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Reseña: Pobre gente de París (2024) de Sebastián Salazar Bondy

Futuro derrochado

Por Sebastián Uribe

En una columna publicada en el 2016[1], el escritor y editor argentino Damián Tabarovsky elogia Lima la horrible, el ensayo canónico del autor peruano Sebastián Salazar Bondy, y se refiere también a Pobre gente de París (1958). No se explaya mucho sobre este libro, pero las pocas líneas que le dedica provocaron mi interés por buscarlo (“Con un toque realista y una prosa algo más tosca que la del ensayo, no obstante, se deja leer con placer”).

Título inhallable por años, la reedición publicada por la editorial Pesopluma coindice con el centenario de nacimiento del autor y es una oportunidad para revisar la narrativa de ficción del reconocido escritor. Antes de su lectura, releí Lima la horrible, y volví a disfrutar de la ironía con la que desentraña las múltiples dimensiones de la ciudad. De ahí, hallo pertinente citar este fragmento antes de pasar a Pobre gente de París:

El pasado que nos enajena está en el corazón de la gente. No únicamente, además, en el de aquella que desde hace varias generaciones atrás es de aquí, sino también en el del provinciano y el extranjero que en Lima se establecen. Ambos llegan a la ciudad llenos de futuro y, al cabo de unos años, han derrochado, en no se sabe qué, la voluntad de progreso que los desplazó. Esa fuerza original es sustituida por la satisfacción de saberse insertos en el sustrato colonial de la sociedad limeña”.[2]

Destaco dos palabras de las líneas anteriores: futuro derrochado. Porque si algo caracteriza al joven peruano Juan Navas, uno de los personajes de Pobre gente de París, es la desazón de las expectativas no cumplidas. El soñado futuro que esperaba al arribar a la capital europea se vuelve cada vez más lejano, pero aun así preferible al que padecería si regresa a su lugar de origen:

Por supuesto, acabé por rechazar de plano esta absurda solución, entre otras razones porque consideraba que el regreso al Perú en semejantes circunstancias y a un plazo tan corto de mi partida me haría blanco de más de una broma pesada o un sarcasmo cruel”. (pág. 24)

El presente de Navas, sin embargo, no está exento de algún destello de alegría, al ver su rutina interrumpida por un peculiar diálogo que entabla con una habitación mediante el sonido de gotas que caen sobre el lavabo. Un lenguaje extraño al que se entrega noche a noche, intentando develar la identidad de su interlocutor/a. Aunque en cierto momento estas escenas se vuelven algo cursis, también transmiten emotividad y empatía en un contexto inusual. Parece posible enamorarse entre tanto infortunio. La idea de que sólo se necesita una ilusión para tener la fuerza necesaria y así lidiar con la cotidiana precarización. Los problemas para Navas empezarán a ocurrir cuando su entrega a esta ilusión se enfrente a la realidad de las circunstancias que rodean a su interés amoroso.

 Las tribulaciones del protagonista se ven agudizadas con la llegada del tío, tan adinerado como vulgar. Un personaje que Salazar Bondy introduce hacia la mitad de la historia como un gatillador del recelo y la irritación que empezarán a gestarse en el estudiante para sumirlo en la desesperación:

Se había sentado en mi cama, satisfecho, y su actitud comenzaba a inspirarme una terrible aversión hacia su persona. Hasta llegué a preguntarme si tal sentimiento no obedecería, en el fondo, a un poco de envidia”. (pág. 110)

A esta nouvelle se suman siete historias intercaladas, protagonizadas por distintos personajes secundarios, también migrantes, cuyas historias cuentan tanto su pasado en sus respectivos países de origen como su paupérrima situación actual, a través de escenas cargadas de drama, pero también de humor. La salida de la grisura que los rodea se da a través de situaciones pícaras, como lo muestran las peripecias del chileno Martínez Haza y el paraguayo Elmer Coatí en el capítulo “No hay milagros”, uno de los mejores del libro y que tiene líneas como esta:

El Citroën ingresaba a ese momento en el Boulevard de la Bastille. Sus ocupantes no parecían dos desgraciados. Tal vez no lo eran. Cualquier transeúnte al cual se le hubiera pedido opinión sobre aquellos dos personajes habría respondido que se trataba de dos turistas, de dos desaprensivos paseantes, de dos dichosos poseedores del tiempo y el espacio, sin obligaciones ni responsabilidades inmediatas, tal era la atmósfera de paz que rodeaba sus rostros. La ciudad, además, estaba encantadora, con una luz ligera y excitante, bajo la cual cosas y personas se ofrecían como pertenecientes a un sueño feliz, plácido.

