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Reseña: Ales junto a la hoguera (2024) de Jon Fosse

El fiordo de los porqués

Por Sebastián Uribe

¿En qué pensamos cuando hablamos de fantasmas? ¿qué dicen sobre nosotros y qué proyectamos en ellos? Atraídos por la posibilidad de su existencia, no reparamos muchas veces en aquello que genera nuestra fascinación: la capacidad que les otorgamos de anular la muerte y asignarle a la vida una dimensión que vaya más allá de lo corpóreo. Jon Fosse (Haugesund, 1959) explora la inmanencia de las relaciones familiares en una novela tan extraña como fascinante, sostenida por una constante pregunta: ¿por qué?

“Por qué desapareció Asle”, se sigue preguntando Signe, su esposa, veinte años después. ¿Por qué no dijo nada?, ¿por qué se fue así sin más? La novela abre con un torrente de preguntas que se hace la protagonista antes de dar paso a la rememoración de los diálogos que tenía con su marido, su día a día, la cotidianidad que se había formado en la vieja casa, mientras el tiempo no deja de trascurrir. Existe una contradicción que aflige a los personajes de la novela a medida que van apareciendo en escena y se va reflejando en el paisaje que los rodea, sobre todo en el fiordo, escenario principal de la historia.

Fiordo: golfo estrecho y profundo, entre montañas de laderas abruptas, formado por los glaciares durante el periodo cuaternario. Fosse usa este accidente geológico, típico de las regiones nórdicas, como metáfora de los tormentos de sus protagonistas y su vulnerabilidad frente a los cambios que se producen en sus vidas, tan repentinos como una avalancha o una tormenta. La ocurrencia de estos, con furia y vértigo, no deja rastro visible al día siguiente, la mayoría de veces, pero sí grietas inexorables por las que se cuela la desgracia:

“…y está tan oscuro que no se ve nada, y ya pronto tendrá que volver, piensa, y luego este viento, y esta oscuridad, y las olas, la fuerte marea, y qué frío hace, y tan encrespado está el mar que las olas rompen sobre el muelle y sobre ella, hace un tiempo horrible, piensa, y ya pronto tendrá que venir ¿no? piensa ¿y ahí afuera? ¿no se ve una especie de luz? ¿como si luciera una hoguera, ahí afuera en el Fiordo? ¿Y no reluce en morado? no, no puede ser, pero, aun así, piensa ¿y dónde estará él? ¿y su barca? no se ve nada, pero ¿dónde estará? ¿y por qué no viene? ¿no quiere estar con ella? ¿será eso?” (pág. 96)

Asle tenía por costumbre salir con su pequeña embarcación de remos. Una acción que se repite inalterable hasta su desaparición. Esto gatilla las preguntas de Signe sobre ella misma, su relación con Asle y la vida en conjunto que tenía. Por qué se aleja, por qué necesita tanto esa soledad en el medio del agua. La angustia de ella, marcada por una narración sin pausa, que, por momentos, recuerda a la prosa de António Lobo Antunes, se ve continuada por la de Asle quien en medio del agua empieza a desconcertarse por visiones de lo que hasta ese momento residía en él como recuerdo, como pasado inmutable: su tatarabuela Ales y el pequeño hijo de dos años de esta.

A partir de lo anterior, se quiebra la temporalidad y la narración se dirige hacia un caótico flujo de conciencia que Fosse encamina con habilidad a través de una serie de imágenes que dan cuenta de los miedos presentes y pasados que se conectan y explican como signos de una circularidad inevitable: accidentes mortales, regaños y desdichas, una casa de la que nadie quiere (o puede) huir, o un fiordo capaz de dar y quitar la vida. Todo esto, a través de un conjunto de voces que irrumpen y se disputan el protagonismo:

 “y entra en la casa y las viejas paredes de la entrada lo envuelven y le dicen algo, como hacen siempre, piensa, siempre es así, lo note o no lo note, piense o no piense en ello, las paredes están ahí, y es como si unas voces silenciosas le hablaran desde ellas, un gran silencio hay en las paredes y ese silencio dice algo que no se puede decir con palabras, él lo sabe, piensa, y hay algo detrás de esas palabras que se dicen constantemente, que está en el silencio de las paredes, piensa, y se queda quieto mirando las paredes, pero ¿qué es lo que le pasa hoy? ¿por qué está así?” (pág. 54)

