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Reseña: “Los bajos mundos” de Francois Villanueva

Francois Villanueva, lo rural perturbado

Por C. Briceño A.

Volví a leer Los bajos mundos (2021), en la edición impresa que el autor, Francois Villanueva Paravicino (Ayacucho, 1989), ha tenido a bien hacerme llegar. El argumento es bastante sencillo, y comprende la historia del amor y desencuentros entre Fidel Larco Astete, un joven estudiante con afectaciones románticas, y Celia Camelia, una vulnerable prostituta de cantina; en las tramas secundarias nos encontramos con una serie de personajes del lumpen provinciano, más precisamente de la convulsionada zona del VRAEM, donde florece la ilegalidad, las luchas territoriales, la degradación y, cómo no, la redención. Esta, sin embargo, es la anécdota, y Francois Villanueva, en no pocas partes de su novela, consigue que el lenguaje vaya de la mano con la narración y que este realce una imagen, que la entregue lista para ser apreciada por el lector; logra, por ejemplo, que el diálogo entre dos personajes se ubique en esa zona en disputa donde lo verosímil y lo inverosímil se superponen y revelan el tormento de un espíritu, su estupidez, su sentido del gusto, su candor o su fortaleza.

Precisamente la novela empieza con una comparación que prefigura la mente del protagonista y nos permite, desde el inicio, ver a través de su mirada deteriorada y lista para irrumpir en los abismos de un mundo de burdeles, alcohol y jolgorio sin sentido:

Podía ser la embriaguez de Fidel Barco Astete lo que transfiguraba la belleza de Celia Camelia, así como una gargantilla deslumbra más sumergida en un arroyo cristalino a la orilla del camino (p. 1).

En pocas palabras, el narrador ha dejado establecido que la realidad está siendo percibida a través de un velo que la deforma, la destaca, y el lector, como el hombre que de repente se ve atraído por ese brillo subacuático, es obligado a detenerse y considerarla, y comprobar, con su lectura, de qué se trata. En esta primera línea queda evidenciado, también, el tono lúgubre de la historia, la cual, a pesar de serlo, tiene breves destellos de dicha, tal vez falsa como podría ser la joya aludida. Esa imagen del agua corriente que deforma el objeto calza precisa con la descripción de la embriaguez del protagonista, consigue hacernos comprender que la percepción de Fidel Larco lo obliga a apreciar la realidad a otra velocidad, y por ello, más adelante, entendemos la evolución del personaje, sus carencias emocionales, sus padecimientos psíquicos. Esta velocidad es también una marca en la prosa del autor; en un comentario anterior, había apuntado que la prosa de Francois Villanueva me recordaba a un poema que estaba a punto de truncarse; se trata, pues, de una escritura ostentosa, de coloraturas desbordantes, llena de adjetivos muchas veces innecesarios o indistintos, pero que se parecen a la estética de sus personajes, a sus formas de vestir, de interactuar, de construir una reflexión: todo lo que entienden por belleza y lo cercano que se encuentra este concepto, en sus imaginarios, con el exceso y la perturbación. Dice el narrador, más adelante:

Sabía que la ilusión que albergaba era una espada de doble filo; arruinaría su matrimonio por un sentimiento arcaico pero flamante, y se entregaría a las llamas de una pasión acaso ilimitada.  Deseaba abrazarla, besarla y amarla. Encandilado sin remedio con lo prohibido, dulce terrón de azúcar en un paladar acerbo, se embriagaba en un deseo que crecía como un volcán (p. 48).

 Y es que la ingenuidad del amor que siente el protagonista da la impresión de ser resistente a la lógica del narrador, y contamina su punto de vista de la misma forma que un personaje de Dostoievski parece vulnerar toda autoridad dentro del relato y por ello su voz, en forma de diálogo, se dilata durante varias páginas, incluso se vuelca él mismo a proseguir el recuento de los hechos, sin que nada pueda hacerse para contener el patetismo de sus elucubraciones.  Es una incontinencia de buena fe la de Francois Villanueva, sincera, en la que el protagonista, ayudado por el narrador, encuentra una forma de probar que su amor es válido siendo exuberante o, en todo caso, que es debido a esa exuberancia que su amor es valioso, porque puede lidiar con ese otro exceso que significa la vida y milagros en los burdeles y salir bien librado, sin palidecer; esto semeja a la forma que tienen algunos animales de rivalizar entre ellos haciendo que sus cuerpos desarrollen apéndices, formas, colores estrafalarios que compiten con la singularidad de la naturaleza circundante y que son, para el ojo humano, grotescos en ciertas ocasiones, y en otras, hermosos.  Esa proliferación exuberante de la prosa se sosiega después, y da paso a una voz contenida, en la cual las descripciones son frugales, necesarias, y donde acaso hay espacio para el humor y el contraste entre lo sagrado y lo profano, propio de la idea preconcebida que podemos tener del ambiente rural y que el narrador parece corroborar:

Días después, el padre Santa Cruz viajó a su tierra natal y nunca nadie jamás supo sobre la suerte de tal clérigo. Sería reemplazado por otro padre, Benito Reyes, a quien se le vería al tiempo en una de las cantinas de los Bajos Mundos, bebiendo y disfrutando del ambiente. A este le empezaron a llamar“parroquiano”, en el doble sentido de la palabra (pp. 88-99).

En cuanto a los diálogos, Francois Villanueva consigue muchas veces el efecto naturalista propio de los autores conscientes de las debilidades de sus personajes. Aunque el lector pueda encontrarlos desprolijos por momentos (es mi caso, aunque avanzando el texto me he acostumbrado a ese efecto y he encontrado aciertos donde otros podrían encontrar debilidades), consiguen acercarse no al registro de un habitante de la zona donde transcurren los hechos de la novela, sino más bien se parecen a la voz de sujetos sin importancia aparente, pero valiosos dentro del universo del autor, como miserables condenados a repetir una y otra vez las mismas palabras; las jergas y los modismos no son resaltantes, a diferencia de otras propuestas de la narrativa local contemporánea, como en la obra de Richard Parra, cuyos diálogos nos resultan bastante meditados, puntillistas, y donde se aprecia que la inclusión de barbarismos o procacidades se asume con una técnica depurada de la representación lingüística; la de Francois Villanueva, más bien, parece carecer de método, la técnica de no tener técnica; su valor es, en todo caso, la supuesta intrascendencia, la naturalidad con la que son enunciadas sus voces:

-A mí me puedes hablar de flacas. Es en lo único que soy bueno.

-Más bien, cuéntame por qué te expulsaron del colegio, Dhago.

-Fue hace dos años. Con un grupo de patas conformábamos Los Pinches y éramos una de las pandillas iniciales de la zona. Éramos el Chavo Nández, Zambo, Gallo, Pajla, Laico y otros que nos seguían. Decíamos a cada rato “pinche, puto, culero y cabrón”. Nos gustaba joder a los profes monses. Hacíamos pintas en los baños y hasta en las aulas, nos mechábamos con los faites e íbamos a los Bajos Mundos a chupar y cachar… Salud, compadre… Por eso yo tenía antecedentes en el colegio y los profes me tenían marcado, lo que me incomodó y no lo soporté. Una mañana me tiré la pera en clase de Educación Física y, cuando pensaba colarme para la clase de Historia, el auxiliar Atusparia me pescó y me detuvo. “De dónde chucha viene y por qué huele a cigarrillos. ¿Acaso se ha escapado a fumar?”, me dijo el desgraciado. “Ahora sí haré que tenga una semana de sanción, vamos a la dirección, carajo”, me amenazó. Empezó a jalarme de mis brazos; yo resistí y él insistió; ahí fue que le metí un cabezazo y dos puñetes hasta hacerlo sangrar. La cuestión es que hui, y al día siguiente me expulsaron. Mi viejita me decía que yo era la oveja negra de la familia (pp. 128-129).

A quien le interese, esta construcción de los diálogos alcanza, según mi opinión, su momento más saludable en el libro precedente del autor, un conjunto de relatos titulado Cuentos del VRAEM. En fin, la nueva novela de Francois Villanueva es bastante atendible, y queda en cada quien descubrir sus aciertos más allá de los ya señalados. Por mi parte, me quedo con un relato que inserta el protagonista de Los bajos mundos casi hacia el final de la novela. Se titula Pobreza humana (título dostoievskiano), donde se nos aproxima, con el vértigo propio de los acosados por los demonios de la esquizofrenia, a la psiquis perturbada de Fidel Larco Astete, su caída en la locura y sus laberintos mentales mientras lidia con profesionales médicos deshumanizados e intenta establecerse con bien en la vida universitaria. Lástima que sea una de las partes más breves de la novela.

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Datos del libro reseñado:

Francois Villanueva Paravicino

Los bajos mundos

Editorial Apogeo, 2021, 171 pp.

