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Nota: una escena de escritura de Ricardo Piglia

Ricardo Piglia, el lector que escribe

Por Lenin Pantoja

En la nota del autor, al final del libro de cuentos Los casos del comisario Croce (Anagrama, 2018), Ricardo Piglia dice que compuso este libro usando el Tobii, un dispositivo que permite escribir con la mirada, pues lee el movimiento de las pupilas. Lamentablemente, el avance de su enfermedad impidió que continuara trabajando de manera convencional, aunque este último término es discutible y polémico para un escritor como él. A pesar de la tristeza que genera esta situación, la escena de escritura es muy potente. Se trata del autor que escribe con la herramienta más inmediata para leer, es decir, involuntariamente, Piglia construye y representa la variante más pura del lector que escribe.

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Columna de opinión Comentario sobre textos Miscelánea Reflexión

Reflexión sobre dos poemas: uno de Bertolt Brecht y otro de Antonio Cisneros

Trepar un árbol

Por Cristhian Briceño Ángeles

Uno trepa a un árbol llevado por diversas motivaciones: Zaqueo, el diminuto jefe de los publicanos en el oasis de Jericó, por ejemplo, trepó a un sicomoro para tentar una mejor vista de un Jesús asediado, como en tantos pasajes de los Evangelios, por la muchedumbre; il barone rampante, Cósimo, se guareció en el ramaje de un frondoso ejemplar tras una pelea con su padre, y ya nunca más volvió a poner un pie sobre la tierra; hizo lo propio Jutito, uno de los personajes de Antonio Gálvez Ronceros en Monólogos desde las tinieblas: subió a la copa de un huarango (supongo), temeroso de recibir el castigo por parte de su padre y de su padrino, a quien, entre pícaro y maleducado, había llamado Mítey Cuca (algo así como Señor Vagina); trepó también ese muchacho anónimo del poema “Abedules” de Robert Frost, quien nos confiesa, conmovido, que en su niñez fue un esmerado columpiador de árboles, y ya mayor, en el presente, cuando su vida empieza a asemejarse demasiado a un bosque sin senderos, anhela volver a antaño, trepar un abedul y doblarlo contra el suelo, y dejar entonces que el envión lo aleje de la tierra por unos instantes para volver luego a ella y comenzar de nuevo. Se trepa un árbol, también, para ponerse a buen resguardo del ataque de una fiera, para rescatar una cometa atascada entre las ramas o, sencillamente, por el mero placer de treparlo. Si nos adentramos en lo especulativo, Hazlitt bien podría haber compuesto un ensayo sensorial abordando la experiencia de trepar un árbol en la beatífica soledad de lo distante; San Juan de la Cruz haría que el alma se encarame en las alturas del árbol interior, desde donde pueda apreciarse, a sus anchas, la circundante vastedad de nuestro ser; Cortázar habría escrito unas instrucciones disforzadas e insufribles sobre cómo debe treparse correctamente un árbol; Apollinaire, un caligrama por el cual, verso a verso, él mismo iría escalando. Bertolt Brecht, sin embargo, sí escribió este poema:

                            El ladrón de cerezas

Una mañana temprano, mucho antes del canto del gallo

me despertó un silbido y me acerqué a la ventana.

En lo alto de mi cerezo (el alba llenaba el jardín)

había sentado un joven con los pantalones remendados

cogiendo alegremente mis cerezas. Al verme

me saludó con la cabeza, sin dejar pasar con las dos manos

las cerezas de las ramas a sus bolsillos.

Todavía un buen rato, de vuelta ya en la cama,

le estuve oyendo silbar su alegre cancioncilla.

En Crónica del niño Jesús de Chilca, del año 1981, Antonio Cisneros incluyó un poema de tema afín que transcribo a continuación:

                            Higos y gorriones

Los gorriones están hambrientos.

Y devoran los higos más maduros

de mi única higuera.

Los contemplo.

Ya no sé si es mejor un dulce de higos

o un bosque de gorriones

que me haga compañía.

