Francois Villanueva, lo rural perturbado
Por C. Briceño A.
Volví a leer Los bajos mundos (2021), en la edición impresa que el autor, Francois Villanueva Paravicino (Ayacucho, 1989), ha tenido a bien hacerme llegar. El argumento es bastante sencillo, y comprende la historia del amor y desencuentros entre Fidel Larco Astete, un joven estudiante con afectaciones románticas, y Celia Camelia, una vulnerable prostituta de cantina; en las tramas secundarias nos encontramos con una serie de personajes del lumpen provinciano, más precisamente de la convulsionada zona del VRAEM, donde florece la ilegalidad, las luchas territoriales, la degradación y, cómo no, la redención. Esta, sin embargo, es la anécdota, y Francois Villanueva, en no pocas partes de su novela, consigue que el lenguaje vaya de la mano con la narración y que este realce una imagen, que la entregue lista para ser apreciada por el lector; logra, por ejemplo, que el diálogo entre dos personajes se ubique en esa zona en disputa donde lo verosímil y lo inverosímil se superponen y revelan el tormento de un espíritu, su estupidez, su sentido del gusto, su candor o su fortaleza.
Precisamente la novela empieza con una comparación que prefigura la mente del protagonista y nos permite, desde el inicio, ver a través de su mirada deteriorada y lista para irrumpir en los abismos de un mundo de burdeles, alcohol y jolgorio sin sentido:
Podía ser la embriaguez de Fidel Barco Astete lo que transfiguraba la belleza de Celia Camelia, así como una gargantilla deslumbra más sumergida en un arroyo cristalino a la orilla del camino (p. 1).
En pocas palabras, el narrador ha dejado establecido que la realidad está siendo percibida a través de un velo que la deforma, la destaca, y el lector, como el hombre que de repente se ve atraído por ese brillo subacuático, es obligado a detenerse y considerarla, y comprobar, con su lectura, de qué se trata. En esta primera línea queda evidenciado, también, el tono lúgubre de la historia, la cual, a pesar de serlo, tiene breves destellos de dicha, tal vez falsa como podría ser la joya aludida. Esa imagen del agua corriente que deforma el objeto calza precisa con la descripción de la embriaguez del protagonista, consigue hacernos comprender que la percepción de Fidel Larco lo obliga a apreciar la realidad a otra velocidad, y por ello, más adelante, entendemos la evolución del personaje, sus carencias emocionales, sus padecimientos psíquicos. Esta velocidad es también una marca en la prosa del autor; en un comentario anterior, había apuntado que la prosa de Francois Villanueva me recordaba a un poema que estaba a punto de truncarse; se trata, pues, de una escritura ostentosa, de coloraturas desbordantes, llena de adjetivos muchas veces innecesarios o indistintos, pero que se parecen a la estética de sus personajes, a sus formas de vestir, de interactuar, de construir una reflexión: todo lo que entienden por belleza y lo cercano que se encuentra este concepto, en sus imaginarios, con el exceso y la perturbación. Dice el narrador, más adelante:
Sabía que la ilusión que albergaba era una espada de doble filo; arruinaría su matrimonio por un sentimiento arcaico pero flamante, y se entregaría a las llamas de una pasión acaso ilimitada. Deseaba abrazarla, besarla y amarla. Encandilado sin remedio con lo prohibido, dulce terrón de azúcar en un paladar acerbo, se embriagaba en un deseo que crecía como un volcán (p. 48).
Y es que la ingenuidad del amor que siente el protagonista da la impresión de ser resistente a la lógica del narrador, y contamina su punto de vista de la misma forma que un personaje de Dostoievski parece vulnerar toda autoridad dentro del relato y por ello su voz, en forma de diálogo, se dilata durante varias páginas, incluso se vuelca él mismo a proseguir el recuento de los hechos, sin que nada pueda hacerse para contener el patetismo de sus elucubraciones. Es una incontinencia de buena fe la de Francois Villanueva, sincera, en la que el protagonista, ayudado por el narrador, encuentra una forma de probar que su amor es válido siendo exuberante o, en todo caso, que es debido a esa exuberancia que su amor es valioso, porque puede lidiar con ese otro exceso que significa la vida y milagros en los burdeles y salir bien librado, sin palidecer; esto semeja a la forma que tienen algunos animales de rivalizar entre ellos haciendo que sus cuerpos desarrollen apéndices, formas, colores estrafalarios que compiten con la singularidad de la naturaleza circundante y que son, para el ojo humano, grotescos en ciertas ocasiones, y en otras, hermosos. Esa proliferación exuberante de la prosa se sosiega después, y da paso a una voz contenida, en la cual las descripciones son frugales, necesarias, y donde acaso hay espacio para el humor y el contraste entre lo sagrado y lo profano, propio de la idea preconcebida que podemos tener del ambiente rural y que el narrador parece corroborar:
Días después, el padre Santa Cruz viajó a su tierra natal y nunca nadie jamás supo sobre la suerte de tal clérigo. Sería reemplazado por otro padre, Benito Reyes, a quien se le vería al tiempo en una de las cantinas de los Bajos Mundos, bebiendo y disfrutando del ambiente. A este le empezaron a llamar“parroquiano”, en el doble sentido de la palabra (pp. 88-99).
