No pueden dispararle a lo que está escrito
Por Cristhian Briceño
Isla del gallo anticipa una ciudad, una nación, un conflicto; deduce un fracaso y, al mismo tiempo, anhela una reconciliación, no colectiva sino intrínseca. Si atendemos al título del volumen, alusión a un evento incipiente en la trama nacional, a su mito de origen, encontraremos que funciona como un punto de partida, el año cero de nuestra historial colonial y, en seguida, republicana, por lo cual se insinúa un desarrollo que va expandiéndose y replegándose conforme nuestra lectura evoluciona; de esta forma, la voz en los poemas pasa de narrar el exterior, los eventos que acaecen al ojo público, a desviar la mirada hacia lo corporal y su estructura, tal y como ocurre en la última sección, donde se produce un viaje sensorial hacia el centro del individuo.
De esta manera, el libro de Juan Ignacio Chávez (Lima, 1991) despliega un talante, sino elegíaco, sí de calamidad contenida o de anunciada debacle, aunque el lenguaje con el que se expresa el yo lírico tiende a obrar sutilezas, imágenes de una tranquila belleza que trabajan por contraste o por negación. A unos versos violentos como desperdicié mis balas/ en un cadáver desecho le suceden los siguientes: mi asombro no brillaba/ como sus vellos tiesos. Este juego de oposiciones es parte de la estrategia del libro. Lo que se va narrando, poema a poema, es una historia de carencias colectivas, de pesares comunitarios, de abusos que se van personalizando hasta llegar a la sección final, pero todo esto sucede dentro de un paisaje feliz que está referenciado a partir de menciones territoriales; hay ríos, montes, campos, desiertos, y todos ellos funcionan como un alivio estético ante la rudeza de la historia y sus consecuencias:
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