La violencia reexaminada
Por C. Briceño Ángeles
Mailer publicó Los desnudos y los muertos tres años después de finalizada la Segunda Guerra Mundial, para la que fue reclutado, aunque nunca llegó a entrar en combate; Tadeo Palacios (Piura, 1994) nos entrega un relato largo que da título a su primer libro, a un año y días de haberse producido el suceso que lo motiva. El autor, naturalmente, se siente parte de una generación que se hizo cargo de organizar las marchas en contra de los desaciertos de un Estado, hasta el día de hoy, envilecido; este vínculo generacional, sumado a la proximidad del hecho, lo ha motivado a componer una urgencia en lo narrado, a arriesgarse en la propuesta de, por lo menos, este relato con el cual cierra su libro, una decisión que contrasta con la estructura convencional de los otros textos incluidos. Para ello se ha valido de una serie de recursos como la polifonía, el testimonio, la inclusión de correos electrónicos, post de Instagram, la reproducción de panfletos informativos, de un código QR, ilustraciones, una composición encabalgada y con pretensiones poéticas, etc. Los personajes también se ven inmersos en la misma urgencia. Sus testimonios son registrados mientras se desplazan por las calles del Centro de Lima y son acosados por las fuerzas policiales; es entonces cuando la prosa de Palacios intenta capturar la voz resquebrajada por el agotamiento, la respiración desesperada de quien se está asfixiando por el gas lacrimógeno, el ritmo del repliegue y la disociación de las ideas ocasionada por el dolor o la desorientación. Existe, en la prosa del autor, una voz destemplada, exagerada, por momentos, al borde del paroxismo. La idea de una representación de los acontecimientos, si bien en varios momentos parece encontrar un equilibrio, se ve debilitada por la incesante inclusión de referencias generacionales para otorgarle a los protagonistas una singularidad forzada en ciertos tramos que mengua la verosimilitud o, en todo caso, la pone en cuestión. Así, uno de los personajes, al verse confinado en una carceleta luego de ser golpeado por los policías y bajo la amenaza de seguir siendo agredido, se permite ensayar una broma en la que es notoria la necesidad por hacer encajar sus influencias y su conocimiento del pasado inmediato:
¿Esta pancarta es terrorista? Creo que no, a menos que alguien imagine que los dibujos de Pikachu que hemos hecho toda la tarde son algún tipo de apología a Sendero Luminoso, o que el terrorista Abimael Guzmán era entrenador Pokémon (marxismo-leninismo-maoísmo-pensamiento-profesor Oak). (p. 199)

Este relato, a pesar de su propuesta arriesgada, no deja de ser bastante conservador en cuanto a los conflictos propuestos; siempre estamos ante una fuerza opresora o encubridora que no es capaz de cuestionarse por sus actos, y si lo hace solo es para liberarse pronto de sus reparos y continuar siendo lo opuesto a lo bueno. En consecuencia, los conflictos se resuelven fácilmente con la violencia o las imposiciones de los que ejercen el poder, como lo son, por ejemplo, una jefa de redacción desmereciendo y censurando el trabajo de un reportero que ha intentado informar con objetividad o el suboficial que reduce a un manifestante mientras lo amenaza de muerte. Existe un ánimo aleccionador, como si el autor pretendiera que del relato se origine no una crítica a la sociedad y sus dinámicas, sino una exhortación tal vez demasiado cercana a la advertencia moral, algo quizá motivado por la cercanía de los hechos abordados. Recordemos, por mencionar un caso similar, que en Conversación en la Catedral se nos narran los eventos producidos durante la revolución de Arequipa de 1955, pero más de diez años después que estos ocurrieran. Estos reparos, sin duda, no desmerecen la labor de Palacios al momento de narrar este episodio, sobre todo por la precisa documentación y la cantidad de datos que nos otorga, a la manera de una nota periodística osada, desbordante y convulsa.
