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Presentación: 15 minutos de receso (2022) de Cayre Alfaro Fonseca

Texto leído en la presentación del libro

Por Cristhian Briceño

Decir que la poesía cuestiona al lenguaje es de mal gusto, un lugar común, el más obvio de los pleonasmos, una aseveración ya depreciada; sería más acertado plantear que cada poeta va graduando la evidencia de este cuestionamiento. Es distinta la forma en que lo hace Trilce a la manera en que Montalbetti interpela al lenguaje o hace comparecer a su vocabulario, llamándolo por su nombre y apuntándolo con el índice acusador. En este sentido, el nuevo libro de Cayre Alfaro busca también ubicarse en ese lugar desde el que se cuestiona y, como todo poeta joven, intenta sintonizar su sensibilidad para que sus palabras arañen la superficie de la poesía y consigan desprender alguna viruta dorada.

Pueden ser muchas las cualidades que el hipotético lector encontrará en 15 minutos de receso; algunos apuntarán a su lenguaje fresco, osado en ciertos momentos, a su sentido del humor, al non-sense, a su carácter decididamente lúdico, a la estrategia compositiva a partir de un planteamiento anafórico (“el poema es”), al trabajo reflexivo en cuanto al poema y su permeabilidad con todos los géneros literarios. Sin embargo, quiero anotar tres puntos sobre las que he reflexionado y tienen que ver con la idea que el libro de Cayre proyecta sobre el poema y su naturaleza.

La primera es la siguiente: el poema no está escrito. Aquí es posible ver el esceptismo del poeta frente a la escritura y sus posibilidades. Si bien algo se va escribiendo en el libro, esto resulta ser una suerte de instrucciones para escribir algo a futuro, un futuro que bien puede prolongarse hasta el infinito, como para dejar en claro que el poema está más allá, en nuestra expectativa, en el lugar de la especulación y las buenas intenciones. Por ello, el poema es lo ininteligible y lo escrito es su prefiguración, su sombra, una sombra robustecida por la luz de la misma escritura. Cayre, en consecuencia, nos plantea un texto que suele edificarse en base a premisas que no encuentran una conclusión, tan solo sugieren imágenes, acciones o sentidos que podrían o no componer aquello llamado poema. En “Poema lírico”, por ejemplo, encontramos claramente los ejes de su propuesta y los logros estéticos que alcanza:

Este poema es bello.

La palabra bello aparece dos veces.

Hay un intento de rima interna.

Hay un intento de musicalidad.

También hay una ventana.

La ventana da a una avenida.

Esta va a ser una constante en 15 minutos de receso, la autorreferencialidad del poema, su descripción, sus límites, la aglomeración de los elementos que lo componen, como si fuera un mapa en escala de 1 a 1 o una fórmula que nos permite llegar hasta el mismo poema. Lo mismo se nos presenta en “Poema foro”: “Este poema es un foro/ en formato virtual/ para la universidad. / Debe llegar a las 100 palabras/ para ser calificado”. Lo mismo ocurre en “Poema de muerte”: “Este poema debe ser un soneto para la reina, / de lo contrario, muerte”. El autor nos dice lo que el poema debe ser, con un lenguaje matemático en cuanto no deja lugar a la especulación en cuanto a la formalidad del presunto poema no escrito, a su extensión, a su tono, incluso a su repercusión en la realidad. Este ánimo reflexivo/determinista del poema me recuerda en algo a ciertos planteamientos de Jack Spicer en su propia obra poética y a cómo el autor hace del poema algo que por poco escapa de la metáfora y se vuelve un espacio dentro de nuestras tres dimensiones donde la vida parece tener lugar:

Cuando cae la casa te preguntas

Si alguna vez habrá poesía

Y tiemblas entre maderos preguntándote

Si alguna vez habrá poesía

Cuando cae la casa tiemblas

En el aserrín trivial de tu poesía.

El segundo punto tiene que ver con el primero y es el siguiente: el poema es su posibilidad. Como escribe Cayre en “Canción escrita durante una exposición que no escuché”, el poema podría ser eso que no está en condiciones de escribir, algo que siempre es más grande que sí mismo mientras se anticipa con sentencias aún no del todo perfeccionadas. En este sentido, el poema se acaricia en esos momentos breves de inspiración o delirio, antes de que la materialidad haga de él un ser todavía inacabado, aunque de una extraña belleza. Esta posibilidad del poema da paso a una especulación de las formas, incluso a una aberración de la sintaxis (es notable el desorden de las palabras en “Escrito en la playa”, cuando se pasa de la estructura lógica “¿Cuánta gente nada?” a “¿Nada gente cuánta?”) o, para ser más precisos, tenemos el ejemplo del último poema de la primera sección, donde el autor ha suprimido de cuajo el poema como si hubiera ido tarjando versos una y otra vez hasta que quedara la nada o, en todo caso, la posibilidad de lo que alguna vez fue o será. La no presencia del poema como una evidencia de su potencial o su posibilidad también se advierte en las elipsis que muchos de los textos poseen, como en “Diálogo (obra teatral breve)” o en “Poema publicitario”. En resumen, se hace visible esto que reemplaza al poema para deducir su presencia, aunque esta pertenezca a otro plano, siendo esta presunción el logro artístico, la contraparte materializada que supone una pista, algo así como un significante sin significado. Esto me resuena a unos versos de Hans Faverey: “Primero no había nada. / Después hubo más que algo. / Entonces resultó sobrar demasiado.”

