La última novela de Mario Vargas Llosa
Por Omar Guerrero
Le dedico mi silencio (Alfaguara, 2023) de Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936) es la última novela con la que se cierra una larga y reconocida trayectoria literaria de más de sesenta años. En otras palabras, esta es su despedida como escritor en este género. Así lo anunció el Premio Nobel de Literatura días antes de la fecha de lanzamiento del libro (26 de octubre). (Lo comenta también en el último capítulo del documental Una vida en palabras que se puede ver aquí). (Para la promoción del libro se utilizó parte de este material para hacer un pequeño documental con el mismo nombre de la novela que también se puede ver aquí). Esta misma noticia es confirmada por sus lectores en la última página del libro: “[…] Creo que he finalizado ya esta novela. Ahora, me gustaría escribir un ensayo sobre Sartre, que fue mi maestro de joven. Será lo último que escribiré” (p. 303). Tal vez los más escépticos (y hasta sus enemigos) dirán que se trata de una artimaña para seguir llamando la atención y vender más sus libros, algo que Vargas Llosa no necesita. Lo cierto es que el paso del tiempo y la senectud son ineludibles en la vida del escritor, quizás por eso esta novela se encuentra llena de nostalgia y añoranzas transmitidas a través de su personaje Toño Azpilcueta, quien llega a considerar sus anhelos e ideas como una posibilidad en lugar de una utopía.

La novela está dividida en 37 capítulos, algunos bastante cortos. En muchos de estos capítulos llama la atención la exploración del discurso en el género ensayo (más adelante indicaremos por qué). El uso del tiempo es casi lineal. No hay saltos temporales entre un capítulo y otro, sobre todo con la historia de Azpilcueta, sólo se manifiestan las elipsis, además de los recuerdos que no se recrean como parte del pasado, sino que quedan como lo que son: recuerdos. Se añade el recabado de información como parte de una investigación correspondiente a ese mismo pasado (también indicaremos por qué).
Su personaje principal se llama Toño Azpilcueta a quien no se le puede definir ni como periodista ni como intelectual, a pesar de que conjuga ambas actividades (esta última es la que desarrollará con mayor ahínco a lo largo de la novela). Su afición es la música criolla, no como músico sino como un estudioso y/o melómano. Se gana la vida escribiendo pequeños artículos en distintos medios sobre este tema. Azpilcueta reconoce en este género musical el encanto de una época pasada, también el origen de una identidad mestiza que bien podría eliminar las diferencias sociales y raciales de su país. Como es de suponer, toda la novela trascurre en el Perú. La mayor parte en Lima, pero también en la costa norte, con mayor precisión, en Puerto Eten, Lambayeque. El tiempo de la novela se ubica en 1992, meses después de la muerte de la lideresa y dirigente María Elena Moyano, asesinada por Sendero Luminoso el 15 de febrero de ese mismo año (mencionado en la página 16). Se confirma este tiempo de narración con la captura de Abimael Guzmán (12.09.1992) (mencionado en la página 175).
La historia de esta novela empieza desde el momento en que Toño Azpilcueta se pregunta para qué un personaje como José Durand Flores (que bien podría ser el escritor y folclorista José Durand Flórez, fallecido en 1990), miembro de la élite intelectual del Perú, desea comunicarse con él. Es entonces que se logra saber que Azpilcueta vive en Villa El Salvador, un distrito periférico de Lima que surgió a inicio de los años ochenta con la migración masiva de la sierra peruana hacia la capital, más aún con la violencia desencadenada por el terrorismo, lo que originó el conflicto armado interno que duró más de una década. En este nuevo distrito vive Azpilcueta con su esposa Matilde y sus dos hijas. Matilde realiza distintos tipos de trabajos caseros como lavandería o costura de ropa. Ambos sobreviven con los trabajos que realizan. Sin embargo, Azpilcueta tiene muchas carencias. Ni siquiera cuenta con teléfono, por lo que se comunica con el único teléfono de la zona que se encuentra ubicado en la pulpería de su amigo apellidado Collau, cuyo local también sirve de quiosco para la venta de revistas y periódicos. A partir de la comunicación entre Durand Flores y Azpilcueta, se logra saber la existencia de un joven prodigio de la guitarra criolla peruana. Su nombre es Lalo Molfino, un muchacho proveniente de Chiclayo, Lambayeque, que se caracteriza por ser algo esquivo y reservado, además de comportarse con cierta vanidad al saber que toca muy bien la guitarra cuando ejecuta las canciones de música criolla. Este será el móvil para que Toño Azpilcueta empiece una investigación sobre este guitarrista que llegó a formar parte de importantes grupos musicales como Perú Negro o la compañía de la cantante criolla Cecilia Barraza, quien es muy amiga de Toño Azpilcueta.
