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Reseña: Un cocodrilo duerme la siesta y otros relatos animales (2024) de Irma Del Águila

La alianza entre lo femenino y lo animal, su recuperación

Por Cesar Augusto López

La condena bíblica que se reafirma con María, madre de Jesús, es la separación o el conflicto entre la mujer y la naturaleza. El llamado femenino, desde la postura del mito hebreo-cristiano, es que la mujer debe triunfar sobre la tentación de la serpiente, la de ser como Dios. De aquí se desprende una serie de tensiones narrativas que se han ido combatiendo, más o menos, a lo largo de la historia de la literatura y es, quizá, este tiempo uno que se corresponde con el desgaste de la sentencia estética propuesta desde una de nuestras referencias míticas de fundación.

Tanto la narrativa o poesía femenina comúnmente se confronta con el cuerpo, con las percepciones, con el sentir; es decir, con una grieta ocluida desde afuera y, por ende, que limita las potencialidades de su voz. Este es quizá uno de sus problemas primigenios, ya que la acusación de su goce como desorden se cimenta en la abstracción racional como la forma idónea para el conocimiento. Bajo el criterio propuesto, todo intento de confrontar o cuestionar estas premisas narrativas siempre pasará por una compleja criba, dado el peso de la costumbre creativa o, mejor, la tradición de lo contado.

No se crea que nuestro introito religioso tenga el peso de una tara propia de un creyente; antes bien, fuera de que Del Águila nos presente siete relatos (número cabalístico), en dos de estos se recurre a la impronta bíblica de manera directa; específicamente al diluvio arrasador y, por otro lado, al φαρμακός o chivo expiatorio cristiano. Imposible no considerar el mito del bufeo como una pieza que recurre a una forma de relación religiosa selvática. Pero si aún estuviéramos en medio de un error, avanzaremos en nuestra lectura que no puede dejar de lado los personajes femeninos en seis de los siete textos y, aún así, el personaje masculino del final, atrapado por un sueño delirante, se feminiza.

Creemos que, ahora sí, nuestro puente está establecido. Aquella pérdida de intimidad con lo animal, dictaminada desde el exterior, podría retornar de la mano a nosotros desde lo femenino. ¿Debido a qué? A su amplitud estética, perceptiva, no excluyente, sino, más bien, dispuesta al diálogo. Es una posible apuesta, pero el lector podrá juzgar y colocar el libro en una larguísima tradición o contratradición en la que queremos colocar Un cocodrilo duerme la siesta… Después de tantas palabras, no tan inútiles, solo nos gustaría anotar el suspenso que cunde en todos los textos y de aquí puede derivar una sana duda: ¿hasta qué punto la experimentación podría dejar un proyecto al borde del fracaso? Tal vez para el lector, muy posiblemente (es un reto), los relatos parezcan anodinos e incompletos, pero, ¿esa no será la plena voluntad de su autora? En todo caso, el ejercicio de pausar las certezas es patrimonio de la literatura y, por eso, escribimos nuestra reseña.

Consideramos que el delicado trabajo de suspensión requiere experiencia, una que Del Águila, sin duda, posee. En la primera pieza, por ejemplo, un matrimonio se encuentra incomunicado y en un paraje no tan amable para su situación emocional. Para coronar la situación, un cocodrilo interrumpe el tráfico. La presencia animal aplaza la cotidianidad de lo humano, su movimiento, y la sujeta a su voluntad, a su libertad. Es tan alta esta tensión, esta incerteza, que ocasiona un dilema ético radical. No podemos indicar nada más. En la segunda pieza, la fuerza del paralelismo o la analogía nos parece importante, ya que no hay una idea de metáfora, sino, simplemente, el encuentro de dos universos distintos, pero pasibles de reunir, un acontecimiento se podría decir. Otra mujer, no sabemos si acaso que pasó por una histerectomía o una secuela abortiva (jamás se nos informa al detalle), se encuentra con la imagen de un pez dentro de otro pez. La ambigüedad prima, no es necesario, creemos, saber, sino asumir el riesgo narrativo. Hay una resistencia en lo animal y en lo femenino, en sus cuerpos que excederían a las palabras, pero que no por eso serían menos expresivos; por ese no caer en el círculo lingüístico. Somos plenamente conscientes de la paradoja que acabamos de mencionar, sobre todo, porque nos remitimos a un relato, pero siempre el lector juzgará.

El tercer relato nos dirige hacia una imagen que aún creemos fresca en la memoria peruana; la de una mujer escapando de una palizada que el río arrastra como consecuencia del fenómeno de El Niño. La intimidad con lo animal es evidente en este caso, porque Angelina intenta liberarlo antes de la inundación (p. 34); porque, a pesar de haber estado expuesta a su propia muerte, “no dejaba de pensar en su vaca, ese pobre animal” (p. 32). Otro animal en el que se podría descubrir una especie de sintonía es el caballo o los caballos de carreras y las apuestas, el todo por el todo que encierran en el cuarto texto del conjunto.

En el quinto relato enlaza una serie de circunstancias y presenta a la depresión encarnada en la casa del personaje y, obviamente, en su existencia misma suspendida por la pandemia y, al parecer, por una experiencia de violencia doméstica (no se espere mucha “claridad” en los relatos, como ya se advirtió). La indecisión circunda el tomar o no terapia y, en medio de todo el tedio, quien se percata de la gravedad del hecho es una perra, la mascota, Miranda. Quizá más evidente, la relación entre un borrego, la fiesta de pascua y Cristo; sin embargo, quien asume sobre sí, cierta compasión, es una mujer testigo del destino signado del animal. Finalmente, la composición final sea el más arriesgado, porque no solo se presenta una presencia zoológica, sino que acontecen muchas vidas, incluso la vegetal. No obstante, lo que se reafirma es el valor de la embriaguez como motor de la transformación, de la liberación de las formas y de las mismas relaciones interespecie. Pero no podemos decir más, por evidentes razones.

¿Acaso algo que reclamar, propiamente, a la creadora? Quizá no, por su apuesta, pero, si se nos permitiera, la tentación por volver a lo humano se manifiesta. No podríamos calificar de manera negativa tal hecho, porque quien escribe estas líneas también es humano. Sin embargo, tan solo remitiéndonos a la propuesta del conjunto, a lo animal en sí, al relato como la mejor forma de manifestarlo en su mejor forma, en su vigor, cabe la posibilidad de que lo humano tienda a pesar más y que la presencia animal solo tenga sentido en su orientación hacia lo antropo-lógico y su clásica perorata de excepción frente a otras formas de vidas. Esta es una posible crítica que no queremos dejar de lado, pero que no reduce, en nada, el valor de la propuesta. En todo caso, nuestra no es la última palabra, sino la del lector interesado en ser desafiado por un libro que apunta a la confrontación del lugar común.      

