Ninguna desesperación como mi desesperación. Algunos apuntes sobre Horoskop ▶
Por Cristhian Briceño
Digamos que Horoskop es de esa clase de poemarios cuyas referencias, nombres propios, geografías, nos obligan, en ciertas ocasiones, a acudir al buscador de Google para desarmar su nudo gordiano. Quien haya leído los libros precedentes de José Carlos Yrigoyen (Lima, 1976) caerá en cuenta, tras superar estas exuberancias, de las redes que se tienden a lo largo de su bibliografía; p. e., luego de enterarnos de que uno de los personajes de Horoskop, Bambang Pamungkas, es un futbolista indonesio podemos asociarlo con ese pequeño volumen titulado Breve historia del fútbol de Indonesia, donde se nos relata un fracaso deportivo; lo mismo ocurre con sus menciones europeas presentes en publicaciones previas como El libro de las señales o en las alusiones a entredichos éticos en su último libro, Ciclo del Partido de la Caridad. El carácter narrativo de Horoskop es otra de las marcas en la propuesta que Yrigoyen establece luego de El Libro de las moscas, su primer trabajo poético, libro más contenido y de talante preliminar; lo es también el verso de arte mayor, a veces prosaico, otra veces con intermedios líricos en los que juega un papel clave el uso de los símiles que parecen beber de una impronta cisneriana y que fijan imágenes que hacen que el poema avance a paso seguro, a pesar de su extensión: “somos/ dueños de una libertad algo incómoda, que primero/ nos mantiene frescos y libres de toda influencia,/ como si de pronto fuéramos colores primarios” (p. 12); “Antes de caer herida era una mujer tan persistente/ como la ceniza en el fondo de un vaso mojado” (p. 23); “cada una de mis palabras debería ser tan firme/ como un hueso bien soldado” (p. 31). Y es que si algo caracteriza al yo lírico que se nos muestra a través de los poemas es su necesidad por redondear una imagen, una sola, que sirva como bálsamo ante las constantes interrupciones de la felicidad; siguiendo esta misma idea, podemos advertir que, visualmente, los poemas se nos muestran como conglomerados de versos largos y compactos, a la manera de bloques de mármol donde el yo lírico busca dar con esa imagen feliz en forma de símil, metáfora u otra figura, una improbable (aunque no imposible) flor de Coleridge. Lo narrativo de los poemas, su ficción poética, nos otorga, además, un ambiente de inmensa soledad; los personajes de los poemas tienen el tiempo para ser reflexivos, memoriosos, indagadores de obituarios, para ensayar sus dotes epistolares, para hacer visitas imaginarias a otra persona siempre dejando en claro que existe una distancia invulnerable que es la de la insatisfacción; paso a paso se van construyendo pesares diferentes que coinciden en hacer de su infelicidad un hecho poético y del hecho poético una certeza que los nombra: “Has crecido, aunque tu miedo siempre ha sido más alto” (p. 7).
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Isla del gallo anticipa una ciudad, una nación, un conflicto; deduce un fracaso y, al mismo tiempo, anhela una reconciliación, no colectiva sino intrínseca. Si atendemos al título del volumen, alusión a un evento incipiente en la trama nacional, a su mito de origen, encontraremos que funciona como un punto de partida, el año cero de nuestra historial colonial y, en seguida, republicana, por lo cual se insinúa un desarrollo que va expandiéndose y replegándose conforme nuestra lectura evoluciona; de esta forma, la voz en los poemas pasa de narrar el exterior, los eventos que acaecen al ojo público, a desviar la mirada hacia lo corporal y su estructura, tal y como ocurre en la última sección, donde se produce un viaje sensorial hacia el centro del individuo.
De esta manera, el libro de Juan Ignacio Chávez (Lima, 1991) despliega un talante, sino elegíaco, sí de calamidad contenida o de anunciada debacle, aunque el lenguaje con el que se expresa el yo lírico tiende a obrar sutilezas, imágenes de una tranquila belleza que trabajan por contraste o por negación. A unos versos violentos como desperdicié mis balas/ en un cadáver desecho le suceden los siguientes: mi asombro no brillaba/ como sus vellos tiesos. Este juego de oposiciones es parte de la estrategia del libro. Lo que se va narrando, poema a poema, es una historia de carencias colectivas, de pesares comunitarios, de abusos que se van personalizando hasta llegar a la sección final, pero todo esto sucede dentro de un paisaje feliz que está referenciado a partir de menciones territoriales; hay ríos, montes, campos, desiertos, y todos ellos funcionan como un alivio estético ante la rudeza de la historia y sus consecuencias:
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Temporada de huracanes (Random House, 2017) de la escritora mexicana Fernanda Melchor (Veracruz, 1982) es una novela que expone la violencia y el horror de una región que bien puede corresponder a la realidad de un país o de un continente. La historia gira alrededor de un feminicidio. A partir de este hecho, tan violento y horroroso, se van mencionando otros sucesos igual de truculentos adjudicados a los otros personajes de esta historia. Estos se relacionan, de una u otra manera, con este crimen y más aún con la víctima, cuya principal característica es haber sido una bruja, según el imaginario o creencias de los habitantes de un pueblo llamado La Matosa.
A través de ocho capítulos se hace un recuento, a modo de crónica, con efectivos saltos de tiempo, y con la voz cedida -por momentos- de manera trepidante a cada personaje trabajado en cada capítulo, con el uso de un lenguaje propio de la oralidad mexicana, para dar testimonio sobre este asesinato y sobre la violencia y el horror que se multiplica y que se vuelve recurrente al punto de que ya parece normal. Es más, estos personajes ni siquiera muestran luego un arrepentimiento, a excepción de uno de ellos, cuya aparente inocencia no es del todo cierta. Lo más asombroso es que la mayoría de sus personajes, o casi todos, terminan siendo abyectos e insensibles ante los delitos o males que se cometen. Sucede lo mismo cuando estos mismos se vuelven testigos o cómplices, quedando como sobrevivientes de lo sucedido sin saber que en cualquier momento también pueden sucumbir ante la desgracia o la muerte.
