La edición sobre la que escribo es la definitiva. Veinte años después de haber sido lanzada, Fuguet decidió saldar deudas en el 2014 con su segunda novela y publicarla tal como la concibió, sin cortes[1]. Como libro adelantado a su tiempo, Por favor, rebobinar interpela a quien lo lee debido a la contemporaneidad de los temas. Aborda problemas de la década de los noventa, es cierto. Sin embargo, estos no se han ido y más bien han mutado. Algunos de estos son la sobreexposición, la inmediatez y la falta de vínculos reales. El enemigo ya no es el Estado, sino uno más peligroso, poderoso e invisible. Cada ser humano es visto como un elemento que puede ser eliminado sin consecuencias fatales. Existen jóvenes que le temen a la soledad, pero no saben cómo escapar de ella. Hay gente incompleta y dañada buscando un refugio, algo a lo cual aferrarse antes de ahogarse.
Los personajes de la novela entran y salen de la misma con aparente facilidad. Entre ellos, están los que se salvan y los que no lo podrán lograr. Quienes caen y se hunden, porque no encuentran la manera o las armas para combatir. Los personajes principales son ocho. La novela se puede concebir como un reparto con muchos extras, quienes relatan el proceso de su hundimiento. Allí está Lucas García, el cinéfilo compulsivo que busca en el celuloide lo que la vida real se empeña en negarle; Andoni Llovet, una especie de narciso incapaz de superar sus miedos y dudas. También Damián Walker, un dealer siempre a la deriva. Finalmente, Pascal Barros, estrella de rock, ídolo y símbolo: el futuro ángel caído de su generación. Todos ellos intentan conectar de manera verdadera con alguien y fallan en el intento. Forman amistades en base a mentiras y deslealtades en la mayoría de los casos. Para Fuguet lo principal es construir personajes. Entenderlos y acompañarlos. Observar cómo evolucionan o caen sin remedio. Analizar cuáles son sus mecanismos de protección. Fuguet muestra a una generación agobiada por la cultura del éxito, aquella que te expulsa sin perdón si no logras sobresalir a tiempo. Una eterna competencia donde todo está permitido, menos escapar.
Es así que se producen las adicciones: surgen como una alternativa para lidiar con dicho sistema. Están las drogas, pero también el cine, los libros, la música, la televisión o el sexo. En la novela, todo pasa demasiado rápido, deslizando sutilmente la noción de poder en las relaciones afectivas. El verdadero anhelo no es la conexión, sino consumir y desechar mientras se sobrevive como se puede. Rebelarse puede ser un ejercicio inútil frente a un engranaje que te puede destrozar sólo por intentarlo.
Los años han pasado y le han dado la razón a la novela. No envejeció, más bien se enriqueció con estos. En tiempos de redes sociales donde los lazos se diluyen en la inmediatez, Por favor, rebobinar se erige como un libro que avizoró este mundo “hiperconectado” en apariencia. El miedo a crecer y asumir responsabilidades como forma de protegerse de un eventual dolor sigue vigente. La novela muestra cómo se busca disfrutar y gozar sin correr riesgos, sin nada significativo. Fuguet advirtió la sensibilidad de nuestros tiempos y la volvió novela, con personajes con los que uno puede empatizar porque reconoce en ellos ciertos defectos de sí mismo o de su círculo de amistades. Fuguet captó el zeitgeist del nuevo milenio, lo retrató y hoy podemos leerla de mejor manera. Por favor, rebobinar es una novela cuya radiación alcanza toda la obra posterior de su autor y que sus lectores, por supuesto, agradecemos.
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Datos del libro reseñado:
Alberto Fuguet
Por favor, rebobinar
Alfaguara, 2014, 396 pp. / Random House, 2022, 430 pp.
[1] En noviembre del 2022, se reeditó, con una nueva portada, en el sello Random House
Caperucita se come al lobo (2012) (La Travesía Editora, 2021; Random House, 2020) de la escritora colombiana Pilar Quintana (Cali, 1972),[1] es un libro de cuentos que reúne ocho relatos (seis correspondientes a la primera edición del 2012 y dos adicionales tomados de la edición del 2020). La mayoría de estos relatos tienen en común lo femenino, pero no el lado trágico ni sufriente, mucho menos en lo subyugante y abnegado. En ellos encontramos una serie de impulsos y situaciones placenteras que podrían remitir a cierto tipo de perversiones donde lo sexual siempre se impone.
En el primer cuento titulado «Olor» una mujer siente una atracción hacia un hombre que le resulta apuesto, pero que peculiarmente le huelen mal las axilas. Ella es escritora. Él también es escritor, pero ensayista, de nacionalidad española. Todo transcurre en las inmediaciones de una feria del libro con entrevistas y presentaciones, entre ellas, una con el escritor brasileño Rubem Fonseca, en cuya obra lo sexual también es explícito.[2] Ambos protagonistas intercambian primero algunas palabras. Poco a poco sus conversaciones se vuelven más extensas mientras observan una ciudad que podría ser mexicana: hay tacos y enchiladas. Llega la noche y las luces de neón les resultan curiosas y atrayentes. Ambos se emborrachan y hablan de escritores y libros. El impulso es mutuo. Es imposible frenar el deseo, a pesar del mal olor de las axilas del hombre, que curiosamente no produce rechazo ni distancia. El lenguaje explícito usado en torno al sexo también sorprende:
Me senté en la cama. Miguel tenía una verga gorda y rosada. La acaricié con mi cara. Olía a leche cortada. Lamí, tenía un gusto salado. Lamí un poco más, me la metí en la boca y empecé a chupar. (p.18).
En el cuento «El hueco» se aborda una historia extremadamente violenta contada desde una voz masculina. Al inicio solo se sabe que hay dos personas en un par de celdas contiguas dentro de un hueco, que en realidad no es un hueco, sino una estructura de paredes altísimas de concreto y sin techo. La persona que acompaña al personaje que cuenta la historia es una mujer llamada Mariángela. Ambos están ahí por una traición hacia un hombre que bien podría ser un narcotraficante que no duda en comportarse de manera vengativa y sanguinaria. Esta traición obedece a un impulso sexual que no es perdonado por Víctor, el hombre millonario y poderoso que decide castigar a este par de amantes de la peor manera. Este es el origen de la venganza cuyas descripciones no son aptas para lectores sensibles:
No nos dijimos nada. Todo lo hicimos con desesperación y abandono, y no creo que fuera solo por el peligro o porque fuera nuestra primera vez, sino también porque sabíamos que era la última. Pero fuimos felices, nos mirábamos a los ojos, más bien nos comíamos con los ojos, y sonreíamos. (p. 28)
El cuento «violación» bien podría tener referencias a Lolita de Nabokov. Trata la historia de un hombre que solo consigue erecciones blandas con su pareja. Todo indica que son de la misma edad. Esta señora tiene una hija de un anterior compromiso. La niña tiene trece años. Los tres viven en la misma casa. La presencia de la niña consterna al hombre. No puede evitar mirarla. La posibilidad de una cercanía con ella, e incluso, una intimidad, resulta imposible, hasta que se da la oportunidad con la ausencia repentina de la madre. Entonces su erección se vuelve contundente. Lo que sorprende es la decisión de la niña antes, durante y después del encuentro íntimo con su padrastro, lo que produce otro hecho inesperado con respecto a la madre. A continuación, cito un fragmento que parece una referencia directa a la novela de Nabokov:
La niña sí le producía erecciones como debían ser. Le bastaba con verla salir de la ducha envuelta en su toallita blanca o paseándose por la sala con su piyama de pantalón corto y blusa de tiras.