La única diferencia entre los nombres de Ales y su tataranieto Asle es la posición de una letra. Una sutil pero determinante diferencia que, a su vez, da cuenta de lo que permanece y se repite. Así, van apareciendo las cinco generaciones que precedieron a Signe y Asle, incluso un tío homónimo fallecido a temprana edad, para recordarnos que la distancia temporal se puede diluir de un momento a otro para instalarse como presente y que deshacerse de ello no es tan simple. Hay puentes que no desaparecen y relaciones que se instalan de forma irremediable y extraña, como lo muestran algunas líneas que hablan de la relación de Signe y Asle:

desde la primera vez que lo vio venir caminando hacia ella, y la miró, y ella se quedó ahí quieta, y se miraron, se sonrieron, y era como si se conocieran de antes, como si se conocieran de toda la vida, de alguna manera, y simplemente hiciera una eternidad que no se veían, y que por eso la alegría fue tan grande, el reencuentro les produjo tanta alegría a los dos que la alegría tomó el mando, los dirigió, los dirigió el uno hacia el otro, como si hubieran perdido algo, algo que les hubiera faltado toda la vida, pero que ahora estaba ahí, por fin, ahora estaba ahí, así lo sintieron la primera vez que se vieron, por mera casualidad, como fue en realidad, y no les resultó difícil, ni les dio miedo, es que era como una obviedad, como si no se pudiera hacer nada al respecto, como si ya estuviera decidido” (pág. 63).

Los fantasmas familiares se desplazan por esta novela como una respuesta a las cavilaciones de los protagonistas. Estar y no estar, presente y pasado, son categorías que pierden fuelle frente a las emociones que los sobrepasan. Sentimientos de tal hondura, capaces de oponerse a las fuerzas de la naturaleza, asumiendo distintas formas para permanecer y seguir circulando como herencia, como recuerdo, como espectros que se aferran a la existencia a través de los vivos.  Más que cuestionarse por el origen de estos fantasmas, Fosse plantea otro camino: preguntarse cómo vivir con ellos.

Por fortuna, desde que fue galardonado con el Premio Nobel, son cada vez más los títulos del escritor noruego que han sido traducidos al español y se pueden hallar en librerías. Aquí les propongo una buena puerta de entrada a su obra, con esta novela que se instala en el lector como una grata alucinación, una quimera sublime.

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Datos del libro publicado:

Jon Fosse

Ales junto a la hoguera

Random House, 2024, 112 pp.

Traducción de Cristina Gómez-Baggethun y Kirsti Baggethun

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Reseña: Cuchillo. Meditaciones tras un intento de asesinato (2024) de Salman Rushdie

Un segundo intento de vida

Por Omar Guerrero

Cuchillo. Meditaciones tras un intento de asesinato (Random House, 2024) del escritor hindú Salman Rushdie (Bombay, 1947) es un libro de no ficción donde el autor brinda en primera persona, a modo de testimonio, y de manera muy íntima, lo sucedido el 12 de agosto del 2022 cuando fue agredido y casi asesinado en el auditorio del Instituto Chautauqua al norte del estado de Nueva York por parte de un joven de veinticuatro años que salió entre el público asistente y se presentó ante él armado con un cuchillo. Fueron quince puñaladas que cayeron sobre Rushdie, primero en la mano izquierda, luego en el cuello, en el ojo derecho y en el resto del cuerpo. La intención era asesinarlo tal como lo solicitaba la fetua emitida por el ayatolá Ruhollah Jomeini de Irán en 1989 como sentencia y veto a la novela Los versos satánicos por parte del islamismo. Después de treinta y tres años de haberse dado este cuestionable decreto, parecía cumplirse esta sentencia por parte de un joven fanático de origen libanés, quien, una vez que fue detenido, llegó a confesar que sólo había leído las dos primeras páginas de la novela de Rushdie, además de ver una serie de videos en Youtube donde se le calificaba de “farsante”, con lo que quedó convencido que debía de cumplir con esa orden tan absurda.

