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Reseña: Chamanes eléctricos en la fiesta del sol (2024) de Mónica Ojeda

Un mundo andino psicodélico

Por Omar Guerrero

Chamanes eléctricos en la fiesta del sol (Random House, 2024) de la escritora ecuatoriana Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988) es una novela que muestra un mundo andino retrofuturista que no deja de lado los elementos tradicionales que la caracterizan, sobre todo en su cosmovisión, debido a que los mitos y los personajes fantásticos provenientes de la tradición oral aquí siempre están presentes. Lo curioso es que este espacio se encuentra intervenido a modo de un sincretismo que conjuga lo divino y lo pagano, la naturaleza y el hombre, porque todo empieza con un festival llamado “Ruido solar” cuyo nombre es tomado de un poema del autor autóctono Ariruma Pantaguano, conocido por ser un poeta postapocalíptico cuya obra reúne otras características como el cli-fi ancestral (clima ficción o ficción climática) y la anarcoliteratura juvenil (todo indica que este referente ficticio que desarrolla temáticas sobre la naturaleza y la violencia urbana, mencionado de manera muy breve al inicio, es un guiño contundente para lo que se desarrolla a lo largo de esta novela).

Ruido solar es un macrofestival que dura ocho días y siete noches. Esta es su quinta edición, por lo que ya es conocido en congregar a grandes multitudes, entre los que se encuentran chamanes, poetas, músicos, bailarines, performers, amantes del New Age, artistas de todas las latitudes y muchos, pero muchos jóvenes que al llegar allí se entregan a la música, que va desde lo tradicional o lo étnico hasta llegar a lo electrónico (este último con mucho estruendo y pogueo de por medio), lo que desata el desenfreno y los excesos; más aún con el consumo de drogas, en especial si son alucinógenas como los hongos, muy al estilo de Woodstock pero en los andes.

Todo esto ocurre en las laderas del volcán Chimborazo, en la sierra central de Ecuador, y su motivo principal es la celebración del Inti Raymi (Fiesta del dios Sol), razón suficiente para que dos muchachas residentes en Guayaquil viajen a este festival impulsadas por su deseo de aventura y sus ansias juveniles. Una vez allí tendrán la revelación de otros aspectos relacionados a la naturaleza y a su pasado, en especial con sus relaciones familiares, sobre todo con la paternidad ausente, siempre a través de visiones o recuerdos, además de sus anhelos. Por todas estas razones se asume que esta historia es un viaje fantástico, místico y lisérgico.

La novela está dividida en siete partes y transcurren de manera intercalada entre los años 5540 y 5550 del calendario andino. Sus personajes principales son Noa y Nicole. Ellas son dos amigas que salen de Guayaquil no sólo por su interés en el festival sino por su deseo de alejarse de la violencia que impera en su ciudad, además de un interés personal y familiar para una de ellas. Se suman otros personajes juveniles como Mario, Pedro y Pamela (esta última está embarazada pero no sabe el sexo de su bebé, por lo que lo llama “hije”). A todos ellos se les cede la voz como narradores, o como un coro de personajes sólo para brindar sus experiencias dentro del festival, más aún de la euforia que sienten con la música y la magia que ofrece el paisaje, en especial la fuerza telúrica del volcán con sus sismos u otras manifestaciones que provienen de la misma naturaleza, lo que produce ciertos impulsos o reacciones en las personas como si existiese una conexión entre la tierra y el cuerpo: “Si un volcán estallaba le daba fiebre, si caían cenizas del cielo dejaba de comer, si la ciudad se inundaba por las lluvias tenía pesadillas que la hacían gritar” (p.11).

Otro de los impulsos es la necesidad de acercarse a la cosmovisión andina, en especial a los personajes tradicionales que se presentan como parte de la fiesta y el folklore. Un ejemplo de ello es el “yachak”, considerado como un chamán que sabe o que es un conocedor, al mismo tiempo que es un sanador. Otro ejemplo es la fascinación que despiertan los “Diablumas” para el personaje de Mario, quien los define de la siguiente manera: “Un Diabluma tiene dos rostros: uno que mira hacia adelante y otro que mira hacia atrás. Tiene colores y doce cuernos. Solo el Diabluma prende el fuego de la fiesta del dios Sol, eso se sabe” (p.23).

Con estas experiencias surge también la fascinación por la palabra, sobre todo al conocer a un personaje al que se le menciona con el nombre de Poeta, aunque la importancia del arte de los versos no proviene de lo que crea este personaje en mención, sino de otros poetas reales de mucha tradición que se insertan en esta ficción para darle verosimilitud a la historia, más aún si su ámbito es andino y latinoamericano. Es el caso de Ernesto Cardenal con su poema “Cátinga I”, o de Jorgenrique Adoum con su poema “El amor desenterrado”, y Jorge Eduardo Eielson con su poema “Firmamento”. A este último se le cita como parte del discurso de uno de los personajes juveniles: “Carla quiso que uno de nuestros temas sonara en la luna, pero no tuvimos suerte poniéndonos en contacto con la NASA. La canción se llama «Deseo de firmamento» y su letra es un poema de Eielson: No escribo nada / que no esté escrito en el cielo / la noche entera palpita / de incandescentes palabras / llamadas estrellas” (p.102).

