertenecieses a su vida. Él fue uno de los autores más inteligentes de la literatura argentina, la cual es una muy cerebral, a diferencia de otras literaturas, con autores finísimos como pensadores. Esto se vincula con el hecho de que el pulso vanguardista en Argentina se volcó gracias a la influencia de Borges en el cruce de ficción y no ficción.
A diferencia del caso peruano donde el impulso vanguardista fue hacia la poesía, en el caso de la Argentina, fue hacia el ensayo, en el cruce de la ficción y no ficción, y Piglia fue un maestro de eso. En este libro que mencionas, Piglia contó lo que no contó en sus Diarios de Emilio Renzi, que más bien ofrecía el espectáculo de Piglia leyendo a Piglia.
En esta conversación con Horacio, cuenta todo lo que no contó en sus diarios: su activismo político, sus vínculos con organizaciones políticas de vanguardia, los años sesenta, setenta. Tiempos que fueron muy interesantes, pero a la vez muy trágicos, atravesados por golpes de estado, por asesinatos políticos, etc.
Y luego me pareció interesante lo que dice de Walsh, de quien señala que se puso a escribir no ficción no por un impulso político, sino por percibir que lo que nos estaban contando, estaba mal contado. Lo que hizo que Walsh escriba no ficción (Operación Masacre, etc.) no fue inicialmente una idea política, aunque condujo a la trasformación política de Walsh, sino que fue un impulso de escritor (“esto está mal contado”), y que tiene que ver con esto que hablábamos hace un momento: hacer preguntas y cruzar los límites de la no-ficción y ficción para tratar de responder. Por ejemplo, los lectores de mis libros dicen que hay mucho ensayismo en mis novelas. No es algo intencionado, pero es algo que me gusta.
Uno tus cuentos que más me gusta es ‘Como una cabeza enloquecida vaciada de su contenido’, que me recuerda a Copi en la propuesta de esbozar el revés de la idea de progreso humano como una sombra de la evolución. ¿Cómo crees que conversa la literatura con el progreso? ¿Cómo fue esta última experiencia que tuviste enfrentándote a ChatGPT[3]?
Me alegra que menciones ese cuento, puesto que está estrechamente relacionado con la obra de otra gran escritora argentina que es Graciela Speranza, siendo casi una respuesta a la escritura de esta magnífica ensayista, y una forma de responder a la pregunta de cómo contar una historia del presente a través de un objeto aparentemente irrelevante, uno de los objetos sin ninguna importancia, que las personas utilizan sin pensar en ello, pero que, sin embargo, precisamente por su carácter transitorio, puede permitirnos recordar la historia de la Humanidad y ver qué nos conecta con todos.
Cuando escribes acerca del régimen económico y político en el que vivimos, a menudo tiendes a hacerlo hablando de grandes estructuras que involucra grandes cantidades de personas. Si bien este ejercicio es legítimo, parece que impide recordarnos que estas fuerzas políticas y económicas que operan sobre nosotros son partes de vidas individuales. Ese cuento es un intento de proponer una manera de contar que sea distinta de la forma habitual de hacerlo.
En cuanto a la idea de progreso, hay dos formas de concebir la historia: como una trayectoria lineal que avanza hacia una especie de resolución, y otra versión de la historia como algo cíclico, que es parte de los mitos antiguos, de la historia de las religiones, etc. Desde aproximadamente el surgimiento del cristianismo, hemos tenido una idea del tiempo lineal y progresista. Avanzamos hacia una especie de lugar, que para algunos es el triunfo de la técnica y para otros es la revolución, el progreso económico; y para personas religiosas, el Apocalipsis, la segunda venida de Jesús, el fin de los tiempos.
