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Reseña: Valentino (1957) de Natalia Ginzburg

El peso de las expectativas

Por Sebastián Uribe

“Vivía en un pequeño apartamento del centro con mi padre, mi madre y mi hermano. Llevábamos una vida dura y nunca se sabía cómo íbamos a pagar el alquiler”. (p.5). En Valentino, la novela de Natalia Ginzburg (Palermo, 1916 – Roma, 1991), publicada originalmente en 1957 y de vuelta a librerías este año con una nueva traducción al español, el drama principal se presenta sin titubeos desde el inicio: Hace falta dinero. ¿Cómo esta situación afecta el destino de los miembros de esa familia? Una vez más, la reconocida autora italiana, como en la mayor parte de su obra, parte de elementos tan cotidianos y universales como una familia con dificultades económicas, para entregarnos una historia en cuya aparente ligereza, rebosa humanidad y emoción. Toda una “pequeña viñeta de vida fulgurante”, como escribió Juan Forn[1].

Valentino, el protagonista de la novela, es un joven agraciado y encantador, en cuyo destino se vierten las esperanzas de sus padres y hermanas. Como único hijo varón, estudiante de medicina y soltero empedernido, socialmente, pareciera que la fortuna le sonríe. Esta situación prometedora no hace más que acentuar el dramatismo cuando un día llega anunciando su compromiso nupcial con una mujer mayor que él, poco agraciada y muy adinerada, desbaratando así las esperanzas que recaían sobre él. No las económicas, puesto que esas se verán cubiertas, sino las sociales. ¿No había otra opción?, se pregunta su familia, sufriendo por su decisión.

Hasta ahí una trama sencilla, similar a muchas otras que se han contado antes. La maestría de Ginzburg radica en el retrato de los efectos emocionales que la decisión de Valentino provoca en el resto de su familia, desde la desilusión de sus padres hasta la mezcla de desprecio y envidia de su hermana mayor, condenada a una temprana domesticidad. Pero, sobre todo, en cómo este matrimonio afecta a Caterina, la hermana menor, quien es la narradora de esta historia y la voz que progresivamente irá asumiendo el protagonismo de la novela.

La dinámica familiar tradicional del contexto social en el que se desarrolla la historia provoca que Valentino, desde temprana edad, se vea empujado a ser el motor principal del progreso económico-social del hogar, cargando así con un estigma de responsabilidad ineludible, impuesto, sobretodo, por su padre:

“En el cajón de la cómoda encontramos una carta para Valentino que debía de haber escrito unos días antes, una carta muy larga en la que se disculpaba por haber esperado siempre que Valentino se convirtiera en un gran hombre cuando en realidad no había necesidad de que se convirtiera en un gran hombre, habría sido suficiente con que se convirtiera en un hombre, ni grande ni pequeño: porque de momento no era más que un niño”. (p. 28)

Bajo esta perspectiva, Valentino no llega a “hacerse hombre”, sino que es visto como un eterno niño por las decisiones que toma, erráticas a la vista de los demás. Incluso, cuando él mismo se convierte en padre, nunca deja de ser aquel miembro de la familia de adultez incipiente, sin interés en el futuro, sólo preocupado en disfrutar el presente. Ginzburg nos muestra al inicio cómo las expectativas familiares desmedidas socavan el devenir de sus miembros. Y, sobre todo, cómo ello afecta a quienes van quedando alrededor, como sujetos secundarios.  A través de los ojos de Caterina observamos cómo la grieta familiar originada por el matrimonio de Valentino tiene como eje un elemento principal: el dinero. Este se torna en un salvoconducto ante carencias que van más allá de la subsistencia, como manifiesta Maddalena, la esposa de Valentino, quien ha convivido con el desprecio por su fealdad toda la vida:

“Ahora se sentía perfectamente satisfecha con su cara porque tenía a los niños y a Valentino, pero de pequeña había llorado mucho por aquel motivo y no había conocido la paz porque pensaba que no iba a poder casarse nunca, tenía miedo de envejecer sola en aquella mansión enorme, con todas las alfombras y los cuadros. Tal vez ahora tenía tantos hijos sólo para olvidarse de aquel miedo y para que aquellas habitaciones estuviesen llenas de juguetes y de pañales y de voces, pero cuando ya había tenido los niños no se preocupaba demasiado por ellos”. (p. 42)