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Reseña: “Chicas muertas” de Selva Almada

El pantano de lo siniestro

Por Eliana Del Campo

¿Cuál es el camino fácil para narrar la violencia? ¿Existe? Quizás el más transitado tenga recursos comunes que provoquen la conmoción instantánea: un panegírico de la víctima, el recuento de los actos que la conducen a las fauces del asesino, relatar el remedo de vida de los padres luego de la tragedia, describir cómo aún se le llora, entre otras maneras. Selva Almada (Argentina, 1973), en su libro Chicas muertas (Random House, 2015), rechaza de forma tajante esta vía. Huye de todo lugar común y convencionalismo sobre el horror para abrirse paso entre las espesuras de la Argentina rural. Siega, de forma sensible y precisa, los matorrales entre los cuales se esconden los detalles del asesinato de tres muchachas de provincia, durante los años ochenta, y recobra estas historias para sacar a la luz una verdad tan incómoda como universal: no hay lugar seguro para una mujer.

En Chicas muertas, no hay morbo de la desgracia ni superioridad moral. En cambio, hay tres hechos trágicos y un vaho pestilente de misterio e indiferencia. Si bien este libro es escrito muchos años después de los crímenes, Almada no adopta la clásica fórmula detectivesca. La forma en la que su prosa va hilvanando los hechos cautiva al lector por la ausencia de supuestos o juicios de antemano. Su mirada acompaña, mas no pontifica. Sus descubrimientos son, a menudo, atravesados por reflexiones de su dolorosa subjetividad. Se evidencia la pérdida de la inocencia al vislumbrar ese mundo que apenas comienza a conocer y ya se vuelca cruel con las mujeres: “Yo tenía trece años y esa mañana, la noticia de la chica muerta me llegó como una revelación. Mi casa, la casa de cualquier adolescente, no era el lugar más seguro del mundo. Adentro de tu casa podían matarte. El horror podía vivir bajo el mismo techo que vos” (p. 17).

Almada se convierte en la persona que ensambla un coro trágico de voces disonantes. Como periodista, recoge los testimonios de los familiares afectados, forenses, vecinos y testigos. Con ellos teje un relato que no pretende ser, de ninguna forma, algo terminado: el grado de atrocidad y la ausencia de justicia no lo permiten. En vez de ello, la autora reproduce la cotidianeidad de los discursos entre los que la violencia discurre. Recuerda a un mirón del barrio de su infancia: “Era inofensivo. Sólo le gustaba engordar la mirada con esos cuerpos jóvenes y hermosos que se movían en los dormitorios, preparándose para ir a dormir” (p. 139). Reconstruye el habla de chicos que justifican una violación grupal: “A esas calientabraguetas habría que enseñarles” (p. 20). Narra su experiencia con una vidente a quien consulta por los casos: “Cuando la llamo para pedirle una cita, le explico que mi pedido tal vez le resulte inusual: no es por mí por quien quiero verla, sino por tres mujeres que están muertas. Me dice que es más habitual de lo que pienso y arreglamos día y hora” (p. 46). Almada convoca, enfrenta y ofrece estas voces sin adornos: no las exhibe exóticas, no es indulgente. No muestra condescendencia. Lo que muestra es la violencia, tan ubicua como el aire que se respira. Tan áspera como el viento norte que arrasa y, de vez en cuando, descubre una pista esperanzadora: una mandíbula, un testigo clave.

“Sucedieron cosas como estas” es, según Susan Sontag, la clave o el objetivo de Goya al retratar lo macabro en Los desastres de la guerra. “Cosas así suceden” nos susurra Almada en cada página. En Ante el dolor de los demás, Sontag ya advertía sobre los peligros de la sobreexposición de la violencia: la desaparición de la conmoción. O peor incluso: la apetencia por contemplar la degradación. Almada parece plenamente consciente de ello, pues no compromete los principios del buen periodismo, la decencia ni la buena literatura. Muestra sin tapujos el horror que se inscribe en los cuerpos en los momentos en que la historia exige una fotografía: “Estaba semidesnuda y en avanzado estado de descomposición, le habían cortado los pezones y extirpado la vagina y el útero, y la yema de la mayoría de los dedos” (p. 67). Y cuando no, le otorga un silencio. Un paisaje. Una conversación: “No, le pregunto por otra chica: María Luisa Quevedo. ¿También arrojaron su cuerpo acá? –Ah no. A la Quevedo la dejaron por allá” (p.174). Las historias se hacen parte de la misma narradora mientras va recogiendo los huesos de las víctimas, pero también sus sospechas y las ambigüedades que, por siempre, guardarán la incógnita de sus últimos momentos.

