El narrador es un adolescente que va idealizando una revolución siempre diferida; sus emociones, como es natural, no están calibradas, exceden su capacidad de reflexión: está siempre dispuesto a hacer lo imposible con nula materia intelectual. Parece nadar contra la corriente de manera voluntaria; quizá de aquí parte su sempiterno sentimiento de culpa cuando se compara con los miembros menos favorecidos del grupo al que intenta pertenecer. En las primeras páginas de la novela se nos da a entender una búsqueda de su identidad dentro de la sociedad limeña de principios de los noventa, época —tildada hasta la náusea— de cambios, decisiva. No hay duda de su fascinación por huir de lo prestablecido: va cultivando una suerte de fobia al establishment, pero que conforme avanza nuestra lectura podemos justificar por su acercamiento a ciertos personajes que avivan estas inquietudes y fortalecen sus intuiciones. Su formación cultural se basa en literatura antiacadémica, en la música y la ideología que consume de bandas de rock subterráneo, en discursos clandestinos avivados por el alcohol y las drogas, aunque en cierto momento iniciático menciona haber leído a Henry Miller y, en otro, es inducido a lecturas de índole más bien comunista, en un pequeño arco donde tiene un acercamiento a cierta facción terrorista que se resuelve de manera precipitada. Tiene trazado un itinerario casi de rutina: la avenida Tacna, Colmena, Wilson, la plaza Francia, Camaná, la avenida Arequipa, el paseo Colón… Esta constancia topográfica no es sino un grito destemplado que nos pide que confiemos en su narración, como si quisiera decirnos en todo momento: «yo estuve ahí». La ciudad que ve es aquella restringida a un supuesto criterio revolucionario. Su identidad nunca se nos hace explícita, y accedemos a él, como otros tantos personajes de la novela, a partir de un alias, con la diferencia que en su mancha subte se le conoce como el Chibolo (es decir, se le atribuyen cualidades de aprendiz, de iniciado), mientras que con sus amigos «normales» es el Loco (debido a su desplazamiento hacia ese otro margen no visitado por los ciudadanos, digamos, respetables, insertados en ese marco llamado, orwellianamente, Sistema). Cuando le llega el momento de enamorarse se muestra torpe, entregado a lo no correspondido, aunque hacia el final de la novela devela una madurez emocional que quizá exceda su edad cronológica y, también, cómo no, a sus aspiraciones de rebelde. Pero el narrador no es la pieza clave de la novela, sino el Chusko, una suerte de guía o modelo que va amplificando sus talentos a lo largo del relato; primero se nos presenta como uno de los líderes de un colectivo que tiene como centro de operaciones un lugar llamado El Hueco, luego se nos dice que es el bajista de un grupo de rock, que sabe escribir canciones, que es una gurú ocasional y, finalmente, se le otorgan cualidades literarias, de tal forma que el narrador, ya entregado a ese vínculo basado en el respeto y la admiración, es merecedor de ser el albacea de las cuartillas donde el Chusko ha pergeñado varios cuentos, su aparente legado. Pero lo más interesante, según veo, es que el interés amoroso del narrador, Irene, nos revela, hacia el final, que amaba al Chusko, con lo cual su influencia es total, devastadora, no ha dejado piedra sobre piedra en el mundo interior de quien nos narra la historia. Para esto, el Chusko ya ha muerto atropellado por un bus en una desbocada huida luego de que los integrantes de un grupo subversivo intentaran acabar con su vida, pero el narrador nada dice sobre este particular ante Irene, etc.
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En que doy cuenta y repaso de la colección Pulsaciones, aparecida el año pasado, 2022 ▶
Por Cristhian Briceño
En los últimos 25 años podemos encontrar algunos antecedentes a este conjunto, en particular por el carácter heterogéneo de la muestra. Quizá el más obvio vendría a ser la colección Piedra/Sangre aparecida en el año 2009, la cual, aunque el extenso estudio realizado por J. C. Yrigoyen intenta unificar, adolece de una cohesión temática o estética (el elemento unificador quizá sea la tapa dura con la cual están encuadernados los folios, la tipografía, el arte de las portadas, etc.); por el contrario, los libros que la componen exploran sus posibilidades con resultados disímiles. Otro ejemplo es la publicación de Tetramerón. Cuatro poetas del último día, que nos aproximaba a la obra incipiente de los entonces jóvenes integrantes del taller de poesía de la Universidad de Lima. También tenemos la plaquette homónima del colectivo Inmanencia, un breve volumen encargado de dar a conocer el trabajo de un puñado de nuevas voces poéticas de la Universidad Católica de finales de los noventa. Existen más ejemplos, pero quedémonos con estos por ahora.