El matrimonio se erige así en un vehículo para suplir una demanda de compañía en una época donde la vejez irrumpía a una edad que ahora parece risible (hallarse sin compromiso antes de los veintiséis años podía implicar un desahucio social), Caterina se ve empujada así a optar por dar ese paso, sin importar el amor o afecto alguno, con Kit, el amigo de su hermano y de su esposa. Ginzburg esboza a Kit como un reverso de Valentino: un sujeto sobre el que nadie confía ilusión alguna y se mueve por la vida como comparsa, reducido a una compañía que por ratos se torna insignificante, como manifiesta lastimeramente en un pasaje:

“Ni siquiera siento estima por mí mismo, y él es como yo, un tipo como yo. Un tipo que nunca hará nada que merezca la pena en la vida. La única diferencia entre él y yo es ésta: que a él no le importa nada de nada. Lo único que venera en este mundo es su propio cuerpo, su cuerpo sagrado, un cuerpo al que hay que alimentar bien todas las mañanas y vestir bien y atender para que no le falte de nada. A mí sin embargo me importan un poco las cosas y las personas, pero no hay a nadie a quien le importe yo. Valentino es feliz porque el amor por uno mismo no defrauda nunca; yo soy un desgraciado, no les importo ni a los perros”. (p.50)

Aunque el lector asiduo de Ginzburg pueda no verse del todo sorprendido por el giro narrativo hacia el final de la novela, la revelación del secreto de Valentino por parte de Maddalena a Caterina resulta verdaderamente impactante por la sutileza de la escena. Nuestra narradora llega hacia el final del relato con desazón y congoja, pero con una satisfacción personal, una que no puede suplir ningún monto monetario: haber contado su verdad. Compartiendo su historia, el dolor provocado por este se reduce y alimenta la posibilidad de un mañana más tranquilo. Acaso uno donde sea posible recuperar el protagonismo de la historia propia.  

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Datos del libro reseñado:

Natalia Ginzburg

Valentino

Acantilado, 2024. 80 pp. Traducción de Andrés Barba.


[1] https://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-215311-2013-03-08.html

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POESÍA: Jardín de uñas (2024) de Jorge Pimentel

[POESÍA]: Jardín de uñas de Jorge Pimentel

Fondo de Cultura Económica, 2024. 176 pp.

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Un jardín de aquello que es y no es cuerpo. Las uñas como la transformación de lo que pasa de brindarnos protección a exasperarnos por grotesco (¿la identidad peruana?). Un ecosistema formado a partir de lo descartado que busca restituir su sentido, una conciencia que descubre la razón a través de la poesía. Versos que abren caminos en la niebla y responden a la angustia existencial del hombre sensible, aliviando su desamparo y vulnerabilidad cotidiana. Un poemario que confirma que la poesía de Jorge Pimentel (Lima, 1944) sigue siendo convulsa y beligerante, como dijo Roberto Bolaño, continuando en la apertura de múltiples caminos a partir de ella.

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Aquí, a continuación, una selección de tres poemas:

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INHERENTES

Es sorprendente caminar despacio.

Allá están ellos.

Tú estás acá,

en el pabellón de la desesperación.

No hay búsquedas.

La fiebre es por el poema.

Qué tantas cosas, y qué.

Tampoco abrirán las rejas, y qué.

Sólo tocaré un espacio congelado sin sonrisas.

Y estaré allí,

perpetuamente, en la noche.

*****

GATOS COLGADOS DE LA LUZ DE UN MEMBRILLO

Ese riachuelo tenebroso donde discurren los gatos

hundiendo el apremio como una columna fugaz.

Y se encienden, atronan, palpitan.

Ese promontorio de los gatos colgados de la luz de un membrillo

esforzando el comportamiento, atreviéndose a usar la lengua

para exagerar la ridícula situación

y el asco y el escozor numeral, chúcaro, altisonante

en los contornos, rota la pulpa que encabritó el musgo soñado,

por tres aortas suplicantes de sol

del devuelto rocío tras las cañas

donde el pasadizo de los gatos

estrangulan la vistosidad

asemejándose a la frugalidad del devenir

a la vastedad hiriente de los compromisos adquiridos

a la súplica de los geranios en su condición absorbente

y ligeramente contraventual

para dirigirnos exactamente

a un punto descolorido

usado

gestado

y nunca visto.

*****

CONSOMBRAS

Todo está disputado, la luz, esas ojeras,

el aturdimiento, los pedazos que cuelgan, la desventura,

la cancelación, el cercenamiento, los impulsos, la acidez,

la corrosión, lo inverso angosto, el remezón,

el revés grueso, el temblor derrotado,

la investidura de caracteres, la música de gobernadores

despedazados y trágicos, la trampa de un invierno asqueroso.

