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Reseña: Quiénes somos ahora (2022) de Katya Adaui

El mundo abisal de Quiénes somos ahora

Por Fiorella Moreno

En Quiénes somos ahora (Literatura Random House, 2022) de la escritora Katya Adaui, la muerte, el gran tema de la novela, apela a los símbolos de la tierra y el océano. La madre, de nombre Luisa, tiene los ojos del mar; el padre, Alberto, los ojos de la tierra. Y es precisamente aquí donde la narradora, como Shiva, el dios del panteón hindú, con la benevolencia que, a veces lo caracterizaba, transforma a los seres, a sus padres, incluso a la propia Mara, el pequeño animal de alas transparentes y longevidad inaudita; es decir, los destruye narrativamente en su materialidad sin abolir su fundamento: la esencia. ¿Y a qué fundamento nos referimos? A los actos, los vicios, las manías o las pulsaciones, los rencores y los brotes de ternura que nunca se olvidan y flotan en el espacio, en todos los espacios, aún cuando las ausencias de estos no sean más una prórroga.

Foto: Cuenta de Twitter de Katya Adaui

La muerte, nos dice la autora, es natalicia. Es decir, nace con nosotros desde que somos embrión encarnado. Por ello es uterina. Por ello es oceánica. Por ello es memoriosa, de allí nuestra tendencia a volver al mar desde niños, otro gran tópico de la novela. Los episodios más esplendorosos de esta historia acontecen entre la arena, el sol, las playas de La Herradura, de Máncora, de Pucusana, de La Punta. Pinceladas, trazos tornasolados, del cuadro de la vida de una familia.

Sin embargo, en esa escritura evocativa y resignificativa, encontramos otro gran recurso, otro gran símbolo, que justamente apela a esa benevolencia de la narradora, el Escarabajo del padre, un auto-cuerpo como un cómplice más que, de acuerdo con la mitología egipcia, esta criatura, y todas sus formas que la repliquen, encarna la vida eterna, el renacer a través de la gramática del amor, del mundo, que emplea Adaui.

Esta novela también es una oda a la reconciliación. Una reconciliación que solo es posible a través de la justicia del ojo narrativo, aquel que dibuja un personaje transparente y opaco a la vez, la madre, la madre como sinónimo de imperfección, de violencia en la sangre, de arrebato, de irreflexión. Ella, como la gran creadora de almas, se convierte también en la Medea de su reino, en la bruja del cuento de hadas. Transforma el primer mundo que habitan sus crías, su infancia, luego su adolescencia, incluso su juventud, en una suerte de caos emocional, de vorágine, donde la luz insoportable de sus ojos azules, índigo sin clemencia, provoca la caída de la casa-maqueta donde los muñecos, sus hijos, su marido, huyen o son desterrados sin consuelo. Es, por lo tanto, un perfil humano de la madre de todos los tiempos. Una maternidad socavada, a través del rastrillo imaginario de la narradora. La madre ludópata, cleptómana, agresiva, la Hestia que utiliza el fuego para hacer arder la casa.

Foto: Alejandra López

Pero también este libro, con sus artificios, su claroscuro, da paso a la reflexión sobre la dimensión del arte poético. El lenguaje que se sirve de la memoria para entregarnos una historia tan bella como funesta. O, mejor dicho, la memoria que se sirve del lenguaje y del océano, y de los primeros dioses en la vida que cualquier individuo, los padres, para conjurar una penumbra rutinaria, donde el deslumbramiento, la revelación, la conciencia metafórica, como astros en el universo de un espacio familiar, gravitan, chocan, colapsan, hasta transformarse en una amalgama, una dispersión de hechos, de partículas vivientes sin calor, salvo el que otorga el recuerdo. Dicen que uno nunca muere hasta que lo olvidan. Los personajes de esta galería indescifrable no mueren; pese a la Gran Implosión, están allí, en La Punta, como pequeñas cajitas náufragas, buceando entre algas, arrecifes de coral y primitivos ojos de peces abisales. No obstante, la luz negada de su nuevo hogar es contravenida con la luz iridiscente de una pluma, por demás, clarividente.

