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Reseña: Valentino (1957) de Natalia Ginzburg

El peso de las expectativas

Por Sebastián Uribe

“Vivía en un pequeño apartamento del centro con mi padre, mi madre y mi hermano. Llevábamos una vida dura y nunca se sabía cómo íbamos a pagar el alquiler”. (p.5). En Valentino, la novela de Natalia Ginzburg (Palermo, 1916 – Roma, 1991), publicada originalmente en 1957 y de vuelta a librerías este año con una nueva traducción al español, el drama principal se presenta sin titubeos desde el inicio: Hace falta dinero. ¿Cómo esta situación afecta el destino de los miembros de esa familia? Una vez más, la reconocida autora italiana, como en la mayor parte de su obra, parte de elementos tan cotidianos y universales como una familia con dificultades económicas, para entregarnos una historia en cuya aparente ligereza, rebosa humanidad y emoción. Toda una “pequeña viñeta de vida fulgurante”, como escribió Juan Forn[1].

Valentino, el protagonista de la novela, es un joven agraciado y encantador, en cuyo destino se vierten las esperanzas de sus padres y hermanas. Como único hijo varón, estudiante de medicina y soltero empedernido, socialmente, pareciera que la fortuna le sonríe. Esta situación prometedora no hace más que acentuar el dramatismo cuando un día llega anunciando su compromiso nupcial con una mujer mayor que él, poco agraciada y muy adinerada, desbaratando así las esperanzas que recaían sobre él. No las económicas, puesto que esas se verán cubiertas, sino las sociales. ¿No había otra opción?, se pregunta su familia, sufriendo por su decisión.

Hasta ahí una trama sencilla, similar a muchas otras que se han contado antes. La maestría de Ginzburg radica en el retrato de los efectos emocionales que la decisión de Valentino provoca en el resto de su familia, desde la desilusión de sus padres hasta la mezcla de desprecio y envidia de su hermana mayor, condenada a una temprana domesticidad. Pero, sobre todo, en cómo este matrimonio afecta a Caterina, la hermana menor, quien es la narradora de esta historia y la voz que progresivamente irá asumiendo el protagonismo de la novela.

La dinámica familiar tradicional del contexto social en el que se desarrolla la historia provoca que Valentino, desde temprana edad, se vea empujado a ser el motor principal del progreso económico-social del hogar, cargando así con un estigma de responsabilidad ineludible, impuesto, sobretodo, por su padre:

“En el cajón de la cómoda encontramos una carta para Valentino que debía de haber escrito unos días antes, una carta muy larga en la que se disculpaba por haber esperado siempre que Valentino se convirtiera en un gran hombre cuando en realidad no había necesidad de que se convirtiera en un gran hombre, habría sido suficiente con que se convirtiera en un hombre, ni grande ni pequeño: porque de momento no era más que un niño”. (p. 28)

Bajo esta perspectiva, Valentino no llega a “hacerse hombre”, sino que es visto como un eterno niño por las decisiones que toma, erráticas a la vista de los demás. Incluso, cuando él mismo se convierte en padre, nunca deja de ser aquel miembro de la familia de adultez incipiente, sin interés en el futuro, sólo preocupado en disfrutar el presente. Ginzburg nos muestra al inicio cómo las expectativas familiares desmedidas socavan el devenir de sus miembros. Y, sobre todo, cómo ello afecta a quienes van quedando alrededor, como sujetos secundarios.  A través de los ojos de Caterina observamos cómo la grieta familiar originada por el matrimonio de Valentino tiene como eje un elemento principal: el dinero. Este se torna en un salvoconducto ante carencias que van más allá de la subsistencia, como manifiesta Maddalena, la esposa de Valentino, quien ha convivido con el desprecio por su fealdad toda la vida:

“Ahora se sentía perfectamente satisfecha con su cara porque tenía a los niños y a Valentino, pero de pequeña había llorado mucho por aquel motivo y no había conocido la paz porque pensaba que no iba a poder casarse nunca, tenía miedo de envejecer sola en aquella mansión enorme, con todas las alfombras y los cuadros. Tal vez ahora tenía tantos hijos sólo para olvidarse de aquel miedo y para que aquellas habitaciones estuviesen llenas de juguetes y de pañales y de voces, pero cuando ya había tenido los niños no se preocupaba demasiado por ellos”. (p. 42)

El matrimonio se erige así en un vehículo para suplir una demanda de compañía en una época donde la vejez irrumpía a una edad que ahora parece risible (hallarse sin compromiso antes de los veintiséis años podía implicar un desahucio social), Caterina se ve empujada así a optar por dar ese paso, sin importar el amor o afecto alguno, con Kit, el amigo de su hermano y de su esposa. Ginzburg esboza a Kit como un reverso de Valentino: un sujeto sobre el que nadie confía ilusión alguna y se mueve por la vida como comparsa, reducido a una compañía que por ratos se torna insignificante, como manifiesta lastimeramente en un pasaje:

“Ni siquiera siento estima por mí mismo, y él es como yo, un tipo como yo. Un tipo que nunca hará nada que merezca la pena en la vida. La única diferencia entre él y yo es ésta: que a él no le importa nada de nada. Lo único que venera en este mundo es su propio cuerpo, su cuerpo sagrado, un cuerpo al que hay que alimentar bien todas las mañanas y vestir bien y atender para que no le falte de nada. A mí sin embargo me importan un poco las cosas y las personas, pero no hay a nadie a quien le importe yo. Valentino es feliz porque el amor por uno mismo no defrauda nunca; yo soy un desgraciado, no les importo ni a los perros”. (p.50)

Aunque el lector asiduo de Ginzburg pueda no verse del todo sorprendido por el giro narrativo hacia el final de la novela, la revelación del secreto de Valentino por parte de Maddalena a Caterina resulta verdaderamente impactante por la sutileza de la escena. Nuestra narradora llega hacia el final del relato con desazón y congoja, pero con una satisfacción personal, una que no puede suplir ningún monto monetario: haber contado su verdad. Compartiendo su historia, el dolor provocado por este se reduce y alimenta la posibilidad de un mañana más tranquilo. Acaso uno donde sea posible recuperar el protagonismo de la historia propia.  

