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Reseña: “Idiota del Apocalipsis” de Guillermo Chirinos Cúneo

El idiota de Idiota del Apocalipsis

Por: Cristhian Briceño Ángeles

I

Un poeta es, en definitiva, un idiota, de la misma forma que un santo es, en la mayoría de los casos, un chiflado en grado sumo dispuesto a ceñirse aún más el cilicio oxidado que lleva alrededor del muslo o a salir volando por la ventana de su celda, porque así lo ordena Dios. Un poeta es un idiota profesionalizado y a tiempo completo, el incomprendido, el idiot savant en carne y hueso y sombra y mugre, alguien cuya genialidad se mide por cuánto tiempo puede soportar el muro de la realidad derrumbándose una y otra vez sobre su reblandecida humanidad. Nadie quiere esa condena, nadie en su sano juicio. Y es precisamente esta condición la que conmueve al hipotético lector, incluso antes de haber leído nada de este idiota; el poema es solo una confirmación de lo que esta genialidad aparente intenta hacer inteligible. La lejanía del poeta es una puesta en escena de su valor, pero esta lejanía es también lo que lo mantiene fuera de órbita, donde solo unos pocos pueden apreciarlo en su justa dimensión. De cualquier manera, su infelicidad  es solo el elemento anecdótico. Este poeta, a mi parecer, podría ser el verdadero poeta, el sufriente de su arte, un arte que, en este caso, es un órgano más de su cuerpo, propenso a enfermar y a arrastrar a todo el resto de su organismo. Este es el poeta, un idiota genial, alguien que a pesar de ser el centro mismo del desastre puede rescatar, para los demás, lo valioso de la poesía con una sola de sus manos emergiendo a la superficie, un ser ridículo en su empecinamiento, alguien que asume su condena con un entusiasmo que podría ser fácilmente la prolongación de la angustia. No teme (al parecer): el temor ha sido suprimido de su biografía; y si teme es solo un sentimiento residual de su conciencia, la contradicción que propicia una semejanza con el común, con todos los demás, con el lector. La lectura de una carta que el humanista italiano Pogglio Bracciolini le remite en 1416 a su amigo Leonardo Bruni (el autor de la Vita di Dante y la Vita di Petrarca) y en la que le relata las instancias del proceso contra Jerónimo de Praga me sirve para graficar la idea:

Ningún estoico fue jamás de ánimo tan constante, tan fuerte en soportar la muerte, como éste parece haberla arrostrado. Cuando llegó al lugar de la ejecución, él mismo se desnudó de los vestidos y, luego, postrándose en una genuflexión, veneró el leño al que fue atado, primero con cuerdas humedecidas, y después con cadenas; entonces le pusieron alrededor hasta el pecho enormes pedazos de maderas mezclados con paja. Apenas se encendió la llama se puso a cantar un himno que sólo el humo y el fuego pudieron interrumpir”.

Es precisamente esta negligencia lo que alarma nuestra normalidad, son todas estas conductas contraindicadas por nuestro sentido común las que atraen poderosamente nuestra atención. Entrar al fuego como si se naciera, en efecto, tras el fuego es un asunto delicado, por eso siempre nos hará volver la mirada, afinarla, para no perder un segundo de ese espectáculo tan desacostumbrado como bello. Se admira más a Sócrates por haberse bebido la cicuta a pesar del llanto y las maldiciones de Apolodoro, a Nelson por haber combatido manco, tuerto y herniado en Trafalgar, a Simone Weil por haber decidido solidariamente no probar bocado en su lecho, a pesar de su salud vidriosa, a Daniel Alcides Carrión por haberse inoculado voluntariamente sangre contaminada con verruga peruana para después recostarse y tomar notas de su infierno portátil.