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Datos del libro reseñado:

Katya Adaui

Quiénes somos ahora

Literatura Random House, 2022

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Derroteros de la narrativa peruana

¿Cuáles son los derroteros de la narrativa peruana?: una mirada a partir de cuatro obras recientes

Por Lenin Lozano

Recorrer los últimos años de la narrativa peruana supone indagar sobre posibles horizontes literarios para un conjunto de escritores que aparecen en la escena cultural tras la caída de la dictadura fujimorista y la consolidación de una sociedad neoliberal. A su vez, la narrativa peruana se encuentra al inicio del nuevo siglo en un momento donde finalmente se diluye la figura totémica de Vargas Llosa, quien hasta la década de los noventa aún dejaba una fuerte impronta en varias generaciones. Entonces, ¿qué sucede con las nuevas tendencias narrativas en la literatura peruana? ¿Se pude hablar de la persistencia de los viejos modelos del Boom o post-boom?

Es cierto que gran parte de la narrativa peruana parece haberse quedado atrapada por largo tiempo en la labor documental y representativa del Conflicto Armado Interno. Este hecho no debería resultar nuevo, pues la literatura siempre ha evidenciado vínculos con diferentes realidades, sobre todo en el caso de un país fracturado como el Perú. Basta pensar en la larga tradición de la novela realista decimonónica, la novela regionalista e indigenista, hasta llegar al modelo de la «nueva novela hispanoamericana». Es claro, también, que una masacre como la ocurrida en los años ochenta puso a la literatura en un lugar de mayor tensión por la necesidad de exorcizar los fantasmas de la violencia y de denunciar innumerables abusos que hasta el día de hoy oscilan entre la impunidad y la implementación de políticas de reparación, generalmente dentro del marco de los derechos humanos. Si queremos establecer un marco cronológico para este conjunto de obras, solo habría que ubicarnos en la inmediatez de los años ochenta, momento en que surge Sendero Luminoso, hasta los inicios del siglo XXI, correspondiente a la etapa del llamado postconflicto. Queda la sensación, en el ambiente cultural y artístico, de que el tema de la violencia política parece no agotarse nunca, pero es hacia inicios de la segunda década de este siglo cuando aparecen una serie de obras que marcan un paulatino abandono de la mirada más representativa y apelan a otras perspectivas o, más aún, simplemente abandonan el tópico del Conflicto. Para muestra de lo que señalo, tomaré en cuenta cuatro obras narrativas de los inicios del siglo XXI[1] que fueron valoradas positivamente por la crítica literaria -o lo que podríamos llamar crítica literaria, teniendo en cuenta la inconstancia y falta de forma de esta institución, razón por la cual en otro lugar realicé un “diagnóstico” al respecto[2]. A lo largo de este ensayo, se observarán dos puntos que, considero, conducen los derroteros de la literatura peruana: el referente del Conflicto como un recurso atractivo, pero no el central dentro de los mundos ficcionales construidos, y la fuerte tensión entre el relato y la descripción como recursos formales de la narrativa.

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Decir que la narrativa última ofrece una perspectiva novedosa sobre la violencia política implica una reflexión sobre el vínculo entre la ética y la estética. Un ejemplo emblemático de esta interrogante es La voluntad del molle (2006) de Karina Pacheco, novela considerada por la crítica como una de las mejores obras de los últimos años, aunque solo con su reedición, en el 2016, amplió su radar de recepción. Escrita bajo un modelo literario tradicional, sin mayores innovaciones técnicas, la novela parece actualizar la tradición de la novela indigenista (Alegría o Arguedas en sus versiones más canónicas) o realista (pienso en Miguel Gutiérrez) para retratar los viejos problemas de discriminación que afectan a la sociedad peruana, especialmente en el espacio andino. Pensando en la simetría entre forma y fondo, queda claro que la novela de Pacheco apela a recursos convencionales de manera exitosa, siendo el más resaltante el suspenso que se sostiene a través del dato escondido sobre un extraño hombre que aparece en las fotografías encontradas por dos hermanas en el baúl de su madre fallecida.