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Datos del libro reseñado:

Natalia Ginzburg

Valentino

Acantilado, 2024. 80 pp. Traducción de Andrés Barba.


[1] https://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-215311-2013-03-08.html

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Reseña: Sobre los ríos que van (2014) de António Lobo Antunes

La nebulosa del recuerdo

Por Sebastián Uribe

¿De qué manera la inminencia de la muerte es un disparador de la memoria? ¿Cómo mantener la calma ante las imágenes del pasado que nos bombardean, caóticas e ilógicas, al mismo tiempo que nos abate la enfermedad? ¿Cómo el dolor permea nuestra manera de recordar? António Lobo Antunes, reconocido como uno de los más destacados novelistas contemporáneos, explora estas sensaciones a través de la borrosa lente de la experiencia y la nebulosa del recuerdo. Esta novela suya invita a sumergirse en una lectura tan desafiante como fascinante, que cautiva e hipnotiza desde el primer momento.

La voz principal de Sobre los ríos que van es la de un alter ego del autor (llamado numerosas veces ‘Antoninho’, su apelativo de infancia) que queda postrado a causa de una intervención quirúrgica con complicaciones. Sin posibilidad de moverse, permanece a la merced de su mente. Asistimos así al desasosiego de alguien que, encerrado en el cuarto oscuro de su memoria, gesta una narrativa desde su desesperación por captar los rincones más recónditos de su espíritu y revisitar el pasado junto al de aquellos que lo rodearon. Los familiares, vecinos y los primeros amigos de este “Lobo Antunes” se tornan así en espejos cuyos distorsionados reflejos devuelven claves para entender las sensaciones más luminosas y, a la vez, más oscuras de su ser. La escritura se desenvuelve entre extremos emocionales sobre los cuales el narrador fue delineando su  sensibilidad y lo llevaron a ese presente cada vez más repleto de pasado.

La propuesta del escritor portugués, como siempre, destaca por el uso de   tiempos verbales entremezclados, las escenas sin concluir, los diálogos interrumpidos, la polifonía superpuesta de las voces de los personajes y la notoria devoción por el uso de la elipsis para conseguir una mayor fluidez. Predomina en su narración una prosa desaforada que desestabiliza y escapa de la concepción secuencial de los de hechos narrativos, y cuyo torrente oral, casi poético, ilumina las experiencias “más apasionadas”. De esta manera, Lobo Antunes explora la enfermedad como una forma de quedar encerrado en el cuerpo físico y donde la posibilidad de contar dicha experiencia se erige como el único vehículo para salir de la infernal quietud, incluso tomando como punto de partida la inercia de los objetos más próximos y mundanos, sensación palpable en fragmentos como el siguiente:

una mirada indecisa de soslayo, en el hospital la lluvia, los castaños seguro que negros, el plato de la pared con una virgen estampada desprendiéndose y cayendo, si su madre pegase la mejilla a la suya, incluso anciana, incluso ciega, la palabra hijo cobraría sentido, no la palabra enfermedad, no la palabra muerte, mientras iba caminando con los ríos sin nada que le estorbase, acompañado por el pasodoble de un saxofón remoto, en dirección al mar” (p. 23)

O el siguiente:

y qué curioso llamar pieza a la enfermedad, desmenuzarla al microscopio, escribir sobre ello, él un número y un nombre, ni siquiera una forma, al principio de la página el nombre que no retuvieron y por tanto no existe, existe la descripción de lo que llamaban pieza y lo que les preocupaba era la pieza, no él, él en la terraza en el sitio del abuelo esperando el tren del mediodía con el periódico o paseando por la viña bajo las nubes de marzo y al acordarse de las nubes aseguraba desde ayer no ha dejado de llover, lo último que recordaba eran las gotas en el cristal, no gente, no el pueblo, gotas en los marcos y después de él más gotas sobre las gotas y nuevas gotas sobre las más gotas en un invierno perpetuo, otra pieza mirando la lluvia en su lugar con la misma sorpresa y el mismo terror, la madre con el gato en las rodillas” (p. 45)