Vivía con ellas desde que la niña tenía siete años. Ahora tenía trece y le decía papá. Los senos ya le estaban brotando. Pero la regla todavía no le había llegado. […] (p.33)
El cuento «Caperucita se come al lobo» es el mejor de todo el libro. Está narrado en primera persona por un personaje femenino bastante joven. Toda la historia tiene referencia al clásico cuento Caperucita. Los personajes y hechos son los mismos. Hay una niña, una madre, unos pastelitos, una abuelita y un sujeto apodado «el lobo». Incluso también hay un personaje que bien podría ser el leñador justiciero. Por otro lado, el barrio donde ocurre esta historia se llama El Bosque. Todos los hechos son similares al clásico cuento infantil con la diferencia de que este cuento contiene sexo explícito dado entre los dos personajes antagonistas. Lo más curioso es que la perversión no viene del lobo sino de la caperucita. Aquí el acto de «comer» corresponde a lo evidentemente sexual:
Le cogí la verga y sentí en mis dedos el cosquilleo de un fluido que le subía. Eso me enloqueció, se le había puesto durísima. Él metió la mano por el impermeable. Me acarició las tetas y me pellizcó un pezón. Eso me enloqueció más. Me monté entres sus piernas, él buscó por debajo de mi falda y me corrió el calzón. Le apreté la verga, me la inserté. Solté un gemido y nos empezamos a mover. El polvo fue desesperado. Fue ávido. Fue duro. Fue delicioso. Nos vinimos juntos en una explosión como de juegos pirotécnicos. Y fue liberador: había cumplido una perversión. (pp. 44-45)
El cuento «Amiguísimos» trata sobre dos amigos ya adultos: Juan Diego y Roxana. Juan Diego no tiene reparos en presentarle a Roxana sus nuevas amigas, que en realidad son sus enamoradas o parejas de turno. Esto no parece molestarle a Roxana, más aún si esto ocurre en reuniones en bares nocturnos donde los tragos y conversaciones pueden disimular cualquier tipo de sentimiento. Aunque la atracción entre ambos es inevitable, siempre y cuando no quede ningún compromiso de por medio. Ellos son «amigos con derechos» a pesar de la sinceridad y la ternura. Aquí el sexo otra vez se muestra de manera explícita. La mujer, una vez más, toma el control:
Roxana le quita la ropa y se termina de quitar la ropa ella. Lo lleva al sofá. Lo sienta. Juan Diego se ha puesto dócil, a todo se somete. Roxana se le monta encima y se mete en su verga. Se quedan muy quietos y se miran. Pero no se besan. Ellos nunca se besan. Él se recuesta en el espaldar y ella echa el cuerpo hacia atrás, cierra los ojos y empieza a moverse despacio. (p. 56)
En el cuento «Una segunda oportunidad» surge un hecho insólito a partir de la ingesta de un brebaje otorgado por un hombre indígena en un espacio rural. Antes de este hecho, se cuenta la llegada de una mujer policía en lancha a una isla. Allí, en su cabaña, ella es recibida por su pareja, un hombre llamado Donaldo, que a su regreso siempre le pregunta si le sigue siendo fiel. La mujer le dice esta vez que no y le menciona, ante tanta insistencia, el nombre de su amante. Esto desemboca en la ira y violencia de Donaldo. Después de lo ocurrido, ella busca ayuda no sin antes entablar comunicación con su amante, a quien no le dice nada de lo que ha sucedido. Ella está golpeada y adolorida. Él, en cambio, le menciona que lo que ha sucedido entre ambos no puede saberlo su esposa. La mujer policía parece arrepentirse de haber sido sincera con Donaldo. También parece arrepentida por la infidelidad cometida. Es ahí que ocurre lo insólito sin saber siquiera que esto vaya a suceder. Solo la presencia del hombre indígena y el ámbito rural hacen posible lo increíble. Por supuesto que aquí otra vez el sexo es motivo de los hechos que solo lo insólito logra remediar:
[…] Se rio otra vez y me dijo entonces hablemos. ¿La tiene grande?, exigió. No le respondí. Me estalló contra la pared y me volvió a preguntar con los dientes apretados si la tenía grande. Le dije que sí. […] (p. 62)
En el cuento «El estigma de Yosef» se encuentran referencias bíblicas. Así como en el cuento «Caperucita se come al lobo» se recrea el clásico infantil, aquí se recrea la concepción de una mujer tal como sucedió con la Virgen María. El dilema reside en la esterilidad del personaje narrador, un hombre que pone en duda su paternidad ante el embarazo de su pareja Miriam. Aquí otra vez el tema de la infidelidad rodea en la cabeza del protagonista masculino. Lo sexual ya no es tan evidente, aun así, quedan sombras de lo que se asume como una falta o pecado:
Yo le había mentido, era cierto, pero lo que ella pretendía hacerme a mí, endilgarme el hijo de otro, seguro del tal Gabriel que metió a nuestra casa y la dejó perturbada, era mucho peor que una mentira. (p. 71)
En el último cuento «Hasta el infinito» lo insólito vuelve a presentarse de una manera mucho más prolongada. Una mujer sufre un accidente de avión, pero sobrevive. También sobrevive a otros hechos como una malaria o un marido maltratador. Después del accidente, ella llega a recobrar el sentido, pero no logra tener conciencia del tiempo transcurrido. Tampoco de la ciudad donde se encuentra. Solo sabe que está en un hospital. Las enfermeras y la psicóloga son personas grises y desleídas. La mujer se siente atrapada, como si estuviese en una cárcel. Logra abrir una ventana del edificio y se avienta. No muere, tampoco sale herida. Simplemente rebota en un suelo gelatinoso. Entonces lo insólito comienza a tomar matices propios de la ciencia ficción. Ella camina por la ciudad que se parece mucho a Bogotá. En su camino se encuentra con Hache, quien reside en Nueva York, pero que está ahí, con ella. Hache la lleva a su departamento donde vive con su esposa, pero la mujer que ha sobrevivido a tantas cosas no se relaciona con la esposa de Hache. Ellas no se hablan ni se miran. Una parece el reflejo de la otra, como un desdoblamiento. Sin embargo, el único contacto se da con Hache. Mientras tanto, ella recuerda a su segundo esposo y a su hijo de tres años. En esta (extraña) convivencia con Hache y su esposa se llega a conocer una infidelidad del pasado. También vuelve a presentarse el sexo como un acto necesario. Aun así, todo parece mantenerse en otra dimensión.