El tercer y último punto sería el siguiente: el poema es personaje. Esto tiene dos movimientos. Uno es el poema como metáfora inestable. Esta vendría a ser una de las estrategias más logradas del libro de Cayre; el poema siempre es algo que va mutando; es consigna, es el mar de Villa, es algo escrito antes de Cristo, es un examen para la universidad, es un homenaje, es algo que va entre signos de interrogación, es una mala traducción, etc. Cada una de estas metamorfosis incrementan el arraigo que el poema tiene como posibilidad, lo vuelven un personaje de una plasticidad ideal, de un registro inacabable. Al ser un personaje, suponemos que el mismo poema va siendo escrito a lo largo del libro y su naturaleza depende del ánimo cambiante de su autor, de su punto de vista según va escribiendo, de cada gramo de experiencia que va adicionándose a su existencia. Esta idea nos acerca también al momento en que el poema se fusiona con el autor y consigue una metáfora quizá ideal en la que autor y obra son una sola entidad. El segundo movimiento y el leitmotiv del libro es presentar al poema como personaje que va intercambiando las máscaras de los géneros literarios y demás expresiones artísticas o comunicativas; el poema es una novela, un anuncio publicitario, un video porno, un ensayo académico, una fotografía, un decálogo, y, por supuesto, el poema es un poema. Los registros que abarca el libro de Cayre lo hacen un texto de lectura interesante, aunque lo más atractivo es que el decurso de estas lecturas nos lleva a varias interpretaciones, a varios estados de ánimo, a soñar con la posibilidad del poema, con su temperamento cambiante, lo cual es una metáfora bastante lograda de nosotros como seres humanos.

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Datos del libro reseñado:

Cayre Alfaro Fonseca

15 minutos de receso

Editorial Cayre Alfaro Fonseca, 2022, 72 pp.

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Reseña: Lapo tencia (2021) de Guillermo Valdizán

Todo esto va a romperse

Por Cristhian Briceño

Hacia el final de “La biblioteca de Babel”, el narrador nos interpela con el siguiente enunciado: “Un número n de lenguajes posibles usa el mismo vocabulario; en algunos, el símbolo biblioteca admite la correcta definición: ubicuo y perdurable sistema de galerías hexagonales; pero biblioteca es pan o pirámide o cualquier otra cosa, y las siete palabras que la definen tienen otro valor. Tú, que me lees, ¿estás seguro de entender mi lenguaje?”. Este mismo escepticismo respecto a la comunicación parece marcar la pauta conceptual de Lapo tencia. En este caso el autor, Guillermo Valdizán, emplea como procedimiento específico algo que podría denominarse como un cuestionamiento o entredicho respecto a la etimología de ciertas palabras, a las cuales fisiona, es decir, las divide para extraer de ellas significados no previstos ni consignados en los diccionarios; es un proceso que, en parte, le debe algo a ciertas pulsiones lúdicas que es posible reconocer en el texto, pero sobre todo tiene que ver con la insubordinación que el yo poético declara en los poemas, ya que es innegable el carácter político de los mismos. Por ejemplo, en uno de ellos se declara: “He de civil izarme” (p. 30). Con ello, no solo se busca enunciar su deseo ciudadano o de ser humano adscrito a un espacio temporal, región, credo, cultura y demás, sino que, luego de negar la conjunción del infinitivo y el pronombre enclítico, nos ofrece su propia interpretación de la palabra a partir de su ruptura; con esto, el yo poético parece arreciar la carga política de su discurso, tanto que podría dilucidarse un ánimo de rebeldía (izarme), como si se marcara distancia con aquello que no ostenta la categoría de civil, la policía, por ejemplo, o alguna otra fuerza represiva. El mismo título, ya desde el inicio, nos da aviso de este examen de las palabras y sus significados alternos, escondidos; Lapo tencia, de esta manera, no solo nos invita a pensar en el poder, la fuerza, incluso la violencia que nos paraliza por su repentina aparición, sino que, a su vez, la imagen del golpe queda manifiesta en la imagen explícita de una bofetada. Y es que en el libro hay una intensidad que se va gestando conforme los poemas se suceden, un voltaje en magnitud, exaltación, apasionamiento. Para ello, Valdizán inicia el libro con una serie de referencias religiosas que, si bien no son apacibles, funcionan como la contraparte espiritual respecto al materialismo de la sección final, como una preparación del espíritu en vista del próximo suplicio de la carne; en estos poemas hay un vuelo discursivo que hace contraste con el lenguaje casi telegráfico de los poemas finales:

Muchos de estos textos parecen interpelar a un orden superior, celestial, en oposición al orden social, humano, de la última sección. Este nexo entre lo humano y lo divino aparece quebrado, no da ninguna garantía para su funcionalidad ni su beneficio tangible, terreno, por el contrario, es rebajado al punto de ser algo comercial, intercambiable, sin otro valor que el material con el que está hecho: “Y una placa conmemorativa en pan de oro / para vender crucifijos a puertas del templo”. Así,  sencillamente se vuelve una superstición que funciona como freno ante el desbordamiento de las pasiones:

El repaso a estas figuras divinas también es abordado con un humor particular que termina siendo suprimido por la ironía a partir de imágenes desmitificadoras, las cuales intentan generar una síntesis con lo humano; nuevamente, las referencias al consumismo que consume a lo divino es relevante al momento de generar imágenes elocuentes:

Este mismo humor, vencido de antemano por la ironía, se va inclinando por un tono paródico (algo que se reconoce en los siguientes poemas) y, al igual que en el ejemplo anterior, sigue construyendo imágenes que operan como un reclamo, sin dejar de ser ingeniosas puestas en escena sobre temas que no resultan familiares:

Este ejemplo pertenece a la parte final de la primera sección, y ya es posible advertir cómo la indagación de lo divino cede su lugar a lo material. Esto se ve acentuado en los siguientes poemas, donde nuestros referentes serán netamente los actos humanos, la ciudad, los procesos que en ella se dan.  Una forma de configurar estos espacios es hacer un inventario de la señalética o de las agrupaciones que inciden en nuestra experiencia ciudadana, en ese espacio público del cual formamos parte y que incide en nuestra conducta y en nuestra manera de entendernos dentro de una comunidad:

Aquí encontramos que el discurso toma forma de pregón, se vuelve urbano, colectivo y, por ende, convoca a la comunidad, se vuelve maleable a las circunstancias, a la coyuntura, al reclamo universal, a sus intereses:

Entretanto, nos topamos con otro conjunto de poemas, esta vez en prosa.  Es en estos donde la tensión política alcanza su tope, y es también aquí donde el procedimiento de dividir arbitrariamente las palabras encuentra una metáfora en la idea de trascender lo normal, la autoridad, y hallar un nuevo orden de recientes y prometedores resultados. Es curioso cómo están construidos estos poemas en prosa, con oraciones breves, casi telegráficas, como si fuesen los ladrillos de un repentino muro de contención. El resultado es una prosa ágil, propicia para ser recitada y con intenciones de manifiesto:

Incluso se retoman tópicos de la primera sección, aunque esta vez las intenciones son referir una corporalidad proclive al suplicio, a la lucha:

Como ya dije, el tono de esta sección mueve a la confrontación, a la réplica; es un discurso que suele dirigirse a otro a quien se interroga o a quien se hace cómplice de los eventos, de las vicisitudes del yo poético como ser político y perteneciente a una sociedad que constantemente es motivo de sus reflexiones, de sus reparos y, por supuesto, de sus licencias poéticas, de su visión del mundo a través del arte. En algunos casos, ese otro es un motivo de enardecimiento, de sospecha, aunque lo cierto es que el yo poético emplea este recurso para ejemplificar la intransigencia de la sociedad y sus miembros:

Valdizán nos entrega el retrato de la sociedad que podría representar, sin problemas, cualquier etapa de nuestra historia como república, esa vieja tensión entre orden y desgobierno, entre arenga y opresión. Su propuesta, la de fracturar las palabras para conseguir significados disímiles y luminosos, no es sino una metáfora de los procesos que operan en la sociedad como fuente de cambio; por ellos, el lenguaje reexaminado desde una perspectiva diferente se transforma en esa energía necesaria para que los mecanismos de la sociedad no detengan su marcha.

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Datos del libro reseñado:

Guillermo Valdizán

Lapo tencia 

Vallejo & Co., 2021, 53 pp.

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Reseña: Víscera Beltrán (2022) de Ana Carolina Zegarra

Sobre Víscera Beltrán

Por Cristhian Briceño

De la frase “su obra se hace más grande con cada libro que no escribe” pasamos a “su poema crece con cada verso que no entendemos”. Y es que cabría pensar que en la poesía un cierto porcentaje del texto se ve arrastrado al territorio de nuestra comprensión, en mayor o en menor medida, y otro queda atrapado en el de la especulación, pero la propuesta de Ana Carolina Zegarra (Arequipa, 1990) parece restringirnos de ciertos accesos vitales, debido a que su lenguaje pasa muy pronto de la metáfora aislada a la alegoría, de los referentes comunes a una jerga intransferible, personalizada, que, sin embargo, ilumina con su promesa y su pulsación. Podría decirse que Zegarra es una poeta de un hermetismo ingénito, aunque este hermetismo se basa en un coloquialismo apabullante que no tiene que ver con improbables antecedentes como Hernández, Pimentel o Cruzado ni menos con hermetismos conceptuales que, en estos momentos, serían un indicio de eterno retorno. Lo suyo es construir una trama verbal donde resaltan las transiciones, un discurso que se va hilvanando casi en un non sequitur en el cual, conforme nos vamos aclimatando a él, empezamos a reconocer un logrado montaje, a la manera del que puede preciarse en las películas de Edgar Wright, quien, a su vez, está influenciado por Eisenstein; aquí, Zegarra inserta ciertas peculiaridades de su propuesta; en un poema de Víscera Beltrán, su más reciente libro, escribe: “en la mañana me desnutro con un arroz con perlas” (p. 55); cabría un análisis más prolongado, pero de un vistazo es posible apreciar el contraste de los elementos que componen su discurso, como si la sola palabra perlas alterara un organismo con su nula capacidad de ser absorbida, por su belleza inútil para la sobrevivencia, etcétera. Este vendría a ser un ejemplo de verso al que podemos aferrarnos por algo de sentido y encontrar un sentido para los demás componentes. Ya lo dice Watanabe: Sólo se busca una palabra, una sola, la que hace sonar/ a las otras. Si bien es una marca de Zegarra, este procedimiento parece haberse radicalizado en su última entrega. En La vida después de la supervida, su anterior poemario, el discurso fluía con relativa normalidad, las imágenes se iban deslizando por un cauce natural hasta converger en un final del poema donde era posible contemplar una belleza convencional, aunque la verdadera sorpresa se haya gestado en las instancias precedentes; tal es el caso de “El mal zodiaco”:

Zegarra es una poeta de imágenes inesperadas (“mañana agarraré tus kilos”, “grita la danza en pocas camas”, “estoy partido y deforme como el Pi”, etc.) y La vida después de la supervida era un poemario de innegables hallazgos  expresivos, de una ternura irónica que parece dejar en entredicho cualquier nexo probable con los lectores; esta última característica no se produce necesariamente a partir de una oposición básica entre lo sentimental y lo cínico, sino, como ya dije antes, nace en función al lenguaje con que Zegarra va estableciendo su discurso. Estas cualidades también se encuentran presentes en Víscera Beltrán, aunque en el poemario anterior se notaba un tono deliberadamente fresco, en cuanto el yo poético parecía empezar a establecer sus relaciones interpersonales donde la lógica de los encuentros y los desencuentros nos indicaba una necesidad por establecer su individualidad, su separación del resto del mundo. En Víscera Beltrán, por otra parte, el tema familiar cobra fuerza y es uno de los temas en los cuales el libro se asienta; es una suerte de retorno, una necesidad por realizar una pesquisa  que incluye el empleo de ciertas marcas léxicas, de jerga regional, de referentes al hogar y lo que se reencuentra en él:

La imagen de la víscera es importante en la postura del yo poético. Al atribuírsele un nombre propio, se podría entender como una personificación de uno de los componentes de un organismo, la parte de un todo que ha desarrollado una personalidad y ha escapado del conjunto. No obstante, la víscera es también algo por completo ligado a ese todo y que retorna, simbólicamente, a cumplir su función dentro de un mecanismo. A lo largo de los poemas podemos ver presente una impronta anatómica, la insinuación a nombrar las partes de un organismo que busca su funcionalidad a partir de su completitud (arterias, rodillazo, pie, corazón, hígado, ombligo, espalda, piel, etc.). Esta alegorización anatómica, por así decirlo, se torna desaforada en ciertos momentos, hay un resabio violento, desaforado, urgente, como si el acto de desmantelar un cuerpo para buscar dentro de él alguna respuesta no hiciera otra cosa que desordenar las partes, haciendo que al desmembramiento y el montaje de las oraciones, los enunciados o los sintagmas se correspondan con esta imagen:

Y por debajo de esta alegoría integral dentro del poema están las pequeñas metáforas a partir de las cuales el yo poético construye y comprende su entorno y así mismo. Se tratan de metáforas comunes, en las que A es B, algo que se podía advertir en el libro anterior de Zegarra, pero aquí las asociaciones entre elementos se vuelven más osadas, al punto de que cualquier cosa puede ser otra:

Si bien esto pertenece a la parte compositiva de los poemas, lo más relevante, lo que en verdad le da originalidad a la poética de Zegarra es la forma en la que construye un yo poético que parece hablarle a alguien conocido, pero sus palabras van más allá del mensaje que comparte el emisor con el receptor, el mensaje está cifrado y aunque no comprendamos a cabalidad hay un indicio, una fisura por donde la poesía se filtra:

Foto: Ximena López Bustamante

Víscera Beltrán es la confirmación de una apuesta expresiva que ya se había hecho manifiesta en La vida después de la supervida. Así, es grato apreciar a una autora que imagina un lenguaje intransferible, que no suele estar en ningún lugar o, por lo menos, que ha borrado las equis que marcan su ubicación exacta y lo vuelve, en consecuencia, valioso por singular. Si bien la presente reseña intenta ser únicamente descriptiva, creo que la poesía de Ana Carolina Zegarra no requiere de estos intermediarios.

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Datos del libro reseñado:

Ana Carolina Zegarra

Víscera Beltrán

Taller Editorial La Balanza, 2022, 59 pp.

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Reseña: Constitución Política del Perú (2021) de Santiago Vera

Un breve comentario a Constitución Política del Perú de Santiago Vera

Por C. Briceño A.