—¡Qué importa! — exclamó Coatí—. ¡París es formidable! ¡Formidable!

—¡Pero no hay milagros! -dijo Martínez mirando a su compañero.

Ambos soltaron la carcajada”. (pág. 77)

La ficción de Salazar Bondy es inseparable de su perspectiva como ensayista por lo cual sus observaciones sobre la sociedad de la época entorpecen, por momentos, la fluidez en la narración. Sin embargo, estas acotaciones dan pie a líneas (como las citadas anteriormente) en donde logra que la atmósfera que rodea a los personajes dé cuenta de las emociones de estos. Es en estos momentos cuando, sin importar las nacionalidades de cada uno o el pasado que cargan a cuestas, se permiten, por un momento, contemplar su existencia como un milagro que no se debe minimizar. Un milagro que les permita conocer, aunque brevemente, la felicidad de vivir en París.

*****

Datos del libro reseñado:

Sebastián Salazar Bondy

Pobre gente de París

Pesopluma, 2024, 148 pp.

Primera edición: 1958


[1] https://www.perfil.com/noticias/columnistas/un-proyecto-trunco.phtml

[2] Pág. 58 de ‘Lima la horrible”, edición de Lápix editores (2014)

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Reseña: Libertadores de América (2023) de Alejandro Droznes

Fuego que libera

Por Sebastián Uribe

¿Cómo aproximarse al fútbol desde las letras sin caer en la parodia y la hipérbole? Como toda pasión, acercarnos más de la cuenta puede cegar y confundir. Por otro lado, exagerar la distancia puede derivar en un relato frío, una prosa del lugar común. El camino alternativo puede ser la aproximación tangencial, el acercamiento desprovisto de la lógica racional, reconfigurada para captar la complejidad de un juego capaz de alterar la manera de desenvolverse en el mundo. El fútbol reclama una intensidad narrativa de la que Alejandro Droznes (Buenos Aires, 1980) se apropia y responde desde el respeto y la emoción.

Viajar, instalarse, desempacar, recorrer una nueva ciudad, perderse, partir otra vez. Las diez crónicas que conforman el libro representan una búsqueda por plasmar las atmósferas particulares en las que se respira el fútbol en distintos puntos del continente sudamericano, al mismo tiempo que se buscan los elementos comunes que las unen. La gesta de un equipo argentino menor, la algarabía de una ciudad boliviana otrora poderosa, la indiferencia venezolana, la épica rivalidad llevada a otras latitudes y el sincretismo sospechoso de las autoridades de los entes futbolísticos profesionales son algunos de los elementos abordados en el libro. El proyecto de Droznes no era fácil de por sí, pero halla una vía unificadora a través de la alternativa más compleja y ambiciosa a su vez: la inclusión de la Historia.

Salpicada de mitos, leyendas y rumores instalados cual canon cultural, la ficción de las inexactitudes que salpican la Historia oficial de los países de la región es un campo perfecto para estrechar los lazos entre el fútbol y la narrativa. Un presente siempre frágil donde los ecos del pasado se actualizan, como en el capítulo dedicado a Asunción, Paraguay en el que Droznes hilvana los tiempos hasta dar con una línea propia y particular:

El Paraguay fue visto desde su descubrimiento como un territorio en el que experimentar formas de vida bastante autónomas y absolutamente ignorantes de toda ley, dándole a aquel paraje, perdido en la demencial sucesión de afluentes y meandros que van a alimentar el Río de la Plata, una palpable impronta de la libertad. Ya los fundadores de La Asunción vivían, según comenta en una carta un vecino de la época, con “poco temor de Dios””. (pág. 101)

Y continúa páginas después:

En la avenida Sudamericana había poco tránsito, el aire traía un acento vegetal y en los detalles se percibía la inapelable presencia del dinero: los autos estacionados en los alrededores eran nuevos, el césped de los jardines estaba perfectamente cortado y había una cancha de fútbol en la que relucían los logotipos del fútbol sudamericano”. (pág.104)

El escándalo de corrupción en el que se vio involucrada toda la jerarquía de la CONMEBOL se complejiza al precisar el contexto histórico del territorio en el que dichas prácticas se desarrollan. Los vicios y la falta de escrúpulos como una forma de no escapar de la repetición del pasado y la circularidad de la Historia son algunas de las ideas que se desprenden del capítulo, uno de los más notables del volumen.