En el primero se nos presenta a un típico pillo pasoliniano (me gusta imaginarlo con el rostro de Ninetto Davoli), quien, probablemente, ha escogido las primeras horas de la mañana para poder llevar a cabo su propósito sin mayores contratiempos. La alusión a la precariedad de su ropa nos indica que se trata de alguien desamparado, quizá un huérfano fugado de un hospicio o un ladronzuelo sin hogar, siempre buscando la forma de sobrevivir, aun a costa de la propiedad privada. Al verse descubierto, el tránsito del recelo al desembarazo no existe, o bien es instantáneo y no da paso al arrepentimiento ni a la huida: sigue con lo suyo mientras saluda, comedido, al propietario del cerezo. El silbido, acaso, nos revela de entrada a un ladrón desinteresado en la cautela propia de su oficio: es su silbido lo que ha echado a andar el poema, lo que despierta al narrador 1 y lo empuja a relatarnos los hechos; es también lo que queda resonando cuando su narración concluye. Hay, además, una pretensión cómica que podría emparentarlo con varios relatos de los Cuentos de Canterbury o con el Pentamerón de Giambattista Basile (por no mencionar el teatro del propio Brecht), sobre todo por la irreverencia del ladrón, por esa supuesta inocencia, casi edénica, en ausencia de la cual un personaje entrañable pasaría a ser, sin miramientos, un ser abyecto, trapisondista, un villano merecedor de nuestro desprecio, a la altura de Lady Macbeth o Don Juan; este chico tan solo ha trepado un árbol y está apoderándose de algo que no le pertenece, pero la tonada que silba es alegre y seduce como un flautista de Hamelín: la belleza que entrega a cambio parece justificar su accionar. En el segundo poema, el ladrón ha sufrido una notable metamorfosis: se ha multiplicado. Esta vez es un número incierto de aves el que da cuenta ya no de cerezas, sino de higos. Están hambrientas, precisa el narrador 2, avisado, tal vez, por la voracidad con que devoran los frutos, por la velocidad de los picotazos incidiendo en la pulpa fragante y jugosa, algo no especificado en el primer poema, donde el ladronzuelo solo acierta a guardarse las cerezas en los bolsillos y no sabemos si las comerá después o si su objetivo es, quién sabe, alimentar a alguien más. Desde luego, las aves son inocentes de antemano, pues actúan llevadas por una necesidad que quizá ni siquiera alcanzan a explicarse; serían igual de inocentes si, en lugar de sentirse atraídas por los higos prefirieran dar cuenta del narrador 2 y saciaran con él su hambre; son animales silvestres, juzgará el lector, igual a aquellas fieras del poema «Miércoles de ceniza» de T. S. Eliot (Tres leopardos blancos estaban recostados bajo un árbol de enebro/ A la fresca del día, tras haberse saciado hasta el hartazgo/ De mis piernas mi corazón mi hígado). Sin embargo, lo que llama mi atención es la pasividad de los robados. Ni siquiera sería válida la expresión “deponen muy pronto las armas”, ya que ni siquiera han tenido tiempo para ensayar un movimiento defensivo y proteger sus posesiones. Incluso podríamos pensar que tanto el narrador 1 como el narrador 2 adolecen de una respuesta porque se trata de un par de tontos ejemplares a la manera de Bouvard y Pécuchet. En esta supuesta idiotez providencial se encuentra cifrado el origen de su ventura. No se advierte en ambos poemas que el corazón de los narradores altere su ritmo, sino, más bien, este parece sosegarse al vaivén de las melodías que escapan de los ladrones y merecen la total atención, la distracción de quien las escucha y las considera bellas y se considera a sí mismo privilegiado, justificado en ese momento. El prosaísmo de ambos poemas es también un indicio de que el momento, la anécdota, están consignados sin ninguna pretensión de trascendencia: simplemente se deja pasar, no impone nada, solo su fugacidad. En el primer poema, el narrador se da la vuelta sabiéndose vencido, regresa a su cama y se dispone a reanudar el sueño, arrullado, suponemos, por el silbido del joven ladrón, sin preocuparse de la pérdida ni reducir la misma a una cuestión aritmética. El narrador del poema de Cisneros hace algo similar, pero su razonamiento podría interpretarse por mundano, pues considera la ganancia al elegir una de dos opciones: si espantar a las aves para sacar provecho del fruto de su árbol o deleitarse con la música. No obstante, la indeterminación es un indicio de su embeleso y, por el contrario, no echa cuentas de su ganancia, sino, sencillamente, trata de hacer coincidir dos sensaciones, auditiva y gustativa, para acentuar la que con mayor inminencia se le presenta. Ambos narradores parecen coincidir en que el intercambio ha sido, como mínimo, justo, cabal, de una precisión semejante a aquella antigua ecuación del diente por diente; en última instancia, parecen aceptar la buena suerte y no dar lugar a las inquisiciones o argumentos; quizá el narrador 1 lleve al extremo su fascinación entregándose al letargo, sin cuidarse de los males que podría ocasionarle un completo desconocido cuyo único valor es su silbido, siendo este silbido, entiendo, la acreditación para acceder a su confianza, a su entrega total, al punto, quizá, de dejarlo entrar a su casa, ayudándolo él mismo a avanzar por el ramaje hasta hacerlo trasponer su ventana. Este es tal vez el grado sumo de entrega, sobre el que descansa la lectura ideal de un poema, aquella en la que la interpretación sale sobrando, nos llega a resultar algo deleznable, la excrecencia casi material de la misma lectura. Esta transacción perfecta es posible únicamente en el campo de la ficción poética, y prueba de ello son todas las palabras que hasta aquí he escrito, cuando, más bien, la poesía (vaya a saberse si existe o es una ilusión), debería ser ese intercambio que nada tiene que ver con el conocimiento ni con la acumulación, como indica Virginia Woolf en uno de sus ensayos sobre la lectura, una pasión en la que las ganancias menguan y se escurren entre los dedos, algo así como treparse a un árbol sin esperar encontrar nada ahí arriba, solo hacerlo por el placer de hacerlo.

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Reseña: “Ejercicio respiratorio” de Ana María Falconí

Respiración palabra

Breve nota sobre Ejercicio respiratorio de Ana María Falconí 

Por Lisandro Solís Gómez

Ana María Falconí es autora de tres sólidos poemarios, Sótanos pájaros (2006), Desvelo blanco (2010) y Sobrevivir es un acto de invierno (2015), cada uno de los cuales ha contribuido a definir una poética preocupada por captar los vaivenes de la subjetividad contemporánea desde el cuerpo, la enfermedad, la ausencia y el desarraigo. La poesía de Falconí, por lo general, apuesta por la concisión expresiva, el verso contenido, y la confianza en la metáfora o el símbolo, en algunos casos. Se trata de una poeta que aprovecha la riqueza de la tradición moderna, que dialoga críticamente con ella y que busca ampliar sus horizontes con cada proyecto. En ese sentido, Falconí es, dicho de forma escueta, una poeta que aún confía en el poder y la eficacia de la palabra poética. En su poesía, no asoma la renuncia al lirismo, aunque este siempre se asume con extrema cautela y mediado por el discernimiento crítico.

Ejercicio respiratorio (2019), cuarta entrega de la autora, es un poemario que, de alguna manera, profundiza su búsqueda poética. No supone una inflexión en su evolución, sino una ampliación y un perfeccionamiento de sus recursos. Este libro pone a prueba (y aprovecha eficientemente) los hallazgos de incursiones anteriores. No obstante, tal vez, una de sus principales novedades es la incorporación de la imagen como complemento de la palabra. Se incluyen, así, tres collages que —hasta donde se sabe— son creación de la poeta. Una sección del primero de ellos, incluso, se emplea como viñeta en la portada. Estas composiciones son una primera puerta de acceso al universo que proponen los poemas, ya que presentan al lector los motivos centrales del conjunto: la memoria familiar, el simbolismo del aire, la ausencia de lo amado a la distancia, la enfermedad como iluminación, y la relación entre el cuerpo y la creación artística.