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Y la luz desespera de seguirme. Apuntes sobre Estratagema en claroscuro▶
Por Cristhian Briceño
Esos procesos demoran
Santiago Vera
Nuevamente salgo de la lectura de este libro con la sensación de haber presenciado algo poco común y difícil de determinar. En algunos de sus fragmentos sobre poesía, Novalis escribió que esta es infinitamente compleja y, sin embargo, es también muy sencilla. Esta afirmación, con pretensiones de agotado tropo, nos conduce al laberinto sin salida de querer definir o calibrar algo que, sin contar lo que hagamos, se terminará escurriendo entre los dedos. De ese modo, los poemas de Magdalena Chocano me suelen recordar a aquellas antiguas fórmulas matemáticas previas a la notación algebraica, escritas en verso y que, más que luz, arrojaban una tupida penumbra que no hacía sino avivar la curiosidad de los iniciados, dando pie a siglos de deliciosa especulación y conciliábulo. No existe el cabo del hilo que nos conduce a desentrañar la “verdad” del poema, o, en todo caso, la notoriedad de ese providencial cabo se corresponde con el tamaño de nuestra confianza, una suerte de “creer para ver”. Lo finito dándose apariencia de infinito, nos vuelve a decir Novalis. La lectura de los poemas de Chocano suele ser un proceso que demora, en cuanto su estrategia semántica presenta cambios de ritmo que pueden llegar a desconcertarnos, y salir de ellos nos obligará a tomar una bocanada de aire y emprender nuevamente el ascenso a su cuesta; nos topamos, por ejemplo, con expresiones tales como “el noúmeno cernido de las cosas” o “cariátide maleable”, para después encontrarnos con versos de apacibles fraseos y significados, en apariencia, cristalinos: “la parsimonia de beber la ya extinta Kola Inglesa”. Este movimiento de entrada y salida es tan logrado que no podemos hacer otra cosa que reconocer que estamos en terreno poético, en el momento donde algo sucede con las palabras aunque no podamos cercar ese sentido para examinarlo con ojos de entomólogo; debe ser parecido a identificar cuántos colores presentan las alas de una mariposa mientras se aleja velozmente de nosotros atravesada por los último rayos del sol. Esos procesos demoran, también, porque la obra de Chocano tiene un alcance, entre comillas, reducido en nuestro medio y, de alguna forma, repele al canon e incluso deja indicios de esto en varias de sus líneas. Baste recordar su artículo titulado “Ruido canónico vs. poesía” aparecido en 2005, donde afirma descreer de las reseñas que tienden a la conformación de grupos o sociedades que reparten el rótulo de poesía sin siquiera haber accedido al hecho poético en sí. Chocano se desvía de ese ruido canónico hacia el locus donde el silencio fomenta la contemplación de lo profundo; desestima la necesidad que tienen muchos autores por afianzar una carrera en base a reseñas simplonas, menciones en recuentos, fotografías en portadas de suplementos culturales, premios a la popularidad y demás idioteces.