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Datos del libro reseñado:

Irma Del Águila

Un cocodrilo duerme la siesta y otros relatos animales

Hipocampo Editores, 2024, pp. 77.

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Comentario sobre textos Coyuntura Presentación de libro Reflexión Reseñas de libros

Reseña: Estos ensayos no tienen principio ni fin (2022) de Pamela Medina

Alguna consideración de fondo sobre el equilibrio de cinco ensayos

Por Cesar Augusto López

Sin temor a equivocarnos, con las vanguardias, la pretendida relación directamente proporcional entre lenguaje y realidad fue puesta en cuestión de mil maneras. En ese sentido, la idea de representación o mímesis, en el burdo sentido de la imitación de la realidad, fue minado, hecho trizas, porque se reconoció que los artistas siempre realizan variaciones con el material que conformará sus producciones. La palabra, la pintura, la piedra, la madera, entre otros, y sus distintas junturas, serían suspendidos selectivamente en paralelo y contra la inasible realidad. El arte no repetiría a las cosas ni serviría a algún fin programado, sino que, por su libertad, pondría en tela de juicio una diversidad de cuestiones entendidas como inconmovibles. La fundación del arte moderno se ciñe a la expresión del artista, a su independencia y a la liberación de su práctica. Jorge Eduardo Eielson, como tantos otros poetas peruanos contemporáneos, siempre tuvieron en claro esta premisa de trabajo.  

Sobre la base general que acabamos de explicar, intentaremos atender y entender el conjunto de trabajos, sobre Eielson, que desplegaría Pamela Medina en Estos ensayos no tienen principio ni fin. Valga aclarar que, fuera de los cinco textos, se cuenta con una presentación, agradecimientos y la respectiva bibliografía. En primer lugar, es importante destacar la factura del libro con su clara aspiración a ser un libro objeto y, por ende, un hecho estético. Sin duda, hubo un trabajo arduo en la construcción de este y su mayor valor tiene que ver con lo osado de su presentación en un espacio acostumbrado al academicismo, como deja entrever la autora (p. 12). En otras palabras, el libro se revela ante la imposición o anquilosamiento de la formalidad universitaria, en resumidas cuentas. Definitivamente, esto se consigue con la forma del libro y con creces. Quizá ese es el objetivo principal del conjunto, como se anuncia en un epígrafe, tomado de Maurice Blanchot, en el que se menciona la relación entre lealtad metódica y claridad en los objetivos del libro. En otros términos, lo disruptivo o subversivo del libro tiene que ver con su forma como principal punto de apoyo a su crítica contra las limitaciones de los academicistas.

En el aspecto más saltante, Estos ensayos no tienen principio ni fin cumplen con su razón de ser. No obstante, el contenido del texto adolece de ciertos principios básicos para abordar la obra de Eielson, como se lo propone o como pretende seguir en una expansión de la lectura y no de la literatura (p. 11). Así, se abandona el arte literario por un fin en que la letra desbordaría sus límites hacia otros campos de comprensión. Si la forma del libro clásico es desbordada, la cuestión de la letra no consigue compaginarse con ese deseo, desde la discusión que propusimos al inicio de nuestra reseña. El peso de la representación, como premisa de reflexión, de una u otra forma, vencería. Pero citemos in extenso:

El problema de expandir la lectura, y no de expandir la literatura, es que, en la relación entre la obra de un autor y su estudioso, o entre el lenguaje y el metalenguaje, solo nos hemos fijado en el cuarto que el creador desordena, pero no en los pasos que intentan recomponer ese desorden que antes era orden o de ese orden que antes era desorden […] dudo mucho que la compleja obra de Eielson sea solo un objeto de estudio o admiración. Es, en realidad, la forma de entender un problema, que afecta a nuestros modos de leer y comprender… (pp. 15-16)

Fuera de lo enrevesado que puede ser el pasaje citado (no es el único, ya que el texto está plagado de muchos de estos y bastante oscuros, sobre los que faltó, con certeza, trabajo de edición), queremos enfatizar que Medina busca reconstruir un proceso creativo que, al parecer, no ha sido tomado en cuenta. Sus ensayos, según entendemos, atienden al meollo del caos previo al objeto estético eielsoniano. Sin embargo, aquello que se desprendería de su propuesta no va más lejos o no nos descubre nada en torno a los productos artísticos, puesto que son formas de entender o atender problemas y afectarían nuestra cognición, nuestra percepción del mundo. El arte, hace mucho tiempo, anda desprendido del ánimo cientificista o de la contemplación griega; el arte es en sí mismo una dimensión crítica por la exploración de sus materias, las cuales, en su ordenamiento estético, pondrían, inevitablemente, en tela de juicio la realidad.

Lo que acabamos de explicar es que el texto aún depende de una mirada conservadora del arte, porque incluso emplea la palabra “estético” como bello (p. 24) y no como sentir. De aquí nuestra observación inicial y nuestra concordancia con Eielson, más que con su estudiosa. A partir de lo mencionado, es posible que el lector pueda sentir una clara tensión en el discurso y en el proceso argumentativo de los ensayos, pero esto no tiene que ver con la obra del artista estudiado, sino con los límites de fondo que son el punto de partida del contenido del libro. Tenemos expuesta una visión, la de Medina, poco problemática del arte para un autor, Eielson, que problematiza el mismo, pero desde los campos estéticos que transita. Por este motivo, bajo su entender, la autora piensa el poema como ecuación (p. 33) y deja de lado que las ecuaciones son retos de resolución. No se plantean problemas matemáticos para no convertirse en pruebas de explicación, contrario al poema que no anda interesado en ello. La comparación y subsunción de la poesía a la matemática es, ciertamente, discutible. Al fin y al cabo, la palabra poética “no crea ni ordena o media, al contrario, permuta, desarma, confunde y escamotea lo que representa (26). Repetimos que ni siquiera representa, en consonancia con la premisa de esta reseña. Podemos percibir contradicciones de fondo en el punto de vista de la ensayista. Incluso, esta afirma que la poesía sería un puente entre matemática y lenguaje (p. 40). Podemos estar de acuerdo, pero también sucede lo mismo con otras disciplinas estéticas e, incluso, no estéticas. Se matematiza la poesía en el ensayo, pero ¿no será que la matemática se poetiza, en realidad, como se podría hacer lo mismo con la economía o la química? Hasta donde puede llegar nuestro entendimiento, el poema trastoca realidades, más que lo inverso. Cuídese, lo que afirmamos, de que las ciencias no tengan un grado de poeticidad, una estética particular. Esto también es obvio, por la necesidad de la metáfora en su explicación de realidades complejas.