Pilar Quintana – Foto: Hablemos, escritoras
Sin duda se trata de un relato atípico respecto a los anteriores. Solo el sexo, cuya iniciativa corresponde a los personajes femeninos, parece mantener un parangón con los relatos antecesores:
Al instante la puerta se abrió y entró la mujer con las llaves en la mano y la cartera al hombro. La silla de Hache era de ruedas y él se dio la vuelta hacia la puerta. La mujer no saludó ni dijo nada. Dejó sus cosas sobre el comedor y caminó hacia él. Bajé la cabeza para no verle la cara. La mujer se le plantó enfrente y Hache, que seguía sentado y tampoco decía nada, le desató los pantalones.
Hicieron el amor en la silla, sin desvestirse del todo, ella encima y él con los ojos cerrados. Yo, mientras él respiraba fuerte y gemía, mientras se movía, le decía al oído es conmigo que lo estás haciendo, Hache, es conmigo.[…] (pp. 91-92).
Se concluye que Caperucita se come al lobo es un buen libro de cuentos donde predomina lo sexual y lo femenino sin ninguna intención de juzgar los impulsos y las decisiones de sus personajes. Estos, simplemente, obedecen a su naturaleza.
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Datos del libro reseñado:
Pilar Quintana
Caperucita se come al lobo (2012)
La Travesía Editora, 2021; Random House, 2020
Puntaje: 4/5
[1] Pilar Quintana ha escrito cinco novelas y un libro de cuentos. Fue parte de la primera lista de Bogotá 39 en el 2007 organizada por el Hay Festival. Su novela Coleccionista de polvosraros recibió el Premio de Novela La Mar de las Letras en España. Su novela La perra ha sido traducida a quince idiomas y ha sido finalista del Premio Nacional de Novela y del National Book Award. También ha ganado el Premio Biblioteca de Narrativa Colombiana y un PEN Translates Award. Con su novela Los abismos ganó el Premio Alfaguara de Novela en 2021.
[2] Sugiero la lectura de los Cuentos Completos en tres tomos de Rubem Fonseca donde se menciona lo explícitamente sexual. Sucede lo mismo con su novela La cofradía de los espadas.
Temporada de huracanes (Random House, 2017) de la escritora mexicana Fernanda Melchor (Veracruz, 1982) es una novela que expone la violencia y el horror de una región que bien puede corresponder a la realidad de un país o de un continente. La historia gira alrededor de un feminicidio. A partir de este hecho, tan violento y horroroso, se van mencionando otros sucesos igual de truculentos adjudicados a los otros personajes de esta historia. Estos se relacionan, de una u otra manera, con este crimen y más aún con la víctima, cuya principal característica es haber sido una bruja, según el imaginario o creencias de los habitantes de un pueblo llamado La Matosa.
A través de ocho capítulos se hace un recuento, a modo de crónica, con efectivos saltos de tiempo, y con la voz cedida -por momentos- de manera trepidante a cada personaje trabajado en cada capítulo, con el uso de un lenguaje propio de la oralidad mexicana, para dar testimonio sobre este asesinato y sobre la violencia y el horror que se multiplica y que se vuelve recurrente al punto de que ya parece normal. Es más, estos personajes ni siquiera muestran luego un arrepentimiento, a excepción de uno de ellos, cuya aparente inocencia no es del todo cierta. Lo más asombroso es que la mayoría de sus personajes, o casi todos, terminan siendo abyectos e insensibles ante los delitos o males que se cometen. Sucede lo mismo cuando estos mismos se vuelven testigos o cómplices, quedando como sobrevivientes de lo sucedido sin saber que en cualquier momento también pueden sucumbir ante la desgracia o la muerte.
El primer capítulo, que es bastante breve, cuenta el hallazgo de un cadáver degollado en las aguas de un canal ubicado en las afueras de este pueblo llamado La Matosa. Este encuentro se realiza por parte de un grupo de muchachos. Así es como se inicia esta historia llena de violencia y horror:
Pero el líder señaló el borde de la cañada y los cinco a gatas sobre la yerba seca, los cinco apiñados en un solo cuerpo, los cinco rodeados de moscas verdes, reconocieron al fin lo que asomaba sobre la espuma amarilla del agua: el rostro podrido de un muerto entre los juncos y las bolsas de plástico que el viento empujaba desde la carretera, la máscara prieta que bullía en una miríada de culebras negras, y sonreía.
En el segundo capítulo, se cuenta la historia de la Bruja, desde su oscuro origen hasta su muerte. A ella, en un comienzo, le dicen la Bruja Chica, debido a que su madre era la Bruja Vieja, esta última conocida y temida entre los pobladores por sus curaciones, maleficios y también por la extraña muerte de quien fue su esposo, con quien no tuvo descendencia. Después siguieron las muertes trágicas e inexplicables de los hijos del primer compromiso del esposo de la bruja, quienes solo buscaban desalojarla de la casa que pertenecía a su padre. Todo ello creó un aura de misterio y respeto hacia esta Bruja Vieja que se le acusaba a escondidas de realizar orgías con el diablo. De estos supuestos hechos nace la Bruja Chica, a quien en muchas ocasiones su madre llegó a afirmar que, en efecto, era la hija del mismísimo demonio. Esta Bruja Chica crece y se convierte simplemente en la Bruja a secas. Ella viste siempre de negro, sobre todo después de la desaparición de su madre, a quien ya creen fallecida una vez que sucedió el deslave que enterró buena parte del pueblo. A esta Bruja Chica también se le acusa de hacer fiestas en su vieja casa con los muchachos del pueblo a quien les paga sus favores sexuales:
Le decían la Bruja, igual que a su madre: la Bruja Chica cuando la vieja empezó el negocio de las curaciones y los maleficios, y la Bruja a secas cuando se quedó sola, allá por el año del deslave. Si acaso tuvo otro nombre, inscrito en un papel ajado por el paso del tiempo y los gusanos, oculto tal vez en uno de esos armarios que la vieja atiborraba de bolsas y trapos mugrientos y mechones de cabello arrancado y huesos y resto de comida, si alguna vez llegó a tener un nombre de pila y apellidos como el resto de la gente del pueblo fue algo que nadie supo nunca, ni siquiera las mujeres que visitaban la casa los viernes oyeron nunca que la llamaran de otra manera.