Lo que más sorprende de Cuchillo es que el autor cuestiona muchas cosas, sobre todo a su persona. Lo mismo hace con su agresor, a quien nombra sólo con la letra A. De él intenta entender su despropósito para luego describirlo, aunque también busca humillarlo y dejarlo en ridículo por sus creencias. Es el recurso más inmediato y el más efectivo que tiene para desatar su indignación y cólera por lo sucedido. No es para menos si se trata del punto de vista de la víctima. Por otra parte, para demostrar el miedo y el dolor sufrido, de él y de sus familiares, toma como ejemplos a libros y a autores que han desarrollado temáticas como la vida, el peligro, la muerte y la ceguera. Esta última de mayor repercusión por las consecuencias irreversibles de un acto tan condenable.

Miro en retrospectiva a ese hombre feliz -yo- bañado en luz de luna estival un jueves de agosto por la noche. Se siente dichoso porque la escena es bella; y porque está enamorado; y porque ha terminado su novela -acaba de hacer lo último que se hace: corregir las galeradas- y las primeras personas que la han leído están entusiasmadas. La vida le sonríe. Pero nosotros sabemos lo que él ignora. Sabemos que ese hombre feliz junto al lago corre peligro de muerte. Y el hecho de que él no sepa nada hace que nuestro temor sea más grande aún.

A este recurso literario se lo conoce como prefiguración. Uno de los ejemplos más citados de ello es el famoso comienzo de Cien años de soledad. «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento…». Cuando nosotros, como lectores, sabemos lo que el personaje ignora, quisiéramos advertirle. «Corre, Ana Frank, mañana descubrirán tu escondite». Al pensar en esa última noche de despreocupación, la sombra del futuro se topa con mi memoria. Pero yo no puedo advertirme a mí mismo: demasiado tarde para eso. Lo único que puedo hacer es contar la historia. (pp. 22-23).  

Llama la atención el uso de la ironía al relatar todos estos hechos. El autor brinda detalles de lo que sintió una vez que estuvo tendido en el piso mientras se desangraba. Hasta llega a mencionar las pertenencias que llevaba consigo como su billetera con algo de dinero y tarjetas de crédito, además de un cheque como pago por su asistencia a este conversatorio donde iba a hablar de la seguridad que existe en un país como Estados Unidos para los autores extranjeros. El tema llevaba por título “Más que un refugio: Redefinir el hogar norteamericano”. Lo cierto es que este refugio resultó vulnerable por completo, lo que se entiende como un indicio más de su ironía. Rushdie también recuerda que llevaba un traje Ralph Laurent que fue cortado en tiras y despojado de su cuerpo para detectar la gravedad de sus heridas y así poder asistirlas. Y mientras esto sucedía él se lamentaba por el triste destino de su traje de marca. Este mismo pesar recayó también sobre el cheque que llevaba consigo y que terminó manchado con su sangre, el cual quedó como evidencia para la policía con el fin de incriminar al culpable de este ataque.  

El libro está divido en dos partes. Cada uno está compuesto por cuatro capítulos. Uno de estos capítulos está dedicado a su esposa Eliza, quien cobra un papel preponderante en su internamiento y recuperación, además de brindarle todas las fuerzas para afrontar lo sucedido hasta el final. Por supuesto que también se menciona al resto de su familia y a los amigos. Entre estos amigos sobresale su agente literario Andrew Wilye, conocido en el medio editorial con el apelativo de “El Chacal” por su implacable actitud y rudeza al momento de negociar los derechos de sus representados. Sin embargo, en esta ocasión se le menciona como una persona sensible capaz de llorar ante un hecho tan alarmante:

Ella habló con nuestros agentes literarios, Andrew Wylie y Jin Auh. Andrew estaba llorando. Éramos amigos desde hacía treinta y seis años, y en el huracán que me alcanzó tras la publicación de Los versos satánicos y la fetua Jomeini, él había sido mi mayor y más leal aliado. Habíamos librado juntos aquella guerra, ¿y ahora esto? Era demasiado. Pero tocaba pasar a la acción, no a las lágrimas. […] (p.59).

