El mundo abisal de Quiénes somos ahora
Por Fiorella Moreno
En Quiénes somos ahora (Literatura Random House, 2022) de la escritora Katya Adaui, la muerte, el gran tema de la novela, apela a los símbolos de la tierra y el océano. La madre, de nombre Luisa, tiene los ojos del mar; el padre, Alberto, los ojos de la tierra. Y es precisamente aquí donde la narradora, como Shiva, el dios del panteón hindú, con la benevolencia que, a veces lo caracterizaba, transforma a los seres, a sus padres, incluso a la propia Mara, el pequeño animal de alas transparentes y longevidad inaudita; es decir, los destruye narrativamente en su materialidad sin abolir su fundamento: la esencia. ¿Y a qué fundamento nos referimos? A los actos, los vicios, las manías o las pulsaciones, los rencores y los brotes de ternura que nunca se olvidan y flotan en el espacio, en todos los espacios, aún cuando las ausencias de estos no sean más una prórroga.
La muerte, nos dice la autora, es natalicia. Es decir, nace con nosotros desde que somos embrión encarnado. Por ello es uterina. Por ello es oceánica. Por ello es memoriosa, de allí nuestra tendencia a volver al mar desde niños, otro gran tópico de la novela. Los episodios más esplendorosos de esta historia acontecen entre la arena, el sol, las playas de La Herradura, de Máncora, de Pucusana, de La Punta. Pinceladas, trazos tornasolados, del cuadro de la vida de una familia.
Sin embargo, en esa escritura evocativa y resignificativa, encontramos otro gran recurso, otro gran símbolo, que justamente apela a esa benevolencia de la narradora, el Escarabajo del padre, un auto-cuerpo como un cómplice más que, de acuerdo con la mitología egipcia, esta criatura, y todas sus formas que la repliquen, encarna la vida eterna, el renacer a través de la gramática del amor, del mundo, que emplea Adaui.
Esta novela también es una oda a la reconciliación. Una reconciliación que solo es posible a través de la justicia del ojo narrativo, aquel que dibuja un personaje transparente y opaco a la vez, la madre, la madre como sinónimo de imperfección, de violencia en la sangre, de arrebato, de irreflexión. Ella, como la gran creadora de almas, se convierte también en la Medea de su reino, en la bruja del cuento de hadas. Transforma el primer mundo que habitan sus crías, su infancia, luego su adolescencia, incluso su juventud, en una suerte de caos emocional, de vorágine, donde la luz insoportable de sus ojos azules, índigo sin clemencia, provoca la caída de la casa-maqueta donde los muñecos, sus hijos, su marido, huyen o son desterrados sin consuelo. Es, por lo tanto, un perfil humano de la madre de todos los tiempos. Una maternidad socavada, a través del rastrillo imaginario de la narradora. La madre ludópata, cleptómana, agresiva, la Hestia que utiliza el fuego para hacer arder la casa.
Pero también este libro, con sus artificios, su claroscuro, da paso a la reflexión sobre la dimensión del arte poético. El lenguaje que se sirve de la memoria para entregarnos una historia tan bella como funesta. O, mejor dicho, la memoria que se sirve del lenguaje y del océano, y de los primeros dioses en la vida que cualquier individuo, los padres, para conjurar una penumbra rutinaria, donde el deslumbramiento, la revelación, la conciencia metafórica, como astros en el universo de un espacio familiar, gravitan, chocan, colapsan, hasta transformarse en una amalgama, una dispersión de hechos, de partículas vivientes sin calor, salvo el que otorga el recuerdo. Dicen que uno nunca muere hasta que lo olvidan. Los personajes de esta galería indescifrable no mueren; pese a la Gran Implosión, están allí, en La Punta, como pequeñas cajitas náufragas, buceando entre algas, arrecifes de coral y primitivos ojos de peces abisales. No obstante, la luz negada de su nuevo hogar es contravenida con la luz iridiscente de una pluma, por demás, clarividente.
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Datos del libro reseñado:
Katya Adaui
Quiénes somos ahora
Literatura Random House, 2022