En el tercer capítulo, cuenta la historia de Yesenia, también conocida como la Lagarta, apodada de esta manera tan despectiva por su propia abuela, doña Tina, madre del tío Maurilio (ya fallecido) y abuela del chamaco, un muchacho malcriado y atrevido que se convierte en la obsesión de su prima Yesenia. Es así como se conoce la historia de esta familia llena de tragedias. Ellos también son habitantes de La Matosa. No tienen ninguna relación con la historia de Bruja, hasta que ocurre su asesinato. Aun así, las desgracias no le son ajenas como la enfermedad y muerte del tío Maurilio o la ausencia de las hijas de doña Tina, la Negra y la Balbi, a quienes doña Tina acusa de prostitutas. Ellas abandonan el hogar de la madre sin importar dejar a Yesenia y a sus otras hijas a cargo de su abuela, quien no oculta su predilección por su hijo Maurilio, a quien se le presenta como un hombre atrapado en la perdición, aunque esto no es juzgado por doña Tina. Sin embargo, la vida de Maurilio termina marcada por una mayor tragedia al relacionarse con una mujer llamada Chabela, que también es prostituta en un bar de la carretera, y de cuya relación nace el chamaco, que no se parece en nada a Maurilio pero que lleva su nombre. Este mismo muchacho al crecer es apodado como Luismi (en referencia al cantante) y es acusado por su prima Yesenia de haberlo visto merodear la casa de la Bruja antes de su asesinato. Todas estas noticias no hacen más que amilanar la salud y la vida de doña Tina, quien en su lecho de muerte no dejará de maldecir por la herencia que deja:
Para entonces ya no lloraba, ni de rabia ni de tristeza, nomás oía en silencio cómo la abuela se lamentaba por el nieto en su recámara, y cada sollozo, cada gemido de la vieja era como una daga helada que se enterraba en el corazón de Yesenia. Aquel pinche chamaco tenía la culpa de todo, pensaba; aquel cabrón terminaría por matar a la abuela, la mujer que bien que mal era como una madre para Yesenia ahora que ni la Negra ni la Balbi llamaban nunca ni mandaban dinero ni parecían nunca acordarse de ellas.
El cuarto capítulo cuenta la versión de los hechos a través de la voz de Munra, el padrastro de Luismi, quien es conocido en el pueblo por andar con una muleta debido a un accidente de moto en el pasado y por manejar una camioneta de características peculiares. Munra da sus declaraciones como un atestado policial. Para eso menciona todo lo sucedido desde antes de la muerte de la Bruja como es el caso de su relación con Chabela, su cercanía con Luismi y con otro muchacho llamado Brando con quienes comparte el gusto por el alcohol y por los bares de mala muerte. Munra también es cómplice del asesinato de la Bruja. La presencia de su camioneta es un indicio ineludible:
Yo pensé que nomás iban a transar con la Bruja, que iba yo a pensar que lo que querían era matarla, yo ni me bajé de la camioneta, me quedé todo el tiempo ahí detrás del volante, esperando a que salieran, porque los cabrones se tardaron bastante ahí dentro de la casa […].
En el quinto capítulo (uno de los mejores), se cuenta la historia de Norma, quien llega a La Matosa después de abandonar su pueblo y la casa de su madre al sentirse culpable por haber quedado embarazada de su padrastro, Pepe, con quien se acostaba presionada por él, además de ser consciente de las constantes recomendaciones de su madre para que no cometa el mismo error que ella. Sin embargo, Norma sale con «su domingo siete», cuya frase e historia popular también se cuenta en este capítulo. Al huir, Norma llega a La Matosa y conoce a Luismi, quien la acoge en su cuarto y la hace su mujer sin saber que ella ya está embarazada. Para salir de este problema, Norma recurre a Chabela, mamá de Luismi, quien la lleva donde la Bruja para que le dé un brebaje que la ayudará a solucionar el problema que tiene. Chabela le comenta que ella ya ha hecho esto otras veces y nunca le ha pasado nada, pero con Norma sí pasa algo. Ella se pone mal, queda muy grave. Luismi la lleva al hospital donde se le intenta acusar de aborto, más aún cuando se da a conocer la verdadera edad de Norma (13 años). En este capítulo, además de contar la tragedia de una joven (casi niña), también se muestra el lado más cruel y machista de una sociedad. También se hace una mención al narcotráfico y a la situación de las mujeres en un país como México (la mención del Cuco Barrabás y su relación con Chabela así lo confirma). En este capítulo, también se muestra al único personaje de todos que muestra un arrepentimiento por sus actos. Me refiero a Norma:
Quería tocarse los pechos para aliviar las punzadas que los atravesaban; quería apartarse el cabello empapado de sudor de la cara, rascarse la comezón desesperante que sentía en la piel de su vientre, arrancarse el tubo plástico enterrado en el hueco de su antebrazo: quería tirar de aquellas vendas hasta romperlas, escapar de aquel lugar donde todos la miraban con odio, donde todos parecían saber lo que había hecho; estrangularse las manos, degollarse a sí misma en un grito elemental que, al igual que la orina, ya no pudo contener por más tiempo: mamá, mamita, gritó a coro con los recién nacidos. Quiero irme a casa, mamita, perdóname todo lo que te hice.
En el sexto capítulo, se cuenta la historia de Brando, amigo de Luismi, y uno de los principales sospechosos de la muerte de la Bruja, quien, para este momento, ya ha dejado de lado su imagen recurrentemente femenina para adjudicarle una identidad travestida, queer, propia de un homosexual, a fin de cuentas, su verdadera identidad nunca es esclarecida. Es precisamente el tema (homo)sexual el que abunda en este capítulo, no solo con la bruja sino también con el mismo Brando y con Luismi, cuya identidad y gustos varían a pesar del extremado machismo que poseen. Ellos tienen cercanías con otros hombres solo para obtener dinero y así seguir drogándose y emborrachándose. Lo mismo hacen con la Bruja. Es este mismo dinero el que creen que ella (o él) posee dentro de una habitación de su casa y al que nadie puede tener acceso (y cuya verdad es el mejor secreto guardado de la novela). Este es el móvil que tiene Brando para asesinar, sin duda. Aunque el móvil de Luismi más obedece a su ira y al deseo de venganza al saber el origen del daño ocasionado en Norma y que proviene de la misma Bruja. Se añade la cercanía que ocurre entre estos dos personajes varones. Quizás por eso existe en Brando una atracción y un deseo de asesinar a su amigo Luismi. Lo mismo le sucede cuando consume pornografía. Le atrae y al mismo tiempo le repulsa:
[…] o la parte de aquella película en donde una chinita lloraba y ponía los ojos en blanco como las endemoniadas de las misas del padre Casto mientras que dos batos se la cogían amarrada a la cama. Escenas que le aburrían pronto y de las que se cansaba muy rápido, hasta que un día, por pura chiripa, por un error del Willy o de la gente que pirateaba los videos en la Capital, vio por primera vez aquella escena que lo cambiaría todo, el video que para él marcaría un antes y un después en la vida de sus fantasías: el clip ese que apareció metido entre dos escenas de películas distintas, y en donde salía una muchachita muy delgada, de pelo corto y cara de niño […].