[…]

La primera visita que recibí, familia aparte, fue la de mi agente y amigo Andrew Wilye. Andrew parece un hombre adusto pero es muy sentimental, y cuando nos abrazamos casi rompió a llorar. Andrew es una persona leal, cariñosa, muy inteligente y muy divertida, nada que ver con ese apodo que ha colgado el mundillo editorial, «el Chacal». (Creo que a él le gusta. Le hace parecer peligroso). Me dejó clara su idea sobre cómo salir adelante. (p.96).

A lo largo de estos capítulos el autor se refiere al lector como si fuese su confidente. Sucede, sobre todo, cuando tiene que describir el dolor de las intervenciones quirúrgicas (la del párpado de su ojo derecho lo considera como uno de los dolores más insoportables que ha tenido en su vida). El dolor que secunda a estas confidencias corresponde a las terapias, tanto físicas como psicológicas. Aquí Rushdie confiesa que lograr movilizar su mano izquierda fue casi una tortura. Su único consuelo para estas sesiones es que su fisioterapeuta era una lectora asidua de su obra, pues ya había terminado Grimus y tenía muy avanzada Hijos de la medianoche. En cuanto a lo psicológico sus heridas parecían ser mucho más profundas, incluido el miedo, sobre todo con la presencia de otros males como un posible cáncer de próstata que requería ser descartado.

Y al mencionar este mal tan temido es inevitable no relacionarlo con lo que en ese momento estaban padeciendo otros amigos y colegas de las letras. Su condición de enfermos, no sólo de cáncer sino también de otras dolencias, le hace entender al propio Rushdie de la vulnerabilidad del hombre junto a la brevedad del paso del tiempo y, más aún de la vida, sobre todo si esto afecta a escritores cuyas obras ya los han convertido en seres inmortales, aunque no en un sentido literal:

Martín (Amis) llevaba dos años luchando contra un cáncer de esófago, el mismo tipo de cáncer que había acabado con su mejor amigo, Christopher Hitchens. La quimioterapia había funcionado, la cosa estaba remitiendo, pero luego el tumor volvió, más quimioterapia, esta vez sin resultados, hasta que le operaron y le dijeron que había habido suerte. Cuando vimos a Martín en casa de Morgan y Rachel estaba tan flaco que daba pena, y hablaba con un hilillo de voz, pero su inteligencia no había menguado un ápice y se mostró muy cariñoso conmigo. […] (p.133).

[…]

Hanif Kureishi perdió el conocimiento en Roma y cuando volvió en sí no podía mover los brazos y las piernas. Ha estado escribiendo -mejor dicho, dictando- un blog hermosamente valiente, sincero y divertido en la plataforma Substack sobre sus penurias. Al parecer su movilidad ha mejorado un poco, pero hoy por hoy no está claro cuándo (o si) recuperará el uso de su mano derecha, la de escribir. A los cuatro días de conocer lo de Hanif, me entero de que Paul Auster tiene un cáncer de pulmón. Paul y su mujer, Siri Hustvedt, habían participado en el acto de apoyo a mi persona en los escalones de la biblioteca, pero ahora se enfrentaban a su propia crisis. […] (p.134).     

En cuanto a lo psicológico, el temor parecía menguar, más no los deseos de confrontar al agresor, entendido como un anhelo de querer encontrar una explicación por lo sucedido y, más aún, por lo sufrido. Su anhelo también es querer conocer el origen de tanto odio. Y al no poder acceder a este requerimiento, Rushdie recurre a la ficción para recrear una entrevista tan igual como lo hizo Beckett en la vida real con el proxeneta que le asestó un par de puñaladas sin llegar a matarlo. En esta entrevista se evidencia la humillación hacia su agresor por sus absurdas respuestas y también ante la negativa de responder. 