Foto: El Morrocotudo

La novela acierta en atrapar al lector con la historia del drama familiar y construye un ambiente cusqueño de clase alta, para darle un tono de frescura a la tan visitada imagen de la ciudad urbana limeña en la literatura peruana. A medida que las jóvenes protagonistas van descubriendo información sobre aquel extraño hombre, se van revelando más conflictos familiares y las tensiones sociales que afloraron en el país en las últimas décadas. Inevitablemente, esto se relaciona con la violencia instaurada durante el Conflicto Armado Interno. Sin embargo, con el avance de la historia principal, el tema de la violencia va quedando en segundo plano, mientras que el único conflicto social que se sigue manteniendo constantemente es el clasismo y racismo por parte de la familia de la madre hacia el joven del cual ella se enamora y genera, posteriormente, el nacimiento de un hijo. Bajo los códigos del melodrama, la novela apela al recurso del encuentro/desencuentro de dos amantes que pertenecen a dos clases diferentes. Se trata, entonces, de una historia de amor que utiliza como telón de fondo el conflicto político que atravesaba el Perú durante décadas pasadas. Por esta razón, cabe preguntarse hasta qué punto es relevante la violencia política en la construcción del mundo ficcional. No pretendo simplificar el debate en torno a si este tema es o no debe ser el nudo principal de la narración, sino intento entender cómo los personajes se ven afectados en sus decisiones y acciones por el conflicto político, y no solo por el hecho inmediato de la violencia física y la muerte. A través de cada capítulo, las protagonistas van llegando a la verdad sobre el pasado de su madre y su familia, pero en ningún momento logran adquirir conciencia histórica. La violencia política se ve reducida, simplemente, a una serie de actos abominables, muy en la línea de los reclamos desde los derechos humanos.

En la novela, las jóvenes protagonistas demuestran la importancia del sujeto femenino para superar las relaciones de poder en el espacio familiar. Claramente, este es uno de los temas más importantes para Pacheco en su propuesta poética.[3] Esto va de la mano de la capacidad de los personajes para atravesar prejuicios raciales, pero una vez que conocen la historia secreta de su madre, no hay mayores transformaciones en sus acciones o personalidades; incluso, llegan a ser alegóricos o ejemplares. Por ello, resulta problemática tanto la verosimilitud desde el plano realista como la complejidad social peruana representada. Por todo lo expuesto, es necesario señalar que el factor histórico en la novela se va diluyendo hasta el punto en que queda la sensación de que la novela pudo ambientarse en cualquier momento histórico que tenga como telón de fondo una violencia que pone en peligro la vida de los familiares. Entonces, ¿dónde radica concretamente el valor de “actualidad” de la novela? ¿En el hecho de volver a presentarnos los viejos problemas de diferencia de clase y raza? Considero que la actualidad de una obra requiere de elementos sólidos que marquen su anclaje espacial y temporal, más allá de las referencias superficiales a la violencia desenfrenada del conflicto. He aquí el aspecto medular del realismo y del indigenismo literario, escuelas que han marcado la pauta al momento de abordar los Andes peruanos. En cambio, el tono fresco del presente parece diluirse en la novela de Pacheco para dejar paso al melodrama.

No cabe duda de que, gracias al descubrimiento del familiar desconocido y su ansiado reencuentro, la novela de Pacheco resalta la importancia del vínculo filial, el cual traspasa el núcleo familiar inmediato para dejarnos la gran lección de que el otro también puede ser parte de nuestra familia, un otro que puede tomar el rostro de un senderista o un ser totalmente marginalizado. Si bien la lección ética es muy potente, al mismo tiempo es limitada, porque ubica nuestro encuentro con el otro, con el diferente, solo en el ámbito de la empatía y de los afectos, pero nunca en relación con su formación ideológica. Apelando a la gran imagen poética del título, no dejo de pensar que quizá el molle merezca ser visto más allá de la mera voluntad para mirarlo y abrazarlo.