En el capítulo siete, que es bastante corto, ya no se aborda el asesinato de la Bruja ni los involucrados. Sin embargo, se siguen mencionando toda una serie de hechos donde ya no hay ni siquiera valores, y que siguen ocurriendo como algo cotidiano y que no hacen más que remitir a las desgracias de un pueblo, de una región, de un país:
Dicen que el calor está volviendo loca a la gente, que cómo es posible que a estas alturas de mayo no haya llovido una sola gota. Que la temporada de huracanes se viene fuerte. Que las malas vibras son las culpables de tanta desgracia: decapitados, descuartizados, encobijados, embolsados, que aparecen en los recodos de los caminos o en fosas cavadas con prisa en los terrenos que rodean las comunidades. Muertos por balaceras y choques de auto y venganzas entre clanes de rancheros; violaciones, suicidios, crímenes pasionales como dicen los periodistas. Como aquel chamaco de doce años que mató a la novia embarazada del padre, por celos, allá en San Pedro Potrillo. O el campesino que mató al hijo aprovechando que andaban de cacería y le dijo a la policía que lo confundió con un tejón, pero ya se sabía desde antes que el viejo quería quedarse con la mujer del hijo y que se entendía a escondidas con ella […].
En el capítulo ocho, a modo de epílogo, se menciona un personaje que lleva el nombre del Abuelo, quien se encarga de enterrar a los muertos que llegan al lugar donde él trabaja. Entre tantas víctimas, solo queda una forma de huir ante estos huracanes inacabables de violencia y horror:
El primer muerto entero que bajaron claramente parecía un indigente: tenía la piel percudida y apergaminada de quien se ha pasado media vida delirando sin rumbo bajo el sol inclemente. Después siguió una muchacha descuartizada; por lo menos no iba desnuda, pobrecilla, sino envuelta en celofán azul cielo, para que sus miembros cercenados no se desparramaran sobre el piso de la ambulancia, supuso el Abuelo. Luego siguió la recién nacida, la criaturita con la cabeza diminuta como una chirimoya, a la que seguramente sus padres abandonaron en alguna clínica del rumbo antes de que la pobre criatura terminara de morirse. Y, por último, el más pesado y engorroso de todos, el que los empleados tuvieron que sujetar con retazos de sábanas por la forma en como la piel se le desprendía cada vez que trataban de sujetarlo de pies y manos; el que seguramente iba a darle más lata al Abuelo que todos juntos, incluso más que la pobrecita descuartizada, porque además de haber muerto a cuchillo y con violencia, el cabrón todavía estaba entero; podrido pero entero, y esos eran siempre los que daban más trabajo: como que no se resignaban a su suerte, como que la oscuridad de la tumba los aterraba.
Fernanda Melchor – Foto: Maja Lindströem
Ante lo mencionado, se llega a la conclusión de que Temporada de huracanes es una novela poderosa por sus historias y por su lenguaje. También lo es por la violencia y el horror que demuestra en cada una de sus páginas. Puede resultar chocante y pesimista, pero es una forma de retratar a la perfección una realidad igual de cruenta. Tal vez pueda herir susceptibilidades, pero no se puede dejar de recomendar tan magnífica novela.
En Quiénes somos ahora (Literatura Random House, 2022) de la escritora Katya Adaui, la muerte, el gran tema de la novela, apela a los símbolos de la tierra y el océano. La madre, de nombre Luisa, tiene los ojos del mar; el padre, Alberto, los ojos de la tierra. Y es precisamente aquí donde la narradora, como Shiva, el dios del panteón hindú, con la benevolencia que, a veces lo caracterizaba, transforma a los seres, a sus padres, incluso a la propia Mara, el pequeño animal de alas transparentes y longevidad inaudita; es decir, los destruye narrativamente en su materialidad sin abolir su fundamento: la esencia. ¿Y a qué fundamento nos referimos? A los actos, los vicios, las manías o las pulsaciones, los rencores y los brotes de ternura que nunca se olvidan y flotan en el espacio, en todos los espacios, aún cuando las ausencias de estos no sean más una prórroga.
Foto: Cuenta de Twitter de Katya Adaui
La muerte, nos dice la autora, es natalicia. Es decir, nace con nosotros desde que somos embrión encarnado. Por ello es uterina. Por ello es oceánica. Por ello es memoriosa, de allí nuestra tendencia a volver al mar desde niños, otro gran tópico de la novela. Los episodios más esplendorosos de esta historia acontecen entre la arena, el sol, las playas de La Herradura, de Máncora, de Pucusana, de La Punta. Pinceladas, trazos tornasolados, del cuadro de la vida de una familia.
Sin embargo, en esa escritura evocativa y resignificativa, encontramos otro gran recurso, otro gran símbolo, que justamente apela a esa benevolencia de la narradora, el Escarabajo del padre, un auto-cuerpo como un cómplice más que, de acuerdo con la mitología egipcia, esta criatura, y todas sus formas que la repliquen, encarna la vida eterna, el renacer a través de la gramática del amor, del mundo, que emplea Adaui.
Esta novela también es una oda a la reconciliación. Una reconciliación que solo es posible a través de la justicia del ojo narrativo, aquel que dibuja un personaje transparente y opaco a la vez, la madre, la madre como sinónimo de imperfección, de violencia en la sangre, de arrebato, de irreflexión. Ella, como la gran creadora de almas, se convierte también en la Medea de su reino, en la bruja del cuento de hadas. Transforma el primer mundo que habitan sus crías, su infancia, luego su adolescencia, incluso su juventud, en una suerte de caos emocional, de vorágine, donde la luz insoportable de sus ojos azules, índigo sin clemencia, provoca la caída de la casa-maqueta donde los muñecos, sus hijos, su marido, huyen o son desterrados sin consuelo. Es, por lo tanto, un perfil humano de la madre de todos los tiempos. Una maternidad socavada, a través del rastrillo imaginario de la narradora. La madre ludópata, cleptómana, agresiva, la Hestia que utiliza el fuego para hacer arder la casa.