Hay que cubrir los forzamientos

la deshumanización esparcida sin soñar

los toscos resultados extremados

las tercas estadísticas alentadas por prófugos

la desidia computarizada enfermando girasoles

los rostros de desconocidos de los desesperados

las huellas en el humo de la grasa

otras velocidades en tu pierna desmayada

otras cavernarias ilusas sonrisas aventadas

a cambio de qué

a cambio de qué

de cuándo, de dónde

y otra vez las razones, esa angosta calle que no fue digerida

que vive en los destrozos

y no tengo más que la verdad que escribo

la verdad untada y sin gárgaras, la verdad creyéndonos.

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Reseña: Hamnet (2021) de Maggie O´Farrell

El dolor de una madre (y también de un padre)

Por Omar Guerrero

Hamnet (Libros del Asteroide, 2021) de la escritora irlandesa Maggie O´Farrell (Coleraine, Irlanda del Norte, 1972) fue elegida la mejor novela del 2021 para el diario El País de España, además de haber ganado un año antes una serie de premios con su publicación en idioma original. Y no es para menos, pues en ese momento aún se vivían los estragos de la pandemia del año 2020 y esta novela se presentaba con una historia desgarradora que aborda el dolor que produce una peste generalizada, sobre todo en una familia; más aún en una madre (y también en un padre). La novela se sitúa en la Inglaterra de fines del siglo XVI en pleno periodo isabelino, aunque cabe precisar que esta no es una novela histórica a pesar de recrear este tiempo y su ubicación. Su enfoque se centra, en su mayoría, en los espacios rurales o bucólicos, todos bastante íntimos, siempre concernientes a lo doméstico, donde se cuenta la vida familiar, incluida la tragedia, de un personaje trascendental de esta época, sobre todo por su importancia en la literatura universal. Me refiero al dramaturgo William Shakespeare, cuyo nombre, por distintas razones, no se llega a mencionar como tal a lo largo de la novela porque él sólo es un referente, o un personaje secundario, o un punto de apoyo para contar esta historia marcada por el infortunio. Y es que su vocación teatral junto al don de la escritura son sólo un motivo para hablar de los sentimientos que embargan a la verdadera protagonista de esta novela. Su nombre es Agnes (aunque se sabe que en realidad se llamaba Anne Hathaway; sin embargo, su padre la nombra de esta manera en su testamento). Ella es esposa y madre de los tres hijos que tuvo con este genio de las letras inglesas mucho tiempo antes de que él se convirtiera en una celebridad. Ella y sus pequeños son quienes abarcan la totalidad de esta historia.

La novela está dividida en dos partes. En la primera, los capítulos son intercalados en dos tiempos, uno referido a la peste y el otro a un pasado reciente. En el primer capítulo, se cuentan los primeros síntomas de la enfermedad de una niña llamada Judith, por lo que su hermano gemelo, de nombre Hamnet, enseguida busca ayuda para que la pequeña sea atendida y curada. Primero recurre a su madre, Agnes; luego a su abuela, Mary, y a su hermana mayor, Susanna, pero no encuentra a ninguna porque han salido de casa. No busca a su padre porque sabe que este vive en Londres trabajando en un corral de comedias; por eso, intenta pedir ayuda a su abuelo paterno, un hombre amargado y desalmado que trabaja como guantero, y de quien sólo recibe violencia de su parte. En su desesperación, y a pesar de estar magullado, Hamnet busca al médico del pueblo, pero en su lugar encuentra a una asistente que lo trata de manera despectiva. Él insiste porque está muy preocupado por la salud de su hermana gemela, por lo que esta mujer cede de mala manera a sus súplicas preguntándole si la niña enferma tiene fiebre y pústulas en el cuello o en otras partes del cuerpo. Hamnet no sabe precisar. No entiende aún el significado de “pústulas” debido a que sólo tiene once años. Aun así, describe el malestar de su hermana. La asistente del médico se preocupa con lo que escucha. El niño ha mencionado los primeros síntomas de una peste que ha llegado a Inglaterra. Y esta enfermedad será la protagonista de los siguientes capítulos impares de la primera parte de la novela donde una madre abnegada intentará revertir, por todos los medios, el avance de este mal.