Las exploraciones de Droznes logran sortear el carácter divulgativo de la acumulación de datos históricos al verse enriquecidas con los modismos propios del español en cada país, lo cual les proporciona a los diálogos un tono picante. A ello, se añade la perspectiva de un narrador que se sabe siempre extranjero y que no pierde la curiosidad en los detalles que rodean ese fervor incontrolable del fútbol. Esto es una manera de avivar y controlar a la vez el relato de las tensiones generadas por ‘los nuevos patriotismos forjados a partir de vagos ideales nacionales´ (pág. 44). Esto se vuelve una manera de enfrentarse y actualizar conceptos asociados comúnmente con el fútbol, como el honor y el orgullo. Un intento de vindicar una forma de mostrarse al otro, proyectar una imagen, si no ganadora, al menos llena de pundonor y lealtad a una fe como lo es hinchar por un club de fútbol que participa en la Copa Libertadores o Sudamericana.

Droznes sale airoso de un proyecto complejo con un libro que emana, aún en sus líneas más informativas, la pasión de ese hincha ansioso por saberlo todo de su equipo y sus rivales de turno. Narra la manera más religiosa de encarnar un orgullo local y revivir la adrenalina bélica de defender lo que se considera como propio e inalienable, más allá de la progresiva mercantilización que acecha, propia del relato civilizatorio siempre presente alrededor:

“La Copa Libertadores tiene, como el continente, un relato civilizatorio. Los registros tanto literarios como periodísticos refieren una primera época, previa a los brillos de la televisión y los patrocinadores oficiales en la que el torneo estaba sumido en su propia barbarie: proliferaban los hechos de violencia, abundaban las actitudes deshonrosas, los escándalos se sucedían”. (pág. 156)

Martin Kohan afirmaba que el viaje es un factor determinante en toda configuración heroica, puesto que de las peripecias derivadas de dicho acto a la vez se desprenden pruebas y desafíos, y de la superación de estas emerge el destello de la figura del héroe[1]. Entre la barbarie subrepticia de la hinchada y el discurso de la hiperprofesionalización de este deporte, este libro irrumpe, narrando la épica alrededor de un balón y las historias de los héroes de nuestros tiempos: jugadores que llevan en sus pies el destino de su tribu. El fuego libertador.

Datos del libro reseñado:

Alejandro Droznes

Libertadores de América

Editorial Pesopluma, 2023, 220 pp.


[1] En la pág. 12 de ‘Fuga de materiales’. Ediciones Universidad Diego Portales, 2013.

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Reseña: Mañana nunca llega (2021) de Tadeo Palacios

La violencia reexaminada

Por C. Briceño Ángeles

Mailer publicó Los desnudos y los muertos tres años después de finalizada la Segunda Guerra Mundial, para la que fue reclutado, aunque nunca llegó a entrar en combate; Tadeo Palacios (Piura, 1994) nos entrega un relato largo que da título a su primer libro, a un año y días de haberse producido el suceso que lo motiva. El autor, naturalmente, se siente parte de una generación que se hizo cargo de organizar las marchas en contra de los desaciertos de un Estado, hasta el día de hoy, envilecido; este vínculo generacional, sumado a la proximidad del hecho, lo ha motivado a componer una urgencia en lo narrado, a arriesgarse en la propuesta de, por lo menos, este relato con el cual cierra su libro, una decisión que contrasta con la estructura convencional de los otros textos incluidos. Para ello se ha valido de una serie de recursos como la polifonía, el testimonio, la inclusión de correos electrónicos, post de Instagram, la reproducción de panfletos informativos, de un código QR, ilustraciones, una composición encabalgada y con pretensiones poéticas, etc. Los personajes también se ven inmersos en la misma urgencia. Sus testimonios son registrados mientras se desplazan por las calles del Centro de Lima y son acosados por las fuerzas policiales; es entonces cuando la prosa de Palacios intenta capturar la voz resquebrajada por el agotamiento, la respiración desesperada de quien se está asfixiando por el gas lacrimógeno, el ritmo del repliegue y la disociación de las ideas ocasionada por el dolor o la desorientación. Existe, en la prosa del autor, una voz destemplada, exagerada, por momentos, al borde del paroxismo. La idea de una representación de los acontecimientos, si bien en varios momentos parece encontrar un equilibrio, se ve debilitada por la incesante inclusión de referencias generacionales para otorgarle a los protagonistas una singularidad forzada en ciertos tramos que mengua la verosimilitud o, en todo caso, la pone en cuestión. Así, uno de los personajes, al verse confinado en una carceleta luego de ser golpeado por los policías y bajo la amenaza de seguir siendo agredido, se permite ensayar una broma en la que es notoria la necesidad por hacer encajar sus influencias y su conocimiento del pasado inmediato:

¿Esta pancarta es terrorista? Creo que no, a menos que alguien imagine que los dibujos de Pikachu que hemos hecho toda la tarde son algún tipo de apología a Sendero Luminoso, o que el terrorista Abimael Guzmán era entrenador Pokémon (marxismo-leninismo-maoísmo-pensamiento-profesor Oak). (p. 199)

Este relato, a pesar de su propuesta arriesgada, no deja de ser bastante conservador en cuanto a los conflictos propuestos; siempre estamos ante una fuerza opresora o encubridora que no es capaz de cuestionarse por sus actos, y si lo hace solo es para liberarse pronto de sus reparos y continuar siendo lo opuesto a lo bueno. En consecuencia, los conflictos se resuelven fácilmente con la violencia o las imposiciones de los que ejercen el poder, como lo son, por ejemplo, una jefa de redacción desmereciendo y censurando el trabajo de un reportero que ha intentado informar con objetividad o el suboficial que reduce a un manifestante mientras lo amenaza de muerte. Existe un ánimo aleccionador, como si el autor pretendiera que del relato se origine no una crítica a la sociedad y sus dinámicas, sino una exhortación tal vez demasiado cercana a la advertencia moral, algo quizá motivado por la cercanía de los hechos abordados. Recordemos, por mencionar un caso similar, que en Conversación en la Catedral se nos narran los eventos producidos durante la revolución de Arequipa de 1955, pero más de diez años después que estos ocurrieran. Estos reparos, sin duda, no desmerecen la labor de Palacios al momento de narrar este episodio, sobre todo por la precisa documentación y la cantidad de datos que nos otorga, a la manera de una nota periodística osada, desbordante y convulsa.

Sin embargo, el punto fuerte de este libro son los relatos precedentes. En ellos, Palacios se lanza de lleno a la evocación de Piura y los mecanismos íntimos de esta ciudad, de la familia y de la relación del individuo con la violencia y la contemplación. Es entonces cuando la vena realista del autor encuentra su tono y consigue no pocos logros. Para empezar, es casi una marca de estilo el uso de un narrador en segunda persona (o confidencial) que parece referir no para el lector sino para alguien en específico, alguien perdido en el pasado, inalcanzable a no ser por los recuerdos; esta voz personalizada, en lugar de repelernos, nos invita es escuchar y a transformarnos, gradualmente, en el destinatario:

Tuve que desconocer mi pasado, resignarme a perder el futuro que había planeado contigo, Mercedes. Dejar atrás cuanto pude haber conseguido, a mi madre, a ti y al niño que llevabas en el vientre. Y mientras tanto, cruzaba los ríos de la frontera y trataba de conseguir refugio en pueblitos fuera del mapa, allá en el Ecuador. Juntaba plata y rezaba para que ese dinero te llegara en encomiendas que mandaba a tu casa con nombres falsos a través de amigos que conocía allá y que iban de paso a Piura. (p. 145)

Este realismo de buena ley se encuentra, en especial, en tres relatos. El primero es “La invitación”. El personaje es el clásico perdedor de impronta ribeyriana, aunque está ambientado en Piura. Palacios tiene un talento evidente para prolongar la resolución del relato, y mientras tanto, mientras la narración dura, parece dilatar las circunstancias para que la desazón del final sea más catastrófica y desoladora. Se trata de un trabajador de limpieza que, por un caso de homonimia, cree haber sido invitado a una comida en su honor. El equívoco da pie para que asistamos a sus ansias de reconocimiento y la demostración de su nula relevancia en la sociedad, el ascenso y la caída de su autoestima, algo que nos recuerda a “El profesor suplente” de J. R. Ribeyro:

Aquella tarde de sábado, con el hambre subiéndole por la garganta y una amarga cólera deslizándose por su espinazo, Teófilo comprobó dos cosas mientras recogía sus pasos hacia el paradero de motos del óvalo Bolognesi: la primera fue que, después de todo, Armando Dioses era un pobre rosquete. Y la segunda, y quizá la más importante, era que su mujer estaba en lo correcto: la mona, aunque se vista de seda, mona siempre se queda. (p. 35)