Es indudable que la presencia de los elementos fantásticos del mundo andino, en general, no sólo ecuatoriano, como sus mitos y seres sobrenaturales, sean divinidades o condenados, propios de un bestiario, son quienes cobran un mayor realce con la sola mención de sus nombres, pues así se evidencia: “Naturalizó versiones de la serpiente Amaru, del Huiña Huilli, del Jarjacha, del pájaro Inti y de Quesintuu y Umantuu, las sirenas precolombinas del lago Titicaca. Me aseguró que aquellas criaturas eran reales que habitaban en los bosques y en las montañas” (p.149).

Resalto que estos seres sobrenaturales corresponden a un mundo andino en general, y que la autora sabe utilizar como recurso, porque estos se presentan en todos los países de la comunidad andina, más aún por compartir una similitud en su geografía: “A tu abuela le gustaban las sirenas bolivianas, chilenas y peruanas, le dije: las de los lagos Titicaca y Poopó, las de la Laguna de Paca, las de la Laguna Negra. Sirenas Chilotas, shumpalles y pincoyas” (p.209).

A estos seres sobrenaturales se añaden los personajes fantásticos que se caracterizan por su aspecto sombrío y cruel sin importar siquiera que se traten de los miembros de una misma familia. De ahí que se le denomine a su autora como una representante del “Gótico andino”, temática que ya se ha trabajado en su libro de cuentos “Las voladoras”. Aquí dos ejemplos: “A mis ojos, mi madre era oscura, alguien que hurgaba con desesperación en los intestinos del mundo y que se encerraba para reproducir las bestias del bosque” (p.132).  “La gente del pueblo decía que en las madrugadas, la cabeza voladora de mi madre se desprendía de su cuerpo y flotaba hacia el bosque para invocar espíritus perversos” (p.150).

Por supuesto que también existen seres benévolos, sobre todo dentro de la fauna. Aquí se mencionan a ciertos animales que otorgan bondades o que son beneficiosos para el hombre. Y no sólo me refiero a los animales salvajes de esta región como el cóndor, que son de buen augurio, sino también a los animales domésticos como el perro, que no sólo brinda compañía, sino que también es partícipe de ciertos acontecimientos. Incluso, hasta ayuda a revelar algunos hechos ocultos como desenterrar un feto escondido en el bosque (p.148). Con este ejemplo es evidente que, a pesar de las bondades de los animales, lo sombrío no deja de manifestarse

Sin duda que el resultado de toda esta oscuridad es el miedo, no sólo por lo sobrenatural, sino también por la misma realidad relacionada con la violencia, tanto del hombre como de la naturaleza, entendidos ambos como amenazas, dejando en evidencia la vulnerabilidad de las personas, o de las víctimas, más aún si se trata de mujeres: “[…] el Poeta cambió la emisora y yo pensé que nada cambiaría nunca: que siempre tendríamos miedo de los narcos, de los militares, de los policías, de las autodefensas barriales, de la pobreza, de la impunidad, de la indiferencia, de las erupciones volcánicas, de los terremotos y de las inundaciones, es decir, del cielo y de la tierra por igual. Siempre tendríamos miedo y no habría ningún sitio a dónde ir porque ni las ciudades, ni el páramo, ni la selva, ni el océano eran seguros” (p.165). 

Y a pesar de intentar refugiarse, o evitar el miedo, la violencia siempre se manifiesta como si fuese una característica de un país o de todo un continente, dando paso al espanto y al dolor que ya no se puede esconder: “En ocasiones también ayudaba a los vecinos a recoger los cadáveres de las calles. Al principio esperábamos a que viniera la policía e hiciera lo que tenía que hacer, pero tardaban horas, incluso días en llegar, y mientras tanto el barrio convivía con el cuerpo en descomposición de alguna persona asesinada por los sicarios. No queríamos que los niños lo vieran: cubríamos los cuerpos, los movíamos de las vías y limpiábamos la sangre” (p.282).

Junto a todas estas características se suman las referencias de distintos nombres relacionados con la cultura de un país y una región. Y estas menciones no son sólo literarias sino también artísticas y hasta musicales. Es así como se mencionan los nombres del poeta ecuatoriano Efraín Jara Idrovo (además de los ya mencionados), la pintura de Oswaldo Guayasamín, la música de Rita Indiana, de Bomba Estéreo, Dengue, Dengue, Dengue y Los Jaivas.

Y como lo sonoro tiene una gran repercusión en la novela, la autora ha decidido trascender la ficción al crear una playlist para que cualquier interesado se traslade a la festividad de Ruido solar a través de la música:

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Datos del libro reseñado:

Mónica Ojeda

Chamanes eléctricos en la fiesta del sol

Random House, 2024