Otra mención relevante es el fallecimiento de Milan Kundera mientras Rushdie se reponía de sus heridas. Y al enterarse de esta muerte, Rushdie llega a recordar la imposibilidad de experimentar una segunda vida, cuya idea se puede deducir al leer La insoportable levedad del ser y los otros libros de Kundera. Por supuesto que también recuerda un poema de Raymond Carver escrito a partir del diagnóstico de un cáncer letal:

Estaba teniendo lo que Kundera creía imposible: un segundo intento de vida. Había sobrevivido contra todo pronóstico. Ahora la pregunta es: Cuando te dan una segunda oportunidad, ¿qué uso le das? ¿Qué haces con ella? ¿Qué deberías hacer igual y qué podrías hacer diferente? Me vino a la cabeza Raymond Carver, concretamente su poema «Chollo», que iba sobre el momento en que le dijeron que le quedaban seis meses de vida, aunque luego viviría diez años más. El poema fue escrito tras saber que finalmente el tiempo se le había acabado. El cáncer de pulmón lo tenía entre sus garras y ya no lo iba a soltar. (pp. 168-169).  

Después de todo lo sucedido no es ningún secreto de que Salman Rushdie ha perdido el ojo derecho. En la primera solapa del libro aparece su foto con sus clásicas gafas, aunque el lente del lado derecho se presenta oscuro en su totalidad para cubrir el ojo dañado. Sin embargo, Rushdie en esta foto estira la comisura de los labios de manera muy leve, de una forma casi imperceptible. No es una sonrisa en todo el sentido de la palabra como lo hizo García Márquez cuando mostró su ojo amoratado después del famoso golpe que recibió, que, en sí, fue otra forma de agresión, pero no tan desmedida. Lo de Rushdie es un gesto diminuto, muy sutil. Se podría decir que no es una sonrisa de triunfo. Aunque tal vez sí lo sea. Es su manera de decir que aún está vivo, que ha sobrevivido y que seguirá escribiendo, pese a quien le pese. Esa es su revancha. Es su segundo intento de vida.

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Datos del libro reseñado:

Salman Rushdie

Cuchillo. Meditaciones tras un intento de asesinato

Random House, 2024

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Reseña: Chamanes eléctricos en la fiesta del sol (2024) de Mónica Ojeda

Un mundo andino psicodélico

Por Omar Guerrero

Chamanes eléctricos en la fiesta del sol (Random House, 2024) de la escritora ecuatoriana Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988) es una novela que muestra un mundo andino retrofuturista que no deja de lado los elementos tradicionales que la caracterizan, sobre todo en su cosmovisión, debido a que los mitos y los personajes fantásticos provenientes de la tradición oral aquí siempre están presentes. Lo curioso es que este espacio se encuentra intervenido a modo de un sincretismo que conjuga lo divino y lo pagano, la naturaleza y el hombre, porque todo empieza con un festival llamado “Ruido solar” cuyo nombre es tomado de un poema del autor autóctono Ariruma Pantaguano, conocido por ser un poeta postapocalíptico cuya obra reúne otras características como el cli-fi ancestral (clima ficción o ficción climática) y la anarcoliteratura juvenil (todo indica que este referente ficticio que desarrolla temáticas sobre la naturaleza y la violencia urbana, mencionado de manera muy breve al inicio, es un guiño contundente para lo que se desarrolla a lo largo de esta novela).

Ruido solar es un macrofestival que dura ocho días y siete noches. Esta es su quinta edición, por lo que ya es conocido en congregar a grandes multitudes, entre los que se encuentran chamanes, poetas, músicos, bailarines, performers, amantes del New Age, artistas de todas las latitudes y muchos, pero muchos jóvenes que al llegar allí se entregan a la música, que va desde lo tradicional o lo étnico hasta llegar a lo electrónico (este último con mucho estruendo y pogueo de por medio), lo que desata el desenfreno y los excesos; más aún con el consumo de drogas, en especial si son alucinógenas como los hongos, muy al estilo de Woodstock pero en los andes.