La forma lineal es la dominante en Occidente y, sin embargo, una y otra vez comprobamos que caminamos en círculos. Las sociedades latinoamericanas han hecho enormes progresos en los últimos años, pero esos progresos no están garantizados. Los derechos para las mujeres, para las minorías, para los más desfavorecidos de la sociedad, el derecho a una vivienda digna, a transporte, a salud, son derechos dificultosamente adquiridos y, por ello, más fácil de perderlos, como pone de manifiesto el caso argentino. Más que hablar de una progresión, creo que de lo que debemos hablar es de avances y retrocesos continuados de la historia de la vida que son la historia de las sociedades de la que formamos parte.
Yo no veo ningún tipo de progreso en las nuevas tecnologías. Tienen algunas ventajas, pero también enormes desventajas y problemas que producen. Paul Virilio, ensayista francés, decía que cada nueva tecnología genera un nuevo accidente. La invención del tren es la invención del accidente ferroviario. La invención del teléfono es la creación de la caída de las líneas que impiden comunicarnos. La aparición del internet crea sus propios accidentes: tanto el crecimiento de los discursos de odio, o circunstancias como la de hace poco (la caída mundial de Microsoft) que hace que caiga todo el sistema. Esos accidentes vienen unidos, son partes intrínsecas de nuevas tecnologías que se nos presentan como soluciones. Donde algunas personas nos quieren hacer ver soluciones, yo solo veo problemas.
Así que ya ves, no tengo una idea progresista de la historia, lo que no quita que sea una persona más o menos optimista. Sobre Chat GPT, los amigos de la UNED me propusieron esta especie de partida de ajedrez entre Chat GPT y yo, en las que ambos produjimos sesenta textos a partir de unas consignas, y esos textos fueron evaluados por un puñado de especialistas. Afortunadamente los especialistas valoraron más mi trabajo que los de Chat GPT, pero no quiere decir que la humanidad haya ganado, sino que los expertos aún son capaces de diferenciar entre la escritura humana y la escritura maquínica. La pregunta es si la gente puede diferenciarlo igualmente que los expertos. Mi respuesta es que no, que estamos rodeados de comunicaciones producidas por máquinas (en redes sociales), y de un pensamiento maquínico que afecta a personas que son incapaces de desarrollar una contradicción o un pensamiento complejo.
En ese contexto, la literatura adquiere un lugar especial, una forma de resistencia. Supongo que, con el tiempo, no dentro de mucho, pero en algún momento, uno más o menos mediato, la diferencia principal entre unas y otras personas será su capacidad de comprensión de la comunicación (tanto escrita como verbal). Entonces quizá los que leemos tengamos en ese sentido una pequeña ventaja, al tiempo que un montón de problemas, pues comunicarte con personas que no son capaces de comprender lo que dices es particularmente difícil. No son buenos tiempos, pero tampoco parecen ser mejorables. En esas estamos.
Muy interesante tu respuesta porque conversa mucho con tu última novela en la que se parte de la idea de que el desastre está aquí, en el presente, y se conecta con tu propuesta acerca de la posibilidad de pensar un mundo mejor.
Creo que pensarlo es necesario y es una de las grandes tareas políticas que tenemos por delante, pero también llevarlo a cabo, que es una tarea mayor a la de imaginarla. Afortunadamente, tenemos todos los recursos como sociedad: la capacidad de diálogo, establecer acuerdos, un enorme ejercicio de imaginación colectiva, etc. Recursos a los que algunas personas vamos a contribuir de una manera u otra. Unos escribiendo libros y otros atendiendo un hospital público. Creo que todos somos parte de algo que nos concierne.
Ahora yo haría mías las palabras de Gramsci que dijo que “soy optimista de la voluntad y pesimista de la razón”. Tenemos que ser conscientes de los desafíos a los que nos enfrentamos. En materia incluso de comunicación literaria, tenemos que tener el optimismo de la voluntad. Nos jugamos varias cosas y creo que cada pequeño espacio que conseguimos hay que defender y preservar: conversaciones que tengo contigo, con los amigos de Lima, las conversaciones que se produce con mis libros, donde no estoy, pero se hace a partir de ellos, esos lugares tienen que ser preservados y defendidos, nadie más lo va a hacer. Tenemos que hacerlo.