Hay instantes en la vida de uno que cambian de forma radical la manera de ver las cosas. Acaso Selva Almada de chica escuchó por la radio la noticia de una joven asesinada en su cama y, sin saberlo, comenzó a escribir este libro. Acaso la lectura de Chicas muertas le proporcione a cada lector una turbación similar, ya sea aquella del reconocimiento de la violencia en uno mismo o la conmoción ante las historias y la frecuencia con que esto sucede. De forma personal, debo aceptar que me produce la admiración por una autora que no solo se aleja del camino fácil, sino que se zambulle en el pantano de lo siniestro y emerge con un libro inolvidable.

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Datos de la publicación:

Selva Almada

Chicas muertas

Literatura Random House, 2015, 187 pp.

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Eliana Del Campo (Trujillo, 1993) es escritora e investigadora social. Estudió la Maestría en Estudios de Género en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Es licenciada en Turismo y bachiller en Ciencias Sociales por la Universidad Nacional de Trujillo. Ha publicado artículos en diversos medios culturales de La Libertad como el Diario La Industria y la Revista Livin. Aparece en Relatos selectos, escritores y escritoras de La Libertad (Revuelta, 2020), en la antología Cómo Narrarnos (Biblioteca Bicentenario, 2021) y, próximamente, en la antología Ellas cuentan (Orem, 2021).

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Crónica sobre Charles Bukowski

El legado de un viejo indecente

Por Manuel Alonso Navazar

Descubrí a Charles Bukowski (1920-1994) cuando tenía alrededor de 20 años de edad. En una de esas circunstancias maravillosas e imprevistas con que la vida nos suele sorprender, quiso el azar que aquella tarde la mujer que me vendía una edición de los cuentos completos de Faulkner arrojara al suelo, en un descuido, un libro que llevaba por título La senda del perdedor. La portada llamó de inmediato mi atención. En ella, aparecía un hombre con sombrero delante de un extenso camino (de esos que parecen que conducen a la nada o, en todo caso, a un destino siempre incierto). Le pregunté a la mujer sobre el libro. Me dijo que no lo había leído, pero que muchos jóvenes, universitarios bohemios en su mayoría, solían visitar su puesto —ubicado en el desaparecido boulevard de Quilca— para preguntar por libros de ese autor. No lo pensé dos veces y llevé el ejemplar conmigo.

Ese mismo día, ya en casa, terminé de leer el libro de un tirón. No es habitual que eso llegue a ocurrirme con un libro. Casi siempre me detengo en alguna parte para continuar con su lectura al día siguiente o cuando encuentro algún tiempo disponible, pero con Bukowski el asunto fue distinto. Su lenguaje directo, crudo y, por momentos, procaz capturó por completo mi atención, y fue así que inicié mi relación con aquel “Viejo indecente” de quien poseo ya una nutrida colección que preservo en mi biblioteca personal como si se trataran de piezas invaluables. Fue así, también, que descubrí el germen de esa personalidad irreverente y autodestructiva que lo caracterizó siempre, hasta el día en que su luz se apagó en el año 94 a raíz de una leucemia cuando contaba con 73 años de edad.

Hijo único de una pareja de inmigrantes alemanes, su niñez estuvo marcada por un autoritarismo extremo y recalcitrante por parte del padre, quien solía golpearlo diariamente con una badana de cuero, casi siempre sin alguna justificación razonable de por medio. Su madre, siempre indiferente y fría (nunca se preocupó por profesarle al hijo la más mínima muestra de afecto), solo atinaba a decirle que su padre tenía siempre la razón. En Born into this, un documental realizado en el 2003 en torno a la vida de este escritor nacido en Norteamérica —y que puede uno encontrar íntegro en YouTube—, se hacen ostensibles las palabras que el viejo Charles llegó a decir con respecto a su progenitor: “Era tan gilipollas como cobarde […] y su sangre corre por la mía. A veces siento la sangre de mi padre en mis venas, su puta sangre de gallina que llevo dentro”. Aparte de esa difícil y distante relación que llegó a tener con el padre, le tocó, asimismo, padecer las secuelas de un acné severo, experiencia que lo llevó a auto marginarse de los círculos sociales que los chicos de su edad tenían por costumbre forjar y frecuentar. Fue así que hastiado de esa realidad que poco o nada le ofrecía decidió buscar refugio en la lectura. Sinclair Lewis, D. H. Lawrence, Aldous Huxley, John Dos Passos, Sherwood Anderson, entre otros, fueron sus primeras influencias literarias (descubiertos en libros que, a falta de dinero, tenía que pedir prestados de la biblioteca pública) y, especialmente, Hemingway, quien no tardó en convertirse en su máximo ídolo: “Y entonces vino Hemingway. ¡Qué subyugante! Sabía cómo escribir una línea. Era puro gozo. Las palabras no eran abstrusas sino cosas que hacían vibrar tu mente. Si las leías y permitías que su hechizo te embargara, podías vivir sin dolor, con esperanza, sin importarte lo que pudiera sucederte”.