En cuanto a los diálogos, Francois Villanueva consigue muchas veces el efecto naturalista propio de los autores conscientes de las debilidades de sus personajes. Aunque el lector pueda encontrarlos desprolijos por momentos (es mi caso, aunque avanzando el texto me he acostumbrado a ese efecto y he encontrado aciertos donde otros podrían encontrar debilidades), consiguen acercarse no al registro de un habitante de la zona donde transcurren los hechos de la novela, sino más bien se parecen a la voz de sujetos sin importancia aparente, pero valiosos dentro del universo del autor, como miserables condenados a repetir una y otra vez las mismas palabras; las jergas y los modismos no son resaltantes, a diferencia de otras propuestas de la narrativa local contemporánea, como en la obra de Richard Parra, cuyos diálogos nos resultan bastante meditados, puntillistas, y donde se aprecia que la inclusión de barbarismos o procacidades se asume con una técnica depurada de la representación lingüística; la de Francois Villanueva, más bien, parece carecer de método, la técnica de no tener técnica; su valor es, en todo caso, la supuesta intrascendencia, la naturalidad con la que son enunciadas sus voces:
-A mí me puedes hablar de flacas. Es en lo único que soy bueno.
-Más bien, cuéntame por qué te expulsaron del colegio, Dhago.
-Fue hace dos años. Con un grupo de patas conformábamos Los Pinches y éramos una de las pandillas iniciales de la zona. Éramos el Chavo Nández, Zambo, Gallo, Pajla, Laico y otros que nos seguían. Decíamos a cada rato “pinche, puto, culero y cabrón”. Nos gustaba joder a los profes monses. Hacíamos pintas en los baños y hasta en las aulas, nos mechábamos con los faites e íbamos a los Bajos Mundos a chupar y cachar… Salud, compadre… Por eso yo tenía antecedentes en el colegio y los profes me tenían marcado, lo que me incomodó y no lo soporté. Una mañana me tiré la pera en clase de Educación Física y, cuando pensaba colarme para la clase de Historia, el auxiliar Atusparia me pescó y me detuvo. “De dónde chucha viene y por qué huele a cigarrillos. ¿Acaso se ha escapado a fumar?”, me dijo el desgraciado. “Ahora sí haré que tenga una semana de sanción, vamos a la dirección, carajo”, me amenazó. Empezó a jalarme de mis brazos; yo resistí y él insistió; ahí fue que le metí un cabezazo y dos puñetes hasta hacerlo sangrar. La cuestión es que hui, y al día siguiente me expulsaron. Mi viejita me decía que yo era la oveja negra de la familia (pp. 128-129).
A quien le interese, esta construcción de los diálogos alcanza, según mi opinión, su momento más saludable en el libro precedente del autor, un conjunto de relatos titulado Cuentos del VRAEM. En fin, la nueva novela de Francois Villanueva es bastante atendible, y queda en cada quien descubrir sus aciertos más allá de los ya señalados. Por mi parte, me quedo con un relato que inserta el protagonista de Los bajos mundos casi hacia el final de la novela. Se titula Pobreza humana (título dostoievskiano), donde se nos aproxima, con el vértigo propio de los acosados por los demonios de la esquizofrenia, a la psiquis perturbada de Fidel Larco Astete, su caída en la locura y sus laberintos mentales mientras lidia con profesionales médicos deshumanizados e intenta establecerse con bien en la vida universitaria. Lástima que sea una de las partes más breves de la novela.
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Datos del libro reseñado:
Francois Villanueva Paravicino
Los bajos mundos
Editorial Apogeo, 2021, 171 pp.