Hace poco ha salido una edición corregida y aumentada sobre El espíritu de mi padre sigue subiendo en la lluvia. ¿Cómo ha sido esa conversación con ese texto que ha sido publicado hace más de diez años?
Para mí es otro libro, pero lo hubiese sido incluso aunque no hubiese cambiado una coma, porque ha sido leído en circunstancias distintas por lectores diferentes. Cada nueva publicación de un libro supone la transformación de ese libro en un libro diferente. El ejercicio de la relectura lo convierte en un libro diferente, pues si lees un libro que ya has leído verás que lo lees de una manera distinta. Lo mismo con los subrayados, donde muchas veces descubres que subrayaste lo menos importante. Es tal vez la prueba de que tengo algunas capacidades como lector y autor que no tenía en el pasado. Esto es esperanzador, ojalá que siga, pero también afecta a lo que yo mismo escribo.
Cuando comencé a corregir el libro, pensé que solo iba a cambiar los adverbios, corregir un par de errores, y no fue así. Cuando me metí a ello descubrí que lo podía hacer mejor, que podía hacerlo con una sintaxis distinta, un texto más contundente, más eficaz. Tenía la impresión de que sabía qué es lo que había querido decir, que ahora podía decirlo mejor. Creo que es un libro mejor ahora. Además incluye cincuenta fotografías nuevas. Creo que en ese momento pensé en la posibilidad de incluir fotografías y no sé por qué no lo hice.
Yo quería que los lectores que han leído el libro tengan la posibilidad de que lean qué imágenes estaban en mi cabeza cuando estaba escribiendo la novela, que tengan acceso a una dimensión a la que no tienen acceso. Es también una forma de exponerme porque nunca había publicado un libro con fotografías mías. Y como te expones, te sientes empoderado, pero al mismo tiempo profundamente ridículo: es como bailar en una discoteca. Pero tenía que bailar sobre una discoteca. Creo que el libro es mejor ahora, incluyendo el epílogo. El caso policíaco tuvo desarrollo después de la novela, así que también está incorporado en la novela.
Es posible que acabe haciéndolo con los otros libros que Anagrama irá publicando o rescatando poco a poco, pero no lo sé. En este momento, me interesa más lo que vaya a hacer a continuación. De eso es más difícil hablar siempre.
Cuando vi la edición aumentada/corregida que hiciste, lo percibí como un ejercicio parecido al de Fresán con Mantra o al de Bellatin con Salón de Belleza.
No leí la nueva edición de Bellatin, pero sí los libros de Fresán, y sus reediciones. Rodrigo es expansivo, tendiendo a ampliar sus textos. Pero creo que en este caso yo reduje. No ha habido cortes sustanciales, no hay nada que haya quedado fuera que sea realmente relevante. Fue un ejercicio de ir a lo esencial del libro.
Supongo que son rasgos del carácter que nos diferencian a Fresán y a mí, haciendo que la expansión para él sea fácil. Son formas distintas de enfrentarse a los textos que uno ha escrito. En ambos casos, sin embargo, diría yo, tal vez, lo que nos una sea la idea de que estamos en movimiento, de que no nos hemos quedado en ningún lugar, de que estamos creando y lo estamos haciendo con el mismo talento (ojalá) y con la misma convicción con la que comenzamos a hacerlo. Alguien me preguntaba recientemente en una entrevista para un periódico mexicano si consideraba el Premio Alfaguara la cumbre de mi carrera. Y era una pregunta, supongo, pertinente desde el punto de vista del entrevistador, pero para mí completamente desconcertante. Lo que hice en el pasado no me interesa demasiado, me interesa lo que hago en el presente. Y de esta manera quisiera responder tu pregunta anterior. El pasado está aquí en el presente, el futuro es lo que haremos en el presente. Es el resultado de lo que hacemos en el presente. Y en este breve instante desde la perspectiva de este breve instante, el pasado y el futuro se ven de manera particulares.