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El género de la novela policial ha sido un recurso fructífero en la narrativa latinoamericana, y no tanto en el caso peruano.[4] En esta tradición del género policial, aparece Bioy (2012) de Diego Trelles. Si la novela de Pacheco se caracterizaba por emplear elementos tradicionales de la narración, la obra de Trelles es una interesante apuesta por múltiples narradores, saltos temporales, diversas modalidades de escritura (testimonios, entradas de blog), etc. La novela cuenta la historia del militar Bioy Cáceres, quien en los ochenta se ve obligado a torturar a una militante senderista, y posteriormente se convierte en líder de una organización criminal. A través del entorno de Bioy la novela realiza una acertada incursión en el aparato policial y militar peruanos para revelar su inherente violencia, casi como un paralelismo de la propia violencia senderista que rodea la novela a través de ciertos personajes. Sin embargo, el detenimiento en descripciones de agresiones físicas, asesinatos y violaciones suele lindar con una inoportuna morbosidad. Las escenas grotescas se vuelven excesivas e innecesarias si lo que se pretende en la historia es que el lector tome conciencia del horror. Claramente, el problema no es recurrir al tópico de la violencia, sino cómo esta se articula dentro del conjunto de la historia novelesca. En esta obra, una vez más, la violencia política acaba siendo reducida a una forma de violencia más, similar al de las bandas criminales, como si se tratara de una especie de continuidad histórica que, al margen de las interpretaciones históricas, acaba dándonos una mirada plana sobre lo sucedido durante el Conflicto. Resulta fácil pensar que la violencia de los sicarios y narcotraficantes es una especie de herencia de la violencia despiadada de los senderistas y las fuerzas represivas y paramilitares, lo cual, una vez más, aleja el problema del pasado de su ámbito político ideológico.[5] En su lugar, el mal y la perversión acaban llevándose todo el protagonismo. Esto es perfectamente visible en el caso del protagonista, Bioy, quien, luego de haber vivido un trauma durante los ochenta, empieza a adaptarse a un entorno de violencia, para desembocar en su propia perdición.

Foto: Punto Edu

Si la primera parte de la novela mantiene una adecuada estructura y ritmo narrativo a partir de los cambios temporales que indican las alternancias de capítulos, sucede lo contrario en la segunda parte. Aquí se introduce la historia del Macarra (Humberto Hernández, agente policial encubierto que se infiltra en la banda de Bioy para atrapar a un narcotraficante) y la de Marcos, pero sin mayores variaciones en los registros de habla. Bioy privilegia una mirada masculina sobre la realidad, donde las tensiones se sostienen eminentemente entre hombres agresivos que intentan demostrar su virilidad y, por ende, su posición de poder. No obstante, como la narración no realiza grandes modificaciones en los registros de varios de estos personajes, predomina una mirada no solo masculina, sino plenamente homogénea.

Queda claro que Trelles sabe moverse dentro del terreno del género policial, pero hay momentos en la novela donde cae en una intención forzada de establecer referencias literarias como parte de la cotidianidad de los personajes. La propia trama se enfoca en mundos marginales, desvinculados de la esfera intelectual o literaria, pero sorprendentemente descubrimos que tanto Macarra como Marcos poseen una exacerbada pasión por la literatura. Esto es lo que conduce a que el segundo administre un blog de contenido literario, cuyas entradas son escritas por diferentes personajes que parecen aflorar de la siniestra mente de Marcos. Salta a la vista la intención del autor de emplear diferentes recursos literarios para darle mayor complejidad a su obra; sin embargo, es sabido que la abundancia no necesariamente implica acierto.

Trelles demuestra un amplio manejo del elemento grotesco para trazar imágenes bastante crudas sobre el pasado y presente de la violencia en el Perú, así como un regular dominio del humor, elemento indesligable del propio ambiente de violencia que rodea a los personajes. Desafortunadamente, el acertado empleo del lenguaje no logra evidenciar una sólida relación entre el género policial y la violencia política. La mezcla entre el mundo criminal y el contexto del Conflicto resulta problemática, porque son ámbitos que, más allá de ciertas coincidencias, responden a lógicas diferentes. Bioy confirma la curiosa insistencia de los novelistas por abordar un tema tan trascendente para la sociedad peruana, pero sin la problematización histórica que ello merece. Se pueden ensayar algunas ideas como respuesta, pero, más allá de la aceptación o rechazo a esta posición ética, basta decir que a nivel estético tal objetivo acaba planteando novelas irregulares y con problemas en su propia estructura.