Todo esto ocurre en las laderas del volcán Chimborazo, en la sierra central de Ecuador, y su motivo principal es la celebración del Inti Raymi (Fiesta del dios Sol), razón suficiente para que dos muchachas residentes en Guayaquil viajen a este festival impulsadas por su deseo de aventura y sus ansias juveniles. Una vez allí tendrán la revelación de otros aspectos relacionados a la naturaleza y a su pasado, en especial con sus relaciones familiares, sobre todo con la paternidad ausente, siempre a través de visiones o recuerdos, además de sus anhelos. Por todas estas razones se asume que esta historia es un viaje fantástico, místico y lisérgico.

La novela está dividida en siete partes y transcurren de manera intercalada entre los años 5540 y 5550 del calendario andino. Sus personajes principales son Noa y Nicole. Ellas son dos amigas que salen de Guayaquil no sólo por su interés en el festival sino por su deseo de alejarse de la violencia que impera en su ciudad, además de un interés personal y familiar para una de ellas. Se suman otros personajes juveniles como Mario, Pedro y Pamela (esta última está embarazada pero no sabe el sexo de su bebé, por lo que lo llama “hije”). A todos ellos se les cede la voz como narradores, o como un coro de personajes sólo para brindar sus experiencias dentro del festival, más aún de la euforia que sienten con la música y la magia que ofrece el paisaje, en especial la fuerza telúrica del volcán con sus sismos u otras manifestaciones que provienen de la misma naturaleza, lo que produce ciertos impulsos o reacciones en las personas como si existiese una conexión entre la tierra y el cuerpo: “Si un volcán estallaba le daba fiebre, si caían cenizas del cielo dejaba de comer, si la ciudad se inundaba por las lluvias tenía pesadillas que la hacían gritar” (p.11).

Otro de los impulsos es la necesidad de acercarse a la cosmovisión andina, en especial a los personajes tradicionales que se presentan como parte de la fiesta y el folklore. Un ejemplo de ello es el “yachak”, considerado como un chamán que sabe o que es un conocedor, al mismo tiempo que es un sanador. Otro ejemplo es la fascinación que despiertan los “Diablumas” para el personaje de Mario, quien los define de la siguiente manera: “Un Diabluma tiene dos rostros: uno que mira hacia adelante y otro que mira hacia atrás. Tiene colores y doce cuernos. Solo el Diabluma prende el fuego de la fiesta del dios Sol, eso se sabe” (p.23).

Con estas experiencias surge también la fascinación por la palabra, sobre todo al conocer a un personaje al que se le menciona con el nombre de Poeta, aunque la importancia del arte de los versos no proviene de lo que crea este personaje en mención, sino de otros poetas reales de mucha tradición que se insertan en esta ficción para darle verosimilitud a la historia, más aún si su ámbito es andino y latinoamericano. Es el caso de Ernesto Cardenal con su poema “Cátinga I”, o de Jorgenrique Adoum con su poema “El amor desenterrado”, y Jorge Eduardo Eielson con su poema “Firmamento”. A este último se le cita como parte del discurso de uno de los personajes juveniles: “Carla quiso que uno de nuestros temas sonara en la luna, pero no tuvimos suerte poniéndonos en contacto con la NASA. La canción se llama «Deseo de firmamento» y su letra es un poema de Eielson: No escribo nada / que no esté escrito en el cielo / la noche entera palpita / de incandescentes palabras / llamadas estrellas” (p.102).

Es indudable que la presencia de los elementos fantásticos del mundo andino, en general, no sólo ecuatoriano, como sus mitos y seres sobrenaturales, sean divinidades o condenados, propios de un bestiario, son quienes cobran un mayor realce con la sola mención de sus nombres, pues así se evidencia: “Naturalizó versiones de la serpiente Amaru, del Huiña Huilli, del Jarjacha, del pájaro Inti y de Quesintuu y Umantuu, las sirenas precolombinas del lago Titicaca. Me aseguró que aquellas criaturas eran reales que habitaban en los bosques y en las montañas” (p.149).