Cuando yo decidí reescribir El espíritu de mi padre… lo que hice fue traer un libro al presente. Hubiese sido fácil dejarlo en el pasado, decir esta es una pieza de mi museo particular. Hay escritores que se dedican a crear un museo particular, pero para mí lo más importante es estar en movimiento, y permanecer emocional e intelectualmente vivo.
Antes de despedirnos, te quería consultar por algún libro, disco o película que quieras recomendarnos.
Cuando escuchas mucha música o ves muchos films o lees muchos libros, te sucede que cuando te preguntan estas cosas te quedas en blanco. Las personas que han leído poco tienen en la punta de la lengua los diez libros más importantes de la historia de la Humanidad (risas). Pero déjame pensar un segundo. Hay un disco al que yo regreso con cierta frecuencia, lo estaba escuchando cuando venía de camino a Lima. Su autor es un gran baterista de jazz y rock llamado Pomo. Tiene dos discos: Pomo Primario, Pomo Binario. Son maravillosos. A quien quiera que le interese estas músicas, le gustará. Charly García, Cerati y Fito Páez construyeron sobre algo, sobre cimientos sólidos de un productor como Spinetta. Pomo fue el baterista de una de las mejores bandas de Spinetta: Invisible. Ver cómo ese músico continuó creando y superando sus estándares es algo que todos deberían disfrutar. Esa es mi recomendación.
Al revisar el perfil de un escritor cuya obra no se ha leído, el interés que dicho texto despierte dependerá enteramente de la capacidad del biógrafo para hacerte cómplice de su obsesión. Un texto de estas características narra mucho más que la vida del biografiado pues, aunque esta esté llena de hechos grandiosos, espectaculares o morbosos, un perfil es el relato de una búsqueda en la que el lector es testigo de una cadena de elecciones: qué resaltar, a quién preguntar, qué contar, qué ignorar. Qué narrar. Cómo compartir esa fijación por una historia al mismo tiempo que se la descifra y, en consecuencia, contagiar la curiosidad por todo lo que este autor o autora haya escrito, con el conocimiento de las circunstancias en que dicha obra se gestó.
La obra de María Luisa Bombal ya es un clásico en los planes lectores de las escuelas chilenas, pero su nombre no está tan presente (aún) en el imaginario de los lectores peruanos, más allá de una reciente reedición de Seix Barral publicada hace unos años. Este perfil de Diego Zúñiga (Iquique, 1987) no solo explora los hitos biográficos de la autora, originaria de Viña del Mar, sino que también revela una cartografía de relaciones, influencias, amistades y conexiones que nos acerca a una época germinal para libros clave en la literatura latinoamericana del siglo XX.
Bombal, perteneciente a ese club de los denominados ‘escritores Bartleby’, como Josefina Vicens o Juan Rulfo, tuvo una producción literaria tan corta como grandiosa. ¿Por qué tan breve? ¿Era todo lo que tenía que decir? ¿Cuáles fueron los desafíos y experiencias que enfrentó durante su irrupción artística siendo una mujer chilena en la primera mitad del siglo XX? ‘El teatro de los muertos’ nos revela una vida tan trágica como estruendosa, cubierta por una niebla de prejuicios y olvidos planificados, en la que el machismo juega un rol clave para que la figura de María Luisa Bombal se disipe.