Sostiene Eliot, en uno de sus ensayos sobre el verso libre, que no existe una división entre el verso conservador y el verso libertino, porque solo hay “versos buenos, versos malos y el caos”. La conclusión nos parece lógica y de una justicia inapelable, si consideramos que el caos significa una imposibilidad en la reiteración de patrones. Hallar un heptasílabo y un endecasílabo en medio de la más completa anarquía halaga ciertos corazones y hace pensar en los escombros de una silva, pero seguimos inmersos en el desorden. Sea como fuere, no podría hablarse de un verso libre, sino de una versificación libre, considerando que es el análisis global del poema lo que nos da las pautas para entender la propuesta del poeta, su estrategia o su intuición métrica y rítmica. Es esta intuición formal la que nos conduce a una reflexión sobre la importancia que puede tener en poetas actuales, en particular por la pérdida de estas nociones, algo que, en la tradición peruana, parece llegar a su fin con los poetas de los años sesenta —persiste en contadas ocasiones, como en José Pancorvo, Jorge Wiesse, Alonso Ruiz Rosas, Lorenzo Helguero, y más recientemente en José Miguel Herbozo o Elio Vélez—, aunque quizá pueda hablarse de poetas que intuyen el ritmo o que tienen buen oído; tal parece que en muchos poetas sigue operando en el ritmo una cierta estructura clásica encubierta por las combinaciones con que se trabajan los poemas; incluso a partir de esto sería factible reconocer los indicios de su manejo técnico, algo que podría ser instintivo, derivado de sus lecturas de nuestra tradición poética. En cuanto a Constitución Política del Perú de Santiago Vera (Lima, 1987), la libertad en el verso siempre va de la mano con una interesante determinación rítmica; sin embargo antes es necesario conocer su método de composición. Vera toma la Constitución Peruana de 1993 y reacomoda el documento, combina fragmentos, edita, adiciona el vocablo Tiempo, a manera de licencia poética, como elemento dinamizante, propone una versificación, un encabalgamiento arriesgado, una disposición del verso dentro de la página. Los hallazgos métricos, según sospecho, son una consecuencia del ordenamiento, y quizá no pueda hablarse de una intención propiamente dicha, sino más bien de una inercia rítmica y métrica que, por momentos, consigue escapar de la voz protocolar, legal, hierática del texto base, aunque, en general, el poemario absorba ese tono y lo haga inherente a su propuesta. No podría hablarse de una inercia métrica en Trilce, por poner un ejemplo, ya que tenemos antecedentes de la regularidad formal de Vallejo en sus poemas precedentes influenciados por el Modernismo, e incluso es posible advertir, en las versiones preliminares del propio Trilce cómo muchos de los textos fueron diseñados como sonetos. Incluso es posible advertir el procedimiento de Vallejo para desmontar los versos, recortar su extensión, suprimir nombres propios o replantear su lugar en el poema hasta hacerlos trascender el registro modernista (algo que ya se puede advertir en la sección final de Los heraldos negros), por lo que una lectura atenta del libro nos revelará el vestigio endecasilábico y alejandrino como si fuese una estructura antigua amalgamada en una reciente arquitectura:

En la línea mortal del equilibrio (Trilce I)

Gallos cancionan escarbando en vano (II)

En el rincón aquel, donde dormimos juntos (XV)

Destílase este 2 en una sola tanda (XVII)

Mi mayoría en el dolor sin fin (XXXIV)

La tarde cocinera te suplica (XLVI)

Fósforo y fósforo en la oscuridad (LVI)

Ya no reiré cuando mi madre rece (LVIII), (et al.)

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Se puede descargar la reseña completa desde el siguiente enlace:

https://elhablador.com/blog/wp-content/uploads/2022/02/Resena-en-texto-completo.pdf

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Datos del libro reseñado:

Santiago Vera

Constitución Política del Perú

Taller Editorial La Balanza, 2021, 120 p.

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Reseña: Este frágil tiempo presente (2021) de Adán Calatayud

El claroscuro del presente

Por C. Briceño A.

Hasta hace quince años podía revisarse alguno de los volúmenes compilatorios del premio Copé de cuento publicados por entonces y advertir que el tema hegemónico era el conflicto interno en el Perú de finales de siglo XX; el tiempo ha pasado, y ahora solo ocasionalmente nos encontramos con estos relatos. El tema de la violencia interna, sin embargo, persiste en varios narradores, actualizado, llevado a otros escenarios; se muestran las secuelas directas e indirectas, la tensión de épocas oscuras persistiendo en la vida de los ciudadanos: en resumen, la inspección de ese evento crucial en nuestra historia republicana sigue derivando en ficciones. Tenemos a Hijos de la guerra (Emmanuel Grau), Cuentos del Vraem (Francois Villanueva), Mañana nunca llega (Tadeo Palacios) o Quien golpea primero golpea dos veces (J.J. Maldonado), por nombrar algunos ejemplos. Adán Calatayud (Lima, 1983) explora en su más reciente conjunto de relatos la voz de los sobrevivientes, las huellas del conflicto y la búsqueda de un discurso que dé cuenta de los daños y del intento por repararlos. Este frágil tiempo presente nos presenta tres historias que comparten un tono gris, de decepción con respecto al porvenir; los personajes intentan reparar el pasado, buscan pistas de su propia vida hurgando en sus recuerdos, aunque, al final, deben aceptar que ésta es una tarea que los sobrepasa. En esta puesta en escena, la prosa de Calatayud es funcional, va tejiendo las tramas con una voz descriptiva, la cual intenta una reconstrucción objetiva de los hechos, sin que las emociones desborden el propósito. A esto hay que añadir la estructura de los relatos; los tres van alternando los tiempos para que el lector comprenda la importancia de los eventos en la conformación de la personalidad de sus personajes. Con esto, el autor propone al tiempo como uno de los personajes principales de sus historias, por el que se avanza a tientas, intentando reconocer los vestigios de presencias del pasado, como si fueran fantasmas que ya no esperan encontrar pero que persisten siempre un paso más allá, a una distancia cercana pero inalcanzable. Para esto, Calatayud nos ofrece una prosa de variados matices; no es inusual encontrarnos con símiles de gran calidad y que generan un contraste con la naturaleza de lo narrado, como cuando describe la ludopatía de un ex militante de izquierda caído en desgracia por sus decepciones políticas:

Al cabo de varios intentos empezará a ganar, luego vendrá la parte más importante: una segunda racha negativa que lo pondrá contra las cuerdas. Él debe resistir sin espantarse. Ahí está la clave, es la gota fría que hay que sudar. Luego,  los mecanismos internos del aparato se alinearán como si fueran cuerpos celestes y las figuras volverán a coincidir. (p. 81, “Nocturno”)

En otra parte del libro, su estrategia es un discurso fracturado, de oraciones cortantes que apelan a un ritmo vertiginoso y a una descripción incesante de los hechos, de modo que el lector se sienta transportado a la prisa del mensaje, a su inminente caducidad, a una precariedad de las relaciones, las cuales parecen sostenerse en el delgado límite de lo contingente:

Por primera vez Joane llegó temprano. Se acerca, no sonríe. Hola. Beso en la mejilla. Hola. Mentón alzado, la mirada fija, brazos cruzados, pechitos alzados. Necesitamos hablar. Era tan linda. Claro, sentémonos. Banca roja, fría, semáforo en verde, se sienta, se coge la trenza, la mira antes de hablar, era tan linda. Debo hacer un viaje. A dónde, por qué. Se coge la trenza. Será por un largo tiempo. Cuándo. No puedo pedirte que me esperes. ¿Me estás terminando? Suelta el lazo. Me gustas, tenemos muchas cosas en común, pero… Yo te quiero. Lo mira a los ojos, la trenza se deshace, su cabello se hace ondas, brilla, es hermoso, se moría de ganas por acariciarle el cabello. (pp. 99-100, “Nocturno”)

Tal vez aislar algunas líneas de esta propuesta discursiva no hagan sino mermar el alcance de la misma, pero dentro del corpus del relato se consigue el efecto antes mencionado. A esto, es debe añadir un afán del autor por insertar la nostalgia dentro de sus relatos; la época a la que se alude son los años 80, y el eje de los relatos, o por lo menos el punto de partida o de llegada, es la música. Si bien un par de epígrafes tienen que ver con letras de canciones, dentro del texto encontramos menciones a referentes musicales de la época, como Charly García, Spinetta, Los prisioneros o Soda Stereo. La música, por ello, es el lugar desde el que se origina la evocación de una espacio que ha sido usurpado por el presente, y este contraste crea conflictos en los protagonistas, no necesariamente porque el anterior haya sido mejor o más apacible, sino porque aquel lugar de la juventud y las promesas por cumplir fue el escenario de un aprendizaje que se evoca con emotividad, con una carga idílica que suele lastimar por las expectativas con respecto al futuro en el cual se encuentran y que se debe asumir como un presente estéril, de dudas, donde lo único que permanece es la búsqueda de algo inalcanzable. Por ellos, los personajes siempre están percibiendo los cambios en el paisaje; tanto el deterioro como el progreso son motivos de inquietud, por resultar extraños:

Leo se empecina en recorrer el hexágono de manzanas atrapadas entre la avenida Túpac Amaru y el cerco de ceros azules que rodea el barrio. Esto ha cambiado mucho, dice. Llevamos media hora caminando de un lado a otro buscando enredaderas, geranios, contando cuántos sauces, cuántas higuerillas y poncianas quedan. (p. 20, “Leonor y los dinosaurios”)

Los viejos edificios de siempre albergan cafés y restaurantes que no estaban hace  veinte años. La tarde está por morir y se encienden coquetos faroles que tiñen todo de amarillo. … En puente Trujillo, en Nicolás de Piérola, en Lampa, en el Mercado Central, en Comas, ha reconocido el mismo caos, la suciedad, la sensación de inseguridad de sus tiempos de estudiante, y ahora esta visión de la plaza Mayor sin vendedores ambulantes, sin saltimbanquis ni lustrabotas, como una postal para turistas, le desagrada. (p. 65, “El regreso”)

Esta vendría a ser la dinámica de los relatos, la de un extravío incesante en el cual todo lo familiar, lo cercano, se vuelve contra uno mismo; así, el enemigo no es solamente el miedo originado por agentes externos e implícitos, como los grupos subversivos o la represión militar, sino la gente cercana, familiares, vecinos, amigos que en algún momento fueron incondicionales, pero las circunstancias desdibujaron todo vínculo hasta conseguir que la guerra también se convierta en un conflicto de los afectos:

En una ocasión le di una cachetada a un muchacho de la cuadra por acusarnos de narcos. Vinieron sus padres, hubo lío, pero todo se arregló. Los papás del muchacho comprendieron que todas esas habladurías, tardeo o temprano, nos meterían en líos con la policía. Y así fue. (p. 37, “Leonor y los dinosaurios”)

La situación en la fábrica estaba movida, primero lo acusaron de saboteador, de senderista, pero no le comprobaron nada; luego sus jefes dijeron que la fábrica estaba al borde de la quiebra, que debían reestructurar y con ese pretexto lo despidieron junto a otros trabajadores que también exigían mejoras. (p. 85, “Nocturno”)