El primer capítulo, que es bastante breve, cuenta el hallazgo de un cadáver degollado en las aguas de un canal ubicado en las afueras de este pueblo llamado La Matosa. Este encuentro se realiza por parte de un grupo de muchachos. Así es como se inicia esta historia llena de violencia y horror:
Pero el líder señaló el borde de la cañada y los cinco a gatas sobre la yerba seca, los cinco apiñados en un solo cuerpo, los cinco rodeados de moscas verdes, reconocieron al fin lo que asomaba sobre la espuma amarilla del agua: el rostro podrido de un muerto entre los juncos y las bolsas de plástico que el viento empujaba desde la carretera, la máscara prieta que bullía en una miríada de culebras negras, y sonreía.
En el segundo capítulo, se cuenta la historia de la Bruja, desde su oscuro origen hasta su muerte. A ella, en un comienzo, le dicen la Bruja Chica, debido a que su madre era la Bruja Vieja, esta última conocida y temida entre los pobladores por sus curaciones, maleficios y también por la extraña muerte de quien fue su esposo, con quien no tuvo descendencia. Después siguieron las muertes trágicas e inexplicables de los hijos del primer compromiso del esposo de la bruja, quienes solo buscaban desalojarla de la casa que pertenecía a su padre. Todo ello creó un aura de misterio y respeto hacia esta Bruja Vieja que se le acusaba a escondidas de realizar orgías con el diablo. De estos supuestos hechos nace la Bruja Chica, a quien en muchas ocasiones su madre llegó a afirmar que, en efecto, era la hija del mismísimo demonio. Esta Bruja Chica crece y se convierte simplemente en la Bruja a secas. Ella viste siempre de negro, sobre todo después de la desaparición de su madre, a quien ya creen fallecida una vez que sucedió el deslave que enterró buena parte del pueblo. A esta Bruja Chica también se le acusa de hacer fiestas en su vieja casa con los muchachos del pueblo a quien les paga sus favores sexuales:
Le decían la Bruja, igual que a su madre: la Bruja Chica cuando la vieja empezó el negocio de las curaciones y los maleficios, y la Bruja a secas cuando se quedó sola, allá por el año del deslave. Si acaso tuvo otro nombre, inscrito en un papel ajado por el paso del tiempo y los gusanos, oculto tal vez en uno de esos armarios que la vieja atiborraba de bolsas y trapos mugrientos y mechones de cabello arrancado y huesos y resto de comida, si alguna vez llegó a tener un nombre de pila y apellidos como el resto de la gente del pueblo fue algo que nadie supo nunca, ni siquiera las mujeres que visitaban la casa los viernes oyeron nunca que la llamaran de otra manera.
En el tercer capítulo, cuenta la historia de Yesenia, también conocida como la Lagarta, apodada de esta manera tan despectiva por su propia abuela, doña Tina, madre del tío Maurilio (ya fallecido) y abuela del chamaco, un muchacho malcriado y atrevido que se convierte en la obsesión de su prima Yesenia. Es así como se conoce la historia de esta familia llena de tragedias. Ellos también son habitantes de La Matosa. No tienen ninguna relación con la historia de Bruja, hasta que ocurre su asesinato. Aun así, las desgracias no le son ajenas como la enfermedad y muerte del tío Maurilio o la ausencia de las hijas de doña Tina, la Negra y la Balbi, a quienes doña Tina acusa de prostitutas. Ellas abandonan el hogar de la madre sin importar dejar a Yesenia y a sus otras hijas a cargo de su abuela, quien no oculta su predilección por su hijo Maurilio, a quien se le presenta como un hombre atrapado en la perdición, aunque esto no es juzgado por doña Tina. Sin embargo, la vida de Maurilio termina marcada por una mayor tragedia al relacionarse con una mujer llamada Chabela, que también es prostituta en un bar de la carretera, y de cuya relación nace el chamaco, que no se parece en nada a Maurilio pero que lleva su nombre. Este mismo muchacho al crecer es apodado como Luismi (en referencia al cantante) y es acusado por su prima Yesenia de haberlo visto merodear la casa de la Bruja antes de su asesinato. Todas estas noticias no hacen más que amilanar la salud y la vida de doña Tina, quien en su lecho de muerte no dejará de maldecir por la herencia que deja:
Para entonces ya no lloraba, ni de rabia ni de tristeza, nomás oía en silencio cómo la abuela se lamentaba por el nieto en su recámara, y cada sollozo, cada gemido de la vieja era como una daga helada que se enterraba en el corazón de Yesenia. Aquel pinche chamaco tenía la culpa de todo, pensaba; aquel cabrón terminaría por matar a la abuela, la mujer que bien que mal era como una madre para Yesenia ahora que ni la Negra ni la Balbi llamaban nunca ni mandaban dinero ni parecían nunca acordarse de ellas.
El cuarto capítulo cuenta la versión de los hechos a través de la voz de Munra, el padrastro de Luismi, quien es conocido en el pueblo por andar con una muleta debido a un accidente de moto en el pasado y por manejar una camioneta de características peculiares. Munra da sus declaraciones como un atestado policial. Para eso menciona todo lo sucedido desde antes de la muerte de la Bruja como es el caso de su relación con Chabela, su cercanía con Luismi y con otro muchacho llamado Brando con quienes comparte el gusto por el alcohol y por los bares de mala muerte. Munra también es cómplice del asesinato de la Bruja. La presencia de su camioneta es un indicio ineludible:
Yo pensé que nomás iban a transar con la Bruja, que iba yo a pensar que lo que querían era matarla, yo ni me bajé de la camioneta, me quedé todo el tiempo ahí detrás del volante, esperando a que salieran, porque los cabrones se tardaron bastante ahí dentro de la casa […].