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Si con Trelles asistimos a una incursión en lo grotesco, Los niños muertos (2015) de Richard Parra nos sumerge en el terror y la violencia de una forma directa, sin la necesidad de mayores recursos que la simple narración y evocación de escenarios absolutamente marginales y precarios en la Lima de los años ochenta. No se trata solo de historias aisladas o anecdóticas, sino del registro de un grupo social marcado por una larga historia de violencia, tanto en el campo como en la ciudad. Daniel es el protagonista de esta novela, pero, así como él, la narración nos muestra otros muchos niños que aprenden a normalizar la violencia del entorno de miseria en el que viven. Además, el autor utiliza un ingenioso recurso para agrupar cada parte de la novela: una secuencia numérica dispuesta de manera desordenada. De esta manera, cada número funciona como un rompecabezas que permite armar la secuencia cronológica o trama, pero la fábula en sí revela, de modo inmediato, los sucesos más sobresalientes y violentos.

Foto: El País

La novela de Parra vuelve a la vieja tradición de la novela peruana: el espacio rural y andino. El autor demuestra su conocimiento tanto del ámbito urbano marginal como del campo. De esta manera, mientras vamos conociendo la historia de Daniel, paralelamente, los cambios de espacio nos trasladan a la sierra cajamarquina para adentrarnos en la historia de sus padres, Micaela y Simón, y su difícil proceso de migración y adaptación a la caótica urbe limeña. En este espacio, convergen figuras representativas de las instituciones sociales: el cura y el maestro de escuela. Como no podía ser de otro modo, cada cual ejerce violencia física y simbólica de acuerdo con sus propias experiencias. En medio de esta violencia social producto de la precariedad, no deja de aparecer el factor político a través de las referencias a las acciones senderistas, pero, a diferencia de las novelas anteriores, donde este hecho se mostraba como causa o génesis del conflicto individual -a pesar de que realmente no tenía mayor trascendencia en el desarrollo de la historia narrada-, en Los niños muertos, las referencias a Sendero Luminoso se mantienen totalmente en el plano secundario. Es decir, este hecho se vuelve otra modalidad de violencia que acecha a los personajes en medio de tanta marginalidad y, por ello, la novela no depende de esta referencia.

Parra demuestra que no es necesario construir una narración enfocada completamente en el Conflicto para abordar los profundos problemas de desigualdad social, discriminación y violencia que siempre han azotado a nuestra sociedad. A través del uso constante del tiempo presente en la narración, se produce la sensación de que los sucesos violentos ocurren en todo momento, como si la violencia se hubiese encargado de marcar un sello intemporal o eterno a las acciones. Pero fuera de este efecto literario, las referencias históricas siempre están presentes. En realidad, la superposición de hechos históricos en la fábula permite hacer coexistir diferentes contextos de violencia, lo cual demuestra las profundas raíces históricas que posee la novela, siguiendo la tradición de la novela indigenista. Sin embargo, lejos de tratarse de una típica novela de denuncia social, el narrador es objetivo. Esto va de la mano del empleo de humor, y un acertado uso de sociolectos de acuerdo con el ámbito geográfico y cultural de los personajes.[6]

Del mismo modo que la novela aborda la violencia en el ámbito infantil, lo hace también para el caso de la violencia de género a través de la compleja historia familiar de Micaela, la madre de Daniel. Una vez más, el tono de la narración no busca necesariamente empatizar con el lector, como podría imaginarse con una indudablemente justificada búsqueda de respeto hacia la mujer. En su lugar, Parra retrata mujeres que, si bien sufren constantemente situaciones de violencia, no se asumen solo como víctimas, sino que acaban reproduciendo, también, violencia hacia los demás y, por ello, son juzgadas severamente por la sociedad patriarcal.

Las historias que encontramos en Los niños muertos nos producen la aberrante sensación de que es imposible escapar de la violencia, y el final de la novela confirma este tono ciertamente pesimista. En su búsqueda de verosimilitud, la novela elimina efectos edulcorantes y cualquier posible redención para sus personajes. Esto confirma la apuesta por un grotesco bildungsroman, donde la inocencia da paso a un ácido y doloroso aprendizaje para sobrevivir en la asfixiante urbe limeña, como tan bien lo graficaron los narradores de la Generación del 50. Parra se vuelve, por ende, un digno y necesario sucesor de una tradición literaria que parece haber sido abandonada por la mayoría de escritores que recrean una Lima desde los sectores más privilegiados, y donde las periferias sirvieran solo como exotismo o decoración superflua.