Otro de los asuntos que se abre a la problematización en el libro es el estatuto de lo ontológico y su localización en la poética de Eielson (p. 53). Este tema requiere una batería potente de explicaciones y justificaciones, las cuales no se presentan, con la delicadeza respectiva, a lo largo y ancho del texto. Por ende, el proceso interpretativo acumula una gran cantidad de términos y usos que pueden confundir al lector por la velocidad y poca minucia con las que se presentan. Incluso existe una confusión conceptual cuando se menciona al demiurgo, artesano por excelencia, y se lo coloca como inferior a un editor, el cual se presenta con el mismo estatuto de aquel que trabaja de cerca con su material para, casi inmediatamente, saltar hasta el poeta como programador. Medina explica así: “Difícilmente, el poeta demiurgo podría ver sus poemas como siluetas sobre el papel o sus versos teñirse de amarillo” (p. 54). Al parecer, se nos presenta un demiurgo poco dispuesto a la labor manual cuando es todo lo contrario, si revisamos un poco el Timeo. Pero podemos estar equivocados, el asunto de fondo es que la ensayista no coloca una referencia a su afirmación, lo cual nos permite discrepar de ella y apelar a la tradición para evitar suposiciones o afirmaciones temerarias.

En el tercer ensayo, sobre la novelística del autor, o el ensayo cuatro, sobre la corporalidad o la propuesta final, sobre la ensayística eielsoniana, siempre se rodea el asunto ontológico no sin ciertas contradicciones básicas, ocasionadas por un punto de vista clásico de la ensayista contra una clara exploración de las formas, tanto en el libro como en su razón de ser. Esto implica que, para cuestionar rotundamente un estamento, entiéndase el intelectual o, peor aún, el intelectualista, es necesario demostrar un manejo solvente de sus limitaciones, unas que ya fueron apuntadas a inicios del siglo XX, pero que Medina parece no reconocer como verdadera fuente de su postura y que solo roza de vez en vez.

Pamela Medina

Bajo todo lo mencionado, las oscilaciones o lo indecible de los ensayos no sería producto de un desprendimiento y riesgo interpretativo, sino de las tensiones que se generan por no cruzar bien a la otra orilla de lectura que se nos propone. Vaste indicar la consideración de que la matemática (!) corporalizaría a la poesía (p. 54). Idea muy polémica, pero que no sería sospechosa, si hubiera un buen punto de partida en contra de la tradición representativa (término que se repite mucho en el quinto movimiento del libro) y se jugara, como Eielson hacía, con la palabra. Así los hechos, no encontraríamos una conclusión final contundente, ya que esta brilla por ser absolutamente evidente (p. 155). De este modo, las palabras vertidas en Estos ensayos no tienen principio ni fin no se encuentran a la altura de la conformación material, muy elogiable, por cierto, del objeto bibliográfico que el lector, más que nosotros, sabrá juzgar, pero que consideramos un aporte magro al caudal de interpretaciones sobre la obra de Eielson.

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Datos del libro publicado:

Pamela Medina

Estos ensayos no tienen principio ni fin. Textos para perder la orilla sobre la obra de Jorge Eduardo Eielson

Ediciones MYL, 2022, pp.165.

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Columna de opinión Coyuntura Miscelánea Reflexión

Reseña: “Ira y tiempo: las figuras” (2024) de Nuria Cano

Entre un cierto origen y la transformación de la vida: sobre “Ira y tiempo: las figuras” de Nuria Cano

Cesar Augusto López

Normalmente hablar de arte nos conduce a palabras tan clásicas como representación. Término, al parecer inocente, que nos conduce hasta Platón y a su constante búsqueda del primer momento, del primer ejemplo, de lo idóneo como la suma tarea de lo filosófico, de lo político y, sin duda, de lo estético. Este mismo “yugo” es el que carga Peter Sloterdijk cuando se pregunta sobre la ira, en tanto primer motor de la cultura occidental propuesta por la Odisea y que podría haber inspirado el título de la muestra de Nuria Cano, en esta ocasión. Sin embargo, si nos dejamos guiar por los pesos pictóricos de la exposición, otra forma histórica se nos propone.

En primer lugar, consideramos que la vida prima en el conjunto, uno que lleva por subtítulo “las figuras”; figuraciones que se alejarían de la ira como premisa. El gran parteaguas que conduce nuestra mirada es una intensidad de entrañas que se eleva fálicamente entre el Día de la ira, una que queda velada en tres momentos detrás de ella y la reconfiguración de la percepción que no se queda presa solamente en la cólera, que no pertenecería a la razón de ser de las pinturas, sino a un momento que se encuentra desapareciendo en la dinámica del mundo de las entrañas o la vida, creemos. La intensidad no debe ser confundida con la rabia. Es decir, si bien la ira podría encontrarse más que delineada en la división de dos grandes momentos o cargas en la muestra, es una forma de mirar una rendija mayor en que la interioridad de la carne, la sangre y los órganos, la imponente acuarela titulada Ira, serían el gran fondo sobre el que se construye y alcanzarían un balance total para los elementos expuestos por Cano. Y si entendemos ese gran tajo como una frontera, como una mirada privilegiada que se acerca al flujo de la ira, podríamos atrevernos a decir que prima, finalmente, el gran oleaje o vibración del interior de los cuerpos por sobre la ira que queda en marcas sobre una pared o en una puerta, pero que no forma como parte directa del proceso de parir, desde dentro, disculpando la redundancia, la multiplicidad. Las entrañas poco se interesarían por marcas ajenas a un cuerpo que continúa en el mundo de las percepciones y que se arriesga a presentar más formas que se podrían relacionar con la intensidad de momentos marcados por lo violento. La expresión vital sería la que prima.

En un segundo momento, surge la siguiente pregunta: ¿qué queda después del conflicto, de esa especie de origen de la cultura, después de haber experimentado el dolor y la muerte y sobrevivir? Tal como dijimos que la vida impera en la muestra, esta se caracteriza por atreverse a la experimentación. Por eso es que nos encontramos frente a dos cuerpos que se funden, en el óleo titulado Tiempo, sobre ondas y en una especie de teatro barroco del que no se puede perder de vista su fondo, la profundidad. Habría, pues, un vistazo doble, porque tenemos una exposición del interior en las entrañas, pero, luego, un fondo de ventana con el que interactuarían los cuerpos, un mundo paralelo. La intensidad de las carnes enlazadas y casi una, el retorno a la pareja, al dueto, sería un después de la soledad en la que se podría hacernos creer que la ira nos condena si asumimos que es una raíz, antes que solo un momento de la existencia. No se crea que hay un concierto ordenado y nada más, sino la insistencia de la percepción vital y de otras interioridades. Se puede observar este aspecto en las cabezas impresas en 3D, cabezas habitadas por restos, pero, más interesante aún, la posibilidad de jugar con la vida (una araña dentro de una de las testas, llamada Martina, y que forma parte de la instalación) a modo de instalación biológica. Creemos que la vida triunfa en la expresión, por ser su origen real y que, además, no sería solo patrimonio de lo humano. No solo habría telarañas en la cabeza, como se suele decir bajo efectos del enredo emocional, sino que hay una libertad de lo vital en la reconfiguración de la memoria y sus intereses.