En el quinto capítulo (uno de los mejores), se cuenta la historia de Norma, quien llega a La Matosa después de abandonar su pueblo y la casa de su madre al sentirse culpable por haber quedado embarazada de su padrastro, Pepe, con quien se acostaba presionada por él, además de ser consciente de las constantes recomendaciones de su madre para que no cometa el mismo error que ella. Sin embargo, Norma sale con «su domingo siete», cuya frase e historia popular también se cuenta en este capítulo. Al huir, Norma llega a La Matosa y conoce a Luismi, quien la acoge en su cuarto y la hace su mujer sin saber que ella ya está embarazada. Para salir de este problema, Norma recurre a Chabela, mamá de Luismi, quien la lleva donde la Bruja para que le dé un brebaje que la ayudará a solucionar el problema que tiene. Chabela le comenta que ella ya ha hecho esto otras veces y nunca le ha pasado nada, pero con Norma sí pasa algo. Ella se pone mal, queda muy grave. Luismi la lleva al hospital donde se le intenta acusar de aborto, más aún cuando se da a conocer la verdadera edad de Norma (13 años). En este capítulo, además de contar la tragedia de una joven (casi niña), también se muestra el lado más cruel y machista de una sociedad. También se hace una mención al narcotráfico y a la situación de las mujeres en un país como México (la mención del Cuco Barrabás y su relación con Chabela así lo confirma). En este capítulo, también se muestra al único personaje de todos que muestra un arrepentimiento por sus actos. Me refiero a Norma:
Quería tocarse los pechos para aliviar las punzadas que los atravesaban; quería apartarse el cabello empapado de sudor de la cara, rascarse la comezón desesperante que sentía en la piel de su vientre, arrancarse el tubo plástico enterrado en el hueco de su antebrazo: quería tirar de aquellas vendas hasta romperlas, escapar de aquel lugar donde todos la miraban con odio, donde todos parecían saber lo que había hecho; estrangularse las manos, degollarse a sí misma en un grito elemental que, al igual que la orina, ya no pudo contener por más tiempo: mamá, mamita, gritó a coro con los recién nacidos. Quiero irme a casa, mamita, perdóname todo lo que te hice.
En el sexto capítulo, se cuenta la historia de Brando, amigo de Luismi, y uno de los principales sospechosos de la muerte de la Bruja, quien, para este momento, ya ha dejado de lado su imagen recurrentemente femenina para adjudicarle una identidad travestida, queer, propia de un homosexual, a fin de cuentas, su verdadera identidad nunca es esclarecida. Es precisamente el tema (homo)sexual el que abunda en este capítulo, no solo con la bruja sino también con el mismo Brando y con Luismi, cuya identidad y gustos varían a pesar del extremado machismo que poseen. Ellos tienen cercanías con otros hombres solo para obtener dinero y así seguir drogándose y emborrachándose. Lo mismo hacen con la Bruja. Es este mismo dinero el que creen que ella (o él) posee dentro de una habitación de su casa y al que nadie puede tener acceso (y cuya verdad es el mejor secreto guardado de la novela). Este es el móvil que tiene Brando para asesinar, sin duda. Aunque el móvil de Luismi más obedece a su ira y al deseo de venganza al saber el origen del daño ocasionado en Norma y que proviene de la misma Bruja. Se añade la cercanía que ocurre entre estos dos personajes varones. Quizás por eso existe en Brando una atracción y un deseo de asesinar a su amigo Luismi. Lo mismo le sucede cuando consume pornografía. Le atrae y al mismo tiempo le repulsa:
[…] o la parte de aquella película en donde una chinita lloraba y ponía los ojos en blanco como las endemoniadas de las misas del padre Casto mientras que dos batos se la cogían amarrada a la cama. Escenas que le aburrían pronto y de las que se cansaba muy rápido, hasta que un día, por pura chiripa, por un error del Willy o de la gente que pirateaba los videos en la Capital, vio por primera vez aquella escena que lo cambiaría todo, el video que para él marcaría un antes y un después en la vida de sus fantasías: el clip ese que apareció metido entre dos escenas de películas distintas, y en donde salía una muchachita muy delgada, de pelo corto y cara de niño […].
En el capítulo siete, que es bastante corto, ya no se aborda el asesinato de la Bruja ni los involucrados. Sin embargo, se siguen mencionando toda una serie de hechos donde ya no hay ni siquiera valores, y que siguen ocurriendo como algo cotidiano y que no hacen más que remitir a las desgracias de un pueblo, de una región, de un país:
Dicen que el calor está volviendo loca a la gente, que cómo es posible que a estas alturas de mayo no haya llovido una sola gota. Que la temporada de huracanes se viene fuerte. Que las malas vibras son las culpables de tanta desgracia: decapitados, descuartizados, encobijados, embolsados, que aparecen en los recodos de los caminos o en fosas cavadas con prisa en los terrenos que rodean las comunidades. Muertos por balaceras y choques de auto y venganzas entre clanes de rancheros; violaciones, suicidios, crímenes pasionales como dicen los periodistas. Como aquel chamaco de doce años que mató a la novia embarazada del padre, por celos, allá en San Pedro Potrillo. O el campesino que mató al hijo aprovechando que andaban de cacería y le dijo a la policía que lo confundió con un tejón, pero ya se sabía desde antes que el viejo quería quedarse con la mujer del hijo y que se entendía a escondidas con ella […].