II

De Guillermo Chirinos Cúneo se sabe poco, menos, incluso, de lo que sabemos del conde de Saint-Germain después de su muerte o de Kaspar Hauser antes de aparecer de la nada; lo que queda de su vida está contenido en poco más de media docena de páginas web con biografías raquíticas, entrevistas mal redactadas, sumarios catálogos de anécdotas que parecen construidos para reafirmar la idea de que se trataba de un entrañable/peligroso/sufriente antisocial, es decir, todo lo que hace falta para generar un mito local y restringido a la  delgada comunidad de lectores de poesía en el Perú. En eso se resume su paso por el mundo. No digo que sea poco, pero quienes hemos leído sus poemas nos contagiamos de una cierta indigencia biografista, una curiosidad a veces insana por saber qué más hizo, además de, supuestamente, haber destruido, aconsejado por su hybris, la máquina de escribir de Rodolfo Hinostroza. Verlo caer, saberlo un idiota, es una forma de hacerlo humano, a pesar de que su condición de poeta lo coloque un escalafón arriba del común, como si Dios intentara compensar sus dones, de la misma forma que Conan Doyle le otorga a su querido Holmes, además de la genialidad deductiva, una adicción a la cocaína y la soledad de su apartamento en Baker Street. Así, sabemos, p. ej., que 1. Chirinos Cúneo estuvo internado en clínicas psiquiátricas, 2. que fue su madre quien publicó su brevísima colección de poemas titulada Idiota del Apocalipsis (1967), la única que fue entregada a imprenta, 3. que aparece en una foto incomprobable junto a Juan Ojeda (otro poeta con rasgos psicóticos y completamente poseído por la poesía, según podemos saber a partir de los fragmentos reducidos, cuasi-presocráticos, de su vida relatada por terceros), 4. que gustaba vestir de terno blanco, como para que la vorágine de sus noches en el Centro de Lima encuentre un lienzo impecable donde manifestarse… Todo esto, sin embargo, es lo predecible, el espectáculo en torno a.

III

Un error que se replica a la velocidad de un virus es suponer que el autor de un poema es, también, el protagonista del poema. Luis Hernández es Billy the Kid, v. gr., Antonio Cisneros vivió dentro de una ballena que era su propia casa/barrio/ciudad conflictuados. Bah. Tal vez la poesía hace que la brecha entre autor y personaje se confunda, como si ambos compartieran el mismo ADN. Obviamente (o tal vez no), esto es falso. Chirinos Cúneo está dentro de Idiota del Apocalipsis, pero en calidad de creador, inventando un ser salvaje e inocente, el summum del idiota, desmedido y visionario, que va dando tumbos por una Lima tan descolorida que deben ser los elementos que la componen quienes le otorgan color; este es un rasgo llamativo del libro: la superposición en la clásica Lima gris de una gama de colores que le otorgan una luminosidad desgastada, ruinosa, llena de sinsentido, carente de orientación, como si quisiera hipnotizar al paseante errático; he aquí uno de los planteamientos estéticos de Chirinos Cúneo, su intuición para construir imágenes llenas de lo que podría llamarse una aberración cromática y componer una ciudad alucinada, sucia, poblada de elementos que nos resultan familiares pero que, a su vez, nos llegan distorsionados por la visión del personaje, asumidas como peculiaridades de una percepción única y trasferible solo a través del poema, y por lo mismo, valiosas por ser extrañas, experiencias sensoriales nuevas, criaturas del trance y el compromiso sagrado con la sinceridad; todos estos elementos producen un shock en el lector, quien sale del poema habiendo estimulado las fibras de su sensibilidad estandarizada:

Era otoño, neblina

Y las ramas parecían hierros vidriosos

Sobre blancos malecones derruidos.

Y las hojas en otoño parecían

Viejas flacas de papel antiguo.

Era un pálido ahogado

En turbias aguas verdes, desteñidas.

Era otoño como una biblia floja

En rosados cartones zozobrantes.