Sin embargo, el punto fuerte de este libro son los relatos precedentes. En ellos, Palacios se lanza de lleno a la evocación de Piura y los mecanismos íntimos de esta ciudad, de la familia y de la relación del individuo con la violencia y la contemplación. Es entonces cuando la vena realista del autor encuentra su tono y consigue no pocos logros. Para empezar, es casi una marca de estilo el uso de un narrador en segunda persona (o confidencial) que parece referir no para el lector sino para alguien en específico, alguien perdido en el pasado, inalcanzable a no ser por los recuerdos; esta voz personalizada, en lugar de repelernos, nos invita es escuchar y a transformarnos, gradualmente, en el destinatario:
Tuve que desconocer mi pasado, resignarme a perder el futuro que había planeado contigo, Mercedes. Dejar atrás cuanto pude haber conseguido, a mi madre, a ti y al niño que llevabas en el vientre. Y mientras tanto, cruzaba los ríos de la frontera y trataba de conseguir refugio en pueblitos fuera del mapa, allá en el Ecuador. Juntaba plata y rezaba para que ese dinero te llegara en encomiendas que mandaba a tu casa con nombres falsos a través de amigos que conocía allá y que iban de paso a Piura. (p. 145)
Este realismo de buena ley se encuentra, en especial, en tres relatos. El primero es “La invitación”. El personaje es el clásico perdedor de impronta ribeyriana, aunque está ambientado en Piura. Palacios tiene un talento evidente para prolongar la resolución del relato, y mientras tanto, mientras la narración dura, parece dilatar las circunstancias para que la desazón del final sea más catastrófica y desoladora. Se trata de un trabajador de limpieza que, por un caso de homonimia, cree haber sido invitado a una comida en su honor. El equívoco da pie para que asistamos a sus ansias de reconocimiento y la demostración de su nula relevancia en la sociedad, el ascenso y la caída de su autoestima, algo que nos recuerda a “El profesor suplente” de J. R. Ribeyro:
Aquella tarde de sábado, con el hambre subiéndole por la garganta y una amarga cólera deslizándose por su espinazo, Teófilo comprobó dos cosas mientras recogía sus pasos hacia el paradero de motos del óvalo Bolognesi: la primera fue que, después de todo, Armando Dioses era un pobre rosquete. Y la segunda, y quizá la más importante, era que su mujer estaba en lo correcto: la mona, aunque se vista de seda, mona siempre se queda. (p. 35)
“Cuando salta la liebre”, por el contrario, es un relato sin concesiones al humor o la ironía, a diferencia del anterior. El narrador, un abogado en ciernes, se topa con la madre de un detenido y asiste a la desolación de la mujer ocasionada por las circunstancias que le han tocado vivir. Aquí la prosa de Palacios es funcional, recrudece e incide en las descripciones de ambientes/fisonomías para ampliar un ambiente de claroscuros, sucio, de una indeterminación burocrática que es, también, decadente y pernicioso. Ya en varios de sus relatos Palacios incurre en la exacerbación del mismo lenguaje a través de jergas, modismos o insultos, pero aquí decide, además, construir una voz que está a punto de hacerse ininteligible, acentuando así la precariedad de la comunicación y la distancia entre los individuos: “A miju luan metío en el calabozo ese. Ni bien me dijieron, me vine a la carrerita a ver si era verdá. Dejeguro, si luan encerrau, ha di ser por error” (p. 101). Es un buen relato, aunque exista, en el cierre, esa advertencia moral a la que aludí líneas arriba:
Me enferma Crisanto, me enferma V., pero me enferman mucho más los que solo seguimos empujando en silencio hasta que, de pronto, todo se desborde. Lo lamento: me sobrepasa, me excede y derrota este juego de sombrar y gestos. Hay días como este en los que no puedo hacer más que avanzar y sentirme profundamente miserable. (p. 107)
El abuso y la venganza son los temas de “Todo lo sólido se desvanece en el aire”. Una mujer asesina a su conviviente, Montoya, un teniente de la policía que la maltrata sistemáticamente. El relato es un viaje a los orígenes de la relación entre ambos y la degradación de la misma. Palacios emplea con corrección la superposición de planos temporales para que su historia gane en intensidad, hasta desencadenar en un final extraño, de un onirismo que deja una sensación agridulce, como si el final de la venganza no fuera su consumación, sino que se prolongara hasta límites pesadillescos. Como en varios de los relatos de Mañana nunca llega, Palacios demuestra una solvencia en la construcción de los diálogos, quizá uno de los elementos más difíciles de lograr en las ficciones por lo complejo que resulta hacer encajar una voz a una personalidad en específico; el autor, sin embargo, consigue su objetivo:
—Después de la borrachera que usted y su gente le alcahuetearon, Montoyita quiso que lo atendieran. Velé su sueño. Y me sentí sucia, y más sucia todavía cuando me dijo que lo sentía, que sería bueno, que iba a cambiar. Moqueaba y no dejaba de retorcerse. ¡Incluso se atrevió a mencionar a nuestro hijo! ¡El hijo que mató a patadas en mis entrañas! ¿Lo ve? El muy infeliz debió presentir que de esta no pasaba. Hacía mucho que estaba convencida de cobrármelas todas. El trago le estrujaba las tripas y los sesos. ¡Imagínese, mayor! El hombre que me desfiguró estaba tumbado, panza arriba, lleno de mierda y vómito. Ay, Montoya. Eras malo, ¡malo como el Veneno! Me suplicó llorando que le alcanzara las pastillas para el dolor. Casi sentí pena… (p. 121)

A pesar de su juventud, Palacios es un narrador decidido, sin temor a experimentar con las posibilidades de su poética, aunque es cierto que, a veces, extralimita sus posibilidades. El realismo que propone bebe de autores de nuestra tradición como Gutiérrez, Dughi, Ninapayta y, por supuesto, el Ribeyro cuentista (al igual que este último, entrega sus mejores páginas cuando se alinea con una narración convencional, a diferencia de, p. ej., el primer Vargas Llosa, quien sale airoso cuando se adentra en estructuras complejas como Los cachorros), aunque ello, desde luego, es el inicio de sus exploraciones en la ficción y tiene tiempo de sobra para pulir esos detalles. De esta forma, Mañana nunca llega es un buen libro para acceder a los nuevos registros de nuestra narrativa, a sus cuestionamientos y a la revisión de temas y atmósferas que es necesario no olvidar y cuya ejecución y estética podrían ser un anticipo de lo por venir.
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Datos del libro reseñado:
Tadeo Palacios
Mañana nunca llega
Editorial Pesopluma, 2021