En los capítulos pares se cuenta la infancia y juventud de Agnes, quien se diferencia del resto de muchachas del pueblo por andar siempre en el campo acompañada de un cernícalo que muchos confunden con un halcón. Agnes también es una conocedora de plantas y hierbas que utiliza como medicinas para curar distintos males. Este conocimiento lo ha heredado de su madre fallecida. Por otra parte, Agnes puede predecir el futuro, o tener cierto tipo visiones, por lo que muchos la confunden con una bruja. Se suma que tiene una belleza singular, razón suficiente para que un joven preceptor de latín se fije en ella. Se trata de un muchacho instruido que es un apasionado de las letras. Este joven enamorado de Agnes es William Shakespeare, a quien ella luego se referirá como “su esposo”, y después como “el padre de sus hijos”.

De estos capítulos sobresale el encuentro íntimo que sostienen ambos dentro de un galpón, donde el narrador (o narradora) hace uso de un erotismo lleno de sutilezas. Y cómo no conmocionarse con el ataque que luego recibe Agnes por parte de su madrastra al enterarse de que está embarazada, acusándola con una serie de improperios y humillaciones. También sobresale el capítulo que narra el segundo parto de Agnes con ayuda de su suegra y de una partera (su primer parto lo hizo sola dentro del bosque donde nunca deja de sentirse mucho más segura y protegida). En este trabajo de parto, todas las mujeres presentes se dan con la sorpresa de la llegada de unos gemelos (los momentos de agotamiento y dolor de la madre, junto al temor de morir dando a luz, y de lo que pueda pasar con los recién nacidos, mantienen en vilo al lector).   

En cuanto a los capítulos referentes a la enfermedad es digno de considerar el episodio del origen de la peste y su recorrido a través de unas pulgas que viajan en un barco desde Alejandría para luego pasar por Venecia y el resto de Europa hasta llegar a Inglaterra, con precisión a Stratford, lugar donde viven Agnes y sus hijos; no sin antes dejar en el camino una serie de fallecidos, muchos de ellos marineros, quienes, sin saber, viajan con este mal que también ocasiona la muerte de algunos animales, como es el caso de los gatos del barco, cuya ausencia da paso a una proliferación de ratas, a las que es necesario matarlas, incluso aplastándolas sin importar regar sus restos manchados de sangre, pues se cree que son ellas las portadoras de esta extraña enfermedad que sólo trae consigo muchas más muertes. Aquí la insalubridad es una muestra más de las pestes que asolaron esta parte del mundo durante esos años.

Otro capítulo muy representativo de la enfermedad corresponde a la visita del médico del pueblo vestido con una máscara con pico de ave, tal como se le ha retratado en distintas ilustraciones, y cuya presencia hacía presagiar un final funesto, pues muchos relacionaban esta imagen con la propia muerte. Un apartado de gran importancia, y también el más conmovedor, es la noche donde la muerte se presenta después de una larga agonía, lo que ocasiona un profundo dolor en Agnes, pues se trata del dolor inconsolable de una madre.

Maggie O´Farrell – Foto: Murdo MacLeod

La segunda parte de la novela está compuesta por fragmentos de la vida del campo y de la ciudad. Unos corresponden a Agnes y otros a su esposo, quien ya ha logrado una enorme fama y fortuna escribiendo obras en los corrales de comedia. Tanto es su prestigio que hasta la misma realeza acude a ver estos espectáculos. Aun así, Agnes se sigue resistiendo a ir a la ciudad, a Londres, para reencontrarse con su esposo, pues teme aún por la vida de los suyos. Sin embargo, todo cambia cuando se entera que su esposo, el padre de sus hijos, ha escrito una nueva obra que no es una comedia sino una tragedia. La ha escrito y ha montado su representación teatral cuatro años después de aquella noche funesta que ella aún no puede olvidar. El título de esta tragedia es Hamlet cuya denominación es tan similar al nombre de su hijo Hamnet. Es entonces que la indignación se acrecienta en Agnes, por lo que se ve en la obligación de ir al estreno de dicha obra sólo para verificar por sí misma la relación que puede haber entre su pequeño hijo con lo que ha escrito su padre. Y mientras va observando esta representación teatral y escuchando sus diálogos no puede dejar de lado su dolor de madre. Y, a la vez, tratar entender el dolor de un padre reflejado a través de unas palabras y acciones ya imposibles de olvidar.  

Como es de suponer, al final, los aplausos, en todo sentido, están garantizados.