En el capítulo ocho, a modo de epílogo, se menciona un personaje que lleva el nombre del Abuelo, quien se encarga de enterrar a los muertos que llegan al lugar donde él trabaja. Entre tantas víctimas, solo queda una forma de huir ante estos huracanes inacabables de violencia y horror:
El primer muerto entero que bajaron claramente parecía un indigente: tenía la piel percudida y apergaminada de quien se ha pasado media vida delirando sin rumbo bajo el sol inclemente. Después siguió una muchacha descuartizada; por lo menos no iba desnuda, pobrecilla, sino envuelta en celofán azul cielo, para que sus miembros cercenados no se desparramaran sobre el piso de la ambulancia, supuso el Abuelo. Luego siguió la recién nacida, la criaturita con la cabeza diminuta como una chirimoya, a la que seguramente sus padres abandonaron en alguna clínica del rumbo antes de que la pobre criatura terminara de morirse. Y, por último, el más pesado y engorroso de todos, el que los empleados tuvieron que sujetar con retazos de sábanas por la forma en como la piel se le desprendía cada vez que trataban de sujetarlo de pies y manos; el que seguramente iba a darle más lata al Abuelo que todos juntos, incluso más que la pobrecita descuartizada, porque además de haber muerto a cuchillo y con violencia, el cabrón todavía estaba entero; podrido pero entero, y esos eran siempre los que daban más trabajo: como que no se resignaban a su suerte, como que la oscuridad de la tumba los aterraba.
Fernanda Melchor – Foto: Maja Lindströem
Ante lo mencionado, se llega a la conclusión de que Temporada de huracanes es una novela poderosa por sus historias y por su lenguaje. También lo es por la violencia y el horror que demuestra en cada una de sus páginas. Puede resultar chocante y pesimista, pero es una forma de retratar a la perfección una realidad igual de cruenta. Tal vez pueda herir susceptibilidades, pero no se puede dejar de recomendar tan magnífica novela.
Un buen taxista es difícil de encontrar (Colmillo Blanco, 2022) del escritor peruano Aarón Alva (Lima, 1987) es un libro de cuentos compuesto por cuatro relatos largos que tienen en común mostrar el desánimo y la desilusión de sus personajes a partir de sus (malas) experiencias dentro de su entorno familiar, sentimental y laboral. Todos estos hechos que desaniman y frustran solo pueden ser remediados a través de una idealización hacia otro espacio llamado Iliana que, a comparación de Lima (ciudad que habitan), se presenta como una posible salida ante tanta desesperanza.
Este segundo libro de cuentos de Aarón Alva se ubica dentro del marco de la literatura peruana urbano-marginal que coloca a la ciudad de Lima como su principal escenario donde, además, prima el realismo sucio y la violencia urbana. La diferencia con sus antecedentes es precisamente el contrapunto con Iliana que, a partir de sus referencias o menciones, se logra saber que reúne toda una serie de elementos opuestos a lo que se vive en la capital del Perú, y que, tal vez, podría garantizar una mejora en las vidas de sus personajes. Entre estos anhelos se encuentra la felicidad, tan esquiva e inexistente.
El primer cuento, que lleva el mismo título del libro, muestra a un personaje femenino marginal que no tiene reparos en decir que es una prostituta. Ella acaba de salir de un encuentro íntimo en un hotel con un cliente que no es un desconocido. La narración es en primera persona, por lo que la voz de la mujer va dando detalles de lo vivido, de lo que piensa y de lo que está ante sus ojos. Ella llega a un local con barra al aire libre en medio del frío de la noche con la idea de tomar algo que le ayude amilanar o desaparecer el mal sabor que lleva en la boca. Allí entabla conversación con el señor que atiende, que es un poco mayor, y que bien podría ser el dueño del local. Este señor le comenta que ella le hace recordar a su hija, no por ser prostituta sino sus por rasgos. Enseguida se cuenta parte del pasado de esta hija, de su trabajo y de lo que se espera de ella. Aquí la añoranza paternal es evidente. La prostituta lo escucha con atención hasta que son interrumpidos por un hombre joven que se sienta a su lado. Este hombre pide algo de comer y empieza a buscar conversación con la mujer que, para esas horas, lo que menos desea es otro tipo de encuentro o cercanía. Tanta es su insistencia que ella se muestra reacia. Su lenguaje es agresivo y hasta vulgar, hasta que él le muestra una foto íntima con su cliente anterior llamado Martín, quien ha viralizado su identidad e intimidad. Ella se molesta, salta sobre este hombre y lo agrede. Lo que sucede después con el impertinente es una consecuencia del hartazgo y la violencia. Ella luego busca un taxi que la aleje de este lugar. Dentro del auto empieza otra conversación con el taxista, quien también muestra su lado humano, sobre todo al contar la historia de su madre. Todo esto sucede a lo largo de la madrugada. Entre estos diálogos y deducciones, y justo antes del amanecer, surge el nombre de Iliana.
En el segundo cuento, titulado «Concurso de música», un profesor escolar de esta materia no puede ocultar su desánimo por la falta de interés del director del colegio en renovar o mejorar los instrumentos musicales que utilizan sus alumnos, quienes están a punto de participar en un importante concurso. Se suma la falta de interés de los escolares, quienes prefieren otros géneros (más actuales y populares) tan ajenos a los clásicos. Por otro lado, para este personaje no hay mayores logros, sobre todo en lo profesional y en lo sentimental, incluso en lo sexual. No se siente feliz como profesor de música a pesar de que su pasión es precisamente la música. Anteriormente ha trabajado en orquestas y grupos musicales, pero no basta o no alcanza. La situación del artista es una triste realidad. Esto se sabe a partir del monólogo interior que se presenta fragmentado con saltos de tiempo y espacio para relacionar hechos distintos pero comunes en su vida. Aquí sobresale el dominio de una técnica que le otorga puntos a la narración y al autor. El mayor momento del cuento surge cuando se le acusa al profesor de música dentro del concurso de no ser parte de la institución que lo respalda como conocedor en su materia. La decisión del protagonista ante este hecho mantiene en vilo al lector hasta antes del punto final.