La muerte acecha y evocar los tiempos de la infancia es una forma de expresar la sensación de vulnerabilidad y desprotección frente a ese destino. Se vuelve a depender de otras personas, pero donde hubo cariño y empatía, ahora hay rostros de cansancio, fatiga y rastros de molestia. Ya no es un ser tierno que provoque gestos de cariño ni miradas de protección. ¿A qué recurrir? ¿Cómo oponerse? Para entretenerse, los recuerdos de las primeras pulsiones sexuales irrumpen, arrojando así, a la memoria, una tabla de salvación a la cual pueda aferrarse. El deseo se vuelve una forma de resistencia, insistir en los sueños de unirse a alguien más:

se entretenía haciendo conjeturas sobre qué pretendían con la sierra y lo olvidaba como olvidaba lo que pasó ayer y lo que pasa ahora, la pinza que le apretaba el índice señalaba los desahogos del corazón en la pantalla, imaginaba un puño contra las costillas y al final un discurso monótono con una caligrafía rara, cada fragmento suyo un lenguaje diferente y todos incomprensibles para él, el hecho de ser muchos le sorprendía, cómo se junta tanto frenesí en un solo cuerpo y cómo consiguen vivir en un sitio tan pequeño, cuál la voz de la enfermedad que no la encontraba, procuraba hacerse una idea de su muerte y no era capaz de imaginársela ni qué sentiría, intentó retener el pueblo con las viejas y las cuevas y no lo consiguió, o sea un única vieja agitando ramas de fresno y será eso la muerte, una patata escondida” (p. 77)

António Lobo Antunes

Un caudal verbal así de inconexo no permite dar cuenta de personajes cuyo carácter esté definido por completo. Este tipo de narraciones le resta importancia a las acciones que realizaron o no los personajes y, más bien, pone un énfasis especial en la percepción del narrador sobre las consecuencias de estos hechos. Acaso esta escritura es el gesto de infancia y la inocencia (mas no ingenuidad) que el narrador conserva: La posibilidad de narrar desde esa libertad imaginativa que tiene efectos directos sobre las decisiones que se tomarán, en las relaciones que se romperán o mantendrán. Es una forma que nos enfrenta a las preguntas clave sobre la narrativa personal: ¿Importa más lo que sucedió o lo que se cree que sucedió? ¿Se pueden reparar las consecuencias de dichas distorsiones sin renegar de uno mismo? 

Ser lector de Lobo Antunes es adherirse a un credo. Una fe donde la palabra es Dios y la prosa, su forma de manifestarse. Es el lenguaje de la conciencia inscrito en un registro extremo e ilógico, alejado de toda ecuanimidad y, por eso mismo, cercano a una intimidad que nunca termina de definirse. La forma más real del pasado tal vez sea la del recuerdo cubierto de niebla, cuya develación, capa por capa, lleva a descolocarnos y abrazar la vitalidad en dicha incertidumbre. Leer a Lobo Antunes es abrazar la incertidumbre.

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Datos del libro reseñado:

António Lobo Antunes

Sobre los ríos que van

Literatura Random House, 2014, 224 pp.

Traducción de Antonio Sáez Delgado

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Reseña: “Ira y tiempo: las figuras” (2024) de Nuria Cano

Entre un cierto origen y la transformación de la vida: sobre “Ira y tiempo: las figuras” de Nuria Cano

Cesar Augusto López

Normalmente hablar de arte nos conduce a palabras tan clásicas como representación. Término, al parecer inocente, que nos conduce hasta Platón y a su constante búsqueda del primer momento, del primer ejemplo, de lo idóneo como la suma tarea de lo filosófico, de lo político y, sin duda, de lo estético. Este mismo “yugo” es el que carga Peter Sloterdijk cuando se pregunta sobre la ira, en tanto primer motor de la cultura occidental propuesta por la Odisea y que podría haber inspirado el título de la muestra de Nuria Cano, en esta ocasión. Sin embargo, si nos dejamos guiar por los pesos pictóricos de la exposición, otra forma histórica se nos propone.

En primer lugar, consideramos que la vida prima en el conjunto, uno que lleva por subtítulo “las figuras”; figuraciones que se alejarían de la ira como premisa. El gran parteaguas que conduce nuestra mirada es una intensidad de entrañas que se eleva fálicamente entre el Día de la ira, una que queda velada en tres momentos detrás de ella y la reconfiguración de la percepción que no se queda presa solamente en la cólera, que no pertenecería a la razón de ser de las pinturas, sino a un momento que se encuentra desapareciendo en la dinámica del mundo de las entrañas o la vida, creemos. La intensidad no debe ser confundida con la rabia. Es decir, si bien la ira podría encontrarse más que delineada en la división de dos grandes momentos o cargas en la muestra, es una forma de mirar una rendija mayor en que la interioridad de la carne, la sangre y los órganos, la imponente acuarela titulada Ira, serían el gran fondo sobre el que se construye y alcanzarían un balance total para los elementos expuestos por Cano. Y si entendemos ese gran tajo como una frontera, como una mirada privilegiada que se acerca al flujo de la ira, podríamos atrevernos a decir que prima, finalmente, el gran oleaje o vibración del interior de los cuerpos por sobre la ira que queda en marcas sobre una pared o en una puerta, pero que no forma como parte directa del proceso de parir, desde dentro, disculpando la redundancia, la multiplicidad. Las entrañas poco se interesarían por marcas ajenas a un cuerpo que continúa en el mundo de las percepciones y que se arriesga a presentar más formas que se podrían relacionar con la intensidad de momentos marcados por lo violento. La expresión vital sería la que prima.