Más adelante, un feto en un frasco (Hijo no nacido) se nos muestra en la transparencia de su dolor. Nos encontramos frente a la exhibición doble de un estertor o un quejido primero. No creemos que solo tenga que ver con aquel desconforto del nacimiento, sino, también, con la necesidad de ser paridos y el grito primero contenido, aquel que se gesta en el vientre, en medio del flujo de lo sanguíneo y orgánico que caracteriza el cuerpo femenino. Si bien podríamos inclinarnos hacia una interpretación o aproximación negativa u oscura de la muestra, sentimos que la misma, a su vez, se nos presenta como un alcance múltiple que rebasaría la dictadura de lo masculino en la sección alta de las entrañas y los tres golpes que quedan velados detrás de ellas. No es un femenino angelical ni un bebé ideal, sino la manifestación de lo vital en su impacto totalizante, jamás totalitario, que la artista exhibe en “Ira y tiempo: las figuras”. Podemos decir que el imperio de las intensidades se nos expresa en el conjunto y en sus piezas.

Continuando con el paseo de nuestra mirada, se nos presenta una relectura de Van Gogh en los Zapatos; una instalación que permite el ingreso a la experiencia del trabajo, de la caminata como el tiempo marcado en el calzado. Más aún, para meditar la multiplicidad de la vida, de las ideas y de la memoria misma, ambos zapatos se encuentran con florecientes cabezas que pugnan por salir de ellos, por existir acaso. La independencia de las intensidades, de la experiencia del caminar, van más allá de la sola constancia del trabajo en un par de objetos que recubren los pies. La labor diaria del traslado es más que solo la constancia del dolor subjetivo, se permite la intrusión (?) de las vidas que se entrelazan en el andar o en el oficio de vivir como llamó, así, a su diario Cesare Pavese. Si se busca unidimensionalidad en la propuesta de Cano, podemos asegurar que esa empresa será infructuosa, porque prima en su trabajo las afecciones que buscan su forma. Si bien lo que acabamos de mencionar no es una novedad, queremos sustentar nuestra mirada en la dinámica de la vida y en su sinergia montada en el conjunto y su, aparente, lejano diálogo.

El último trabajo (De los pies a las voces) insiste en el estado de flujo que se consigue “controlar” con el óleo. El personaje es un preso o un loco; aquí nos encontramos ante la desnudez encerrada, una manifestación más del juego de pliegues entre lo interno y externo a modo de crítica de lo que solemos asumir como visible. Dos variables más podemos agregar: la mirada y los pies descalzos. Hacia el final, ¿podríamos pensar en una figuración del tiempo? ¿Podríamos sentir en unos pies cansados, que se dirigen hacia nosotros, el tiempo que podría incluso detenerse en un solo ojo cansado que los interpelaría? La narratividad de la muestra culmina en un cuerpo que ha llegado a algún lugar y que ha interiorizado diversos momentos tanto de la carne como de la memoria en sí. Creemos que aquella síntesis se puede reconocer en aquel ojo que, sin exagerar, sería aquel cristal del tiempo del que hablaba Tarkovski, pero trasladado a la pintura y que se destila en la perspectiva para cuestionar el dolor que no le pertenecería a la sola ira, sino a la misma condición de la vida y la existencia múltiple que se intentaría asir y dar sentido. Creemos que la razón masculina no sería el norte de la muestra, sino la construcción femenina de miradas intensas, interpretaciones no representativas (acaso si existen como se aspira desde el mencionado Platón) de un conjunto de afectos que no se cerrarían a un intimismo autónomo, sino, más bien, abierto a la diversidad de los encuentros, a la diferencia de las formas que contienen otras formas. Acontece en la muestra algo que podríamos llamar ampliación estética, desde nuestro punto vista y al ritmo de la materia pictórica, el peso material de la acuarela, como hecho renuente a la fijación y dispuesta al vibrato, quizá de los órganos que no percibimos, a pesar de que nos constituyen y nos permiten ser. Estas serían, entonces, nuestras razones para visitar, experimentar y dialogar con el retorno de Nuria Cano en el Monumental Callao, Casa Fugaz, sala 112 (Jr. Constitución 250), desde las 11:00 a. m. hasta las 6:00 p. m. de lunes a sábado.

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Comentario sobre textos Reflexión Reseñas de libros

Reseña: ¡Lloverá! ¡Lloverá! 51 poemas agrícolas del Perú (2023) de Rodrigo Vera y Antonio Chumbile

La ciudad letrada leyendo su exterioridad

Por Cesar Augusto López

La lógica de las grandes ciudades es crear su negatividad, su sombra. Esto significa la “creación” de lo que no se puede pensar o decir e, incluso, aceptar. Sin embargo, esta especie de imposibilidad no es del todo cierta, ya que, por ejemplo, fuera de la metrópoli hay pensamiento, hay arte o, en términos generales existen estéticas. El asunto de fondo es que no se condiga con los rígidos parámetros de la ley escrita como suma orden de verdad. Lo que acabamos de indicar como anticipo a nuestra reseña acaece sobre la buena voluntad, qué duda puede caber, del libro ¡Lloverá! ¡Lloverá!, a cargo de Antonio Chumbile y Rodrigo Vera como compiladores y prologuistas. En otros términos, procuraremos ser fieles a la propuesta y a las paradojas que se originan en mencionado libro.

El texto cuenta con un prólogo, y cincuenta y un poemas, según lo indicado por el título, agrícolas del Perú. Bajo este criterio inmediato, es ineludible pensar o esperar encontrarse con textos que apelen a la cercanía al agro, a esa práctica que alimenta la ciudad y que implicaría una sensibilidad no citadina. Sin embargo, no tenemos poemas anónimos recopilados de la faena agraria o incluso cantos que se relacionan con ella. Todos los textos pertenecen a la ciudad letrada, una que siempre ha dictaminado, hasta sin interesarse en la vida de las personas encargadas de la siembra y cosecha, sobre las verdades que deben atenderse de su mundo. Bajo este criterio, sería difícil asumir el subtítulo de la publicación, ya que sería más preciso indicar “sobre lo agrícola” o “visiones de lo agrícola” o “la letra dice de la tierra”. Desde este punto de vista, nuestra observación recaerá en la dinámica de la letra y la proposición de quienes se encargaron de su factura. Dicho sea de paso, quien escribe es un letrado y formado en la universidad, en un espacio propio de la dinámica colonial y, por esa razón, puede detenerse en la lectura paciente en busca de reconocer los mecanismos que la conforman.