Foto: Alejandra López
Pero también este libro, con sus artificios, su claroscuro, da paso a la reflexión sobre la dimensión del arte poético. El lenguaje que se sirve de la memoria para entregarnos una historia tan bella como funesta. O, mejor dicho, la memoria que se sirve del lenguaje y del océano, y de los primeros dioses en la vida que cualquier individuo, los padres, para conjurar una penumbra rutinaria, donde el deslumbramiento, la revelación, la conciencia metafórica, como astros en el universo de un espacio familiar, gravitan, chocan, colapsan, hasta transformarse en una amalgama, una dispersión de hechos, de partículas vivientes sin calor, salvo el que otorga el recuerdo. Dicen que uno nunca muere hasta que lo olvidan. Los personajes de esta galería indescifrable no mueren; pese a la Gran Implosión, están allí, en La Punta, como pequeñas cajitas náufragas, buceando entre algas, arrecifes de coral y primitivos ojos de peces abisales. No obstante, la luz negada de su nuevo hogar es contravenida con la luz iridiscente de una pluma, por demás, clarividente.
Paternidad, hijitud, glaciares y vocación literaria
Por Omar Guerrero
Melvill (Literatura Random House, 2022) es la nueva novela de Rodrigo Fresán (Buenos Aires, 1963), cuyo personaje central es Allan Melvill, padre de Herman Melville (este último con una letra “e” fantasmal que marca diferencia), autor del siempre célebre Moby Dick. Cabe aclarar que la variante en la letra “e” surge a partir de unas deudas pendientes que dejó el progenitor después de su muerte y que el hijo utilizó (o añadió) solo para escapar de los acreedores que lo perseguían. Aunque el hecho más trascendental que se utiliza y se menciona en la novela (reiteradas veces y bajo cierto propósito) es el acto del padre al caminar sobre el congelado río Hudson. Este hecho sucedió la noche del sábado 10 diciembre de 1831 (confirmado por los biógrafos de Melville y usado como leit motiv de la novela). A partir de esta osadía, o periplo del padre, se deriva su enfermedad, delirio y posterior agonía. Esto marcó la vida de su pequeño hijo, quien no dejó de observar desde los pies de la cama el final trágico de su padre. Y a pesar de que este dato solo ocupa unas breves líneas en las voluminosas biografías del autor de Bartleby, el escribiente, Rodrigo Fresán se las ingenia para desarrollar una novela de considerable extensión (292 páginas, casi 300, que resultan pocas si se le compara con cada entrega de su tríptico narrativo anterior que reúne un poco más de dos mil páginas: La parte inventada, La parte soñada y La parte recordada).
Lo primero que llama la atención es la cantidad desbordante de notas a pie de página, sobre todo en la primera parte titulada “El padre del hijo” (la novela está dividida en tres capítulos; el primero ya ha sido mencionado, los otras dos llevan los siguientes títulos: “Glaciología; o, La Transparencia del Hielo” y “El hijo del padre”). Las notas, definitivamente, hacen recordar la propuesta de David Foster Wallace en La broma infinita y también en el ya mencionado tríptico de Fresán. Para el caso de las notas de Melvill, estas son adjudicadas al hijo, al escritor, al propio Herman, quien se presenta como un narrador omnisciente que explica y que tiene la capacidad de alterar las cronologías y variantes en la historia con cada una de estas llamadas: * † ‡ …
Aquí una de las primeras notas que resultan bastante sinceras, sobre todo para el lector:
*Letras como estas y que, sí, lo siento (no lo siento) plantearán una cierta dificultad al lector interrumpiendo acciones o rompiendo climas con información que, si bien complementaria, estimo imprescindible […] Todos ellos analizando la herencia de lo que denominarán mi «prosa eyaculatoria» y reconociendo sus genes en los rasgos de mis descendientes y seguidores […] Y entre todas esas citas y referencias de otros (en la página en blanco antes de la del título y del autor, arriba y a la derecha) descubrí en lápiz, casi invisible, un A. Melvill. Sí: allí, la súbita materialización de la firma de mi padre, quien debió de haberlo vendido cuando dejamos New York, hace tantos años […]. (pp.19-20)
Lo que viene a continuación es una revisión de la vida de Allan Melvill a modo de biografía, basado en hechos concretos y también en supuestos (de ahí la mención de “biografía imaginada”), pues en estos se basa la ficción con la que se construye su imagen de hombre, de esposo y de padre, ensombrecido siempre por un aura ligada al fracaso:
Para 1827 todos se han cansado de escucharlo y de pagarle las copas y Allan Melvill está al borde del colapso nervioso y toda la promesa de conexión confidencial se ha convertido en desunión pública.
Allan Melvill es peor que un apestado.
Allan Melvill apesta.
A Allan Melvill se lo huele en avenidas y en salones cuyas puertas han sido desatornilladas y apiladas en una recámara para así garantizar la mejor circulación de los rumores por la fiesta: conocidos que se cruzan de calle al verlo venir o fingen desconocerlo, grupos de invitados que se reconfiguran y cierran sobre sí mismos para desalentar todo intento suyo de unirse a ellos y prefiriendo el hablar de él al hablar con él. (pp. 54-55)
Aunque el verdadero trasfondo o intención es establecer una relación indesligable entre padre e hijo. De ahí que se determine un rol de paternidad y, a la vez, un rol de hijitud, entendido como un cariño y respeto hacia el progenitor (y hacia el hijo). Ambos se comprometen en sus anhelos, aventuras y en su visión de mundo (incluida la naturaleza) que en más de una ocasión los somete al peligro y a la posibilidad constante de hundirse, o, incluso, naufragar:
Ese terror (su padre como símbolo de todo lo simbolizable; más intuyendo que sabiendo y el hijo afirmando, otra vez, que los verdaderos lugares no figuran en mapa alguno, que las cosas más maravillosas son aquellas a las que más cuesta nombrar, y que los recuerdos más profundos no suelen producir los más inspirados epitafios) que sólo parece amainar, a través de los años, al evocar aquellas noches.* (nota que dice: *¿Debo precisar aquí, como si confesara, que no me atreví a abrazar su cuerpo pero sí el ataúd que lo contenía para así flotar y no hundirme en mi profundo dolor). Noches que aquí vuelven a caer y a levantarse, obedeciendo a ese amo y padre y cautivador personaje al que el cautivado hijo escritor tanto ama, y a quien ahora, cautivo, hace hablar y vuelve a oír como el autor de sus días.† (nota que dice -fragmento-: †Contar (porque en verdad son siempre los hijos quienes acaban escribiendo a sus embrujados padres mientras estos les leen cuentos de hadas) como cuenta la voz de un inmenso padre delirante: sin principio, ni centro, ni final, ni suspenso, ni moraleja, ni causa, ni efectos […]. (p. 72)
Para el segundo capítulo, sobre todo en mención a la “Glaciología”, la incursión del hielo se vuelve una constante, tanto como paisaje, objeto e imagen. Incluso su blancura se establece como un nexo de lo que vendrá después en la vida aventurera y literaria de Herman Melville, tal como podría suceder con la blancura de una ballena. Se suma la presencia de un personaje peculiar que lleva el nombre de Nico C (que bien podría tener la referencia real de un rockstar relacionado -ineludiblemente- a muertos, fantasmas y vampiros) y cuya presencia es más que un sustento para este narrador:
El hielo que todo lo unifica, y que hace que todos los lugares sean uno, y que aquel hielo de bosque cerca de los Pirineos bajo el que yace Nico C. sea el mismo del Hudson sobre el que caminé y camino y caminaré.