De forma general, buena parte de los poemas están sostenidos por una conciencia de la naturaleza material de la existencia; la voz poética accede —y comparte este descubrimiento— a la primera clave de nuestra presencia en el mundo: la certeza de ser un cuerpo: “Hay una marcha dentro de mi pecho, semejante a la de los comuneros que van hacia los campos yermos, más allá de la mueca gris que nace al buscar oxígeno mientras se idea una manera de respirar un poco más” (15). La memoria, por ende, adquiere una dimensión tangible, porque el recuerdo no solo se instala en la mente, sino en cada átomo de la materia que es el ser humano. Así, el libro propone una indagación centrada en el trinomio recordar/respirar/existir: “el padre de mi padre / respira palabras de otro sitio / entona un áspero canto que no sé comprender / toco sus labios y salen como llamas / que queman mis dedos” (31). El recuerdo es concebido como una potencia que atraviesa el ser del hablante, que se manifiesta y se expande y recorre su forma, como si la piel se estremeciera ante el retorno del pasado.

El libro está compuesto por veinte poemas de extensión y retórica diversas. El conjunto está conformado por tres secciones: un preámbulo sin nombre específico, que contiene dos poemas breves; “Ejercicio”, que es el segmento más extenso y complejo del libro, ya que organiza dieciséis poemas en dos grupos numerados que, pese a su multiplicidad de matices, abordan centralmente los tópicos recurrentes del conjunto; y “Respiratorio”, que se encuentra dividido en dos bloques, “Caja toráxica” (una suerte de poema-secuencia en varias partes) y “Exhalación”, los que sintetizan la propuesta poética y, de cierta manera, proponen su “resolución”. Cada una de estas tres secciones incluye como pórtico un collage. Se trata, entonces, de tres imágenes y veinte poemas que integrados brindan un esclarecimiento casi analítico de la situación del hablante lírico y que ponen en escena la existencia cotidiana como una instancia atravesada por la memoria de lo perdido: “los días van como gritos desde los juegos de los patios” (27).  

A nivel del lenguaje, existe un manifiesto interés por recuperar palabras cotidianas a fin de reconstruir el entorno familiar de la infancia: “mi padre maneja un auto amarillo descapotable / aunque por encima de nuestras / cabezas cruza una inmensa ventana / nunca llego a sentir el viento del invierno” (29) o “estoy en un ascensor / la puerta se abre / respiro / la canción golpea las paredes del recinto vacío / más allá del amplio lobby / más allá de mi propia audición / escucho un susurro en medio de tanta estridencia” (45). Esta apertura del vocabulario se complementa con el uso de los verbos en presente. Por ejemplo, en los últimos versos señalados, se emplean “estoy”, “abre” o “respiro”. La preferencia por este tiempo es clave para comprender que, desde la perspectiva del cuerpo, la distancia con el pasado se debilita, ya que, al recordar, se recupera la imagen y la sensación. El recuerdo es una forma de (re)experimentar la vida, de volver a sentirla, como si la piel se tensara al recuperar el rostro del amor.

No obstante, la incorporación de palabras de la vida cotidiana se inscribe, la mayoría de veces, dentro de una estética que se rige aún por el gusto por el lenguaje metafórico y la sugerencia: “más allá el agua sobre la mayólica de la fuente / forma secretas palabras de añoranza” o “están las cinco tumbas de los animales amados / yo quiero que vuelvan a tomar una bocanada / de aire / que me miren y me ladren con tus ojos” (33). También, existe un sostenido empleo de la visión poética arraigado en un universo gobernado por la imaginación como medio para revelar la situación del hablante: “una vez más saco la caja / de mi pecho / suenan los huesos como sonajeros / sueltos en una cavidad vacía / jalo el inventario riguroso de una extraña fuerza / pequeños pedazos de papel / señales y símbolos en constante huida” (53). Se trata de un trabajo con la palabra que insiste en cartografiar los estados del hablante lírico, en desentrañar los misterios de la memoria y descifrar la sensorialidad manifiesta de un yo atado al tiempo.

Dentro de la retórica del libro, el simbolismo de lo aéreo es una constante. Esta imaginería recurre a un vocabulario compuesto por términos como “aves”, “cielo”, “aire” y “respiración”, términos que contribuyen a cimentar un universo inteligible y poderosamente sugestivo que cohesiona el conjunto y le otorga una atmósfera común. Este tipo de palabras han sido recurrentes en la obra de Falconí; por ejemplo, basta recordar el título de su primer libro, Sótanos pájaros, y varios poemas de Sobrevivir es un acto de invierno. Sin embargo, la manera cómo este universo de imágenes se integra y contribuye a explorar las relaciones familiares observadas desde la distancia del recuerdo resulta una apuesta interesante. Asimismo, se emplean también para abordar el motivo de la corporalidad convaleciente, que, desde el inicio del libro, se propone como una clave de lectura: “Sentarse en la orilla de la cama / tomar aire por la nariz / al mismo tiempo levantar las manos” (11). En ese sentido, gran parte de este imaginario se emplea ahora para representar el mundo interior del hablante, y, sobre todo, para dilucidar la naturaleza real de su ser y del lenguaje poético.

En todo caso, “respirar” funciona como una de las metáforas maestras del poemario. Se propone, en primer lugar, que, a pesar de que la existencia humana dependa de ella, la respiración es concebida como una de las acciones más triviales y “naturales” de la vida diaria, por lo que a veces llega a ser imperceptible. Solo cuando se dificulta la respiración, cuando se niega la gracia del aire, se comprende su importancia para la vida: “mientras se idea una manera de respirar un poco más, lograr una inspiración y una exhalación como una máquina de supervivencia” (15, cursivas nuestras) o, en el poema “Caja toráxica”, “la caja se llena de bruma / cuando llegan los vientos fríos de las tardes / los objetos adquieren los contornos difusos / de un mal sueño / los veo yacer sin vida / tendidos con sus ojos abiertos / es entonces que / costillas   órganos   vértebras   esternón / vuelven a mi pecho / y la caja no es más que un destino de niebla” (53-54). Respirar es existir. No se puede concebir un “mundo interior” si se ha perdido la vida. La existencia humana se sostiene sobre el acto de respirar. En el libro de Falconí, resuenan no los “ejercicios espirituales” de Ignacio de Loyola, sino la impronta del célebre libro de Blanca Varela, ya que el ejercicio respiratorio propuesto es una forma de recuperar un saber: la existencia humana solo es aprehensible, en principio, desde la experiencia del cuerpo.