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Datos del libro reseñado:

Maggie O´Farrell

Hamnet

Libros del Asteroide, 2021

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Nota de prensa: Paterson City de Omar Guerrero

Lanzamiento editorial: Paterson City de Omar Guerrero

¿Qué es ser peruano? ¿Qué es la peruanidad? Estas preguntas son abordadas en Paterson City de Omar Guerrero, colaborador habitual de la revista. La novela fue publicada por primera vez en el 2010 con el sello Estruendomudo, y toma como locación la ciudad de Paterson, New Jersey, lugar que alberga una buena cantidad de peruanos que han trasladado sus costumbres y su «peruanidad». Se trata de la historia de un niño peruano que llega a los Estados Unidos para obtener un mejor futuro sin dejar de lado todo lo que representa su país, cuyo pasado reciente, lleno de conflictos y violencia, formará parte de un duro aprendizaje.

Esta edición incluye un prólogo del catedrático Giancarlo Stagnaro de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya.

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Aquí algunos comentarios:

«Guerrero revela muy bien en su novela –Paterson City– un detalle importante: que toda esta peruanidad imaginada está atrapada en una cápsula del tiempo». Américo Mendoza Mori. Jugo de caigua.

«Historias que se cruzan y se hacen muy cercanas, migrantes que cargan pasados que prefieren enterrar. Todo esto tiene Paterson City». Gonzalo Galarza Cerf. El Comercio.

Se puede adquirir aquí:

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Reseña: Volver a Yvetot (2023) de Annie Ernaux

Formas de volver a Ernaux

Por Eliana Del Campo

A menudo, cuando se habla sobre los lugares de origen y su influencia sobre la obra narrativa, hay convenciones aceptadas, tácitas y comunes a la mayoría de los escritores. Se mencionan dichos lugares como aquellos donde los sentimientos entran en conflicto. Hace falta buscar una distancia ideal para narrar sobre estos. Se habla de que la ficción solo surge en el exilio: cualquier cercanía puede resultar infértil para el desplegar del genio artístico.  La mayoría de respuestas busca evitar el confesionalismo, con temor de que cualquier exceso de subjetividad se perciba como una negación de la imaginación de quien escribe. Se recrea el lugar de origen desde el horizonte, sin trazos definidos. Se crean personajes, ciudades enteras se vuelven a fundar desde la ficción.

Volver a Yvetot (Ediciones UDP, 2023) es un libro que busca resolver estas cuestiones desde un acercamiento distinto. No desde la ficción sino desde una serie de diarios, cartas, fotografías y discursos. Una miscelánea a través de la cual Annie Ernaux (Lillebonne, 1940) se sumerge en las profundidades de la obra propia y nos presenta una variedad de reflexiones en torno a su pueblo natal, el mismo que se percibe como un entrañable personaje más en muchos de sus libros.

Annie Ernaux regresa a Yvetot con una autopercepción distinta: se reconoce escritora. Y ahí no cambia sólo ella, sino también Yvetot. Pasa de ser el pueblo histórico, ex territorio bélico, a concebirse como uno literario: el Yvetot de Annie Ernaux. Su observadora ha cambiado. Muchas personas pueden vivir en ciudades, pero son pocos los capaces de transformar este hecho en literatura, llevándolos a afirmar: “escribo, pues he vivido. Si no lo escribo, desaparece” (o desaparece uno con él). Al margen de si lo escrito es publicado con la etiqueta de “ficción” o “memorias”, o, en el caso de Annie Ernaux, y según menciona Alan Pauls en el prólogo del libro: “una escritura de vida donde confluyen autobiografía, etnografía, documento, sociología de época, crónica de la vida cotidiana” (p. 14). Algo es definitivo: cuando la escritura (o la escritora) “toca” algo, lo transforma para siempre. La escritora se convierte en una suerte de Midas paisajístico, pues todo lo que su escritura toque será cristalizado en el momento, perennizado al instante. En Yvetot la vida cotidiana continúa, pero en los libros de Ernaux se encuentran los diálogos que absorbió en la infancia: las charlas de taberna, los chismes del vecindario, las adivinanzas, las canciones. Volver a Yvetot da cuenta de la existencia de un espacio pre-literario que, en encuentro con la subjetividad sensible de una infancia solitaria, comienza a gestar en ella un oficio, una vocación:

“A diferencia de las tiendas modernas del centro, aquí no había gente anónima, cada cliente cargaba con una historia familiar, social, incluso sexual, que se contaba veladamente en el almacén y de la que yo, por supuesto, no me perdía una sola miga.” (p. 37)