No existe lugar para redención en los relatos de Calatayud, los vínculos perdidos ya no vuelven a reestablecerse. Por ejemplo, en el primer relato, Leonor, una nikkei regresa del Japón a buscar a su hermano perdido, supuesto integrante de alguna facción terrorista; el narrador la acompaña en sus averiguaciones, incluso intenta establecer una relación que va más allá de la amistad, pero el costo de las pérdidas es demasiado significativo como para volver a un tiempo feliz donde cualquier posibilidad estaba intacta; “la cotidianeidad está rota”, reflexiona el narrador hacia el final, luego de que Leonor se marche del país definitivamente. Y es que es imposible que la relación con el narrador se establezca si es que falta el eslabón que significa el hermano perdido. El tercer relato “Nocturno”, vuelve a explorar el mismo tema; esta vez se trata de dos jóvenes universitarios durante los años más duros del azote terrorista. Ambos tienen sus convicciones, y es esta tensión la que termina alejándolos. Es en el segundo relato, “El regreso”, donde se explora un tema distinto, el de la reinserción de un ex terrorista en la sociedad. Este planteamiento ya ha sido abordado muchas veces. Por ejemplo en el largometraje peruano Días de Santiago (2004), de Josué Méndez, donde asistimos al descenso a la locura de un ex militar que regresa a la capital luego de haber combativo contra el narcotráfico y el terrorismo. En “El regreso”, el protagonista vuelve a la casa familiar y se pone en contacto con viejos amigos para formar un grupo que combata contra la delincuencia del vecindario y las zonas aledañas, pero pronto las intenciones se distorsionan hasta cometer acciones reprochables que significan un retorno al pasado, una irrupción de ese pasado en el presente, como una fuerza impostergable. Así, los personajes se ven expulsados del tiempo presente y la única opción, quizá incierta, de alcanzar su salvación es el futuro, un futuro visto como una tierra prometida y al que se dirigen con una esperanza que es también una forma de automatismo.

Este frágil tiempo presente es un intento por inspeccionar las heridas de nuestra historia reciente. La prosa de Calatayud es sencilla, expositiva, de una claridad que intenta abrirse paso en la oscuridad los hechos. Si bien la resolución de los relatos a veces cae en lo manido, este no es un obstáculo para disfrutar del libro y advertir cómo la temática del conflicto armado interno todavía genera interrogantes en los narradores, y en cómo estos narradores se las arreglan para otorgarle nuevos aires a ciertos temas de los que, quizá, ya bastante se escribió en el pasado.

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Datos del libro reseñado:

Adán Calatayud

Este frágil tiempo presente

Narrar, 2021

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Reseña: Nystagmos (2021) de Eduardo Molinari Novoa

“Tu hilo de Ariadna es Sóter”

Por C. Briceño A.

El de Molinari pertenece a esa clase de libros que, conforme avanzamos en su lectura, nos van introduciendo a un estado cecuciente. Es una placentera oscuridad, una oscuridad frondosa de imágenes y significados en la que el lector se va perdiendo, se va reencontrando, va acariciando los altorrelieves en las galerías de su laberinto. Me recuerda a un par de libros escritos en lo que va el siglo. Uno es Arquitectura del humo, de Jhonny Pacheco, aunque aquí tenemos la brújula de los títulos, los cuales nos informan de un pormenorizado inventario zoológico que echa luz sobre los textos y nos ayuda a dar con el cabo de un providencial hilo de Ariadna. El otro sería La ironía de la rama negra, de Jorge A. Trujillo, poemario de una sintaxis complejísima y un arduo planteo del poema en el que su autor no nos deja ir con las manos vacías, sino parece entregarnos el rigor de la métrica y, a la par, nos halaga de arcaísmos y neologismos. Molinari, por su parte, abunda en tecnicismos, en cultismos, en fin, en términos que nos obligan a la consulta (tanino, euforbias, floemas, nubifragios, ciático, icnita, vitela). Esta exuberancia léxica es un indicio de su objetivo en cuanto al poema, la necesaria urdimbre con la que, supongo, el autor intenta retar al lector, retrasando cualquier proximidad a un sentido claro de su texto, aunque, por otro lado, capturar un sentido no debería ser el objetivo del lector, ni de esta reseña. Baste decir que el poemario inicia con una imagen femenina a punto de desnudarse (o en un desnudamiento infinito) y el yo poético intentando capturarla con la mirada, y el texto final retoma la imagen femenina, esta vez con nombre propio, pero el sentido de la vista ha sido reemplazado por el olfato, como si el libro fuera una prueba de que el desvelamiento de un cuerpo, una sensibilidad o un mensaje fuera una labor imposible o, en todo caso, redundante; la exuberancia léxica a la que he aludido podría funcionar como los velos en las esculturas de Corradini, envolviendo el sentido del texto con su excesiva técnica, pero perfilándolo. En esto también puede ayudar el título del poemario, Nystagmos, el cual puede aludir a una patología que se manifiesta en el movimiento involuntario de los ojos, con lo cual el objetivo de la visión se hace de difícil aprehensión, aunque también, y entrando en lo especulativo y quizá baladí, podría entenderse como una suerte de anagrama de syntagma, es decir, lo que está a medio camino entre palabra y oración; en ambos casos, permanece latente esa idea de que el poemario en cuestión propone la extremada sugerencia como emblema de su propuesta. Pero vayamos con los poemas.