En segundo lugar, la imaginería aérea se utiliza también para observar los mecanismos del recuerdo. La piel parece ser el espacio donde se entrecruzan los tiempos y donde revive quien ya no se encuentra cerca: “estoy echada en la cama / toso / él acaricia mi espalda de la manera que solo / lo hacía ella / va yendo en círculos como queriendo sanar mi respiración / hay un momento en donde creo que es ella / que volvió” (45). Todo contacto es único, pero el cuerpo cifra cada caricia, cada roce. En ese sentido, algunos poemas se centran en evocar ese pasado que asoma a través de la piel. Se trata de un tiempo que se mezcla intermitentemente con el presente. De esta manera, los poemas constituyen un espacio milagroso donde se puede invocar a los seres del pasado: “espero sentada en el barandal / por el avión que me llevará a mi madre […] no me caeré abuela / mira cómo me bajo sola” (19). No obstante, a veces el contacto con ese tiempo perdido, donde la familia se encuentra próxima, cuando era posible aproximarse a los padres, sentir el abrigo de una abuela o charlar con los demás miembros, es un encantamiento momentáneo del cual solo queda despertar: “siempre busco las galletas que la abuela guarda / en una lata verde sobre el anaquel de la cocina / me empino   solo recojo / el polvo detenido en la madera” (23). Luego de ello, solo queda la constatación de que únicamente por medio de la palabra es posible recuperar ese tiempo. Es en el poema donde pueden capturarse las vibraciones que recorren la piel.

Finalmente, ese es el motivo central de este poemario. El último poema, “Exhalación”, con un lenguaje tajante y “silogístico”, resume uno de los principios que organiza el conjunto: “los respiros son mis palabras / las palabras son mi exhalación // los poemas son mi exhalación / sombras escupidas por mi tórax” (59). El poema parece concluir que el lenguaje arraiga en la carne, lo que lleva a interrogarse sobre su relación, ya que, finalmente, ¿qué es cada palabra sino aire que emana del interior de uno? Si el lenguaje es, en su esencia, aire, atraviesa y une al hombre con el mundo y los demás; se convierte así en el medio por el cual el yo y el universo entran en contacto. Asimismo, el poema, objeto construido de palabras, se convierte en un vestigio o remante, un humilde testimonio de la existencia del hablante. El verso que cierra el libro, de manera cruda, señala la visceralidad de la apuesta poética de Falconí: “sombras escupidas por mi tórax”. La poesía, en consecuencia, aparece descrita como una instancia que recupera la experiencia vital del hablante, como si esta fuera un despojo que solo puede recuperar su resplandor por medio de la palabra. El poema es un ejercicio respiratorio por medio del cual se expresa el secreto conocimiento de cada ser humano.

En síntesis, Ejercicio respiratorio de Ana María Falconí es un poemario que profundiza su exploración poética a fin de revelar espacios inéditos de la subjetividad moderna. El libro se sirve de un imaginario aéreo y un lenguaje conciso, familiares a la poeta, pero con el objetivo de ampliar su indagación. En ese sentido, uno de sus méritos es reorganizar sus recursos para ampliar su espectro temático. Asimismo, resulta afortunado el empleo de un lenguaje cotidiano y uso inteligente de los collages como herramientas para indagar en el tema de la memoria familiar. Los mejores poemas son verdaderas revelaciones de la manera cómo el recuerdo es una experiencia integradora, que involucra al individuo como una totalidad. Sin duda, este libro es el resultado de la pericia de una poeta que, con cada entrega, demuestra un mayor compromiso con su proyecto estético.

Datos del libro reseñado:

Ana María Falconí

Ejercicio respiratorio (2019)

Lima: Paracaídas, 63 pp.

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Reseña: “Idiota del Apocalipsis” de Guillermo Chirinos Cúneo

El idiota de Idiota del Apocalipsis

Por: Cristhian Briceño Ángeles

I

Un poeta es, en definitiva, un idiota, de la misma forma que un santo es, en la mayoría de los casos, un chiflado en grado sumo dispuesto a ceñirse aún más el cilicio oxidado que lleva alrededor del muslo o a salir volando por la ventana de su celda, porque así lo ordena Dios. Un poeta es un idiota profesionalizado y a tiempo completo, el incomprendido, el idiot savant en carne y hueso y sombra y mugre, alguien cuya genialidad se mide por cuánto tiempo puede soportar el muro de la realidad derrumbándose una y otra vez sobre su reblandecida humanidad. Nadie quiere esa condena, nadie en su sano juicio. Y es precisamente esta condición la que conmueve al hipotético lector, incluso antes de haber leído nada de este idiota; el poema es solo una confirmación de lo que esta genialidad aparente intenta hacer inteligible. La lejanía del poeta es una puesta en escena de su valor, pero esta lejanía es también lo que lo mantiene fuera de órbita, donde solo unos pocos pueden apreciarlo en su justa dimensión. De cualquier manera, su infelicidad  es solo el elemento anecdótico. Este poeta, a mi parecer, podría ser el verdadero poeta, el sufriente de su arte, un arte que, en este caso, es un órgano más de su cuerpo, propenso a enfermar y a arrastrar a todo el resto de su organismo. Este es el poeta, un idiota genial, alguien que a pesar de ser el centro mismo del desastre puede rescatar, para los demás, lo valioso de la poesía con una sola de sus manos emergiendo a la superficie, un ser ridículo en su empecinamiento, alguien que asume su condena con un entusiasmo que podría ser fácilmente la prolongación de la angustia. No teme (al parecer): el temor ha sido suprimido de su biografía; y si teme es solo un sentimiento residual de su conciencia, la contradicción que propicia una semejanza con el común, con todos los demás, con el lector. La lectura de una carta que el humanista italiano Pogglio Bracciolini le remite en 1416 a su amigo Leonardo Bruni (el autor de la Vita di Dante y la Vita di Petrarca) y en la que le relata las instancias del proceso contra Jerónimo de Praga me sirve para graficar la idea:

Ningún estoico fue jamás de ánimo tan constante, tan fuerte en soportar la muerte, como éste parece haberla arrostrado. Cuando llegó al lugar de la ejecución, él mismo se desnudó de los vestidos y, luego, postrándose en una genuflexión, veneró el leño al que fue atado, primero con cuerdas humedecidas, y después con cadenas; entonces le pusieron alrededor hasta el pecho enormes pedazos de maderas mezclados con paja. Apenas se encendió la llama se puso a cantar un himno que sólo el humo y el fuego pudieron interrumpir”.