En un segundo momento, surge la siguiente pregunta: ¿qué queda después del conflicto, de esa especie de origen de la cultura, después de haber experimentado el dolor y la muerte y sobrevivir? Tal como dijimos que la vida impera en la muestra, esta se caracteriza por atreverse a la experimentación. Por eso es que nos encontramos frente a dos cuerpos que se funden, en el óleo titulado Tiempo, sobre ondas y en una especie de teatro barroco del que no se puede perder de vista su fondo, la profundidad. Habría, pues, un vistazo doble, porque tenemos una exposición del interior en las entrañas, pero, luego, un fondo de ventana con el que interactuarían los cuerpos, un mundo paralelo. La intensidad de las carnes enlazadas y casi una, el retorno a la pareja, al dueto, sería un después de la soledad en la que se podría hacernos creer que la ira nos condena si asumimos que es una raíz, antes que solo un momento de la existencia. No se crea que hay un concierto ordenado y nada más, sino la insistencia de la percepción vital y de otras interioridades. Se puede observar este aspecto en las cabezas impresas en 3D, cabezas habitadas por restos, pero, más interesante aún, la posibilidad de jugar con la vida (una araña dentro de una de las testas, llamada Martina, y que forma parte de la instalación) a modo de instalación biológica. Creemos que la vida triunfa en la expresión, por ser su origen real y que, además, no sería solo patrimonio de lo humano. No solo habría telarañas en la cabeza, como se suele decir bajo efectos del enredo emocional, sino que hay una libertad de lo vital en la reconfiguración de la memoria y sus intereses.

Más adelante, un feto en un frasco (Hijo no nacido) se nos muestra en la transparencia de su dolor. Nos encontramos frente a la exhibición doble de un estertor o un quejido primero. No creemos que solo tenga que ver con aquel desconforto del nacimiento, sino, también, con la necesidad de ser paridos y el grito primero contenido, aquel que se gesta en el vientre, en medio del flujo de lo sanguíneo y orgánico que caracteriza el cuerpo femenino. Si bien podríamos inclinarnos hacia una interpretación o aproximación negativa u oscura de la muestra, sentimos que la misma, a su vez, se nos presenta como un alcance múltiple que rebasaría la dictadura de lo masculino en la sección alta de las entrañas y los tres golpes que quedan velados detrás de ellas. No es un femenino angelical ni un bebé ideal, sino la manifestación de lo vital en su impacto totalizante, jamás totalitario, que la artista exhibe en “Ira y tiempo: las figuras”. Podemos decir que el imperio de las intensidades se nos expresa en el conjunto y en sus piezas.

Continuando con el paseo de nuestra mirada, se nos presenta una relectura de Van Gogh en los Zapatos; una instalación que permite el ingreso a la experiencia del trabajo, de la caminata como el tiempo marcado en el calzado. Más aún, para meditar la multiplicidad de la vida, de las ideas y de la memoria misma, ambos zapatos se encuentran con florecientes cabezas que pugnan por salir de ellos, por existir acaso. La independencia de las intensidades, de la experiencia del caminar, van más allá de la sola constancia del trabajo en un par de objetos que recubren los pies. La labor diaria del traslado es más que solo la constancia del dolor subjetivo, se permite la intrusión (?) de las vidas que se entrelazan en el andar o en el oficio de vivir como llamó, así, a su diario Cesare Pavese. Si se busca unidimensionalidad en la propuesta de Cano, podemos asegurar que esa empresa será infructuosa, porque prima en su trabajo las afecciones que buscan su forma. Si bien lo que acabamos de mencionar no es una novedad, queremos sustentar nuestra mirada en la dinámica de la vida y en su sinergia montada en el conjunto y su, aparente, lejano diálogo.

El último trabajo (De los pies a las voces) insiste en el estado de flujo que se consigue “controlar” con el óleo. El personaje es un preso o un loco; aquí nos encontramos ante la desnudez encerrada, una manifestación más del juego de pliegues entre lo interno y externo a modo de crítica de lo que solemos asumir como visible. Dos variables más podemos agregar: la mirada y los pies descalzos. Hacia el final, ¿podríamos pensar en una figuración del tiempo? ¿Podríamos sentir en unos pies cansados, que se dirigen hacia nosotros, el tiempo que podría incluso detenerse en un solo ojo cansado que los interpelaría? La narratividad de la muestra culmina en un cuerpo que ha llegado a algún lugar y que ha interiorizado diversos momentos tanto de la carne como de la memoria en sí. Creemos que aquella síntesis se puede reconocer en aquel ojo que, sin exagerar, sería aquel cristal del tiempo del que hablaba Tarkovski, pero trasladado a la pintura y que se destila en la perspectiva para cuestionar el dolor que no le pertenecería a la sola ira, sino a la misma condición de la vida y la existencia múltiple que se intentaría asir y dar sentido. Creemos que la razón masculina no sería el norte de la muestra, sino la construcción femenina de miradas intensas, interpretaciones no representativas (acaso si existen como se aspira desde el mencionado Platón) de un conjunto de afectos que no se cerrarían a un intimismo autónomo, sino, más bien, abierto a la diversidad de los encuentros, a la diferencia de las formas que contienen otras formas. Acontece en la muestra algo que podríamos llamar ampliación estética, desde nuestro punto vista y al ritmo de la materia pictórica, el peso material de la acuarela, como hecho renuente a la fijación y dispuesta al vibrato, quizá de los órganos que no percibimos, a pesar de que nos constituyen y nos permiten ser. Estas serían, entonces, nuestras razones para visitar, experimentar y dialogar con el retorno de Nuria Cano en el Monumental Callao, Casa Fugaz, sala 112 (Jr. Constitución 250), desde las 11:00 a. m. hasta las 6:00 p. m. de lunes a sábado.