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El libro de narrativa más celebrado por la crítica de los últimos años es Aquí hay icebergs (2017) de Katya Adaui. A diferencia de las novelas anteriores, este es un libro de cuentos que rompe los parámetros tradicionales de la narración y opta por el estilo de la fragmentariedad. Desde luego, este recurso no es sui generis en la narrativa peruana,[7] pero, a diferencia de otros casos actuales que no han merecido mayor atracción para el público, el texto de Adaui ha generado gran aceptación. Una posible razón es el entorno íntimo y familiar que evoca la autora y que genera identificación en el lector.

Foto: Perú 21

La psicología de los personajes de cada relato es un gran acierto por parte de Adaui, aunque, a decir verdad, lo que vemos es una exploración en un tipo de mentalidad constante a lo largo de cada historia: traumas familiares propios de un entorno limeño burgués donde reina un conservadurismo asfixiante, sobre todo, para algunos personajes femeninos. Como resultado, se produce la incomunicación entre padres e hijos o la necesidad de las familias por aparentar un falso orden y armonía que se va delatando en los silencios y en pequeños actos involuntarios. Esto se ve reforzado notablemente por los rasgos formales de los cuentos: brevedad, saltos temporales (incluso episodios narrados en cuenta regresiva), oraciones y párrafos cortos, múltiples puntos de vista, etc.[8]

A través de recursos experimentales, los cuentos llegan a plantear muchas descripciones y anécdotas antes que una historia convencional, con un nudo y desenlace. Además, el efecto innovador se va perdiendo a medida que se repite en varios de los cuentos, y el yo protagonista no ofrece mayores variaciones entre cada historia. Predomina una visión del mundo desde la femineidad, pero que no por eso deja de ser homogénea. Surge así una interrogante necesaria en torno al estilo de Adaui y su lugar en la narrativa peruana: ¿por qué la autora prescinde del sentido más clásico de la narración? Indagar sobre esta materia supone aproximarnos al debate intelectual sobre el sentido del relato en una época donde la literatura parece abandonar este objetivo, especialmente si pensamos en la influencia de otros géneros, como la no ficción. No es casual que una obra que no aborda el tema tantas veces visitado del Conflicto Armado Interno apueste por la descripción de la intimidad y los ambientes microscópicos, pues sugiere la siguiente idea: después de la violencia política, el sentido de la historia parece haber sido abandonado y, en su lugar, vivimos una situación de total presentismo, sin una mirada temporal que nos hable de un futuro diferente.

«Todo lo que tengo me lo llevo conmigo» es considerado uno de los mejores cuentos del libro. Frases y párrafos cortos van formando imágenes sugerentes de la vida de una mujer marcada por conflictos familiares, desde su niñez hasta la adultez, donde debe sobrellevar la difícil relación con sus padres separados. De hecho, el cuento está organizado, cronológicamente, de forma regresiva, pero el inicio como el final dan cuenta de la importancia de la infancia, sea por la propia protagonista o por su hija que acaba de nacer. De forma inquietante, vamos conociendo episodios de una infancia nada agradable, afectada por situaciones adversas, acaso con cierta dosis de violencia. Si bien, a nivel formal, el cuento utiliza con acierto los recursos de la brevedad y lo fragmentario, a nivel de la historia en sí, surgen preguntas en torno a la posible identificación del lector con la experiencia narrada, sobre todo teniendo en cuenta que se trata de un ambiente infantil contado desde la primera persona.[9]

Adaui logra representar las tensas relaciones madre-hija como parte de una larga tradición en la literatura peruana, que se vuelve particularmente llamativa teniendo en cuenta su contraparte en el protagonismo que adquirió la paternidad a través de una serie de obras de autoficción que aparecieron en la narrativa peruana a inicios de este siglo. Sin embargo, como ya he señalado, resulta también curioso que aparezca el tema familiar como elemento deshistorizado o desprovisto del contexto particular que adquiere en la literatura peruana[10]. Por otra parte, la violencia aparece en los cuentos encarnada intensamente en el cuerpo, especialmente el femenino, el cual atraviesa diferentes traumas y dolores. La violencia que sufren los personajes se muestra también sin concesiones; el lenguaje breve y fracturado ahonda en la incertidumbre de la violencia. Finalmente, no es menor que todo ello parece acontecer bajo las propias dinámicas del entorno burgués de los personajes, y nunca por interferencia de los otros seres que pululan la sociedad limeña, pero que en el universo de Adaui no parecen existir o ser esa parte del iceberg que es latente e impenetrable.