Zúñiga identifica a la muerte de su padre a temprana edad, el vacío que supuso este hecho y las figuras masculinas con las que se relacionaría en su juventud y adultez como los episodios gatilladores de la desdicha y la locura de Bombal. Hechos que provocaron las fracturas emocionales que incidirán en sus textos, permeando su sintaxis de una intensidad que busca revelar el mundo interior de sus personajes, como se sugiere en el libro:
“Sin embargo, lo que sobresale es la atmósfera que construye y que será indistinguible de su estilo: la idea de que narrar no significa, necesariamente, avanzar. Su escritura se detiene, revolotea, va hacia atrás, fija su objetivo en el paisaje, en el territorio, en los detalles que le permiten ingresar en la interioridad de sus personajes, en aquello intangible que define las vidas que ha decidido narrar”. (pág. 50)
Uno de los méritos de Zúñiga es explorar potenciales vínculos entre vida y obra, es decir, cómo esta última es una respuesta a la primera, una forma de hacerle frente a la tragedia. De esto dan cuenta los fragmentos de entrevistas que el autor inserta en el libro y en la que deja colar cómo su narrativa revela en la ficción los tormentos que yacían en su espíritu:
“La verdadera tragedia es así -responde María Luisa- profunda y aparentemente cubierta por un manto de indiferencia. Cada uno lleva en el fondo de su alma una tragedia que se empeña en ocultar al mundo…” (pág. 68)
Pero no todo es drama, pues el perfil también da cuenta de las amistades que Bombal sostuvo con escritores de su época, una lista abrumadoramente masculina en la que resaltan nombres como el de Pablo Neruda, Jorge Luis Borges u Oliviero Girondo. Salvo Gabriela Mistral, no serían muchas las conexiones con otras escritoras hasta años después cuando se convirtió una gran inspiración para escritoras como la uruguaya Armonía Somers, cuya identificación con la obra de Bombal da pie a uno de los pasajes más emotivos del libro:
“(…) María Luisa recibe una carta de la escritora uruguaya Armonía Somers. Se la envía desde Montevideo, en junio de 1971, junto a un ejemplar de su novela ‘La mujer desnuda’. Es una carta hermosa que devela una genealogía latinoamericana, la escritura escurridiza de una serie de narradoras del siglo XX, una hermandad que se forja en contra del costumbrismo y del realismo y de cualquier noción conservadora de la literatura (…) Novelas, cuentos escritos para el futuro, textos que no fueron comprendidos en su momento: la poesía, los deseos, las imágenes oníricas, la intimidad, la vida privada, los afectos que se desbordan y en los cuales indagan estas narradoras con un ímpetu brillante, político en muchas de ellas”. (pág. 97)
La vida rodeada de una lengua ajena en Estados Unidos y la vuelta a un Chile a punto de iniciar su período más oscuro, son eventos que definen los años finales de Bombal. En estos años, el hálito del desamparo se solidifica alrededor de ella y corroe su confianza: premios que no se dan, deudas que acechan, rupturas familiares insalvables. Llega el reconocimiento de los lectores, pero eso no resulta suficiente para vivir decentemente, ni para aliviar los remordimientos que empiezan a acechar intensamente. El silencio narrativo es definitivo, tal vez el único eco posible a una aparición tan brillante.
«(…) y un amor que va a tratar de borrar con el lenguaje privado que inventó para sus ficciones, aunque al final de estos años de gracia, al final de estos años intensos, creativos y misteriosos, de todas formas, le explotará en la cara: ese amor, esa tragedia, esa historia que parece que no se va a acabar nunca». (pág. 35)
Y este, en efecto, no se acaba, pues, como sugiere Lucía Guerra, una de las entrevistadas por Zúñiga, al margen de sus declaraciones y su posicionamiento político e ideológico, Bombal no dejó de pertenecer a una sociedad patriarcal en la que terminó perdiéndose, más allá del espejismo de inclusión que este sistema aparentó otorgarle.
‘El teatro de los muertos’ es el retrato de una autora que a través de su obra intentó despejar la bruma que le impedía vivir en coherencia con su sentir. Que en su ficción dio cuenta de una pasión cuyo vigor derribaba la moralidad conservadora de la época. Este perfil es un homenaje y una invitación a leer (o releer) a Bombal y deslumbrarse por la fuerza atemporal de su literatura, un lenguaje capaz de sobrevivir a las adversidades que vivió su autora y que resistió el olvido. Una obra que no puedo esperar a descubrir al mismo tiempo que termino estas líneas.