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Reseña: Infancias (2023) de Bryan Paredes

Crecer y aprender

 Por Omar Guerrero

Infancias (Dendro Ediciones, 2023) del escritor peruano Bryan Paredes (Lima, 1993) es un libro de cuentos conformado por trece historias que giran en torno al crecimiento y al aprendizaje, muchas de ellas dadas en las primeras etapas de la vida, por eso también sobresale la falta de experiencia y el dolor que afrontan sus jóvenes personajes en esos mismos procesos que corresponden a crecer o a madurar, más aún de aprender y afrontar determinadas situaciones que pueden resultar siempre difíciles. Esto mismo se confirma con lo que indica Orlando Mazeyra Guillén en el prólogo: “Este libro da cuenta de esas primeras veces dolorosas e impactantes, intensas y fulgurantes: los primeros amores, los primeros viajes, los primeros adioses, los primeros muertos, los primeros fracasos…” (p. 9).

El dolor que se muestra en estos cuentos es tanto físico como emocional, además de traumatizante. Se evidencia en “La teoría de las reglas”, el primer cuento del libro, donde un joven estudiante escolar es castigado por su profesor delante de sus compañeros en un salón de clases usando una regla de gran grosor que sólo debería ser símbolo de educación o enseñanza, pero, en esta ocasión, también representa la sanción, la violencia y el temor: “La regla más pesada del colegio cayó inclemente entre mis dedos, sin tocar la palma, porque retiré mi mano y, al mismo tiempo, me quejé casi en un susurro. Sánchez tenía la vena del cuello tan hinchada que, me dije, ahora sí me daría con el puño o la palma de su mano pétrea. Se enderezó y dijo: «Montes, estira bien la mano por tu bien». Cuando estaba por decir «pero por qué», la regla esta vez sí se enfundó en toda mi mano, removiendo cada punto eléctrico de mi brazo derecho: el dolor, la vergüenza, la frustración, son marcas difíciles de quitar, sobre todo si tu colegio está a la vuelta de tu casa: no tienes tiempo de asimilar la situación en tres cuadras” (p. 16). 

Otra característica de estos cuentos es que muchas de sus historias ocurren en la costa norte del Perú, con precisión en Trujillo, tal como sucede en “La infancia es una paloma muerta entre tus manos” donde sobresale otro tema real y bastante común en esta parte del Perú y que corresponde a la delincuencia y a la violencia desatada que ya no se puede controlar, más aún si esto afecta a la familia, en especial a un ser querido y cercano. Y al mencionar estas dos características es inevitable el contaste que pueden producir en el relato: “Ese fue un día con buen clima, como suele ocurrir en los veranos de Trujillo. En esta ciudad sí hay un cielo, muy azul, con nubes de algodón de las que salen en las películas. Un paisaje que alguien debería filmar y revelar al mundo. Tal vez podamos entender algo más sobre nuestra existencia con unas buenas tomas. Esos colores te acompañan en todos los momentos de tu vida. Aunque visites cualquier capital del mundo, igual sabrás que puedes quedarte a morir en el norte del Perú por la inmensidad del cielo” (p. 20).  Y la descripción de esta calma se anula con el tema de fondo contado en esta historia: “Lo último que supe fue que lo encontraron entre El Porvenir y Laredo. Algunos campesinos lo sacaron de entre el agua sucia y las cañas de azúcar. De inmediato, se avisó a sus colegas y mi tía denunció a unos choros con los que había peleado días atrás. Ustedes saben, seguro más que yo, que los delincuentes de acá son bien vengativos, muy avezados cuando algo no les sale” (p. 25). La analogía entre una paloma muerta y lo sucedido no hace más que confirmar la tragedia que queda en la memoria del joven personaje narrador.

Otro aprendizaje que se encuentra en el libro corresponde a lo sexual. Aparece en el cuento “Ofrecer” que también transcurre en Trujillo. Coinciden la presencia de otros personajes catalizadores ya recurrentes como las tías o los primos. Aunque el principal personaje catalizador para el narrador en esta historia no es un familiar sino una mujer que marcará una singular experiencia: “La mujer, después de un par de minutos, apareció con un baby doll ancho y casi transparente. No llevaba ropa interior. «Hace mucho calor, ¿di?», me dijo. «Sí, pero tengo frío». Lo dije muy mecánico, inerte” (p. 31). 

Los problemas de dinero y la pobreza también se presentan como características que afectan a los jóvenes personajes. No importa si se intentan eludir u olvidar a través de un juego simple como las canicas o bolitas, tan de moda en determinado momento. Lo cierto es que entre estos mismos personajes jóvenes salen a relucir los problemas económicos de sus familias como una recriminación o como una forma de enrostrar su maldad: “-¿Con qué plata vas?-le preguntó Ricardo, antes de que Jorge saliera-. A las justas tu papá tiene para comer” (p. 41).  

Las peleas entre los jóvenes personajes también se hacen presentes en este universo que ya se caracteriza por su crueldad y violencia, además de definir un estrato social previsto ya desde la carátula del libro, lo que resulta atractivo para el lector al confirmar que se continúa con una tradición que viene de autores como Congrains, Reynoso y Ribeyro. En cuanto a las peleas, estas se describen en determinados escenarios que confirman esta misma condición social, además de la violencia y el dolor que experimentan los protagonistas de un cuento como “El Hueco”: “Escombros, piedras, basura y algunas bolsas de cemento seco. Grafitis en las paredes. Agujas usadas y regadas en los rincones, donde las luces de la calle no ingresaban. Sergio entró primero, empujado por Mario. Sergio dejó la bicicleta apoyada contra la pared, dándoles la espalda. Apenas quiso voltear, recibió un puñetazo en la cara por parte de Mario. Sergio cayó al suelo, quejándose. Sin darle tregua, José lo pateó en el estómago, una y otra vez. Sergio rogaba, una y otra vez. Sergio imploraba, sin pausas…” (p. 53).