Es precisamente esta negligencia lo que alarma nuestra normalidad, son todas estas conductas contraindicadas por nuestro sentido común las que atraen poderosamente nuestra atención. Entrar al fuego como si se naciera, en efecto, tras el fuego es un asunto delicado, por eso siempre nos hará volver la mirada, afinarla, para no perder un segundo de ese espectáculo tan desacostumbrado como bello. Se admira más a Sócrates por haberse bebido la cicuta a pesar del llanto y las maldiciones de Apolodoro, a Nelson por haber combatido manco, tuerto y herniado en Trafalgar, a Simone Weil por haber decidido solidariamente no probar bocado en su lecho, a pesar de su salud vidriosa, a Daniel Alcides Carrión por haberse inoculado voluntariamente sangre contaminada con verruga peruana para después recostarse y tomar notas de su infierno portátil.

II

De Guillermo Chirinos Cúneo se sabe poco, menos, incluso, de lo que sabemos del conde de Saint-Germain después de su muerte o de Kaspar Hauser antes de aparecer de la nada; lo que queda de su vida está contenido en poco más de media docena de páginas web con biografías raquíticas, entrevistas mal redactadas, sumarios catálogos de anécdotas que parecen construidos para reafirmar la idea de que se trataba de un entrañable/peligroso/sufriente antisocial, es decir, todo lo que hace falta para generar un mito local y restringido a la  delgada comunidad de lectores de poesía en el Perú. En eso se resume su paso por el mundo. No digo que sea poco, pero quienes hemos leído sus poemas nos contagiamos de una cierta indigencia biografista, una curiosidad a veces insana por saber qué más hizo, además de, supuestamente, haber destruido, aconsejado por su hybris, la máquina de escribir de Rodolfo Hinostroza. Verlo caer, saberlo un idiota, es una forma de hacerlo humano, a pesar de que su condición de poeta lo coloque un escalafón arriba del común, como si Dios intentara compensar sus dones, de la misma forma que Conan Doyle le otorga a su querido Holmes, además de la genialidad deductiva, una adicción a la cocaína y la soledad de su apartamento en Baker Street. Así, sabemos, p. ej., que 1. Chirinos Cúneo estuvo internado en clínicas psiquiátricas, 2. que fue su madre quien publicó su brevísima colección de poemas titulada Idiota del Apocalipsis (1967), la única que fue entregada a imprenta, 3. que aparece en una foto incomprobable junto a Juan Ojeda (otro poeta con rasgos psicóticos y completamente poseído por la poesía, según podemos saber a partir de los fragmentos reducidos, cuasi-presocráticos, de su vida relatada por terceros), 4. que gustaba vestir de terno blanco, como para que la vorágine de sus noches en el Centro de Lima encuentre un lienzo impecable donde manifestarse… Todo esto, sin embargo, es lo predecible, el espectáculo en torno a.

III

Un error que se replica a la velocidad de un virus es suponer que el autor de un poema es, también, el protagonista del poema. Luis Hernández es Billy the Kid, v. gr., Antonio Cisneros vivió dentro de una ballena que era su propia casa/barrio/ciudad conflictuados. Bah. Tal vez la poesía hace que la brecha entre autor y personaje se confunda, como si ambos compartieran el mismo ADN. Obviamente (o tal vez no), esto es falso. Chirinos Cúneo está dentro de Idiota del Apocalipsis, pero en calidad de creador, inventando un ser salvaje e inocente, el summum del idiota, desmedido y visionario, que va dando tumbos por una Lima tan descolorida que deben ser los elementos que la componen quienes le otorgan color; este es un rasgo llamativo del libro: la superposición en la clásica Lima gris de una gama de colores que le otorgan una luminosidad desgastada, ruinosa, llena de sinsentido, carente de orientación, como si quisiera hipnotizar al paseante errático; he aquí uno de los planteamientos estéticos de Chirinos Cúneo, su intuición para construir imágenes llenas de lo que podría llamarse una aberración cromática y componer una ciudad alucinada, sucia, poblada de elementos que nos resultan familiares pero que, a su vez, nos llegan distorsionados por la visión del personaje, asumidas como peculiaridades de una percepción única y trasferible solo a través del poema, y por lo mismo, valiosas por ser extrañas, experiencias sensoriales nuevas, criaturas del trance y el compromiso sagrado con la sinceridad; todos estos elementos producen un shock en el lector, quien sale del poema habiendo estimulado las fibras de su sensibilidad estandarizada:

Era otoño, neblina

Y las ramas parecían hierros vidriosos

Sobre blancos malecones derruidos.

Y las hojas en otoño parecían

Viejas flacas de papel antiguo.

Era un pálido ahogado

En turbias aguas verdes, desteñidas.

Era otoño como una biblia floja

En rosados cartones zozobrantes.

El idiota, como puede suponerse, nos da su versión de los hechos; incluso tiene la capacidad de interpelar a su sistema nervioso por ser el causante de la distorsión con la que percibe la realidad y lo vuelve un ser solitario por ser único (“Oh cerebro nervio, espectro y aterrante,/ vomitas rojos rudos y azules luciferes!”); descarga lo que le aqueja, pero se cuida de no hablarnos de poesía porque es lo que, de por sí, está dando vueltas y lo impregna todo y es inútil mencionarla; sería tan obvio como decir: ¡mírenme, estoy respirando! Y hay también mucha soledad, la cual es el combustible para la sexualidad que recorren los poemas, esta tensión entre ser y no ser una bestia, como si en el idiota sobrevivieran rezagos de una humanidad desaprendida; este, junto a la aberración cromática, es el otro eje de la poética de Chirinos Cúneo en su único libro; por ello, no resulta extraño que el poema más antologado de Idiota del Apocalipsis (el más sincero y libre, también) sea «Cenicienta», el cuadro de un encuentro sexual con la empleada de la casa materna, según se ha dicho en algunas reseñas, quizá una violación (¿??????????) o un acto de seducción donde imperan las pulsiones más primitivas del protagonista, aquellas que lo aproximan a su yo más puro, todo lleno de alusiones a una brutalidad desenfrenada, licantrópica (“Mis colmillos de perro echando baba, […] mis pelos de lobo helado en brujos cráteres lunáticos”), aunque, según veo, también puede ser un poema de la sexualidad infantil, donde el idiota hace una regresión a una fase superada, en la cual la madre (la sirvienta del hijo, la de pechos derrumbados) es erotizada y poseída, todo lo cual puede potenciarse ante la evidencia de otras características, como la del padre, edípicamente mutilado en los poemas. Cada golpe del idiota es motivo de admiración, pero no en el instante del hecho, donde podría hacérsenos incomprensible, reprobable, incluso, sino mucho después, en el momento preciso en que sus actos se convierten en el poema.