En primer lugar, ciñéndonos al prólogo, el primer criterio se corresponde a la escritura como base de la recolección poética. Esto quiere decir que la oralidad o lo iletrado no tienen cabida en sus páginas. ¿Es posible prometer realmente lo agrícola en un texto que no contempla el discurso de quien vive y se desenvuelve íntimamente con la tierra? Parafraseando un texto canónico, sobre el asunto, la pregunta sería ¿puede hablar el campesino? A todas luces, la respuesta es no, aunque mencionamos, líneas arriba, que aquello no es tan cierto. Es difícil que no haya, pues, recopilaciones sobre composiciones ligadas directamente a la agricultura y que no puedan ser ofrecidos con el valor estético que se merecen. Pero podemos estar equivocados. En todo caso, la coherencia de la selección se preserva en el imperio de la letra, la cual puede ser cuestionada si se hubiese considerado empezar por un cuestionamiento de su poder, desde su propio y, muchas veces, intransigente territorio.

Pensamos que el asunto de fondo se remite a la perspectiva o al intento de descentrar la misma. Esto nos conduce, por ejemplo, a que se considera, en el prólogo del libro, que la visión de Guaman Poma, en El primer nueva corónica y buen gobierno,es holística (p. 9, 19). Término un poco dudoso que casi afirmaría la validez de todo sobre la página.  Sin embargo, el intento del cronista, exitoso o no, fue invertir la lógica administrativa hispana por andar desubicada en su rol administrativo, ya que no comprendía las dinámicas de estas tierras. Así, Guaman Poma no pretendía mezclar elementos dispares para confundir al lector, sino instruirlo en la diferencia administrativa y política. La heterogeneidad de su texto no era producto de su holismo, sino de su postura subversiva. En ese sentido, ¡Lloverá! ¡Lloverá! podría caracterizarse por su poca carga crítica, debido a que no permitiría saber qué dicen, qué cantan, qué hablan, qué piensan los campesinos y deja nuestro conocimiento al qué dicen nuestros letrados sobre el asunto de la vida externa a la ciudad. Por este motivo, podemos encontrar en varios poemas, el tono de denuncia del indigenista sobre el dolor de las vidas próximas a la siembra, cuidado y cosecha, pero jamás los oímos, ni por susurro, a ellos. Insistimos, ¿en verdad no poseen palabra? Si pensamos en la imaginación o “reimaginación” de los “modos de producción e intercambio” (p. 10), entonces sería interesante aproximarnos a la mirada, vívida, sin falta, de las comunidades que se relacionan de manera próxima con la verdad vegetal.

Quizá otro subtítulo para el texto hubiera sido “sobre la vida del campesino”, tal como se indica en la página diez del prólogo citado. Quizá hubiera sido más preciso, porque, de esta forma, no se renunciaría a la figura humana como el centro de la actividad agrícola (p. 19). Y es que también está en juego el diálogo sincero, horizontal o de amplio espectro estético y de saberes que presentaría una mirada agrícola. La ciudad, la letra y la episteme occidental vencen en el libro, desde su concepción. Esto no quiere decir que falten poemas retadores sobre ello, pero no en cuantía. En breve pasaremos a ese aspecto. No se crea que nuestra reseña tiene algún interés moralista; por el contrario, su razón es crítica, también para la reflexión de quien la escribe. Detengámonos en una prueba en la que se hace referencia a los indigenistas y su perfil ilustrado, puesto que ellos operan como “traductores culturales de sujetos en su mayoría iletrados, y por tanto excluidos de la posibilidad de poetizar por escrito su propia historia (p. 11). ¿Es necesario repetir la historia del silencio? ¿El libro no estaría volviendo, sin querer, a la lógica colonial? La poetización y la historia de la que se habla está condenada por no poder ser escrita. Retorno a una pregunta mencionada de otra forma: ¿No existe material transcrito de la misma experiencia agrícola? ¿No se podría contrastar esos dos modos en un texto o simplemente abandonar a los letrados y recurrir a compilaciones que no cuentan con nombres o apellidos de nuestra tradición literaria? Con esto ni, mucho menos, se crea que la desdeñamos.

En resumidas cuentas, consideramos que ¡Lloverá! ¡Lloverá! pertenece a la ciudad letrada, a sus prerrogativas y limitaciones; sobre todo a estas últimas. Las implicancias de nuestra afirmación tienen que ver con que no cumpliría con su promesa de ser discurso agrícola del Perú, sino aproximación poco polémica en torno a este asunto vital de nuestro país. Es probable que a los compiladores no les haya interesado los aspectos mencionados por quien reseña, pero es posible, también, que se haya perdido una oportunidad importante en la que el descentramiento del citadino o de lo antropocéntrico haya sido expuesto desde un espacio relevante como la Casa de la Literatura, a modo de lente de aumento para expresiones poco visibilizadas o consideradas de “carácter inferior” para la “alta cultura”.

Pasando a los poemas, es importante anotar que el campo de lo agrícola también es bastante laxo en alguno de ellos. Incluso en los textos que abren el conjunto, la óptica tiene que ver con el hambre o la duda alimenticia (p. 29) y el incumplimiento de la ley, mas no con el tema fundamental del libro, a pesar de la palabra clave aparezca en el título de la composición perteneciente a Carlos Germán Belli (p. 30). De esta forma, la tónica de los poemas será la constante del hambre, la imprecación y el problema de la tierra como hostil. Estos tópicos son clásicos del indigenismo en su marcada línea ontológica de naturaleza versus cultura. ¿No hay alegrías en esta relación? ¿Acaso condenados siempre viven los hombres del ande? ¿No sería bueno constar un prejuicio en este tipo de tópico literario cercano, además, al modernismo? Tal parece que no existiera más que una visión pesimista, cuantitativamente hablando, en el conjunto. Esto no depende de los compiladores, sino también de la materia ofrecida por el letrado, quien, al parecer, no capta, no siente, las dimensiones mayores del pensamiento campesino o indígena. Salvedades tenemos como el último poema, el clásico arguediano “Llamado a algunos doctores” (126-133) que, antes que agrícola, es un cuestionamiento de la configuración del sentir occidental que podría ser aplicado a muchos doctos. En esa misma línea, un poema que consideramos paradigmático en el cuestionamiento de la ignorancia y atrevimiento del letrado es “Trocha entre cañaverales” de José Watanabe, con el cual coincidimos plenamente.

Hay mucho qué discutir en torno a cómo nuestros parámetros de interpretación condicionan nuestras lecturas y acciones. De este modo, la invitación a la lectura de ¡Lloverá! ¡Lloverá! gira en torno a que el lector pueda descubrir cómo la capital, Lima, el centro de poder, entiende todo un conjunto de prácticas que excede sus capacidades de comprensión. En ese sentido, dentro de su lógica, el centro de poder domesticaría, insistimos que, sin querer, el valor revolucionario de perspectivas que se asientan en otra estética, una que iría más allá del solo reclamo (validísimo, por supuesto), de la exacerbación del malestar y de la imposibilidad de lo andino o selvático frente a la modernidad, como si esta no dependiera de la producción de quienes conocen la tierra en intimidad.