El idiota, como puede suponerse, nos da su versión de los hechos; incluso tiene la capacidad de interpelar a su sistema nervioso por ser el causante de la distorsión con la que percibe la realidad y lo vuelve un ser solitario por ser único (“Oh cerebro nervio, espectro y aterrante,/ vomitas rojos rudos y azules luciferes!”); descarga lo que le aqueja, pero se cuida de no hablarnos de poesía porque es lo que, de por sí, está dando vueltas y lo impregna todo y es inútil mencionarla; sería tan obvio como decir: ¡mírenme, estoy respirando! Y hay también mucha soledad, la cual es el combustible para la sexualidad que recorren los poemas, esta tensión entre ser y no ser una bestia, como si en el idiota sobrevivieran rezagos de una humanidad desaprendida; este, junto a la aberración cromática, es el otro eje de la poética de Chirinos Cúneo en su único libro; por ello, no resulta extraño que el poema más antologado de Idiota del Apocalipsis (el más sincero y libre, también) sea «Cenicienta», el cuadro de un encuentro sexual con la empleada de la casa materna, según se ha dicho en algunas reseñas, quizá una violación (¿??????????) o un acto de seducción donde imperan las pulsiones más primitivas del protagonista, aquellas que lo aproximan a su yo más puro, todo lleno de alusiones a una brutalidad desenfrenada, licantrópica (“Mis colmillos de perro echando baba, […] mis pelos de lobo helado en brujos cráteres lunáticos”), aunque, según veo, también puede ser un poema de la sexualidad infantil, donde el idiota hace una regresión a una fase superada, en la cual la madre (la sirvienta del hijo, la de pechos derrumbados) es erotizada y poseída, todo lo cual puede potenciarse ante la evidencia de otras características, como la del padre, edípicamente mutilado en los poemas. Cada golpe del idiota es motivo de admiración, pero no en el instante del hecho, donde podría hacérsenos incomprensible, reprobable, incluso, sino mucho después, en el momento preciso en que sus actos se convierten en el poema.

IV

El payaso azul

Pobres. Unos muñecos pobres descoyuntados”, nos dice el idiota, doliéndose de los seres que pueblan la ciudad y que le salen al paso en un desfile decadente, de las “rameras blancas entre vahos azules”, de la propia Lima “aterida de otoño bajo azules vómitos de nieve”. Se duele de todos, menos de sí mismo. El poema final, aquel que le da título a la colección, es una especie de testamento vital, de ascenso y caída como un Ziggy Stardust sin cortesanos y cuyo único éxito es el de reconocerse como poeta, generador de una belleza incomprensible por estar desfigurada y revolver el estómago a los demás. “Soy un payaso apestoso. Un higiénico malo, carezco de toda novia posible. No pertenezco al bello grupo de los monstruos ni de los hábiles”, asegura. Sus palabras son el reconocimiento de una derrota anunciada, pero también deseada. Su idiotez es profética; su falta de aprecio por otra cosa que no sea la poesía que resguarda como a una dama, lo hace ser feliz en el instante de su derrumbe. En ese conjunto poco conocido de coplas escritas en 1936 titulado La campana Catalina, el joven Martín Adán nos plantea la misma tensión del poeta arquetípico, aquel a quien, a pesar de sufrir por su don, nunca se le cruza por la cabeza renunciar a él: “¡Esta música maldita/ que no acaba y que no acabe!…/ ¡Ay, manera de matar,/ que no mata lo bastante”. Y es lo que suelo ver en Idiota del Apocalipsis cada vez que lo leo, una larga despedida del idiota en cuanto personaje de Chirinos Cúneo, un acercamiento al fuego, esa matriz de colores e inflexiones, que deforma y reduce, que sublima y purifica. En la misma carta que cité líneas arriba, Bracciolini consigna las palabras finales de Jerónimo de Praga: “Ven acá y haz brillar el fuego ante mis ojos, si en verdad hubiera tenido miedo de él, nunca habría venido”. La imagen que propongo a continuación me la sugiere el inicio del poema final; el payaso azul y el coito amarillo; en otra parte del libro se alude al “poema rojo”; en estos tres colores veo transfigurarse una llama, como cuando encendemos un fósforo y se hace la luz en la oscuridad de las horas tardías; la división de los colores conforman una arquitectura efímera; obviamente, el color azul, el que se adjudica el mismo poeta, es el que se forma por una combustión total, y es el lugar que alcanza la temperatura más alta, pero se mantiene en la parte baja de la llama, relegado a una breve extensión; el payaso azul es el que consigue la combustión completa, la consumición máxima, la que genera el cambio y es la base del hecho en sí. Nosotros, desde nuestras butacas, asistimos al incendio con embeleso, solemos notar lo amarillo y lo rojo de la llama, y cuando el fuego se ha ido, lo encendemos una vez más; así, la lectura es este encender sin fin, y el poeta es lo que no está en ningún lugar sino en su obra.

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