En «Una segunda primera vez», se cuenta la historia de una familia que ya no se podría considerar como tal. Úrsula es una anciana casi ciega que sueña con terminar de construir el segundo piso de su casa. Este sueño también era de su difunto esposo. Busca la manera de que este anhelo se cumpla, pero todo resulta difícil e inalcanzable. Úrsula vive con su hijo Ernesto, un adulto fracasado que se pasa la mayor parte del tiempo bebiendo. Aun así, ella todavía guarda esperanzas en él. También está su hija Paula, quien vive en Iliana junto a su esposo e hijos. Todo indica que esta vida es muy distinta a la de Úrsula y Ernesto. Y esta diferencia trae consigo muchos más problemas sin importar que Paula siempre mande dinero a su madre y hermano para que puedan subsistir. Lo más resaltante de este cuento es el uso de la técnica del diálogo intercalado (pp. 74-76) que pone en contraparte dos momentos y espacios distintos. Se trata, sin duda, de otro logro de un autor con dominios narrativos.
Cierra el libro «Relatos de bicicleta». A mi gusto, es el mejor de todos. Aquí el personaje cuenta tres hechos con personas distintas donde su bicicleta también es protagonista. Todo sucede en Lima, sobre todo en el centro, donde se muestra la sordidez, los peligros y la violencia de sus inmediaciones. Estas tres personas se relacionan con el protagonista a través de lo sentimental, familiar y amical. Se trata de una ex enamorada, un tío y un amigo del colegio, respectivamente. Cada hecho es una aventura. También es un aprendizaje, sobre todo por la juventud del personaje. Aquí la nostalgia se conjuga muy bien con el arrojo del protagonista junto a su inexperiencia y honestidad. Sobresale, además, el uso del lenguaje deductivo. Aquí un ejemplo:
Ir en bicicleta, sea por paseo, al trabajo o de compras, representaba en mí una de las formas más sublimes de abordar la soledad. En el fondo -así algunos lo encuentren contradictorio- recorrer el mundo en dos ruedas impulsadas con tu propia energía tiene mucho más de colectivo que de personal.
En mis paseos nocturnos disfrutaba ver el trajín diario amainar como gotas de lluvia luego de una potente tormenta. No tenía ruta de ida ni hora de regreso. De madrugada, la ciudad se apagaba en un mutismo agradable. A pesar del silencio y el viento frío, lo último que soportaba era la sensación de soledad; o en todo caso, aquella soledad mortal que degenera la cordura. Me acompañaba el recuerdo de sonrisas, discusiones, miedos crudos y hasta peleas irresolubles. Pero de alguna forma era feliz, como si ese inclemente huracán de sensaciones confluyera en el amparo de sentirme vivo. (p. 129)
Aarón Alva – Foto: Lucía Portocarrero
De esta manera se concluye que Un buen taxista es difícil de encontrar es un buen libro de cuentos, sobre todo por sus historias, personajes, temáticas y más aún por las técnicas a las que recurre el autor. Aunque el uso del lenguaje en algunos de sus personajes, tan nimio y ordinario, sobre todo en sus respuestas y diálogos, no resulta siempre favorable por más que se aborde el realismo marginal y la violencia urbana como retrato de una ciudad.
Lacrónica (Editorial Círculo de Tiza, 2015) de Martín Caparrós articula, de manera intercalada y original, lo reflexivo con lo narrativo. Todo lo que Caparrós propone en el plano de su singular interpretación del concepto que da título al libro surge, pues, de su experiencia vital como periodista-escritor y se sostiene sobre «ejemplos», «materializaciones» que son, precisamente, las crónicas y los fragmentos de libros suyos que introduce y brindan forma al texto. Lo que resulta, entonces, es una serie de ‘lecciones maestras’ en las que podemos apreciar lo central del método y la escritura caparrosiana.
Periodismo narrativo contextualizado y redefinido desde la particular visión del género a partir de uno de sus mejores exponentes: lacrónica. Fundamental para el devenir del continente latinoamericano, esta tiene ineludiblemente una dimensión histórica. Es una forma de escribir que, como el autor mismo lo señala, se preocupa por “mirar de otra manera eso que todos miran o podrían mirar”. Eso implica no siempre centrarse en los personajes estipulados de antemano como mediáticos ni regirse por esa abstracción que no ha hecho sino ir hacia la degradación de la práctica periodística denominada “público”. Entonces, ¿cómo Caparrós “caza” y encuentra una historia narrable?
[…] Se qué me interesa buscar en cada hecho aquello que puede sintetizar el mundo. Ryszard Kapuscinski lo llamaba la gota de agua, el prisma a través del cual se puede mirar todo. Sé que quiero poder tomarme el tiempo y esfuerzo necesarios para encontrar ese punto de vista, ese foco, ese detalle que haga que algo que podría ser banal se convierta en un relato que, por razones variadas, a veces insondables, interesa a personas a quienes esas cuestiones quizás no les importa. Sé que un buen relato debería conseguir que lo lea alguien a quien esa cuestión no le interesa en absoluto. […] Y sé que me gustan las crónicas que narran algo que todos ven todos los días. No creo que sea necesario –que siempre sea necesario– descubrir lo oculto. La idea de investigación, de descubrimiento parece la quintaesencia del periodismo actual: a mí me interesa más en general, hacer sentido con lo visible: mirarlo como si nunca lo hubiera visto y tratar de sorprender al contarlo, reponerlo en su contexto, relacionarlo: entenderlo. Entender es una palabra muy poca valorada. (Caparrós, 2015, p. 63-64)
Mirar y escribir: ambos son componentes decisivos de lacrónica. También la subjetividad, el «yo». Pero no el «yo» para asumir, en tanto escritor, el protagonismo del texto, sino para afirmar, “decir aquí hay un sujeto que mira y que cuenta”, en contraposición a ese lenguaje neutro –pretendidamente objetivo– difundido a partir de una preocupación única por la «información» que pretende presentarse como “la realidad”, es decir, lo dado, lo que no admite otra mirada ni interpretación posible. Caparrós, en sus demás lecciones, explica lo que es el tono de un texto, el estilo, lo distintivo de una voz, la cuestión de la verdad, la necesidad de la descripción como procedimiento escritural, el impacto de las nuevas tecnologías para la escritura de lacrónica y cómo esta ha experimentado mutaciones y se ha ubicado en el mercado y demás. Todo ello está muy bien sustentado y nos permite observar la fundación de una perspectiva particular sobre lo que es y cómo puede escribirse lacrónica –desde su lugar marginal–, además de que permiten entender el contexto de ejecución y la explicación de la relevancia de los relatos incluidos en el libro: su lógica pensándolo en el plano de la biografía literaria del autor.