“Cuando salta la liebre”, por el contrario, es un relato sin concesiones al humor o la ironía, a diferencia del anterior. El narrador, un abogado en ciernes, se topa con la madre de un detenido y asiste a la desolación de la mujer ocasionada por las circunstancias que le han tocado vivir. Aquí la prosa de Palacios es funcional, recrudece e incide en las descripciones de ambientes/fisonomías para ampliar un ambiente de claroscuros, sucio, de una indeterminación burocrática que es, también, decadente y pernicioso. Ya en varios de sus relatos Palacios incurre en la exacerbación del mismo lenguaje a través de jergas, modismos o insultos, pero aquí decide, además, construir una voz que está a punto de hacerse ininteligible, acentuando así la precariedad de la comunicación y la distancia entre los individuos: “A miju luan metío en el calabozo ese. Ni bien me dijieron, me vine a la carrerita a ver si era verdá. Dejeguro, si luan encerrau, ha di ser por error” (p. 101). Es un buen relato, aunque exista, en el cierre, esa advertencia moral a la que aludí líneas arriba:

Me enferma Crisanto, me enferma V., pero me enferman mucho más los que solo seguimos empujando en silencio hasta que, de pronto, todo se desborde. Lo lamento: me sobrepasa, me excede y derrota este juego de sombrar y gestos. Hay días como este en los que no puedo hacer más que avanzar y sentirme profundamente miserable. (p. 107)

El abuso y la venganza son los temas de “Todo lo sólido se desvanece en el aire”. Una mujer asesina a su conviviente, Montoya, un teniente de la policía que la maltrata sistemáticamente. El relato es un viaje a los orígenes de la relación entre ambos y la degradación de la misma. Palacios emplea con corrección la superposición de planos temporales para que su historia gane en intensidad, hasta desencadenar en un final extraño, de un onirismo que deja una sensación agridulce, como si el final de la venganza no fuera su consumación, sino que se prolongara hasta límites pesadillescos. Como en varios de los relatos de Mañana nunca llega, Palacios demuestra una solvencia en la construcción de los diálogos, quizá uno de los elementos más difíciles de lograr en las ficciones por lo complejo que resulta hacer encajar una voz a una personalidad en específico; el autor, sin embargo, consigue su objetivo:

—Después de la borrachera que usted y su gente le alcahuetearon, Montoyita quiso que lo atendieran. Velé su sueño. Y me sentí sucia, y más sucia todavía cuando me dijo que lo sentía, que sería bueno, que iba a cambiar. Moqueaba y no dejaba de retorcerse. ¡Incluso se atrevió a mencionar a nuestro hijo! ¡El hijo que mató a patadas en mis entrañas! ¿Lo ve? El muy infeliz debió presentir que de esta no pasaba. Hacía mucho que estaba convencida de cobrármelas todas. El trago le estrujaba las tripas y los sesos. ¡Imagínese, mayor! El hombre que me desfiguró estaba tumbado, panza arriba, lleno de mierda y vómito. Ay, Montoya. Eras malo, ¡malo como el Veneno! Me suplicó llorando que le alcanzara las pastillas para el dolor. Casi sentí pena… (p. 121)

A pesar de su juventud, Palacios es un narrador decidido, sin temor a experimentar con las posibilidades de su poética, aunque es cierto que, a veces, extralimita sus posibilidades. El realismo que propone bebe de autores de nuestra tradición como Gutiérrez, Dughi, Ninapayta y, por supuesto, el Ribeyro cuentista (al igual que este último, entrega sus mejores páginas cuando se alinea con una narración convencional, a diferencia de, p. ej., el primer Vargas Llosa, quien sale airoso cuando se adentra en estructuras complejas como Los cachorros), aunque ello, desde luego, es el inicio de sus exploraciones en la ficción y tiene tiempo de sobra para pulir esos detalles. De esta forma, Mañana nunca llega es un buen libro para acceder a los nuevos registros de nuestra narrativa, a sus cuestionamientos y a la revisión de temas y atmósferas que es necesario no olvidar y cuya ejecución y estética podrían ser un anticipo de lo por venir.

*****

Datos del libro reseñado:

Tadeo Palacios

Mañana nunca llega

Editorial Pesopluma, 2021