Foto: El Laboratorio

El libro los va alternando en dos tipos. Unos escritos de manera regular y otros en cursiva. Al principio creí reconocer que los primeros significaban la voz del yo poético a cabalidad, y los del segundo grupo podrían ser una voz alterna, a la manera de un coro griego, dando indicaciones, respondiendo preguntas, sirviendo de contrapunto:

Deberás cumplir estos ritos;

transformaciones iniciáticas

de gluten y cuclillas,

de tanino que se santiguan,

para prolongar así mi vida (p. 37)

La intención de estos poemas, su naturaleza, también queda establecida porque las páginas en las que aparecen no consignan numeración; al igual que los poemas del primer grupo, estos van alternando periodos de lenguaje intrincados con otros de una sencillez coloquial, su solemnidad a veces es contrastada por la limpidez del mensaje:

Mientras que el solista se difumina

entre cotonas de fino pima,

sojuzgado por gritos informes,

tan risueños, czarne oczy,

una blanca dentición temprana

y lenes pasos tambaleantes. (p. 17)

*

Quisiera hablar

de tu palabra, que contiene

a tantos otros nombres,

y que es una alegoría euleriana

tan bajita como es (p. 30)

Ambas secuencias de poemas proponen también un diálogo o su insinuación; la voz de las cursivas parece responder, la elección de versos en arte menor (en su mayoría) para componer estos poemas ayuda a otorgarle una velocidad que combina bien con la densidad del otro conjunto, señala una urgencia, una necesidad por contrarrestar el otro discurso. Cuando señalé, líneas arriba, sobre el inicio y el final del libro, olvidé anotar que el primer poema pertenece al primer grupo, y cierra un poema en cursivas, como si la intención fuera dar una respuesta a la imposibilidad del desvelamiento, es decir, la segunda voz, la del supuesto coro, concluye que la vista es insuficiente y, en su lugar, propone el olfato como sentido triunfante o complementario. La alternancia de estas voces, en todo caso, nos propone también una división del yo poético que genera un conflicto, a la manera de un monólogo y su negativo, donde la exuberancia léxica encuentra un lugar para ratificar su oscuridad:

A quién le robé la vida

quién sufre conmigo

esa diferencia simétrica

entre los óxidos de zinc

y la relajada aridez? (p. 13)

Dentro de este discurso se presentan una serie de referencias a la mitología griega, a la tradición hebrea o egipcia, incluso aparecen abundantes referencias topográficas relacionadas con lo anterior (Hades, Sefarad, Mesina, Peloponeso, etc.). Todo esto, según entiendo, es una estrategia por enrarecer el discurso, enmarañarlo de la misma forma que lo hace el vocabulario y la estructura. Pero Molinari va más allá; dentro de los poemas se inserta una partitura, escritura jeroglífica, ideogramas chinos, una cita bíblica, textos en italiano, alemán, inglés, al punto de volverse los poemas un museo de referencias, un catálogo desbordante, un ser teratológico. Como he anotado antes, no es menester adentrarse en una comprensión profunda del texto en esta breve reseña, sino vadear los poemas, disfrutando de su cadencia y de las imágenes que nos son amables:

Un brazo es ala

cuando te permite volar del cieno

y salir a comer nubes

en vez de alimañas. (p. 24)

¿Qué será de la tierra que permite

que salvajes se lleven sus brotes tiernos

sin retumbar desde el Hades?

Hace falta que todos se hagan Vesta

y destruyan el Peloponeso

de esta Europa a medio hacer

para ver a sus vástagos restituidos,

aunque sea por temporadas,

en la superficie de la memoria,

nuestra única patria común. (p. 50)

Foto: El Laboratorio

Es en estos versos donde Molinari nos recompensa en nuestra búsqueda de sentido, parece otorgarnos un espacio donde solazarnos con las palabras y dejar atrás las tribulaciones de la oscuridad. Esta precisión hace que el discurso de Nystagmos encuentre un equilibrio entre lo que se dice y lo que encumbre, entre la belleza y su ocultamiento en la maraña léxica y referencial. Incluso podemos aproximarnos a la conjetura que hicimos con el inicio y el final del poemario, aquella de la desnudez que buscamos trasponer y no podemos:

Y vuelan los lienzos

llenos de miradas incomprendidas

alimentadas por prejuicios

cuando grita el pestillo

y se ennegrece el archivo (p. 45)

Aspirante de esclavitud ajena

que recoge anillos textiles

mientras sueña con volver

a una jaula de cabellos negros

y se sumerge en pozos ficticios

de sargazos sensuales. (p. 47)

Nystagmos en un libro retador, que interpela al lector y lo lleva a certificar su fortaleza. Como todo libro difícil, hermético (mencioné el de Pacheco y Trujillo, añado a Morales Saravia y a Forsyth, por poner ejemplos de autores nacionales) indaga en nuestras competencias, demanda tiempo, inflama escepticismos; como todo libro, en general, nos ofrece un cabo personalizado del hilo de Ariadna para hallar la salida.

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Datos del libro reseñado:

Eduardo Molinari Novoa

Nystagmos

El Laboratorio, 2021