Con respecto a los textos narrativos, Caparrós nos muestra que, además de que es un maestro escribiendo, viaja mucho. No es una cuestión banal. Caparrós, en verdad, ha recorrido el mundo y, podríamos decirlo, con un sentido concreto, nos ha mostrado, sin caer en el moralismo ni lo panfletario, pero sí desde el talento y la conciencia histórica, lo «real» del mundo. Es, al mismo tiempo, interesante pensarlos como documentos históricos sobre lo vivido en los noventa y los inicios de la década del 2000. Retratos minuciosos, ricos en descripciones y diálogos, que muestran una mirada única para detectar y narrar la cotidianeidad cultural de los países que visita, los conflictos, las situaciones perniciosas que –veladamente– estructuran nuestro presente, las vidas de una multiplicidad de individuos de diversas partes del globo, siempre con un interés particular en tanto, como el mismo Caparrós lo indica, «expresan» algo fundamental de la experiencia humana.
Pero no solo ello, sino también situaciones hasta cierto punto «raras» –en el sentido propuesto por Mark Fisher–, como la del fenecido dictador Jorge Videla corriendo todas las mañanas en 1991 en la ciudad de Buenos Aires, u otras en las que se vislumbra una implicación afectiva para el autor, como el viaje siguiendo a Boca Juniors en su partido de la final de la Copa Libertadores frente a Once Caldas –sin dejar de ofrecer un gran relato sobre la cultura futbolística del continente, las hinchadas y la distancia que separa el «exterior» del «interior», la «burbuja» del fútbol profesional–. Veamos el último fragmento de la crónica, momento en el cual acaban de perder por penales el título del torneo más importante de la región en aquel 2004:
Y ahora lo impresionante es el silencio: el silencio tan íntimo, los quinientos callados en medio de una cancha que explota de alaridos, el silencio y todo alrededor la algarabía. El silencio y la conciencia rara de que esto se acabó, de que ya nunca va dejar de ser así: de que perdimos. Y después mirarse sin saber qué decir o no mirarse, mirar a los que lloran, los que patean el suelo, los que putean, los que se quedan con los ojos perdidos en ninguna parte, el que dice la puta que lo parió si no me traje los calzoncillos de la cábala si seré pelotudo, el que mira para arriba como si alguien allá arriba le fuera a explicar algo, el viejo que dice que justo hoy se cumplen treinta años de la muerte de Perón y el viejo hijo de puta nos mufó desde arriba […] los muchachos que reaccionan y empiezan a las piñas y patadas contra los colombianos circundantes, roban una bandera, se pelean con los policías que los van sacando. Nada grave: más bien puro folklore. Nada: nada de nada: Las derrotas no tienen historia. O, si la tienen, es una historia que nadie tiene ganas de escribir. Qué cosa tan ajena es la fiesta de otros. (Caparrós, 2015, pp. 531-532)
Martín Caparrós – Foto: El Colombiano
Desde las regiones cocaleras de Bolivia y su relación con la economía nacional, la Lima en horas críticas por el conflicto armado interno y el cólera, la caótica e hipercapitalista Hong Kong, la calurosa Tehuantepec y les muxes –Amaranta en tanto símbolo de su lucha–, así como diversas ciudades europeas –Belgrado (ex Yugoslavia), Kishinau (Moldavia)–, africanas –Zanzíbar (Tanzania), Dar es-Salam (Tanzania), Niamey (Nigér)– y asiáticas –Colombo (Sri Lanka), Tokio (Japón)–, todas ellas asediadas por diversos problemas e impasses. Siempre con la construcción elaborada de los personajes, todos son relatos que transmiten determinadas emociones y desatan, ineludiblemente, reacciones –dolor e indignación, por poner un ejemplo, ante lo extendido de la prostitución infantil en Sri Lanka o la historia de Natalia, la ciudadana de Moldavia víctima de la trata de mujeres– ante lo narrado. Estamos, pues, frente a un libro imprescindible que, además, por su formato y coherencia, permite hacernos una imagen panorámica del trabajo de Caparrós, de sus preocupaciones e ideas, por lo cual puede observarse como una interesante introducción a la obra del escritor argentino.