Rodrigo Vera y Antonio Chumbile

En este punto, consideramos que doce poemas cumplen con su cometido, cabalmente, mientras que los demás son aledaños o preservan una prédica que podría lindar con una mirada ajena, urbana, de mistis o wirakochas, por decirlo de alguna forma. No obstante, eso sería caer en algún tipo de esencialismo y el punto es valorar que existe una mirada “no letrada” a la espera de ser valorada en su dimensión estética, así no sintonice con las formas metropolitanas. Ese es el riesgo que se podría asumir en oportunidades librescas, como la reseñada, en franca apertura sobre la peruanidad como hecho actual enlazado a prácticas milenarias y no solo a su embellecimiento bucólico, sometido al llanto o a la revolución venida de Occidente. Creemos que el abanico es más amplio, pero a los especialistas habría que consultar sobre esos materiales que destacarían por presentar un mundo diverso del repetido abuso con el fin de enriquecer la lectura de un país en el que no siempre la tristeza triunfa, sino que hay siempre un más acá de lo peruano. Al lector del libro, le queda el juicio de nuestra reseña y podrá discutir, acompañar o matizar el efecto de lectura que causó en nosotros y que hemos querido compartir.  

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Datos del libro reseñado:

Rodrigo Vera y Antonio Chumbile

¡Lloverá! ¡Lloverá! 51 poemas agrícolas del Perú

Casa de la Literatura Peruana, 2023, 133 pp.

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Reseña: Perro con poeta en la taberna (2023) de Antonio Gálvez Ronceros

La sabiduría cánida, la plenitud del artista

Por Cesar Augusto López

El último texto de Antonio Gálvez Ronceros no podía ir más lejos de su sumo cuidado con la palabra. Nos referimos a la extensión de la novela, una nouvelle, en la que se comprime cuidadosamente el universo del movimiento literario peruano con todo el humor posible e infalible. Esto sin duda no es fácil, ya que es la muestra de un logro alto en la literatura peruana, porque recorre parte de su tiempo de manera burlesca desde la mirada de un perro sabio, un cínico en su acepción clásica y filosófica en una reunión con el arte de las palabras y el cuestionamiento de la banalidad humana afincada en el terreno de ciertas vidas artísticas.

En tanto objeto, la edición es pulcra y bien cuidada. Sumado a ello, la novela es acompañada por una entrevista al autor, realizada por Jorge Eslava. De esta, vale la pena detenerse en una pregunta en la que se pide opinión sobre el premio Nobel de Vargas Llosa a lo que el creador de Monólogo desde las tinieblas responde con lisura: “Se lo tiene bien merecido porque él se lo buscó” (p. 136). Esta, sin duda, es la actitud del libro que recomendamos en esta ocasión. No solo porque nos parece un texto logrado, sino porque subvierte un mundo al que el mismo Gálvez Ronceros perteneció y que se podría resumir la actitud de muchos aquellos que se mueven en él y que el narrador, un perro, quiere dejar en claro. Al parecer el universo de la praxis poiética peruana está estrellado de cojudos y ahuevados. Estos últimos adjetivos no se desprenden de nuestro vocabulario (aunque pudieran en concordancia cínica), pero dejamos al lector encontrarlos, bien colocados, en las líneas de la novela.

El párrafo anterior fue una digresión y quisiéramos realizar una más. El primer libro de Gálvez Ronceros, Los ermitaños, fue publicado en 1962 en una edición casi artesanal, mientras que en ese mismo año Vargas Llosa ganaba un premio en España que inauguraría el denominado Boom de la literatura latinoamericana. No mencionamos este contraste de forma anodina, sino que la consideramos fundamental en nuestras últimas letras nacionales, porque darle lugar a Perro con poeta en la taberna es reconocer otra literatura peruana, sobre todo una que no tiene problemas en reírse, en levantarse todo desde la libertad artística, desde la visión artesanal de la palabra y no de su construcción elefantiásica, y respetable, por supuesto. Si bien existe, entonces, una macroliteratura peruana, existe, por otro lado, una microliteratura. Ambas tienen sus formas precisas de explorar la palabra y la segunda debería respetarse en su exacta dimensión e intereses.   

Entrando en materia, en el caso preciso de la novela que reseñamos, el texto que tendrá el lector en sus manos transcurre en la provincia peruana con un poeta extraviado, un poeta limeño que cree ser radicalmente importante, pero que no encuentra nada a la altura de su “fama”. En realidad, no encuentra nada, salvo un perro que le explicará, en un discurso fluido (el pulimento de la prosa de Gálvez Ronceros es digno de una obra de madurez), sus memorias sobre los tejes y manejes de la intelectualidad capitalina sin guardarse nada. La suma de anécdotas y la ridiculez de las mismas es digna de una mirada que se coloca en el punto más externo de lo humano. No es casualidad que se haya recurrido a un animal para dislocar, todo lo posible, cualquier tipo de verdad institucional. La narración se ocupa del reverso de todo, de lo microscópico y, por ende, aquello que podría avergonzar a la fachada de ciertos artistas peruanos, entre los que aparece, también, un filósofo para no dejar de lado sus posibles defectos en torno a la debilidad por la fama.

Lo indicado es solo una pincelada de lo que plantea la novela, ya que la conformación inicial de la misma procura generar el efecto de aturdimiento, porque solo en una especie de delirio, en este caso causado por el alcohol, es posible establecer un diálogo con un perro. Más aún, es posible dejarse aleccionar por la sabiduría de uno. De este modo, Gálvez Ronceros no solo encontró la fórmula de la burla, sino que, al mismo tiempo, se inserta en la tradición cínica más clásica, con su desentendimiento radical por los premios terrenales, y la constante de los perros en la literatura. No podemos olvidar acaso El coloquio de los perros de Cervantes o la presencia de Thumos, en El pez de oro de Gamaliel Churata. La lista de la textualidad cánida sería extensa, pero lo que queremos apunta es que la decisión del escritor no es inocente, sino que responde a una localización profunda en la tradición y contra ella misma. Por eso no se vaya a creer que solo se tiene un texto de prosa bien cuidada y diseñada para la risa crítica, sino que nos encontramos frente a un texto de técnica depurada de mezcla de mundos al estilo cervantino.