Posdata

Como se desprende de este ensayo, la narrativa peruana demuestra un agotamiento estilístico ante el tema de la violencia política, lo cual se ve reflejado en la irregularidad que presentan varias obras. No es gratuito el hecho de que sea Adaui y sobre todo Parra, escritores que abordan tangencialmente el Conflicto o que simplemente no lo toman en cuenta, los que en verdad demuestran una renovación. Desde lugares opuestos, ambos narradores dan cuenta de una tensión entre el retorno al peso de la historia y a los conflictos sociales, y el encierro en el ensimismamiento y la intimidad de un espacio clasemediero. Es difícil no leer estos dos polos como la vieja disputa entre un arte que busca generar concientización y reflexión social en el público, y otro arte que apela a cierto virtuosismo vaciado de un horizonte político, muy consecuente con la cultura neoliberal donde los grupos humanos se constituyen en islas incomunicadas, fracturadas y donde el sentido de lo social parece no existir. Esto no significa que la obra de Parra nos hable de mundos utópicos, pues claramente el pesimismo y la precariedad son totalmente abrumantes, pero sí se trata de una historia que evidencia una realidad que pocos escritores están dispuestos a abordar, además de ser muy pocos los capaces de poder evocar una imagen de la realidad social en medio de un mundo donde cada vez más se insiste en la atomización. Si Adaui parece decirnos que no hay coartada ante la crisis actual y, por eso, el abandono del relato supone un inevitable presentismo, Parra logra presentarse como un artista que, ahondando en profundos problemas sociales, sugiere que algún otro mundo debe ser posible.

El triunfo o fracaso de la narración no solo es un debate estilístico, sino sobre todo un punto de inflexión para el devenir de las tradiciones literarias peruanas si pensamos en los sentidos que adquiere el relato y cómo estos se traducen al abordar un fenómeno tan complejo como la violencia (política o no). Son finalmente los escritores actuales y los que están por venir quienes deben reconocer uno de los caminos señalados; y queda en manos de la crítica y el público aceptar tácitamente esta concepción de la literatura o expresar oportunamente su rechazo. En el rechazo es posible reescribir la historia, y con historia, la narración todavía tiene batallas que luchar.

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Obras consultadas:

Adaui, Katya. Aquí hay icebergs. Lima: Penguin Random House, 2017

_______. “La memoria del hielo. Katya Adaui y Aquí hay icebergs. Entrevista. Perú 21, 18-01-2018, https://peru21.pe/cultura/memoria-hielo-katya-adaui-hay-icebergs-392308-noticia/  

Pacheco, Karina. La voluntad del molle. Lima: Fondo de Cultura Económica, 2016 (2006)

_______. “Lo doméstico y los sentimientos están menos valorados”. Entrevista. El Peruano, 27-04-2021, https://elperuano.pe/noticia/119623-karina-pacheco-lo-domestico-y-los-sentimientos-estan-menos-valorados

Parra, Richard. Los niños muertos. Madrid: Demipage, 2015

_______. “No me veo como un escritor oficial”. Entrevista. RPP, 13-09-2021, https://rpp.pe/cultura/literatura/richard-parra-conversamos-con-el-ganador-del-premio-nacional-de-literatura-2021-noticia-1357604

Ramírez Carrillo, María Eugenia. “Entrevista a Diego Trelles Paz”, La Clé des Langues [en ligne], Lyon, ENS de LYON/DGESCO (ISSN 2107-7029), avril 2018. Consultado el 31/03/2022, http://cle.ens-lyon.fr/espagnol/litterature/entretiens-et-textes-inedits/entretiens/entrevista-a-diego-trelles-paz 

Trelles, Diego. Bioy. Lima: Destino, 2012


[1] Es necesario aclarar que excluyo de esta lista un importantísimo libro, El espía del inca (2018) de Rafael Dumett, porque se trata de una novela histórica ambientada en la época de la Conquista. En cambio, el resto de obras se ubican en un contexto inmediato o en el pasado cercano (años ochenta del siglo XX). Considero que el debate planteado por estos textos difiere de los importantes temas presentes en la obra de Dumett, pero no quería dejar de mencionar la relevancia que ha adquirido esta novela en la producción literaria última.