La muerte es otro tema ineludible sin importar que se trata de una mascota. Esto ocurre en el cuento breve titulado “Princesa”, cuyo narrador, o narradora, brinda su testimonio una vez que ya ha ocurrido el deceso. En el cuento “Mariela” la muerte también está presente desde el inicio, aunque esta vez se trate de la madre del personaje juvenil femenino, cuyo único deseo antes de morir es ver a su hija casada vestida de blanco sin saber siquiera que sus amistades están más cerca del romance y del deseo: “Quería verse en sus ojos negros y quemarse en el fuego de su presencia hasta convertirse en un puñado de cenizas y hermanada con el viento, ser respirada y emprender una travesía en el interior de su cuerpo: ser la sangre de ella, tomar la forma de sus venas, viajar hasta su pecho, sus manos largas y perderse en el siguiente ombligo, humedecida por el milagro de tocarse” (p. 74). A ellos se suma el cuento “Vive” donde se presenta la muerte como una marca sin importar que se trate de una inútil vida sana.

El amor, o el desamor, no quedan fuera en el argumento de estas historias. Sucede en el cuento “Tinta seca” donde la idealización de la pareja viene de la mano con la literatura debido a que el romance, o lo que queda de ello, arrastra recuerdos de lecturas de autores como Cortázar, Pizarnik y hasta Carlos Oquendo de Amat. Por supuesto que Rayuela es uno de sus epicentros: “Después de una clase electiva de Literatura, a la que había entrado como alumna libre porque nunca pudo estudiar esa carrera, Emilia me comentó que su profesor les dijo que leyera ese libro, el que había recomendado a una amiga cercana antes de morir. «Ella estaba enferma y le pidió un libro, para sus últimos meses. ¡Qué difícil! ¿Te imaginas regalar el último libro que leerá una persona que quieres mucho?». No entendía la magia de Rayuela. «Este libro tiene fragmentos que uno puede leer como quiera». Sólo escuchaba y asentía, mudo. «El mismo Cortázar dice en el inicio, mira acá, que se puede leer de forma lineal o a través de un tablero con un orden establecido por él o como se le dé la gana al lector»” (p. 68).

Incursionar en el género policial no es impedimento para seguir retratando las inexperiencias y los duros aprendizajes de estos jóvenes personajes. Se suma que también se encuentra un trasfondo social en cada una de estas historias donde sobresale el comportamiento, bueno o malo, de cada uno de los miembros del orden. En el cuento “Todos saben” se aborda una historia de frontera donde impera una policía coimera y ratera que se aprovecha de la migración de los peruanos en Argentina, más aún si son jóvenes: “El jefe, seguro, era peor, pensó Facundo. En su barrio había escuchado las historias de los policías cagones, como le decían, que sembraban cuando uno estaba limpio y te podía mandar en cana por varios años. Algunos pacos y ketes valían para esto; más la frontera y viaje por tierra, peor. Enrejada segura. «Yo no le tengo miedo a los choros», le dijo su tío, «porque te roban y si te dejas, no pasa más. Pero si un tombo te quiere joder, ahí sí cagaste, porque tiene la autoridad para cagarte” (p. 94). En cambio, en el cuento “Retamozo”, el joven policía protagonista de esta historia desea hacer las cosas bien, aún tiene ética. Sin embargo, de nada le sirve cada vez que recibe órdenes que debe cumplir como parte de su trabajo. Al mismo tiempo se vuelve espectador del horror con los muertos en las carreteras, peor aún, si se trata de levantar sus cuerpos destrozados y pestilentes. 

Por último, los temas familiares, en especial la relación con los padres, se presentan en cuentos como “All by myself” donde ciertas canciones, como las de Charly García, traen más que un recuerdo. Y en “Entrevista a Paul Auster”, el padre vuelve a ser el punto de atención del hijo sin importar las obligaciones o los deseos profesionales. En este caso, los diálogos muestran la situación de una familia desigual o desintegrada por culpa del alcohol y el rencor. Es inevitable no relacionarla con la novela La invención de la soledad, a propósito de la mención del padre y de Paul Auster. Este, sin duda, es uno de los mejores cuentos de este conjunto.

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Datos del libro reseñado:

Bryan Paredes

Infancias (2023)

Dendro Ediciones

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Desde los extramuros

Cadáveres y espíritus del entresiglos peruano

Por Cronista Marciano

Todavía reciente, hace unas semanas ha comenzado a circular Contigüidad de los cadáveres, de Helen Garnica Brocos. Quien se acerque a conocer a Helen podrá advertir a primera impresión la pasión de esta investigadora por la literatura de tintes necróticos. Efectivamente, Contigüidad de los cadáveres es una recopilación de relatos sobre muertos y espíritus, y con un estudio crítico sobre una sociedad secreta que rendía culto a un poeta prematuramente fallecido: Enrique Alvarado. Helen se ha tomado el trabajo de hacer las pesquisas del hasta ahora desconocido cenáculo literario que reunió a las figuras más prometedoras del entresiglos peruano junto a un grupo de escritores olvidados: Clemente Palma, Enrique A. Carrillo, Ernesto G. Boza, Carlos Germán Amezaga, Domingo Martínez Luján…  

Siguiendo la pista de un apunte anecdótico de Luis Alberto Sánchez, la investigadora ha trazado unos esbozos sobre los círculos literarios de la última década del siglo XIX, años claves del recambio generacional en el que los notables nombres de Clorinda Matto, Mercedes Cabello y González Prada iban dejando el campo libre a los jóvenes modernistas peruanos, y en el que los ecos de la crisis religiosa finisecular europea iban sintiéndose en los diarios peruanos a través de noticias sobre sesiones espiritistas, un ritual que ponía en práctica las doctrinas del francés Allan Kardec, quien pretendió demostrar la inmortalidad del alma frente a los avances científicos que ponían en entredicho los dogmas cristianos.     