Resalto que estos seres sobrenaturales corresponden a un mundo andino en general, y que la autora sabe utilizar como recurso, porque estos se presentan en todos los países de la comunidad andina, más aún por compartir una similitud en su geografía: “A tu abuela le gustaban las sirenas bolivianas, chilenas y peruanas, le dije: las de los lagos Titicaca y Poopó, las de la Laguna de Paca, las de la Laguna Negra. Sirenas Chilotas, shumpalles y pincoyas” (p.209).

A estos seres sobrenaturales se añaden los personajes fantásticos que se caracterizan por su aspecto sombrío y cruel sin importar siquiera que se traten de los miembros de una misma familia. De ahí que se le denomine a su autora como una representante del “Gótico andino”, temática que ya se ha trabajado en su libro de cuentos “Las voladoras”. Aquí dos ejemplos: “A mis ojos, mi madre era oscura, alguien que hurgaba con desesperación en los intestinos del mundo y que se encerraba para reproducir las bestias del bosque” (p.132).  “La gente del pueblo decía que en las madrugadas, la cabeza voladora de mi madre se desprendía de su cuerpo y flotaba hacia el bosque para invocar espíritus perversos” (p.150).

Por supuesto que también existen seres benévolos, sobre todo dentro de la fauna. Aquí se mencionan a ciertos animales que otorgan bondades o que son beneficiosos para el hombre. Y no sólo me refiero a los animales salvajes de esta región como el cóndor, que son de buen augurio, sino también a los animales domésticos como el perro, que no sólo brinda compañía, sino que también es partícipe de ciertos acontecimientos. Incluso, hasta ayuda a revelar algunos hechos ocultos como desenterrar un feto escondido en el bosque (p.148). Con este ejemplo es evidente que, a pesar de las bondades de los animales, lo sombrío no deja de manifestarse

Sin duda que el resultado de toda esta oscuridad es el miedo, no sólo por lo sobrenatural, sino también por la misma realidad relacionada con la violencia, tanto del hombre como de la naturaleza, entendidos ambos como amenazas, dejando en evidencia la vulnerabilidad de las personas, o de las víctimas, más aún si se trata de mujeres: “[…] el Poeta cambió la emisora y yo pensé que nada cambiaría nunca: que siempre tendríamos miedo de los narcos, de los militares, de los policías, de las autodefensas barriales, de la pobreza, de la impunidad, de la indiferencia, de las erupciones volcánicas, de los terremotos y de las inundaciones, es decir, del cielo y de la tierra por igual. Siempre tendríamos miedo y no habría ningún sitio a dónde ir porque ni las ciudades, ni el páramo, ni la selva, ni el océano eran seguros” (p.165). 

Y a pesar de intentar refugiarse, o evitar el miedo, la violencia siempre se manifiesta como si fuese una característica de un país o de todo un continente, dando paso al espanto y al dolor que ya no se puede esconder: “En ocasiones también ayudaba a los vecinos a recoger los cadáveres de las calles. Al principio esperábamos a que viniera la policía e hiciera lo que tenía que hacer, pero tardaban horas, incluso días en llegar, y mientras tanto el barrio convivía con el cuerpo en descomposición de alguna persona asesinada por los sicarios. No queríamos que los niños lo vieran: cubríamos los cuerpos, los movíamos de las vías y limpiábamos la sangre” (p.282).

Junto a todas estas características se suman las referencias de distintos nombres relacionados con la cultura de un país y una región. Y estas menciones no son sólo literarias sino también artísticas y hasta musicales. Es así como se mencionan los nombres del poeta ecuatoriano Efraín Jara Idrovo (además de los ya mencionados), la pintura de Oswaldo Guayasamín, la música de Rita Indiana, de Bomba Estéreo, Dengue, Dengue, Dengue y Los Jaivas.

Y como lo sonoro tiene una gran repercusión en la novela, la autora ha decidido trascender la ficción al crear una playlist para que cualquier interesado se traslade a la festividad de Ruido solar a través de la música:

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Datos del libro reseñado:

Mónica Ojeda

Chamanes eléctricos en la fiesta del sol

Random House, 2024