Como parte de esta investigación, Azpilcueta sostiene su tesis sobre la importancia de la música criolla dentro del concepto de nación, pues ya había realizado en la Facultad de Letras de la Universidad Mayor de San Marcos un trabajo sobre el vals peruano para obtener su título de bachillerato, el cual fue asesorado por su maestro Hermógenes A. Morones, quien, al morir, dejó un vacío en lo que corresponde a los estudios sobre el folclore peruano. Azpilcueta aspira a cubrir este vacío, no importa si lo hace fuera de la vida académica. A partir de esta investigación se inserta en la novela capítulos que contienen un discurso dirigido al ensayo en primera persona que toma muchas referencias históricas para crear un contexto que gire en torno al origen de la identidad peruana:
“[…] Y por eso los callejones y la música criolla resultaron inseparables para los cerca de setenta mil limeños (llamémoslos así) que allí residían, aunque la mayoría de los «callejoneros» venían de todos los pueblos del interior del Perú” […] “El gran compositor nacional, Felipe Pinglo Alva, asistió muchas veces a esas fiestas que animaban los callejones de Lima, pero se retiraba temprano -bueno, eso de temprano es un decir- porque tenía que ir al día siguiente a trabajar. Decían de él que llegó a componer más de trescientas piezas antes de morir” […] “Los callejones de Lima fueron la cuna de la música que, tres siglos después de la conquista, se podía llamar genuinamente peruana. Y ni siquiera hay que decir que el orgulloso autor de estas líneas la considera el aporte más sublime del Perú al mundo. En los callejones había ratas, pero también había música, y una cosa compensaba la otra” (pp. 24-25).
Con respecto a las ratas, estos roedores no sólo se presentan como la principal fobia de Toño Azpilcueta, sino que también se les considera como una figura simbólica referente a todo lo negativo de una sociedad, y cuya presencia, real o imaginada, resultan más que una amenaza, pues si bien Azpilcueta intenta construir una idea de hermandad y unión entre los peruanos a través de la música criolla, la presencia de estas ratas, referidas siempre a la pobreza, a la enfermedad y a la podredumbre (y, por qué no, también a la corrupción), no harán más que ensombrecer y espantar todos estos anhelos.
La mejor parte de la novela es cuando Azpilcueta viaja a Puerto Eten para investigar sobre la vida de Lalo Molfino con el único fin de hacer un libro. Ahí llega a saber sobre su origen relacionado a la basura y a las ratas. También conocerá parte de su infancia, juventud y amores. Uno de estos amores es una muchacha que brindará una mayor información sobre este joven cuya vida se vio afectada por la enfermedad y la tragedia, tal como sucedió con otros grandes exponentes del género como Felipe Pinglo o Lucha Reyes, también mencionados en la novela.
Otro tema que surge en las investigaciones de Azpilcueta es la huachafería peruana, considerada como una característica singular entre sus compatriotas. Es más, hasta él mismo se reconoce como tal, en especial cuando confiesa su gusto por las letras de ciertas canciones del criollismo peruano. Esta misma huachafería se muestra en su comportamiento que varía a partir de su emoción, admiración y sentimientos hacia la cantante Cecilia Barraza, también presente en varios capítulos. Esta huachafería sirve para definir a la sociedad peruana como mestiza a todo nivel y en todas sus clases sociales, por lo que se considera un punto en común entre todos los peruanos:
“Había una huachafería humilde, de los peruanos indios, una huachafería de los cholos, es decir, de las clases medias, y hasta los ricos tenían su propia huachafería cuando se hacían pasar por nobles o descendientes de nobles, retándose a duelo entre ellos según el código del marqués de Cabriñana, como si eso fuera a blanquearlos un poquito, haciéndoles perder su condición de mestizos” (p. 69).