El hielo hablando el Idioma Internacional del Hielo, que es un dialecto del Lenguaje Internacional de los Muertos por siempre vivos.
El hielo que es fantasma y vampiro del agua.
El hielo en los campos de hielo (al igual que los desiertos de arena, sus opuestos complementarios) sonando como un esperanto imposible de no entender o no atender.
El hielo que llevo dentro y que es de la transferencia interrumpida de la esencia fría de Nico C. a mi persona y que espero, por algún misterio científico de las leyes de la herencia o por castigo de las leyes del espíritu (tus ojos a veces me recuerdan a sus ojos), no haberte pasado a ti, Herman.
El hielo que aprisiona y del que no hay escape.
El hielo a cruzar como un cruzado. (p. 145)
El último capítulo se resume en la escritura o en el acto de escribir, que en determinado momento de la vida de Herman Melville queda relegado por toda una serie de circunstancias que se van mencionando. Y este hecho es otra constante en la obra de Fresán (tan igual como lo hizo en su momento Vila-Matas), sobre todo en su obsesión por buscar una explicación o razón de por qué se decide dejar de escribir. Melville no fue la excepción, a pesar de ya contar con poderosas amistades persuasivas hacia la literatura como fue el caso de Nathaniel Hawthorne, que en esta novela se le menciona con las abreviaturas de Nat H. Aquí un fragmento bastante conciso en cuanto a lo que Fresán denomina la “excritura”:
Y es verdad que la vida doméstica puso freno a mis impulsos errantes (y que tal vez yo haya contraído matrimonio para así poder apaciguar y reprimir y hasta castrar ciertas inclinaciones imposibles de no sentir o experimentar cuando tienes sólo al mar de dionisíaco amante y a la literatura como la más apolínea de las amantes). Y también es cierto que la vida de hogar (que pronto fue más bien vida de escritorio tras una puerta siempre cerrada por dentro) me obligó y me ayudó a concentrarme casi obsesivamente en la escritura: un oficio noble pero de algún modo tan melancólico como sólo las cosas más nobles lo son; convirtiéndome así en un ser sedentario tan sólo en apariencia, porque mi mente es probablemente una de las más nómadas de cuya existencia se haya tenido noticia, lo juro. (p. 194)
No se puede dejar de mencionar, como ya es costumbre en Fresán, la cantidad de agradecimientos en las últimas páginas de sus libros (Vuestros Nombres Aquí; o, Los Agradecimientos), que al igual que sus epígrafes, pone en evidencia -a pesar de su paratextualidad- las verdaderas intenciones de sus discursos ficticios (y no tan ficticios) pues en ellos se encuentran siempre sus otras referencias ineludibles, que provienen incluso fuera de lo literario, como The Beatles, Pink Floyd, Nick Cave, Jim Jarmush o Stanley Kubrick, entre otros. Mención especial al desaparecido (y bien querido) editor Claudio López Lamadrid (a cuya memoria le sigue debiendo ese otro libro, según comenta Fresán en una última nota a pie de página del libro).
Con lo expuesto, se determina que estamos ante una novela inusual o sui generis, tal como sucede con todos los libros de Fresán, donde lo cotidiano y lo extraño se juntan con lo literario para crear una vorágine discursiva llena de referencias. Es por esta misma razón que recibió el premio francés Prix Roger Caillois en 2017 por la totalidad de su obra al ser considerado “un escritor atípico, transgresor e ineludible”. Y es por esta misma razón que se recomienda su lectura, sobre todo para quienes gusten de lo netamente literario (o lo metaliterario) junto al deleite de una prosa que nunca deja de tener relevancia, y que obedece a la máxima de John Banville (otra referencia más de Fresán) quien no se cansa de decir que “el estilo avanza dando triunfales zancadas mientras la trama camina detrás arrastrando los pies”.
Reseña de El corazón del daño (2021) de María Negroni
Por Eliana Del Campo
Dos imágenes. La primera: la niña escucha el silbido del pecho de la madre asmática. En la mitad de la noche, se enseña a no esperar. Abandona las esperanzas “de un arrorró, de una canción de cuna”, y siente cómo aparece “una coraza que empezaba a cercar el corazón” (p. 22). La niña se endurece, señalando aquel recuerdo fijo como el inicio de un aprendizaje. Aprende a valorar la mera presencia, ante la carencia del afecto. Comienza a tejer un reclamo lírico.
La segunda imagen: Ocurren años, ocurren publicaciones y, en el libro, se suceden las páginas. La niña ha crecido, ha vivido en ciudades importantes y enseñado en colleges de prestigio. Ahora es una mujer adulta que continúa retirándose una por una las púas en la piel. Cada púa es una frase de la madre quien, ahora frágil, depende de los cuidados de la hija. “a lo mejor eso es bueno, me permite tenerte menos miedo”, expresa con duda. Se comienza a preguntar: “¿Por qué el asma? ¿Cuándo empezó el sufrimiento?” (p. 131). Entre ambas imágenes transcurre una vida. Una autobiografía declamada.
No obstante, sería un despropósito restringir El corazón del daño (Literatura Random House, 2021) de la escritora argentina María Negroni al terreno de lo autobiográfico. En realidad, se trata de un artefacto narrativoque, si bien se vale de algunos recursos que a menudo encontramos en ese paraguas indeterminado de “escrituras del yo” (el uso de la primera persona, los nombres propios y la referencia a hitos temporales), trasciende la historia contada para mostrar al lector una galería inevitable: el álbum de la infancia, el museo de cera de la memoria. Estas imágenes son el auxilio visual de una voz –por ratos titubeante, por otros, litigante– que hace su aparición con una advertencia. Por un lado, un “yo”: una hija. Ella vuelca sin pudor el baúl de los recuerdos e intenta armar un rompecabezas. Por el otro, un “tú” a quien la hija dirige su letanía. La Madre, en mayúscula. Una figura de dimensiones colosales, por ratos mitológica, incluso quimérica. Una madre fuera de quien no hay un afuera. Por momentos, la maestra del daño. Aquella que regala a la hija, cada tanto, piezas que la resguarden del naufragio del hogar destruido: palabras. Escribe la hija:
“Mi madre siempre fue la dueña del lenguaje. (…)
Con sus palabras mordaces, que usaba como cuchillos (y a veces, como púas delicadas), adivinaba la sombra de las cosas, el sarro del pensamiento.