Recreando esta atmósfera intelectual, la recopilación está compuesta de dos secciones: «El tránsito de los espíritus» y «Necrosario: cadáveres y camposantos». Ambos títulos aluden al debate finisecular entre la concepción religiosa del hombre (espíritu) y la concepción médica (cadáver). En la primera parte, aparecen congregados relatos sobre lutos, aparecidos, fantasmagorías y parodias espiritistas; en la segunda escuchamos a los protagonistas narrar su encuentro con la muerte figurada en la imagen de un cadáver, entierros prematuros, o historias sobre hombres que no pueden renunciar al cuerpo putrefacto de sus amadas. Los cementerios y las mujeres pálidas y faltamente destinadas al sepulcro en plena juventud habitan esta parte del libro.

Siendo esta recopilación un rescate editorial, repasaré algunos nombres que me han dejado un sabor muy grato. La primera de ellas es Juana Rosa de Amezaga, quien en su crónica «Lutos y pésames» critica la costumbre del luto en Lima y objeta la manera de cómo este acto simbólico se utiliza para establecer vínculos sociales motivados por el arribismo. En esta crónica se ve recreada la vida social de la Lima de fines del siglo XIX, una ciudad de las formas y las apariencias, bien dibujada en sus detalles.  Otro título que me ha gustado es «La viuda», de Teresa González de Fanning. Honestamente, no había leído absolutamente nada de esta escritora, pero su relato me ha entretenido mucho, pues logra el efecto que se propone, resolver la atmósfera de terror en un hecho singularmente anecdótico. Otra composición interesante es «¿Por qué? (Fantasía)», de Clorinda Matto, en la que la escritora construye una narración donde la ensoñación encubre una realidad triste y deprimente para una joven mujer.   

Como no puedo referir todos los relatos, pues corro el peligro de convertirme en un spoiler para el libro, acabaré esta reseña con dos títulos más: «Pobre Fortuna», de Lastenia Larriva de Llona, y «De visita», de Manuel Beingolea. Del relato Lastenia Larriva diré que es ꟷa mi impresiónꟷ el mejor sostenido narrativamente, pues es un cuento largo que no decae y llega a tiempo a su desenlace. Del texto de Beingolea me limitaré a repetir el breve pero exacto juicio que Mariátegui dejó sobre él: «cuentista de fino humorismo y de exquisita fantasía». Su relato me ha resultado especialmente gozoso, porque lo he decodificado como una ironía a todos los poetas azules y decadentes, Eguren incluido. Y también me hizo recordar al famosísimo poema de Asunción Silva, «Sinfonía color de fresa con leche».  

Cabe destacar por último el buen trabajo de Pandemonium por entregarnos una edición agradable en su concepción visual, una apuesta seria del diseño artístico, evidente en la composición de la cubierta y en las viñetas escogidas, que dotan de una atmósfera gráfica, entre gótica y decimonónica, perfectamente calibrada al contenido de los relatos. La tipografía escogida para los nombres de los autores también aporta en esta dimensión. Un edición bonita sin duda y que atraerá la atención de no pocos escritores y críticos. Un trabajo en conjunto notable por parte de Helen Garnica y de Tania Huerta en la realización de este proyecto que ha tenido bien merecido el reconocimiento del programa de los Estímulos Económicos para la Cultura el 2022. Esperemos que en lo sucesivo sigan realizándose más proyectos como este. 

Lima, 10 de setiembre del 2023

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Desde los extramuros

Un lugar para un extranjero

Por Cronista Marciano

No había acabado aún la universidad cuando leí por primera vez «Extranjero». Estaba sentado en un rincón de la biblioteca buscando algún cuento que me enganchara cuando lo encontré dentro de la antología anual de ganadores y finalistas del Copé. El relato, que pertenecía a Augusto Higa, retrataba los barrios populares y céntricos de la Lima cincuentera. Fondas, callejones, mercados eran evocados con el mismo realismo con el que hoy siguen habitando las calles del Cercado. Pero no me impresionó tanto su ambiente vívido como sí el perfil de su protagonista, un niño nisei que funciona como espejo de la violencia de su entorno. «Extranjero» me pareció en ese entonces una pieza novedosa y me pregunté por qué no había tenido mejor suerte.

Augusto Higa

Dos años después volví a toparme con el relato en el estante de una librería. Estaba  dentro de Okinawa existe. Al repasarlo, mi primera impresión se mantuvo, pero no supe explicarme por qué la historia de Masaharu, el escolar del jirón Huancavelica, me resultaba singular. Reconocer la valía de una obra no suele ser difícil, pero encontrar las razones que nos llevan a ese diagnóstico es otro asunto. Con el tiempo la tarea de descubrir los motivos subyacentes a mi juicio fue olvidada, sea por las obligaciones laborales o por la necesidad natural de visitar otros libros o, tal vez, porque cada acto de comprensión tiene su hora precisa. Ahora, que volví a leerlo, creo poder responder a esa lejana pregunta.