Literatura peruana sobre crímenes e investigación policial
Por Omar Guerrero
Caso abierto. La novela policial peruana entre los siglos XX y XXI (Fondo Editorial de la Universidad de Lima, 2022) de Alejandro Susti (Lima, 1959) y José Güich Rodríguez (Lima, 1963) es un ensayo que busca responder por qué el género policial surge de manera tardía en el Perú. Para ello, se hace una revisión desde sus orígenes en el siglo XIX con el policial clásico desarrollado por autores como Edgar Allan Poe y Arthur Conan Doyle donde sobresale la modernidad de las grandes ciudades y el raciocinio lógico-deductivo de sus investigadores. Se incluye luego a autores de novela negra de la primera mitad del siglo XX a partir de la gran depresión económica, entre los que sobresalen Dashiell Hammett y Raymond Chandler. En el caso de América Latina es ineludible no considerar a Jorge Luis Borges y sus posteriores colaboraciones con Bioy Casares. Se sustenta esta revisión con un marco teórico en cuanto a sus características esenciales (Boileau, Dubois, Todorov, entre otros). Y a continuación, se realiza un desarrollo del panorama crítico de la novela policial en el Perú. Con todos estos implementos se analizan cinco novelas peruanas que podrían considerarse como novelas de investigación o relacionadas al género. Estas son las siguientes: La piedra en el agua de Harry Belevan (1977), La conciencia del límite último de Carlos Calderón Fajardo (1990), Secretos inútiles de Mirko Lauer (1991), Puñales escondidos de Pilar Dughi (1997) y Bioy de Diego Trelles Paz (2012). Se suma al final un apéndice a modo de interrogatorio policial a diversos autores, autoras y conocedores del género en el Perú. Todos ellos responden seis preguntas específicas sobre el tema.
El libro inicia con una introducción donde se proponen una serie de respuestas de por qué este género no se ha desarrollado en su totalidad dentro de la literatura peruana. La primera, y la más evidente, es que el policial como género era una señal de cosmopolitismo y modernidad en grandes ciudades como Londres, París y Nueva York. En el caso de América Latina, urbes como Ciudad de México y Buenos Aires aún nos llevan una gran ventaja, de ahí que el género se haya manifestado y expandido en las literaturas de estos países. Para nuestro caso, Lima y otras ciudades del Perú aún no han logrado este nivel de desarrollo. Es recién, a partir de los años ochenta, con las migraciones y el terrorismo, que la capital crece a desproporción. Esto trae una serie de problemáticas entre las que sobresale la violencia, cuyo tema se convirtió en motivo de representación a través de la literatura en las décadas siguientes. Tal como indica Mirko Lauer (p.13): “no hemos tenido novela policial porque no la necesitábamos (en base a la violencia que se vivió en esos años), así como no hemos tenido ciencia ficción porque no la imaginábamos”. Se añade el prejuicio sobre el género policial al considerarlo como un subgénero o como una forma de entretenimiento y que se sustenta, sobre todo, con el peso de la tradición de la literatura peruana del siglo XX, en especial con la narrativa indigenista y también realista (y/o neorrealista), todas con un trasfondo social y político.
En el capítulo 1, titulado “El policial clásico y la novela negra. Una aproximación teórica e histórica”, se establecen las definiciones de ambas propuestas para diferenciarlas. Aquí se citan unos fragmentos del ensayo Lo negro del policial de Ricardo Piglia (p. 38):
Lo que en principio une a los relatos de la serie negra y los diferencia de la policial clásica es un trabajo diferente con la determinación y la causalidad. La policial inglesa separa el crimen de su motivación social. El delito es tratado como un problema matemático y el crimen es siempre lo otro de la razón. Las relaciones sociales aparecen sublimadas: los crímenes tienden a ser gratuitos porque la gratuidad del móvil fortalece la complejidad del enigma […] los relatos de la serie negra (los thrillers como los llaman en Estados Unidos) vienen justamente de narrar lo que excluye y censura la novela policial clásica. Ya no hay misterio alguno en la causalidad: asesinatos, robos, estafas, extorsiones, la cadena siempre es económica.
Otra marcada diferencia son las vidas de los investigadores. En el policial clásico, se presentan como sujetos incorruptibles y honestos que renuncian al soborno. Estos buscan la verdad y la justicia a toda costa. Son deductivos e intachables. En la novela negra, muchos de ellos son solitarios, tienen mucho sexo, beben alcohol, fuman incansablemente, sufren de insomnio y están tentados por el mundo oscuro en el que transitan. Ellos son empíricos e imperfectos. (Estos últimos son mis favoritos).
En el capítulo 2, se menciona la función de la crítica literaria en el Perú a inicios del siglo XX como una directriz para el desarrollo de la literatura, ya sea a través de cuentos o novelas, asumidos como proyectos aprobados y otros de descarte. En estos últimos se encontrarían las propuestas relacionadas al género policial, los cuales ni siquiera eran motivo de análisis o mención en la función de la crítica. De ahí que no haya registro de estas propuestas recién hasta la segunda mitad del siglo XX, siempre bajo una forma híbrida (p. 53):
Pero aún deberán transcurrir varias décadas antes de que la crítica contemporánea, abierta ya a otros modos de abordaje, fije sus intereses en una narrativa que parece huidiza y apenas explorada, no solo por la resistencia de un sector influyente del mainstream académico, sino por los mismos productores de los textos creativos, es decir, los responsables del trabajo simbólico.
Alejandro Susti – Foto: Perú21
En este mismo capítulo, se hace un recorrido por el trabajo realizado por autores nacidos en cada década, desde 1940 hasta 1976 hacia adelante. El punto en común con todos estos autores lo determina el crítico Ricardo Gonzalez Vigil (p. 69):
Su tendencia más clara es la búsqueda de la hibridez, es decir, la mezcla con otros discursos y códigos culturales y artísticos, pues existe una clara tendencia al entrecruzamiento que procede de la flexibilidad que varios críticos han identificado en este dominio desde los primeros estudios teóricos confiables.
En los capítulos siguientes (del 3 al 7), se analiza cada una de las novelas seleccionadas por los autores de este ensayo. Así, por ejemplo, tenemos las deducciones en el capítulo 3 de que la novela de Harry Belevan debe ser catalogada como una novela posmoderna, además de concentrar el estatuto de lo fantástico, cuya mayor influencia, sin dudas, proviene de la obra de Borges. No se deja de lado su función intertextual e intratextual donde también se hace evidente la influencia de Poe.