En este libro podemos notar cómo existe en Ernaux un extrañamiento del mundo, una relación de extranjeridad entre ella y su pueblo natal, una que pasa, primero, por la vergüenza, por ser muy pobre o no provenir de una familia de modales refinados (“… esa escena funda mi sentimiento de vergüenza, mi vergüenza social”). Luego, al elegir una vida intelectual, una asimilación de conocimientos que la separarían para siempre de la manera de pensar de las personas con las que creció, dibujando una frontera que el posterior éxito alcanzado como escritora terminó por demarcar pues “… suponía una ruptura con mi cultura de origen y una adhesión a la cultura dominante” (p. 117). Pese a esto, el ser consciente de esta división solo afianza en ella la voluntad de continuar narrando, con la mayor precisión posible, aquellas historias que marcaron tempranamente su subjetividad de escritora. Una voz precoz que, en las páginas de su diario a los 23 años, terminaría por admitirse a sí misma: “ya nunca podré estar mucho tiempo sin escribir” (p. 98).

Ernaux da cuenta de las brechas económicas y de clase que hay no solo en el acto de leer sino en la posibilidad de acceder a los libros. Así, describe su juventud provincial como una marcada por “… el intento por todos los medios de conseguir libros, que por entonces eran muy caros” (p. 45), así como la prioridad de averiguar cuanto antes la importancia de cada libro, clásico o contemporáneo pues “no es posible leerlo todo y yo [ella] sabía que no todo era bueno” (p. 45). Para Ernaux, la musa no era una persona, era su etnia. Una idea de raza que retoma, como escritora ya laureada, al ser entrevistada por una académica que hizo una tesis sobre su obra: “Es quizás, así como he vengado a mi raza, mediando entre la opacidad del mundo social y la gente que me leía, la he vengado simbólicamente” (p. 118).

¿Cuál es la marca del lugar de origen sobre la escritura propia? A menudo, cierto tipo de crítica literaria vuelve sobre los pasos del escritor cual investigador privado elaborando el perfil de algún sospechoso. Esta crítica se aplaude a sí misma al afirmar “he aquí la clave”, tras encontrar cierta similitud entre un paisaje descrito en un libro y un lugar real. Establece analogías entre los personajes de ficción y personas a las que quien escribe conoció en algún momento de su vida. En el caso de la obra de Ernaux, este tipo de acercamiento sería un despropósito. La mayor parte de sus libros suele tener una declaración inicial que anticipa lo que será narrado, diferentes variantes de la misma idea: Esto viví, esto soy yo. Acaso la declaración más contundente es la frase que abre La vergüenza: “Mi padre intentó matar a mi madre un domingo de junio”.

En sus textos, la escritura recurre a la pulcritud, apuesta por la sobriedad del estilo, pero, por encima de esto, apela a la verdad como recurso literario. Bajo esta perspectiva, los datos que asumimos relevantes de la vida de la escritora, como el hecho de vivir en Yvetot, si abortó o si tuvo un amante, se vislumbran nimios, fútiles. Sus vivencias no son –no pueden ser– el eje de su relevancia artística, sino que esta radica en cómo transformó todas esas experiencias en literatura. De este modo, asumir como dogma lo que la Academia Sueca destacó al otorgarle al premio Nobel (“el coraje y la agudeza clínica con la que descubre las raíces, los extrañamientos y las restricciones colectivas de la memoria personal”) pierde de vista un elemento que transcurre a lo largo de su obra y que, al tratarse sobre ella misma, da cuenta de una transfiguración esencial: el devenir escritora. Un proceso extraordinario del cual, gracias a apuestas como las de Ernaux, tenemos un registro con los hechos y pensamientos que acompañaron este develamiento. Casi en tiempo real, somos testigos del forjamiento de las emociones que modelan su obra. Si Dostoievski es el escritor que mejor retrata la culpa, Annie Ernaux es una escritora que ha consagrado sus libros a examinar la vergüenza: su origen, sus silencios, sus quietas consecuencias. Esto ya le merece un lugar especial el canon actual.

Annie Ernaux

Entonces, ¿cómo volver? Como escritora, hay diferentes caminos. O se vuelve como alguien común o como una celebridad. Y los lectores también tenemos elección sobre cómo volvemos a la obra de nuestros escritores favoritos. Luego del deslumbramiento inicial, uno tiene la capacidad de elegir su propia cronología: o se respeta la existente, comenzando a leer los libros en el orden en el que fueron publicados, o se crea una propia, distinta. En lo personal, dejo que el paso de los días, las circunstancias de la vida o el mero azar decidan qué libro será el siguiente. Para el caso particular de Annie Ernaux, una escritora con una obra cuantiosa, de libros en su mayoría breves, este libro vendría a ser un buen volver. La particularidad del libro, su carácter inclasificable, fragmentario, hace que sea un volver lúdico. Un volver que invita a reflexionar sobre la obra de la escritora para disfrutarla acompañada de una explícita declaración de intenciones: estoy aquí –vuelvo aquí así– por mis libros. Y como lectores, por este libro, volvemos a ella.