Al retornar a las páginas de «Extranjero», a sus calles pobladas de muchachitos palomillas, no pude evitar recordar otros espacios de violencia, así como a otros adolescentes y niños que la padecen, como el Esclavo, ese cadete que en La ciudad y los perros acepta la humillación y el maltrato antes que adaptarse a la agresividad y el machismo de la instrucción militar del colegio Leoncio Prado. Recordé también a Paco Yunque, el pequeño campesino que, en una escuela de pueblo grande, soporta durante la hora del recreo las feroces patadas de Humberto Grieve, el hijo del gerente de la Peruvian Corporation. En las experiencias de ambos escolares uno descubre las anomalías de la sociedad peruana: la brutal cultura de la “hombría” y el drama histórico de las clases sociales oprimidas.

El caso de «Extranjero» es distinto. Higa no se vale de su protagonista para exponer las motivaciones sociales del odio y la marginación a los inmigrantes japoneses durante las décadas del cuarenta y del cincuenta. La historia de Masaharu gira en torno a su relación con Kanashiro, otro niño nisei, quien lo martiriza. Masaharu no comprende el odio de su compañero, de su semejante ꟷ ¿de su doble?ꟷ  con quien vínculos sociales y de origen le une. Y este aspecto es el que me parece novedoso para nuestra narrativa realista. Higa al explorar la violencia dirige la lente hacia el individuo antes que a las condiciones sociales que la propician. No digo que estas no estén presentes, sí lo están y mucho, pero no es a la sociedad a donde el escritor dirige su mirada sino al interior de su protagonista. Si en “Los gallinazos sin plumas”, “El trompo” o “Joche”, exploramos la idiosincrasia del mundo adulto y la injusticia social a través de la experiencia infantil, en las vicisitudes de Masaharu observamos cómo la violencia cincela al ser humano.    

Con «Extranjero» tenemos por primera vez una imagen más compleja de la víctima. Higa nos acerca a su intrincada interioridad, a la ambigüedad de sus respuestas emocionales y saca a la luz esas oscuridades que casi siempre se materializan en actos fallidos: Masaharu apagando la realidad en el brillo del fuego; Masaharu y sus muecas simiescas en el corral de Moralitos. Relato de imágenes antes que de acciones, escenas desconcertantes y difíciles de delimitar en su contenido emocional. Y lo que sorprende más: ver al niño matonear, gritar, insultar, pelear, como no lo han hecho antes otros personajes de su tipo, y no por ello deja de ser más pasivo e indefenso. Esta atípica actuación tal vez sea el punto más bajo de su degradación humana. 

Esto último nos revela la condición de Masaharu. Él es una pantalla sobre la cual se proyecta el mundo exterior, un espejo que lo recibe y lo reproduce todo. Ese es su drama. El niño repite la pasividad de su padre, un inmigrante que en su nula reacción parece haber encubierto un mecanismo de defensa frente al encono social. Y no menos teatral es su agresividad, esa impostura que le permite ponerse al amparo de sus amigos de barrio. Masaharu reproduce todas las estrategias en un intento desesperado de  evadir la violencia. Pero esto los desgasta, lo embriaga, lo deja desbordado de realidad. En ese juego de actuar como todos,  se arraiga su extravío.  

Esto también lo diferencia de sus predecesores. Al Esclavo y a Paco Yunque los conocemos, sabemos quiénes son, pero Masaharu es una incógnita, un extraño o, como lo ha bautizado su creador, un “extranjero”. El esclavo se conoce bien, sabe quién es, la violencia que lo somete no ha logrado comprometer su identidad, incluso puede ufanarse de defenderla cuando le dice al Poeta: «tú y los demás imitan al Jaguar». No podemos decir lo mismo de Masaharu. La violencia que lo acosa también corroe su yo: de él solo vemos la careta, al actor cansado de actuar, al muchacho que juega a ser la víctima y que, efectivamente, lo es. Lo es sobre todo frente a Kanashiro, ese otro niño nisei que lo tortura, y frente al cual Masaharu está indefenso. «Te conozco, japonés. Así te escondas, ni hables, ni te muevas», le dice Kanashiro, como si ante él se cayeran las máscaras y las tretas.

Por el drama compartido, Masaharu merece ser reconocido como parte de esa familia de niños entrañables que son Paco Yunque, Ernesto, los hermanos Efraín y Enrique, Chupitos, Esteban, Joche y Ñito. “Extranjero” se enlaza, pero también renueva, a esa tradición del cuento peruano que iniciada por Abraham Valdelomar enjuicia la idiosincrasia de nuestros entornos sociales desde la experiencia infantil. Augusto Higa le ha regalado a la literatura peruana uno de sus cuentos esenciales.  

Luis Loayza ha dicho que cuando un escritor muere su obra pasa una temporada en el purgatorio antes de saber si va al olvido o si permanece en el mundo de los hombres. Tengo entendido que la historia de Masaharu ya es leída en las aulas escolares, aunque no esté incluido en el plan lector del Ministerio de Educación, situación tremendamente injusta para un cuento tan notable y para un escritor de su importancia. Esto no me sorprende. Cuando un escritor aborda problemas reales y se propone a comprender la condición humana por una honesta necesidad, entonces su obra se instala para siempre en la realidad. Eximido de ese limbo literario del que Loayza hablaba, este relato de Higa seguirá ganando lectores a pesar del casi nulo reconocimiento oficial.  

Lima, agosto del 2023