IV

El payaso azul

Pobres. Unos muñecos pobres descoyuntados”, nos dice el idiota, doliéndose de los seres que pueblan la ciudad y que le salen al paso en un desfile decadente, de las “rameras blancas entre vahos azules”, de la propia Lima “aterida de otoño bajo azules vómitos de nieve”. Se duele de todos, menos de sí mismo. El poema final, aquel que le da título a la colección, es una especie de testamento vital, de ascenso y caída como un Ziggy Stardust sin cortesanos y cuyo único éxito es el de reconocerse como poeta, generador de una belleza incomprensible por estar desfigurada y revolver el estómago a los demás. “Soy un payaso apestoso. Un higiénico malo, carezco de toda novia posible. No pertenezco al bello grupo de los monstruos ni de los hábiles”, asegura. Sus palabras son el reconocimiento de una derrota anunciada, pero también deseada. Su idiotez es profética; su falta de aprecio por otra cosa que no sea la poesía que resguarda como a una dama, lo hace ser feliz en el instante de su derrumbe. En ese conjunto poco conocido de coplas escritas en 1936 titulado La campana Catalina, el joven Martín Adán nos plantea la misma tensión del poeta arquetípico, aquel a quien, a pesar de sufrir por su don, nunca se le cruza por la cabeza renunciar a él: “¡Esta música maldita/ que no acaba y que no acabe!…/ ¡Ay, manera de matar,/ que no mata lo bastante”. Y es lo que suelo ver en Idiota del Apocalipsis cada vez que lo leo, una larga despedida del idiota en cuanto personaje de Chirinos Cúneo, un acercamiento al fuego, esa matriz de colores e inflexiones, que deforma y reduce, que sublima y purifica. En la misma carta que cité líneas arriba, Bracciolini consigna las palabras finales de Jerónimo de Praga: “Ven acá y haz brillar el fuego ante mis ojos, si en verdad hubiera tenido miedo de él, nunca habría venido”. La imagen que propongo a continuación me la sugiere el inicio del poema final; el payaso azul y el coito amarillo; en otra parte del libro se alude al “poema rojo”; en estos tres colores veo transfigurarse una llama, como cuando encendemos un fósforo y se hace la luz en la oscuridad de las horas tardías; la división de los colores conforman una arquitectura efímera; obviamente, el color azul, el que se adjudica el mismo poeta, es el que se forma por una combustión total, y es el lugar que alcanza la temperatura más alta, pero se mantiene en la parte baja de la llama, relegado a una breve extensión; el payaso azul es el que consigue la combustión completa, la consumición máxima, la que genera el cambio y es la base del hecho en sí. Nosotros, desde nuestras butacas, asistimos al incendio con embeleso, solemos notar lo amarillo y lo rojo de la llama, y cuando el fuego se ha ido, lo encendemos una vez más; así, la lectura es este encender sin fin, y el poeta es lo que no está en ningún lugar sino en su obra.

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Ensayo sobre Juan Parra del Riego

Juan Parra del Riego: la revalorización

del poeta expatriado

Por Manuel Alonso Navazar

Actualmente, en los círculos literarios uruguayos, hablar de Juan Parra del Riego significa hablar de un poeta nacional. No obstante, este poeta de vida breve —fallecido a los treinta y un años— nació en la ciudad peruana de Huancayo un 20 de diciembre de 1894 (dos años después de Vallejo) y el escaso interés que su obra ha suscitado en los críticos e investigadores que se han ocupado en forjar nuestra tradición literaria lo convierte en un claro ejemplo de aquel apotegma —incuestionable para muchos— que sostiene que “nadie es profeta en su tierra”.

Si bien sus dos poemarios más importantes los publicó en Montevideo, la relevancia artística de Parra en el proceso de construcción de nuestra identidad literaria es innegable. A los dieciocho años —llegó a Lima cuando tenía ocho— obtuvo el primer lugar en un certamen poético organizado por la Municipalidad de Surco gracias a su Canto a Barranco, un poema integrado por doce sonetos de estilo modernista que cantan al ambiente melancólico y a la vez seductor de aquel histórico distrito: “Mar de Barranco, mar meditabundo, / mar triste, mar sin velas, mar dormido, / mi dolor es amargo y es profundo / porque al verte tu pena he cogido”. A los veintiún años, estrenó en un teatro de Barranco una obra satírica de su autoría titulada La verdad de la mentira, a la par que colaboraba en algunas publicaciones periódicas (como la revista Balnearios) y participaba activamente en diversas tertulias artístico-literarias. Asimismo, animado por su hermano Domingo, llegó a formar parte de algunos cenáculos literarios organizados por el Grupo Norte, junto a personalidades como César Vallejo, Antenor Orrego y Alcides Spelucín, siendo, incluso, quien llegó a bautizar a dicho grupo como “La Bohemia de Trujillo”. Sin embargo, a pesar de ir haciéndose de un nombre en el contexto literario de su tiempo, su espíritu aventurero e inconformista lo llevó a salir del Perú en busca de nuevas experiencias y fue así que en 1916 enrumbó a Chile (en donde conoció y trabó amistad con Gabriela Mistral), para luego dirigirse hacia Argentina y Uruguay, país en el que decidió afincarse. Respecto a ese afán de abandonar el país para adentrarse en nuevas vivencias, es importante tener en consideración que Parra se caracterizó por tener una actitud inconformista. Hombre dado a la aventura, el poeta sintió siempre esa necesidad de vivir a plenitud, inspirado tal vez por esa misma actitud vital que definió también a su ídolo José Santos Chocano (1875-1934), quien llegó a tener una vida casi novelesca. Los siguientes versos correspondientes a “Mañana con el alba”, poema perteneciente a sus Himnos del cielo…, son un reflejo de esa actitud que Parra tuvo frente a la vida: “Maquinista o acróbata, marinero o ladrón / yo partiré mañana, madre mía. Es pasión. / Es instinto este loco deseo de partir”.