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Ninguna desesperación como mi desesperación. Algunos apuntes sobre Horoskop ▶
Por Cristhian Briceño
Digamos que Horoskop es de esa clase de poemarios cuyas referencias, nombres propios, geografías, nos obligan, en ciertas ocasiones, a acudir al buscador de Google para desarmar su nudo gordiano. Quien haya leído los libros precedentes de José Carlos Yrigoyen (Lima, 1976) caerá en cuenta, tras superar estas exuberancias, de las redes que se tienden a lo largo de su bibliografía; p. e., luego de enterarnos de que uno de los personajes de Horoskop, Bambang Pamungkas, es un futbolista indonesio podemos asociarlo con ese pequeño volumen titulado Breve historia del fútbol de Indonesia, donde se nos relata un fracaso deportivo; lo mismo ocurre con sus menciones europeas presentes en publicaciones previas como El libro de las señales o en las alusiones a entredichos éticos en su último libro, Ciclo del Partido de la Caridad. El carácter narrativo de Horoskop es otra de las marcas en la propuesta que Yrigoyen establece luego de El Libro de las moscas, su primer trabajo poético, libro más contenido y de talante preliminar; lo es también el verso de arte mayor, a veces prosaico, otra veces con intermedios líricos en los que juega un papel clave el uso de los símiles que parecen beber de una impronta cisneriana y que fijan imágenes que hacen que el poema avance a paso seguro, a pesar de su extensión: “somos/ dueños de una libertad algo incómoda, que primero/ nos mantiene frescos y libres de toda influencia,/ como si de pronto fuéramos colores primarios” (p. 12); “Antes de caer herida era una mujer tan persistente/ como la ceniza en el fondo de un vaso mojado” (p. 23); “cada una de mis palabras debería ser tan firme/ como un hueso bien soldado” (p. 31). Y es que si algo caracteriza al yo lírico que se nos muestra a través de los poemas es su necesidad por redondear una imagen, una sola, que sirva como bálsamo ante las constantes interrupciones de la felicidad; siguiendo esta misma idea, podemos advertir que, visualmente, los poemas se nos muestran como conglomerados de versos largos y compactos, a la manera de bloques de mármol donde el yo lírico busca dar con esa imagen feliz en forma de símil, metáfora u otra figura, una improbable (aunque no imposible) flor de Coleridge. Lo narrativo de los poemas, su ficción poética, nos otorga, además, un ambiente de inmensa soledad; los personajes de los poemas tienen el tiempo para ser reflexivos, memoriosos, indagadores de obituarios, para ensayar sus dotes epistolares, para hacer visitas imaginarias a otra persona siempre dejando en claro que existe una distancia invulnerable que es la de la insatisfacción; paso a paso se van construyendo pesares diferentes que coinciden en hacer de su infelicidad un hecho poético y del hecho poético una certeza que los nombra: “Has crecido, aunque tu miedo siempre ha sido más alto” (p. 7).
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Isla del gallo anticipa una ciudad, una nación, un conflicto; deduce un fracaso y, al mismo tiempo, anhela una reconciliación, no colectiva sino intrínseca. Si atendemos al título del volumen, alusión a un evento incipiente en la trama nacional, a su mito de origen, encontraremos que funciona como un punto de partida, el año cero de nuestra historial colonial y, en seguida, republicana, por lo cual se insinúa un desarrollo que va expandiéndose y replegándose conforme nuestra lectura evoluciona; de esta forma, la voz en los poemas pasa de narrar el exterior, los eventos que acaecen al ojo público, a desviar la mirada hacia lo corporal y su estructura, tal y como ocurre en la última sección, donde se produce un viaje sensorial hacia el centro del individuo.
De esta manera, el libro de Juan Ignacio Chávez (Lima, 1991) despliega un talante, sino elegíaco, sí de calamidad contenida o de anunciada debacle, aunque el lenguaje con el que se expresa el yo lírico tiende a obrar sutilezas, imágenes de una tranquila belleza que trabajan por contraste o por negación. A unos versos violentos como desperdicié mis balas/ en un cadáver desecho le suceden los siguientes: mi asombro no brillaba/ como sus vellos tiesos. Este juego de oposiciones es parte de la estrategia del libro. Lo que se va narrando, poema a poema, es una historia de carencias colectivas, de pesares comunitarios, de abusos que se van personalizando hasta llegar a la sección final, pero todo esto sucede dentro de un paisaje feliz que está referenciado a partir de menciones territoriales; hay ríos, montes, campos, desiertos, y todos ellos funcionan como un alivio estético ante la rudeza de la historia y sus consecuencias:
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La mejor manera de comprender el mundo es a través de fragmentos
Por Cristhian Briceño
Desde sus inicios, Ricardo Sumalavia ha jugado con la brevedad, y con los años ha ido entregándose a ella. Lo breve, en literatura, consiente una potencial explosión de significados, de la misma forma que un hipotético punto infinitamente denso y caliente supone la creación del universo que habitamos y que se encuentra en decidida expansión. Sumalavia ya daba indicios de estos procedimientos en sus primeros libros. Basta revisar sus colecciones de microrrelatos, en las cuales no se limita a estandarizar las formas de este género, sino también se permite un nivel de experimentación o reinterpretación que resulta valioso y queda impregnado en la memoria del lector; un ejemplo de esto sería la sección Monogatari de su libro Enciclopedia mínima, donde cierra sus relatos, que son casi paisajes emocionales, con haikus, anulando cualquier reparo hacia el género de lo brevísimo, al cual se suele acusar, sin más, de efectista.