Y en medio de la filosofía y la literatura y lo animal como medio corrosivo de la ínfula humana, se puede reconocer una poética hacia el final de la novela; una que no contaremos, evidentemente, pero que se remite al fundamento de la reflexión sobre el trabajo dedicado a la palabra. En ese sentido, la única relación válida con la literatura es aquella que se concentra en sus potencias, en sus capacidades, en su exploración sincera, más allá de los premios y aplausos que esta pueda acarrear. Consideramos que Gálvez Ronceros tenía muy en claro esto por su fino trabajo artesanal que se puede reconocer en su producción y que se cierra con este trabajo de orfebrería que se libera de muchos clichés sobre el escritor y busca hacer el mundo arder, pero a fuego lento, quizá lentísimo. Esto se debe a que, probablemente, tome tiempo que se reconozca la ambición y desenfado de su autor al escribirla. Sin embargo, ya existe una edición española y esas son buenas noticias.

Desde nuestro punto de vista, el sitial de Gálvez Ronceros en la literatura peruana está más que asegurado y el texto que reseñamos lo corrobora por la sabiduría vertida en ella y en pocas páginas; hecho que no es de fácil factura. Entre la diversidad de cualidades del texto que se podrían aumentar, solo nos resta mencionar que es un testamento de su autor con una sonrisa instalada en la diferencia como muestra de que a partir de ella se pueden construir otros cosmos más allá del imperante realismo. ¿La mirada animal puede cuestionar ciertas formas de hacer arte? Consideramos, junto al autor de La casa apartada, positivamente esta pregunta y ese quizá sea uno de los aciertos fundamentales de la novela y de la que se desprenden todas sus otras cualidades. En pocas palabras, leer Perro con poeta en la taberna es un estación importante en la literatura peruana, ya que analiza algo de la crisis ética y estética de nuestra tradición.

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Datos del libro reseñado:

Antonio Gálvez Ronceros

Perro con poeta en la taberna

J. M. Marthans, 2023, 139 pp.

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Reseña: Sanchiu (2021) de Dina Ananco

Un ethos que explora los caminos de la poesía

Por Cesar Augusto López

Sanchiu, primer poemario de Dina Ananco, se nos ha presentado como un reto de lectura por nuestras limitaciones lingüísticas, ya que no conocemos el awajún, base expresiva de los textos. En ese sentido, nuestra aproximación asume la ausencia de comparación entre los originales y cómo se vierten en el castellano; uno que sin duda ha sido intervenido por el idioma de la poeta, y que consigue cuestionar su linealidad temporal y espacial de perfil analítico. Esto significa que hay una conjugación libre a través de los saltos de la memoria y la dinámica de la oralidad que se manifiestan para acelerar o detener la experiencia lectora. En ciertos casos es posible percibir la extensión de los versos en awajún y la síntesis o extensión, mayor o menor, en su nuevo continente, lo cual es un signo de la experiencia y el esfuerzo de autotraducción, por parte de la autora.

Dentro de nuestra propuesta de lectura consideramos que los diversos temas se desenvuelven por la criba del ethos awajún-wampis, lo que significa que la lengua de origen prima con su lógica y lo que implica esta con la suma de experiencias que la voz poética procura presentar. Así, se puede experimentar caracteres de confrontación, exposición, transformación, denuncia, movimiento, relación, entre otras prácticas que se manifiestan en los poemas como acontecimientos: hechos intensos, testimoniales, que implican más de una variable en su despliegue. Incluso Sanchiu, abuela a quien Ananco dedica el poemario, es uno de los contrapuntos fuertes en varios poemas en los que se establece un diálogo que expone aquella “éthica” personal, familiar y comunitaria que conduce el desvelamiento de la perspectiva awajún-wampi en los cuarenta poemas que lo conforman, más un glosario que permite la comprensión de las incrustaciones léxicas que se exponen en casi su totalidad.

Adentrándonos más en la cuestión del libro, como un alcance de la estética de Ananco, es posible reconocer en tres poemas la propuesta total del libro, según nuestra interpretación. En primer lugar, se debe destacar el poema «Transición». Este se caracteriza por su fuerza, pero, sobre todo, porque se coloca a la conciencia de la voz poética en un intersticio claro entre lo occidental y lo amazónico, ya que responde de la siguiente manera a quien cuestiona el lugar desde el que enuncia la voz poética y que no sería el suyo: «Te respondo gringa curiosa que “no” sabía de mi transición» (85). La sorna es innegable y llega más lejos cuando se afirma que «En tus palabras veo mi futuro. / En tu escritura veo mi pasado. / Pretendes saber de mí. / Pretendes conocerme sin haber tomado ayahuasca» (85). La visión es importante, pero no aquella que tiene que ver con la tradición griega, sino con la precisión de la mirada que pone en jaque a la palabra y a la letra misma de las que se vale Ananco. Sin duda, hay un dislocamiento estético que debe reconocerse en el poemario si se quiere acceder, de buena manera, a su desciframiento. Aún más importante, la visión solo es posible si es acompañada o ayudada por la ayahuasca como fuente de saber. Hay pues, una doble intervención de la lengua, ya que se le “haría ver” un plano cognoscitivo de una capacidad dialógica mayor. Poemas que acompañan al plan de este texto son «Sutil conexión» en el que se plantean aspectos de los dobles o la complementariedad, pero, además, se evidencian señales del ensamblaje íntimo de todo el libro. Esto implica, incluso, el riesgo a una realidad móvil o casi inasible como se plantea en «Pureza ambigua» y sus siguientes versos: «… debe sentirse uno el absoluto placer al llamarse puro / Tan ambiguo / como yo en mis diversas culturas» (107). No se puede endilgar esa especie de miedo atávico a la transformación o a la modernidad achacada a lo indígena (el poemario es una muestra de ello), sino que se la amplía hasta reducirla en un juego de sentido arriesgado cuando se afirma que la pureza y lo ambiguo son «Tan cósmico[s] como la vida breve hacia la eternidad» (107). Los tres poemas escogidos, en esta especie de introducción a la lectura, guiaron nuestra forma de atender los cuatro ejes que consideramos básicos en la postura estética de Sanchiu.

En primer lugar, lo mítico es una de las constantes que atraviesa el libro y que también consigue impregnarse en el castellano, a pesar de su resistencia. Poemas como «Ayaymama» en el que se presenta el mito del canto de esta ave y luego se plantea las enseñanzas del animal en torno a la elección de una buena arcilla para la confección de vasijas (pinin), la que ha caído en el olvido por los awajún, manifiesta esa dinámica estructural en la que se aglomeran los elementos y la voz quiebra el ordenamiento “natural” de la secuencia analítica. De este modo, lo mítico mantiene su constante presencia en lo onírico, erótico y agónico del poema «Tijai» o incluso penetra en la conciencia del amor en la relación que se establece entre el vuelo del pihuicho y el alejamiento causado por el desamor en el texto «Voy a volar». El mito o lo mítico se convierte o, mejor dicho, emite su juicio crítico en torno a aspectos políticos en este continuum de sentido(s) en una pieza paradigmática como «Santiago se llama Kanús» en el que se afirma que el alma del río no pudo vencer a los foráneos, al enemigo, y su alejamiento es comparable a la cobardía de los awajún actuales: «Tan cobarde que no tuvo valor de enfrentarte / como los que están sentados en el chimpui de plástico» (77). Considerando que el chimpui es el lugar privilegiado para líderes y visionarios, y que ahora es de plástico, cabe reconocer que no hay potencias para hacerle frente al enemigo. Se va aún más lejos cuando se cita a la COVID-19 y que, desde otros mundos, se recibe «… refuerzos que necesitamos desde nuestro existir para resistir, / para no vomitar tanta indiferencia, tanta mierda» (77).