Según Azpilcueta, esta huachafería llega a manifestarse hasta en la propia literatura. Para confirmar esta teoría, cita a ciertos autores emblemáticos que reúnen las siguientes características:
“Acaso donde mejor se pueden apreciar las infinitas variantes de la huachafería es en la literatura, porque, de manera natural, ella está sobre todo presente en el hablar y el escribir. Hay poetas que son huachafos a ratos, como César Vallejo, y otros que lo son siempre, como José Santos Chocano, y poetas que no son huachafos sólo cuando escriben en verso, como Martín Adán. En cambio, en sus ensayos se muestran excesivamente huachafo. Es insólito el caso de Julio Ramón Ribeyro, que no es huachafo jamás, lo que tratándose de un escritor peruano resulta una extravagancia. Más frecuente es el caso de aquéllos como Bryce y como Salazar Bondy en los que, pese a sus prejuicios y cobardías contra ella, la huachafería irrumpe siempre en algún momento en lo que escriben, como un incurable vicio secreto. Ejemplo notable es el de Manuel Scorza, en el que hasta las comas y los acentos parecen huachafos” (p. 210).
Y entre todas estas ideas, hipótesis y teorías, Toño Azpilcueta logra terminar de escribir su libro al que titula Lalo Molfino y la revolución silenciosa, cuyo lanzamiento no llama la atención de la prensa cultural limeña ni de la lectoría peruana. Sin embargo, algo ocurre que de pronto se revierte esta situación. Azpilcueta sale del anonimato y se convierte en un protagonista a niveles que ni el mismo se esperaba. Hasta llega a tener una cátedra en San Marcos. Y todo en base a su esperanza de vencer las utopías a partir de sus ideas:
“Si el Perú abandonara su mentalidad de pura supervivencia y se convirtiera en una nación próspera gracias a su música, acaso iría cambiando también su situación dentro del panorama mundial, logrando infiltrarse dentro de ese grupito de países donde todo se decide, la paz y la guerra, las grandes catástrofes o las alegrías que de tanto en tanto vienen a hacer feliz a la gente. Es seguro que yo no lo veré, pero la vida y obra de Lalo Molfino, acompañada de las ideas que aquí han sido consignadas, contribuirán a que así sea. Como los Siete ensayos de Mariátegui, o la poesía de César Vallejo, o las tradiciones de Ricardo Palma, este libro que sujetas, lector, en tus manos de peruano amigo, será el punto de arranque de una verdadera revolución que sacará a nuestra patria de su pobreza y tristeza y la convertirá de nuevo en un país pujante, creativo y verdaderamente igualitario, sin las enormes diferencias que hoy día lo agobian y hunden. Que así sea” (p. 241).

Otros temas que Azpilcueta da a conocer en sus escritos son el cajón peruano, la tauromaquia, la brujería, el racismo (eliminada con la historia de sus amigos Toni y Lala cuyo erotismo se mantiene hasta la vejez), además de mencionar a otros exponentes de la música criolla peruana como Chabuca Granda, Jesús Vásquez y Óscar Avilés. A través del narrador también se conoce la postura de Azpilcueta en cuanto a la religión católica a pesar de haber estudiado en un colegio religioso cuyo nombre se menciona hasta en cinco ocasiones (Se trata del colegio La Salle ubicado en el distrito de Breña donde el mismo Vargas Llosa estudió un par de años y donde tuvo en desencuentro con uno de los hermanos de esta congregación que le hizo desistir de su condición de creyente y cuyo episodio ya ha sido contado en El pez en el agua).
Si bien no hay momentos de grandes destellos narrativos en la novela, como las técnicas a las que ya nos tenía acostumbrados nuestro Premio Nobel, no se puede dejar de considerar la nostalgia que se percibe en el personaje de Toño Azpilcueta y en el narrador con cada hecho que se cuenta o se rememora, pues aquí se toman muchos referentes culturales e históricos para dar contexto a una ficción cuyo reflejo sigue siendo muy similar a la realidad. La visión de los personajes en los capítulos finales da a entender que la esperanza se puede mantener, por más pequeña que sea, incluso hasta huachafa, sin importar las constantes utopías que son más cercanas a lo real.
*****
Datos del libro reseñado:
Mario Vargas Llosa
Le dedico mi silencio
Alfaguara, 2023