En sus más recientes libros, Sumalavia pone a prueba esta brevedad, haciendo encajar los fragmentos de tal manera que formen un pequeño universo en expansión; por tanto, sus últimos trabajos son una suerte de breviarios que acogen diversas manifestaciones de sus inquietudes; tenemos variantes de la novela policial, la novela a modo de itinerario de impresiones, la novela que busca, en partes iguales, el humor y lo entrañable. En Croac y el nuevo fin del mundo, Sumalavia explora algo que podría ser la fantasía con tintes irónicos, aunque esta definición no necesariamente abarca todo lo expuesto en su novela. Y es que la idea de hacer de la prosa una secuencia breve y expansiva se va a manifestar desde el primero de los capítulos de Croac. Digo la prosa breve porque es la estricta materialidad de la escritura, que no va más allá de las dos páginas por capítulo; digo expansiva porque los finales, aunque tienden a lo conclusivo, son abiertos, la elipsis es una de las banderas que Sumalavia agita desde el entramado de esta novela; es expansiva también porque a la brevedad material de la escritura se le suma la brevedad de actores de los que dispone el autor para realizar sus cabriolas discursivas: a simple vista caemos en cuenta que Sumalavia propone tres personajes principales de los que van derivando los personajes episódicos, como si se dispusiera de una paleta cromática o una escala musical (la rana, la abuela, el narrador) cuyas combinaciones establecen el tono de cada uno de los capítulos. Si bien suele imperar el humor irónico, ciertas combinaciones generan derivados emocionales, como cuando la rana hace ingresar a la narración al médico-rana con el cual su esposa le es infiel, y se promueve una nota de disgusto en el relato, o cuando de la abuela se deriva la historia del abuelo del narrador y parece que ingresáramos a un periodo donde la historia se suspende y empieza a regir el tiempo de la muerte y el recuerdo. Y es que esta brevedad expansiva parece confinar a los tres protagonistas de Croac a una representación sin fin de sus papeles; son los actores de una obra de teatro que el autor empuja al inicio de cada capítulo a improvisar sus líneas, cada cual con unos roles que van cambiando de acuerdo al ánimo siempre inconstante de los intérpretes. Esta improvisación puede ser una de las claves para que el narrador, sobre la marcha, vaya fabulando a partir de la onomatopeya de la rana; el simple y primario croac que leemos es una metáfora de la indagación personal que todo escritor hace de los estímulos de la realidad. De este modo, el estímulo sonoro da pie a que el narrador construya su ficción, la provea de un sentido peculiar, íntimo, válido. El croac monódico de la rana es el contrapunto a la voz del narrador, y entre ambos se va construyendo el pasado, el presente y el porvenir de los personajes; ese croac que parece negarse a ser interpretado encuentra en la voz del narrador un sinnúmero de caminos bifurcados y vueltos a bifurcar, en lo que vendría a ser una vuelta de tuerca a esa antigua historia de dibujos animados en la que una rana canta Hello, my baby frente a un único hombre (su dueño o autor, como quiera llamársele) pero al presentarse ante la multitud (los lectores) permanece en un silencio tedioso, intransigente, en el lugar donde la comunicación o la magia de la ficción no se hace efectiva.