Decía: yo solo tengo embestida en la música, pensamiento en la sangre, rostro en la tiniebla. Sabía dónde y cómo herir.” (p. 42)
La dueña del lenguaje. No se trata de un título vacío si es otorgado por alguien que ha dedicado su vida a la escritura. Alguien que conoce del poder absoluto de las palabras: su capacidad para nombrar, crear y, también, excluir. La violencia que pueden contener, su capacidad para herir. Muchos autores han escrito sobre la supremacía del lenguaje en la construcción de la cultura. Homi K. Bhabha usa El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad para explicar el rol del lugar de enunciación en la creación del pensamiento colonialista.1 Audre Lorde nos advierte que “las herramientas del amo nunca desmontarán la casa del amo”2, en relación con el discurso patriarcal (racista y sexista, por definición) y su nula capacidad para lograr alguna victoria significativa para las mujeres racializadas y diversidades excluidas. Negroni, por su parte, ubica a la Madre en la cima del absoluto. No es solo quien da la vida, sino quien otorga la palabra. La hija lo admite. La hija se defiende. Cae. Se recompone. Detiene el sangrado con vendas de páginas. Sutura sus heridas con líneas escritas. Reconoce su tragedia: solo puede escribir sobre la Madre en el idioma que esta le dio, con las palabras obsequiadas. La hija elige las mejores, se hace poeta.
Foto: Alejandra López
Si bien las imágenes le otorgan un hilo conductor a la historia, al mismo tiempo, existe una voz narrativa que acompaña al lector entre los pasadizos y recovecos de su recuerdo. No obstante, si hay algo que podría caracterizar estilísticamente al texto es su lirismo. En cada página, se revela una filigrana subterránea. Advertimos una musicalidad ligera en cada frase. Cada una contiene poesía, pero su lirismo no reside solamente en la sonoridad del texto sino, sobre todo, en su estructura. Desde la primera página, notamos una inusitada verticalidad para ser, a simple vista, un texto en prosa. Me atrevo a conjeturar: La voz es consciente de sí –de la transgresión que comete en el hecho de existir, de la efímera valentía en el arrebato– e intenta comentar el recuerdo de la forma más breve y rápida posible. Usa un idioma escindido. Las frases se detienen, cautelosas: una pisada en falso sería caer en el abismo de la auto-victimización. El reclamo se cuida del lenguaje infantilizado, del refugio de la rima:
“Tardé en saber, en cambio, que escribir es penoso.
No se incuba un libro así nomás.
Hay que gestarlo despacio, hurgar hasta dar con la carta infectada que, expuesta a la vista de todos, se oculta de él.
A esas cartas le faltan letras, le sobran letras, dice siempre lo que no dice. Y encima, va dirigida a sí misma. ¿Cómo enviarla?
Se escriben, dicen, con una mano arrancada a la infancia.”(p. 41)
La hija, quien lleva su vida coleccionando palabras, también ha forjado su propia reflexión sobre este lenguaje del cual la Madre es dueña. Sabe que transita un sendero sinuoso. De todos modos, arroja frases como trozos de pan, en caso el fantasma de la Madre decida seguirlo. Aparecen nombres propios, poetas y pensadores. Autoras. ¿Un jurado, acaso? Se entabla un diálogo. Le responde a Alan Badiou. La poesía consiste en producir: “contra la apología del sentido, un cortocircuito del lenguaje para que el pensamiento advierta su propia insuficiencia” (p. 128). Cita a Ian Svankmajer, cineasta checo: “Todo invento de aleccionar a la sociedad fracasa porque, al tener que utilizar un lenguaje que esta pueda entender, se cae en la más burda complicidad con lo que, en teoría, se pretende cambiar” (p. 130). Se trata de una declaración de principios.Para Negroni, el lenguaje es un cartucho de pólvora mojada. Al escribir, ella empuña el inútil fusil. ¿Hacia dónde apunta?
Gracias a Adrienne Rich sabemos que la maternidad es, además de una experiencia, una institución.3 Hay un idioma oficial en el reino de la maternidad, en el cual se establecen las normas sobre lo que se puede decir o no y la forma correcta de hacerlo. Negroni no se ocupa de los temas ni de las tramas. Con su experiencia no busca singularizar el universalismo de lo materno. Más bien, presta atención a los dialectos que han nacido dentro del idioma la Madre, los resalta en cursiva: “La palabra escorchar. La expresión Mirame a la boca cuando te hablo” (p. 39). Este no es un relato edulcorado sobre la maternidad. Ofrece un testimonio cruento de una relación astillosa de madre-hija, es cierto. Sin embargo, todo esto pasa a segundo plano cuando se toma en cuenta la reflexión meta-lingüística que acompaña la historia. No solo se trata de una hija en búsqueda de una madre: se trata de una mujer en busca de sentido.
Foto: Alejandro Guyot
El lenguaje, como la maternidad, deja marcas en el cuerpo. El corazón del daño nos habla de la lengua materna como una herida abierta. Al venir al mundo, somos arrancados de un estado simbiótico, con el resguardo de ser los apacibles huéspedes dentro de otro individuo. Somos forzados a existir por cuenta propia imposibilitados de retornar a la madre que nos alumbró. Esta separación, tan necesaria como traumática, no lo es menos en el lenguaje. Andamos errantes por la vida en búsqueda de palabras que den sentido a nuestra existencia. Guardamos algunas en los bolsillos, otras, en el corazón. Negroni blande un sable en el suyo y nos regala la música tintineante de la caída en cascada. Hacia el final, insiste: “¿Cuándo empezó el sufrimiento?”. Los lectores no aguardamos respuesta. Hemos aprendido, en el transcurso del libro, a entender también el silencio. La voz que no regresa es el vacío dejado por la Madre, cuya presencia es inmensa. La hija tampoco espera respuesta. Hizo lo que pudo. Escribió.
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Datos del libro reseñado:
María Negroni
El corazón del daño (2021)
Literatura Random House, 143 pp.
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Referencias bibliográficas:
1 Bhabha, H. K. (2007). El lugar de la cultura. Ediciones Manantial.
2 Lorde, A. (2003). Las herramientas del amo nunca desmontan la casa del amo. En: La hermana, la extranjera: artículos y conferencias (pp. 115-120) Horas y horas.
3 Rich, A. (2019). Nacemos de mujer: la maternidad como experiencia e institución. Traficantes de sueños