En el capítulo 4, se determina que la novela de Carlos Calderón Fajardo guarda aproximaciones con la novela de Belevan, sobre todo por reunir características de la novela negra y de la narrativa fantástica. Aquí se añade el tema sexual, sobre todo al incursionar en los bajos fondos de la ciudad, referidos a prostitutas y burdeles, tan típico del noir, desarrollando, de esta manera, la marginalidad de espacios y personajes. Aunque no todo transcurre en estos lugares, pues también se presentan otros parajes que no son precisamente urbanos, sino estivales, como los balnearios al sur de Lima. Otra característica es la presencia de un personaje autorreferencial con el nombre del autor real.
En el capítulo 5, se menciona que la novela de Lauer contiene referencias reales de hechos y personajes políticos e históricos los cuales son relacionados, incluso, al morbo y al humor. Otros escenarios son los fumaderos de opio del centro de Lima y los balnearios al sur de la capital. Aquí lo sexual también se hace presente con personajes travestidos cuyos secretos son parte de la trama.
En el capítulo 6, se determina que en la novela de Pilar Dughi, ganadora del Premio Novela Corta del Banco Central de Reserva en 1997, la ética y la honradez, así como cualquier otro valor en las personas, dejan de estar presentes debido a las circunstancias sociales y políticas que atraviesan. La corrupción alcanza a todos los niveles, en especial a los trabajadores de un banco, cuyas funciones administrativas pierden toda norma y rectitud. Se suma la burocracia y la falta de escrúpulos para proceder como lo hacen los personajes de esta novela.
En el capítulo 7, sobresale el uso de la violencia en la novela de Diego Trelles, ganadora del Premio de Novela Francisco Casavella de España en 2012. Parte de esta violencia se relaciona con el periodo del terrorismo, cuyos personajes sufren el ensañamiento de las fuerzas del orden. Aquí los personajes masculinos subvierten, vulneran y degradan lo femenino. Se presenta una misoginia e intolerancia. Otro tópico es el trastocamiento de las convenciones del policial, sobre todo en el tratamiento de los personajes referidos al detective, el sospechoso, el asesino y la víctima. Por otra parte, se suma el trabajo ensayístico del autor sobre este género, cuyo título Detectives perdidos en la ciudad oscura: novela policial alternativa en Latinoamérica: de Borges a Bolaño, citado recurrentemente en este libro, ganó el Premio Copé de Ensayo en 2017.
En el último capítulo, considerado como apéndice a modo de interrogatorio policial, se hacen seis preguntas en torno al género. Estas son las siguientes (p. 247):
1) ¿Cómo nace su interés particular por la novela/cuento policial y qué elementos de ella han sido incorporados a su praxis creativa directa o indirectamente?
2) ¿Qué razones podrían haber inducido a que el policial no prospere en el Perú y apenas haya sido frecuentado por un número reducido de cultores?
3) En algún momento, el policial comienza a despertar inquietudes entre nuestros escritores y escritoras, particularmente desde la década de 1980. ¿Considera usted que la coyuntura política de esos años activó una posibilidad de desarrollo para el género en su país?
4) El policial ya cuenta con un reconocimiento crítico en el campo cultural de diversos países. En el Perú, aún es incipiente, pero se están dando los primeros pasos, pues ya existe un corpus representativo. Es también un género dúctil y permeable a la hibridez. ¿Tiene usted una poética personal acerca de esta narrativa en cuanto a que le permite revelar preocupaciones que otros dominios narrativos no le permiten expresar?
5) Si hay algún autor o autora que usted considera indispensables y que marcó su obra, ¿por qué elegiría ese nombre y qué novela constituiría para usted un aporte fundamental al género?
6) Según usted, ¿cuál es la novela policial más importante escrita por un auto(a) peruano(a)? ¿Podría indicarnos las razones de su elección?
José Güich Rodríguez – Foto: El Peruano
Estas preguntas son respondidas por distintos autores de la literatura peruana que han incursionado en el género. Muchas de sus respuestas coinciden. Entre las principales influencias y primeras lecturas, se encuentran los policiales clásicos de Poe, Conan Doyle y Agatha Christie, además de la novela negra de Chandler. Por supuesto, también se menciona a Borges como una fuerte influencia, sobre todo con su cuento “La muerte y la brújula”. Entre otros autores importantes de gran influencia, están Patricia Highsmith, Manuel Vázquez Montalbán, Ricardo Piglia, Osvaldo Soriano, Rubem Fonseca y Leonardo Padura. La novela ¿Quién mató a Palomino Molero? de Mario Vargas Llosa es la elegida, para la mayoría, como la más importante del género dentro de la literatura peruana (se incluyen también La ciudad y los perros y Conversación en La Catedral, cuyas tramas tienden a la investigación no necesariamente por un policía o detective a partir de muertes no esclarecidas). Le siguen buena parte de las novelas aquí analizadas, además de otras como Una pasión latina de Miguel Gutiérrez.
Entre las respuestas más elocuentes y esclarecedoras, se encuentran las de Harry Belevan, Mirko Lauer, Ricardo Gonzalez Vigil, Alonso Cueto, Guillermo Niño de Guzmán, Teresa Ruiz Rosas, Viviana Ramírez, Leyla Bartet, Peter Elmore, Fernando Iwasaki, Jorge Valenzuela, Irma del Águila, Ricardo Sumalavia (considerado como uno de los primeros investigadores del género con su tesis de 1993 sobre la novela de Calderón Fajardo aquí analizada), Selenco Vega, Alexis Iparraguirre, Alejandro Neyra, Diego Trelles, Luis Hernán Castañeda y Leydy Loayza.
Conclusión: este libro se impone como lectura obligatoria para quien desee incursionar o saber sobre el género policial en el Perú.
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Datos del libro reseñado:
Alejandro Susti y José Güich Rodríguez
Caso abierto. La novela policial peruana entre los siglos XX y XXI