Si bien se puede hablar del carácter humorístico o el non-sense con logros farsescos, quisiera detenerme brevemente en tres autores que, consciente o inconsciente, Sumalavia ha dejado entrar en su novela, teniendo en cuenta que en mi lectura advierto una atmósfera parecida a las fábulas de Monterroso o a los cuentos en los que se da voz a los animales o se les humaniza, como el Bucéfalo de Kafka. El primero es Giambattista Basile y su Pentamerón, un libro de relatos de 1634 escrito a la manera de los cuentos tradicionales pero que están construidos en base a imágenes violentas, al gesto escatológico y grotesco, y a alusiones sexuales nada veladas. Estas características están presentes en Croac, así como también la reducción del universo de personajes o su tipificación. Si en los relatos de Basile se suele encontrar la estructura de la doncella de belleza sobrenatural salvada por un príncipe luego de sufrir una serie de desventuras, en la novela de Sumalavia hallamos también la estructura del personaje de la rana transmitiendo un mensaje al narrador para prevenirlo o confiarle un dato de relevancia para ponerle a resguardo de su abuela. En cuanto a las imágenes violentas, estas se encuentran en varias partes de la novela:
A mi padre, en la época de la guerra de las ranas del Sur y del Norte, una vez, en un camino solitario a las afueras, dos ranas fugitivas le reventaron la cabeza a tiros.
O lo escatológico:
El baño de tu abuela es una máquina del tiempo. Solo te sientas, cagas, te limpias el culo, piensas en un año y jalas la cadena.
El segundo es Lewis Carroll, en cuanto la novela muchas veces rompe con la lógica, es decir, desde el punto en que a la rana se le atribuyen características humanas y esta, según la voz/interpretación del narrador, revela una serie de hechos que son relatados con normalidad por más de que contravengan el sentido común, como en el capítulo 37, donde asistimos a un pasaje donde el tiempo sufre una regresión, una inversión de su flujo natural, e incluso el discurso de la rana se ve modificado por este juego del narrador. Otro ejemplo es el capítulo 7, donde nuevamente se presenta un juego con el lenguaje y una alteración de los significantes, aunque el sentido vuelve a enriquecerse por las interpretaciones que suscita:
Ella me cuarenteaba mis cincopias sin nueverse ante tal ochemo.
Ante esto, podemos usar como ejemplo un poema de Carroll; aunque la traducción no ayude mucho, queda un indicio de las afinidades:
Era el bullir, los tersos lagartejos
se arrizomaban en la verdiloma,
los bogrios suspiraban a lo lejos
y hasta ululaba el tortuguín de goma.
El tercero es Gianni Rodari y la ironía que desbordan sus relatos cortos. Rodari es excepcional para hacer decir a sus personajes lo que no están preparados para decir, para trastocar el sentido de los referentes y proponer lo lúdico a partir de un simple diálogo o una descripción. En uno de sus cuentos nos presenta a un Pinocho particular, y empieza con lo que sigue:
Érase una vez Pinocho. Pero no el del libro, sino otro (…) cuando le crecía la nariz, en vez de asustarse, llorar o pedir ayuda al Hada, tomaba un cuchillo o sierra y se cortaba un buen trozo de nariz.
El narrador de Croac realiza una maniobra que podría resultar similar, por ejemplo, en el capítulo 31, cuando la rana, luego de contar una disparatada historia entre la abuela del narrador y los fantasmas de sus amantes, da un salto a su pileta y desaparece de escena, dejando únicamente, de manera irónica el sonido de su salto; ruido de agua, dice el narrador, aludiendo, cómicamente, a una de las traducciones más famosas del venerable poema de Basho. También tenemos el capítulo 38, donde se utiliza, con el mismo objetivo, el pasaje bíblico de Abraham e Isaac, aquel del sacrificio del hijo ordenado por el dios hebreo.
Ricardo Sumalavia – Foto: Punto Edu
En fin, más allá de todo lo dicho hasta aquí, esta novela de Sumalavia nos ofrece a un narrador seguro de su estrategia para crear historias. En una entrevista de hace algunos años Sumalavia declaró que la mejor manera de entender el mundo es a través de fragmentos. Los fragmentos de Croac son muestra de lo anterior. En las grietas de cada uno de ellos se encuentra la potencia de su escritura. Es similar al fragmento de una urna griega del que se vale el mitógrafo para completar o enriquecer su historia con otras interpretaciones y aportes de la comunidad. Así, Sumalavia va estableciendo en sus lectores y lectoras el potencial de sus ficciones.