La realidad mítica se erige como una dimensión impostergable y como criterio de evaluación para situaciones inmediatas. En otras palabras, esta no ha pasado y su pertinencia permite una lectura justa de lo que pasa, porque evalúa, de manera transversal, una sumatoria de experiencias límite como el temor, la muerte y el dolor, acumulados. El poema «Mikut» es muy claro en ello y apela a la defensa del territorio, además de la necesidad de recurrir a la visión que brinda esta planta para formar individuos que puedan percibir con claridad el peligro de la contaminación en la que se ven sumergidos y que le ha causado este olvido o falta de resguardo y defensa. No quedan fuera, en el seno de un libro permeado por lo mítico, las transformaciones y el poema «Supich» o «Sol» dejan en claro este conocimiento y su necesidad trunca también: «¿Por qué ahora no podemos convertirnos en supich?» (87). La memoria de conversión en esta yuca que no se puede comer por su dureza es urgente en la voz poética.

Otra de las piezas fundamentales del libro es la óptica de la mujer awajún y cómo se desprende de ella la crítica bajo sus criterios y no necesariamente desde un feminismo blanco u occidental, porque en el poema «Soy mujer y puedo» se establece una relación íntima entre mujer y tierra que conlleva a una advertencia: «Ni la madre Nunkui podrá sostener tu tierra / no, no, no / no podrá» (17). La mujer es una tierra móvil y libre que puede advertir al hombre blanco (?) el fin de su tierra, de su mundo. Sumado a esto, es posible siempre la multiplicidad (33) con todas las tensiones que esto implica; es posible enfrentarse a la modernidad con su prédica monolítica, pero falsa. La muestra de este punto se encuentra en «No sé ustedes» en el que se juega en varios planos, a pesar de que en un momento la voz lírica informe sentirse lejana a sus ancestros y muy cerca a la vez (29). Pero la cuestión final gira en torno a la relación vegetal y una posibilidad de comunicación, sin la negación de sus fricciones, ya que es factible ser «una raíz interminable / como Suwa en Kuankus» (33).

No podemos dejar de lado la consideración de que la base mítica y el valor de la mujer, en esta, permite una crítica certera contra el machismo en poemas como «Palabra de hombre wampis» o «La vida de los wampis». Baste citar unos versos de esta última composición: «No valoraban a la mujer en la guerra / La mujer inhalaba tabaco para dialogar con la Nunkui, / para visitarse con el Tijai / porque poseía el anen.» (113). El poder se encuentra en el canto (anen), en la vibración que recorre diversos espacios y momentos. Importante reconocer a quien establece esta realidad sagrada y sus potencias para solventar a los hombres en las batallas. ¿La ausencia de su participación específica en estas situaciones complejas sea la razón, una más, de la derrota contra el foráneo? Es una posibilidad que se deja abierta al lector.

El penúltimo eje de la propuesta de Ananco se relaciona directamente con lo político y con la tristeza y voluntad de guerra o revuelta que acarrea su incapacidad de relacionarse de manera simétrica con el pensamiento y experiencia awajún. Poemas como «El suicidio» traen a colación experiencias intensas y rencor acumulados. Incluso se cita al expresidente Alan García, su suicidio y dudas sobre su capacidad política (57, 71). No obstante, si bien se puede creer en una situación límite del poema, este mismo, la letra, la palabra, se convertirían en el elemento suicidado o sujeto a la muerte para preservar la vida de la voz poética y su actuar en el mundo. Por esta razón, el hecho estético del proyecto de la poeta asumiría las limitaciones de la escritura y la capturaría o la emplearía como un instrumento adaptable a su lengua, a su pensamiento y a las posibilidades expresivas de ambas.

El ánimo político se encuentra al borde del colapso, ya que no habría una inteligencia capaz y todo se resumiría a la destrucción de un mundo, entre tantos, por lo que se debe vibrar al son de la lucha sin caer en un telurismo romántico, sino a la resistencia cifrada en los elementos que hemos ido valorando en nuestra lectura de Sanchiu, porque sus poemas buscan dejar en claro las tensiones y la diferencia. El saber emana del cantar y del sueño que permiten comprender el tamaño de la crisis a la que son sujetos los pueblos amerindios. De este modo, la resistencia es la premisa básica del proyecto y, por eso, no se nos presenta un español castizo o purificado, sino uno que se retuerce en sus límites, pero que algo puede decir, ya que no cuenta con las potencias del sueño o de los ríos (esto último nada tiene que ver con un aliento romántico o cosmista en nuestro ejercicio hermenéutico).

El cuarto elemento tiene que ver con la mirada íntima, con la visión delicada, inocente, como testimonio de una posible relación abierta con el pasado («Caracolito»), con las plantas («Kion», «La caoba») o de los primeros momentos con los productos occidentales y con su lógica mercantil («Compré pan»). Si insistimos en nuestra idea principal, el ethos es femenino en Sanchiu, pero su reclamo y manifestación no es personalista o individual, sino que afirma y confirma sus orígenes, desde el aprendizaje junto a la sabiduría matriarcal hasta la discusión de los parámetros de comprensión occidentales, sin negarlos; antes bien, asumiéndolos en su realidad problemática.

Dina Ananco – Foto: La Mula

Una objeción al valor del libro podría ser calificarlo de una especie de manifiesto etnográfico o antropológico. No obstante, consideramos que la intención estética de Ananco asume el riesgo de intervenir la lengua castellana y hacerle hablar en código awajún-wampi-femenino para que se pueda acceder, con las debidas dificultades del caso, a un universo que tendría sus propias exigencias y conflictos internos, como externos, los cuales podrían ser asumidos en la libertad de la experimentación poética como una vía válida en el panorama de la democracia de la creación. Si bien Sanchiu podría, también, ser leído como una proclama feminista o panfleto político o plancha de reclamos e, incluso, aprovechado bajo esos parámetros, la profundidad y valor de sus versos se encuentran en su filiación al orden ontológico que la poeta plantea sin temor a (des)ligarse al orden hegemónico en sus diversos rostros. Por tal motivo, sus líneas deben ser valoradas en su justo primer desvelamiento y en miras, esperamos, a su futura continuidad “ethico”-estética.

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Datos del libro comentado:

Dina Ananco

Sanchiu

CAAP / Pakarina Ediciones, 2021, pp. 126.