Es conocido, asimismo, el viaje que hizo a Europa en 1922. Allí, de todos los países que llegó a visitar, eligió Francia para establecerse por unos días con la intención de conocer de cerca el impacto de los movimientos de vanguardia y, en especial, el propiciado por el futurismo, al cual lo introdujo el también poeta Jules Supervielle (1884-1960), su amigo y mentor que se encargó incluso de brindarle alojamiento. Fue así que en adelante adoptaría ciertos rasgos de la estética futurista para llevar a cabo la renovación de su estilo poético. Paradójicamente, su estadía en París no solo lo llevaría a nutrir sus cualidades artísticas, sino que también coincidirá con el padecimiento de los primeros síntomas de la tuberculosis, enfermedad que llegaría a minar sus pulmones hasta llevarlo a la muerte tres años después.

Tras su regreso a Montevideo se ocupa en la redacción de artículos y crónicas para diversas publicaciones como Calibán y Boletín de Teseo, y edita sus dos poemarios más significativos: Himnos del cielo y de los ferrocarriles (1924) y Blanca Luz (1925). Ya antes, entre 1922 y 1924, había publicado en distintas revistas una serie de poemas conocidos con el nombre genérico de Polirritmos, en los cuales hizo uso de una métrica y una rima irregulares que, no obstante, no los privaron de hacer ostensible ese carácter musical que desde entonces llegaría a erigirse como una característica constante de su obra poética (destaca el polirritmo dedicado a Isabelino Gradín, futbolista uruguayo por quien llegó a profesar una gran admiración). En 1925, de la mano de una actividad literaria constante, alimentada por la consciencia de una muerte cercana, llegó también su unión en matrimonio con la joven poeta Blanca Luz Brum, once años menor que él y a quien ya había conocido cuatro años atrás, antes de su viaje a Europa (se cuenta que Parra tuvo que raptarla del convento en el que su familia la había recluido, para así poder consumar su amor). Aquella mujer, quien habría de convertirse en el gran amor de su vida, llegó a darle un hijo de nombre Eduardo, al que Parra pudo conocer solo seis días debido a la inminente llegada de la muerte. Esta habría de llevárselo consigo a sus cortos treinta y un años, a poco menos de un mes de cumplir los treinta y dos.

Precisamente fue Blanca Luz quien inspiró la creación de su último poemario del mismo nombre. En este libro, de corte casi confesional, Parra edifica sus versos a partir de una reflexión hecha en torno a ese amor que profesa hacia la amada. En el prólogo del libro, fechado el 2 de septiembre del año de la muerte del poeta, confiesa que su escritura significó un paliativo frente al horror de la muerte cercana, a la vez que afirma que los versos inscritos en él son un reconocimiento a la significación que el amor de Blanca ha tenido en su vida. En “La calle está muerta”, tal vez el poema más conmovedor del libro, confiesa:

La calle está muerta desde que te vi,

Nada miro … paso … voy soñando en ti.

Pasan mis amigos,

las mujeres cruzan,

fantasmas extraños

que se desmenuzan.

Y llegando y nunca llegando

ando …

Vivo en otra calle del desvanecer

y el ir sollozando

con mi corazón

como una caja de música que no sé adónde poner.

La calle está muerta desde que te vi

nada miro. . . paso. . . voy soñando en ti.

En este poema podemos notar que subyace el tópico romántico que concibe al amor como una vía de acceso hacia una realidad en la que solo la imagen de la amada es capaz de adquirir un sentido, diluyendo todo aquello que exista alrededor. No obstante, a pesar del lugar común, la voz lírica logra conmover gracias a la musicalidad que el poeta impregna en sus versos y a la destreza con la que exhibe ese carácter intimista que le es peculiar y que se erige como uno de los rasgos preponderantes del libro.

El deceso de Parra conllevó a que el presidente uruguayo José Serrato decretara duelo nacional. Hoy, en el corazón de Montevideo, hay una calle y una plaza que llevan su nombre. En esta última, un busto del poeta recibe a los visitantes que, de seguro, en su gran mayoría, imaginan al hombre que sirvió de modelo como un uruguayo de pura cepa, sin tener en cuenta que, hacia el oeste, a casi 4700 kilómetros de distancia, hay un país que nunca se preocupó por rescatar su memoria para hacerla parte de una tradición literaria conformada por otros poetas que en su momento optaron también por abandonar el país (Vallejo, Eielson, Moro) para ampliar sus universos creativos o lograr el reconocimiento anhelado.            

No obstante, considero que Parra, antes que poeta, merecería ser recordado como un hombre que supo vivir y que decidió afrontar con valentía la responsabilidad de forjarse una vida plena a pesar de las limitaciones que su precaria salud le imponía. Tal vez, de habérsele llegado a ocurrir la elección de un epígrafe para ser inscrito en su lápida, habría optado por aquel verso que incluyó en el poema que dedicó a Walt Whitman, perteneciente a su libro Himnos del cielo…: “¡la fuerza es ir locos de confianza hasta el fin!”

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Reseña: “ana c. buena” de Valeria Román Marroquín