[2] Cf. “Diagnóstico de la crítica literaria peruana”, https://relampagosenlosojos.com/2020/05/29/diagnostico-de-la-critica-literaria-peruana-el-caso-de-la-novela-de-las-ultimas-decadas-i/

[3] Pacheco ha sido firme en denunciar la desigualdad de género en la literatura peruana. Al respecto, esta reciente entrevista lo deja muy claro: https://elperuano.pe/noticia/119623-karina-pacheco-lo-domestico-y-los-sentimientos-estan-menos-valorados

[4] Es cierto que una novela como Abril rojo (2006), de Santiago Roncagliolo, es uno de los ejemplos del éxito comercial de la novela policial peruana, pero adolece de mayores virtudes narrativas en comparación con la expansión del género en Chile o Argentina, solo por mencionar los ejemplos más canónicos.

[5] Sobre el rol de la violencia en su literatura, Trelles ha indicado que para él «la violencia continúa en espiral (…) En Bioy hay casi una resignación y mi propuesta a la hora de presentar esta novela es “hay que estar alertas, esto no se acabó, en realidad nada se ha cerrado”. Para mí esa violencia, si bien no exacerbada como antes, sigue presente. Por eso, Bioy muestra a los hijos de la violencia». Puede consultarse esto en http://cle.enslyon.fr/espagnol/litterature/entretiens-et-textes-inedits/entretiens/entrevista-a-diego-trelles-paz. Como indico en mi lectura, el novelista ve solamente continuidades y no profundiza en las diferencias.

[6] Parra es bastante sugerente al opinar sobre su proceso de escritura, pues se sitúa a sí mismo en diálogo (y contraste) con otros escritores de su generación: «Cuando hablo de crudeza, lo saco de las propias historias. Si voy a contar la masacre de los penales, no lo voy a contar en el lenguaje de [José María] Eguren o las baladas de González Prada o cierta prosa policial… se tiene que contar desde otras estrategias y hay que buscarlas. Para mí, ese es el principal problema de la narrativa: cuando corres unas páginas, y los personajes se abren camino, y uno se vuelve una suerte de acomodador». Véase https://rpp.pe/cultura/literatura/richard-parra-conversamos-con-el-ganador-del-premio-nacional-de-literatura-2021-noticia-1357604?ref=rpp

[7] Sin duda, el mayor referente en esta propuesta estética es Mario Bellatin, cuya obra más canónica es Salón de Belleza (1994). A pesar de poseer un estilo similar, las obras de Bellatin suelen evitar las referencias biográficas. No sucede lo mismo con Adaui.

[8] Sobre el estilo fragmentario en su escritura, Adaui indica que «Trato de escribir como viene a la memoria, que es maleable, dispar, desprolija y justamente inquieta y caprichosa» (https://peru21.pe/cultura/memoria-hielo-katya-adaui-hay-icebergs-392308-noticia/). De aquí se desprende que el rol de la memoria se opone a la idea de la Historia en su sentido más convencional, pero vale recordar que la memoria en sí misma puede entenderse también como otro relato histórico.

[9] No es gratuito el tópico infantil en la literatura actual. Se trata de individuos que pasan por procesos de formación, desencanto ante el mundo y el reconocimiento de la difícil vida adulta, pero basta comparar los lamentables problemas familiares que rodean al personaje de Adaui con la crueldad y la cercanía de la muerte que acechan a los personajes de Parra para comprender que se tratan de dos imágenes radicalmente opuestas sobre la infancia convencional de un niño peruano y, a su vez, sobre cómo se pueden construir universos tan heterogéneos sobre un país azotado por graves problemas de desigualdad económica.

[10] Basta pensar en cómo, desde la Modernidad, los escritores han pensado en las figuras familiares como representaciones de la nación o del devenir de una cultura.