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Datos del libro reseñado:

Annie Ernaux

Volver a Yvetot

Ediciones Universidad Diego Portales, 2023,123 pp.

Prólogo y traducción de Alan Pauls

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Reseña: “Ira y tiempo: las figuras” (2024) de Nuria Cano

Entre un cierto origen y la transformación de la vida: sobre “Ira y tiempo: las figuras” de Nuria Cano

Cesar Augusto López

Normalmente hablar de arte nos conduce a palabras tan clásicas como representación. Término, al parecer inocente, que nos conduce hasta Platón y a su constante búsqueda del primer momento, del primer ejemplo, de lo idóneo como la suma tarea de lo filosófico, de lo político y, sin duda, de lo estético. Este mismo “yugo” es el que carga Peter Sloterdijk cuando se pregunta sobre la ira, en tanto primer motor de la cultura occidental propuesta por la Odisea y que podría haber inspirado el título de la muestra de Nuria Cano, en esta ocasión. Sin embargo, si nos dejamos guiar por los pesos pictóricos de la exposición, otra forma histórica se nos propone.

En primer lugar, consideramos que la vida prima en el conjunto, uno que lleva por subtítulo “las figuras”; figuraciones que se alejarían de la ira como premisa. El gran parteaguas que conduce nuestra mirada es una intensidad de entrañas que se eleva fálicamente entre el Día de la ira, una que queda velada en tres momentos detrás de ella y la reconfiguración de la percepción que no se queda presa solamente en la cólera, que no pertenecería a la razón de ser de las pinturas, sino a un momento que se encuentra desapareciendo en la dinámica del mundo de las entrañas o la vida, creemos. La intensidad no debe ser confundida con la rabia. Es decir, si bien la ira podría encontrarse más que delineada en la división de dos grandes momentos o cargas en la muestra, es una forma de mirar una rendija mayor en que la interioridad de la carne, la sangre y los órganos, la imponente acuarela titulada Ira, serían el gran fondo sobre el que se construye y alcanzarían un balance total para los elementos expuestos por Cano. Y si entendemos ese gran tajo como una frontera, como una mirada privilegiada que se acerca al flujo de la ira, podríamos atrevernos a decir que prima, finalmente, el gran oleaje o vibración del interior de los cuerpos por sobre la ira que queda en marcas sobre una pared o en una puerta, pero que no forma como parte directa del proceso de parir, desde dentro, disculpando la redundancia, la multiplicidad. Las entrañas poco se interesarían por marcas ajenas a un cuerpo que continúa en el mundo de las percepciones y que se arriesga a presentar más formas que se podrían relacionar con la intensidad de momentos marcados por lo violento. La expresión vital sería la que prima.

En un segundo momento, surge la siguiente pregunta: ¿qué queda después del conflicto, de esa especie de origen de la cultura, después de haber experimentado el dolor y la muerte y sobrevivir? Tal como dijimos que la vida impera en la muestra, esta se caracteriza por atreverse a la experimentación. Por eso es que nos encontramos frente a dos cuerpos que se funden, en el óleo titulado Tiempo, sobre ondas y en una especie de teatro barroco del que no se puede perder de vista su fondo, la profundidad. Habría, pues, un vistazo doble, porque tenemos una exposición del interior en las entrañas, pero, luego, un fondo de ventana con el que interactuarían los cuerpos, un mundo paralelo. La intensidad de las carnes enlazadas y casi una, el retorno a la pareja, al dueto, sería un después de la soledad en la que se podría hacernos creer que la ira nos condena si asumimos que es una raíz, antes que solo un momento de la existencia. No se crea que hay un concierto ordenado y nada más, sino la insistencia de la percepción vital y de otras interioridades. Se puede observar este aspecto en las cabezas impresas en 3D, cabezas habitadas por restos, pero, más interesante aún, la posibilidad de jugar con la vida (una araña dentro de una de las testas, llamada Martina, y que forma parte de la instalación) a modo de instalación biológica. Creemos que la vida triunfa en la expresión, por ser su origen real y que, además, no sería solo patrimonio de lo humano. No solo habría telarañas en la cabeza, como se suele decir bajo efectos del enredo emocional, sino que hay una libertad de lo vital en la reconfiguración de la memoria y sus intereses.