Impresiones e impresiones

sobre ana c. buena

Por Cristhian Briceño

I

En los últimos años vengo atravesando por una racha de excelentes ensayistas mujeres: Cinthya Ozick y Metáfora y memoria, Norah Ephron y El cuello no engaña, Simone Weil y A la espera de Dios, Virginia Woolf y Horas en la biblioteca, Zadie Smith y Cambiar de idea, etc. Textos impecables, imaginativos, que develan una visión privilegiada, minuciosa de los hechos: cada apunte, cada conclusión, se le escaparía al observador ocasional de la misma forma inexplicable (y explicada) con que la tortuga logra eludir a Aquiles hasta que ambos se estancan en el infinito. Era tan obvio y alguien más ha debido venir a decírtelo porque difícilmente podrías haberlo advertido sin su ayuda. Esa verdad develada o vuelta a develar contiene, en cierta medida, el valor del texto; aunque si hablamos de un poema, quizá cabría pensar que la verdad es lo instintivo, aquello que, de antemano, le pertenece a los sentidos de cada quien, y quien escribe el poema ensaya otra verdad que simula anteceder a nuestros sentidos y nos hace dudar. La calidad de esa simulación significa, también, el logro del poema. En “Trece maneras de ver un mirlo”, por ejemplo, Wallace Stevens nos confronta con algo sumamente común: un ave enmarcada en el paisaje rural, a una distancia propicia; Stevens, a partir de esto, construye lo que al parecer son una serie de instrucciones que parten de lo obvio a lo trascendente, como si el poema intentara educar a nuestros sentidos, construyendo no una verdad alternativa, poética, sino anticipándose a nuestra intuición, a nuestra corazonada. Algo similar ocurre en “refriega” (p.15), uno de los poemas de ana  c. buena, el nuevo libro de Valeria Román Marroquín (Lima, 1999); una acción cotidiana se repite hasta develar “los rastros del agotamiento”: el acto de refregar, conforme avanza el poema, se va complejizando y atrae hacia sí un conjunto de características que, según advierto, no pretenden la denuncia por la imposición de un quehacer, sino más bien conforman una coreografía de la acción, una inspección de su mecanismo, descubriéndonos que al final de la acción, en el desgaste manifiesto del sujeto que la realiza, se encuentra el hecho estético, no en las condiciones o en el agente que la propicia. La voz en “refriega” nos demanda una labor, ensaya un adoctrinamiento, intentando con esto la interpelación a un orden al que se alude en el libro y al cual el personaje se enfrenta: no encuentra mejores armas que unos poemas notables. Con esto quiero decir que la impronta contestataria se diluye en la forma y da paso al poema en sí, al logro estético. El mensaje, la conclusión sociológica a la que quiera llegarse tras la lectura del libro está muy por debajo de lo conseguido en cuanto al lenguaje mismo; los poemas no necesariamente crecen verticalmente, acumulando un sentido que luego puede examinarse y alinearse con algún hecho de la realidad, sino que crecen horizontalmente, donde cada verso despliega un virtuosismo reconocible con facilidad y estabiliza el potencial del poema, lo sustenta y consigue hacerlo memorable. Estas cualidades pueden advertirse con mayor nitidez en los tres poemas de Valeria Román aparecidos en el nº 68 de la revista Hueso Húmero; poemas maduros con una dicción que no deja lugar al equívoco, donde incluso la disposición versal realza las cualidades del discurso (carnes rojas pieles sintéticas/ en el corazón de una sociedad/ compuesta principalmente cualitativamente por metal y melancolía, el hombre racional piensa/ su triunfo sobre la manufactura). Con esto quiero decir que el nuevo libro de Valeria Román no debería ser leído como la continuación de una tradición proletaria, social o, peor aún, femenina. Es algo nuevo, prometedor, ciertamente. El mismo rótulo de poesía escrita por mujeres debería caer en desuso a partir de este libro (“aburrida de la tradición”, nos confiesa la autora). No ha sido involuntaria la especificación de ensayistas mujeres que coloqué al principio; emplear ese adjetivo es, en cierta forma, confinar. A diferencia de la poesía escrita por mujeres, femenina o feminista (-apunte controvertido-) de los años ochenta, la valla del recato o el escándalo está salvada. No hay mensaje en las páginas de ana c. buena, no hay doctrina, sino algo que se acerca, felizmente, a la poesía.

y II

Se habla de hambre luego de que se habló de cocina e insumos. La primera parte es un registro del comer diario y común, de la alimentación y cómo el personaje se aproxima a ella y cómo el cocinar le otorga una cualidad, una identidad, un destino. Nos ofrece su punto de vista en cuanto al acto de preparar los alimentos: “los garbanzos los aderezo/ a fuego lento dejo/ que agarren el sabor de todo lo demás” (p.13). No es solo la ingesta para sobrevivir, sino el sabor, la potenciación de los insumos, el hecho de lograr lo mejor de ellos, mucho con demasiado poco. “¡Queremos novedad!”, nos dice más adelante. No obstante, este primer discurso es más bien una demanda, en cuanto el acto de cocinar suprime cualquier otra acción, incluso la de hablar: “parece ser cierto que nadie/ quiere escuchar a una mujer quejarse de los pilares de la teoría” (p.14). Esto nos lleva a preguntarnos: ¿a qué se refiere con ese tener hambre en la segunda sección del libro? Las interpretaciones son variadas, y no es mi deseo contradecirme con lo dicho antes, aquello de que los poemas de ana c. buena no los situaría como denuncias contra cualquier régimen de la realidad. “No puedes alimentar a nadie/ con palabras brillantes// un objeto así de bello/ no es posible de comer” (p.23). En todo caso, podría decir que la primera y la segunda parte funcionan como una teoría y una práctica fallida, y el saldo de esto es la imposibilidad de llevar a cabo el acto de ingesta, de aquello que logre apaciguar el descontento; por ello siempre hay un vacío en la protagonista, algo, sin duda, frustrante, pero es en esta situación donde se encuentra la fuerza para poetizar, su justificación: “he sido bastante paciente/ durante todo este tiempo/ y sin embargo sigo masticando saliva/ sigo hambrienta” (p.21). La metáfora del hambre se consolida, entonces, a partir de la acumulación de referencias fisiológicas (“bombeando sanguínea hacia/ el pulgar índice medio”, “documentar el terror/ es documentar la estructura/ de un cuerpo hambriento”), uno de los motivos centrales en la obra de Valeria Román y que ya eran reconocibles en su libro anterior, Matrioska (2018). De la tercera parte del libro no digo nada, porque funciona como una coda, distante, metapoética; es la voz en off que comenta lo ya expuesto en las dos secciones precedentes y cierra el ciclo, termina de perfilar un personaje. En ana c buena, Valeria Román consigue un registro propio y disuelve, con pericia, sus influencias, las oculta bajo las capas de su propia pintura, hace que advertirlas y reconocerlas sea un trabajo complejo y, en última instancia, innecesario (en esto se parece a otra de mis autores/autoras favoritas, Ana Carolina Zegarra, en La vida después de la supervida). He allí lo valioso: saber llegar y que todos se pregunten cómo lo ha hecho.

Datos del libro reseñado:

Valeria Román Marroquín

ana c. buena

Taller Editorial La Balanza, 2021, 44 pp.