Más adelante, un feto en un frasco (Hijo no nacido) se nos muestra en la transparencia de su dolor. Nos encontramos frente a la exhibición doble de un estertor o un quejido primero. No creemos que solo tenga que ver con aquel desconforto del nacimiento, sino, también, con la necesidad de ser paridos y el grito primero contenido, aquel que se gesta en el vientre, en medio del flujo de lo sanguíneo y orgánico que caracteriza el cuerpo femenino. Si bien podríamos inclinarnos hacia una interpretación o aproximación negativa u oscura de la muestra, sentimos que la misma, a su vez, se nos presenta como un alcance múltiple que rebasaría la dictadura de lo masculino en la sección alta de las entrañas y los tres golpes que quedan velados detrás de ellas. No es un femenino angelical ni un bebé ideal, sino la manifestación de lo vital en su impacto totalizante, jamás totalitario, que la artista exhibe en “Ira y tiempo: las figuras”. Podemos decir que el imperio de las intensidades se nos expresa en el conjunto y en sus piezas.

Continuando con el paseo de nuestra mirada, se nos presenta una relectura de Van Gogh en los Zapatos; una instalación que permite el ingreso a la experiencia del trabajo, de la caminata como el tiempo marcado en el calzado. Más aún, para meditar la multiplicidad de la vida, de las ideas y de la memoria misma, ambos zapatos se encuentran con florecientes cabezas que pugnan por salir de ellos, por existir acaso. La independencia de las intensidades, de la experiencia del caminar, van más allá de la sola constancia del trabajo en un par de objetos que recubren los pies. La labor diaria del traslado es más que solo la constancia del dolor subjetivo, se permite la intrusión (?) de las vidas que se entrelazan en el andar o en el oficio de vivir como llamó, así, a su diario Cesare Pavese. Si se busca unidimensionalidad en la propuesta de Cano, podemos asegurar que esa empresa será infructuosa, porque prima en su trabajo las afecciones que buscan su forma. Si bien lo que acabamos de mencionar no es una novedad, queremos sustentar nuestra mirada en la dinámica de la vida y en su sinergia montada en el conjunto y su, aparente, lejano diálogo.

El último trabajo (De los pies a las voces) insiste en el estado de flujo que se consigue “controlar” con el óleo. El personaje es un preso o un loco; aquí nos encontramos ante la desnudez encerrada, una manifestación más del juego de pliegues entre lo interno y externo a modo de crítica de lo que solemos asumir como visible. Dos variables más podemos agregar: la mirada y los pies descalzos. Hacia el final, ¿podríamos pensar en una figuración del tiempo? ¿Podríamos sentir en unos pies cansados, que se dirigen hacia nosotros, el tiempo que podría incluso detenerse en un solo ojo cansado que los interpelaría? La narratividad de la muestra culmina en un cuerpo que ha llegado a algún lugar y que ha interiorizado diversos momentos tanto de la carne como de la memoria en sí. Creemos que aquella síntesis se puede reconocer en aquel ojo que, sin exagerar, sería aquel cristal del tiempo del que hablaba Tarkovski, pero trasladado a la pintura y que se destila en la perspectiva para cuestionar el dolor que no le pertenecería a la sola ira, sino a la misma condición de la vida y la existencia múltiple que se intentaría asir y dar sentido. Creemos que la razón masculina no sería el norte de la muestra, sino la construcción femenina de miradas intensas, interpretaciones no representativas (acaso si existen como se aspira desde el mencionado Platón) de un conjunto de afectos que no se cerrarían a un intimismo autónomo, sino, más bien, abierto a la diversidad de los encuentros, a la diferencia de las formas que contienen otras formas. Acontece en la muestra algo que podríamos llamar ampliación estética, desde nuestro punto vista y al ritmo de la materia pictórica, el peso material de la acuarela, como hecho renuente a la fijación y dispuesta al vibrato, quizá de los órganos que no percibimos, a pesar de que nos constituyen y nos permiten ser. Estas serían, entonces, nuestras razones para visitar, experimentar y dialogar con el retorno de Nuria Cano en el Monumental Callao, Casa Fugaz, sala 112 (Jr. Constitución 250), desde las 11:00 a. m. hasta las 6:00 p. m. de lunes a sábado.