Hace unos días me hice con una edición de Cartero, su primera novela. La escribió en un mes, a instancias de John Martin, su editor, quien le ofreció darle cien dólares mensuales con la condición de que abandone su agobiante trabajo en la central de correos y se pusiera a escribir a tiempo completo. Hasta el momento en que la concibió, solo había publicado algunos relatos y poemas en diversos periódicos y revistas (su columna “Escritos de un viejo indecente”, publicada semanalmente en un diario de Los Ángeles, se convirtió en la más leída y así empezó a tomar cuerpo una fama que llegaría a cimentar poco tiempo después).

En esta novela, el narrador (identificable con el autor del libro) nos cuenta las vicisitudes que le tocó vivir en todo ese tiempo (nada más y nada menos que once años) que trabajó como empleado en el Servicio Postal de los Estados Unidos, un trabajo que, cual novela kafkiana, no hacía otra cosa que deshumanizarlo. Al respecto, llegaría a decir: “Mis mareos se fueron haciendo más continuos. Los sentía llegar. La caja del correo empezaba a dar vueltas. Duraban alrededor de un minuto. No podía entenderlo. Las cartas se iban haciendo cada vez más y más pesadas. Los empleados comenzaban a adquirir aquel aspecto gris mortecino. Empezaba a deslizarme por mi taburete. Mis piernas apenas podían sostenerme. El trabajo me estaba matando”. Asimismo, hace referencia al nacimiento de Marina Louise, su única hija, fruto de su unión con Fay Smith, una hippie que terminó dejándolo para irse con un camionero. Tal vez, fue aquella circunstancia la que llegó a rescatarlo del vacío absoluto. Al respecto, casi al final de la novela y en una de sus partes más emotivas, dice: “Empecé a notar la falta de descompresión. Me emborrachaba y me quedaba más borracho que una mierda podrida en el purgatorio. Incluso una noche estaba con un cuchillo de carnicero puesto en la garganta cuando pensé, tranquilo viejo, a tu niñita le gustaría que la llevaras al zoo. Helados, chimpancés, tigres, aves verdes y rojas y el sol descendiendo sobre la cabeza de ella y colándose entre los pelos de tus brazos. Tranquilo viejo”.

Me gusta pensar que, a pesar de esa dureza, rebeldía y actitud orientada casi siempre al constante flagelo de sí mismo, el viejo Charles poseía una sensibilidad capaz de emanar cierta ternura y simpatía, nada fácil para un hombre que rehusaba el tener que mostrarse con alguna careta. De este modo, me quedo con aquellas palabras que llegó a decir en torno a la esperanza, la cual nunca desterró de sí mismo a pesar del tortuoso camino que le tocó recorrer: “No la abandones […] debes quedarte con una pequeña ascua, una chispa y nunca se la des a nadie, porque mientras conserves esa chispa podrás encender siempre el fuego más grande”.

Sobre el autor:

Manuel Alonso Navazar (Lima, Perú). Es bachiller en Literatura, y magíster en Lengua y Literatura por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Sus relatos han sido publicados en diversas revistas, como Ibidem (México), El Narratorio (Argentina), Ibis (Colombia), Pluma (Argentina), Espejo Humeante y Molok (Perú). Asimismo, ha formado parte de antologías como Ecofuturismo. Cuentos Sci – Fi (Speedwagon Media Works, Lima, 2020) y Desde mi ventana (Fundación Amares, Chile, 2020). Ha publicado el libro Para leer en invierno (Mesa Redonda, Lima, 2020).

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Reseña: “Después de la luz” de Benjamín Labatut

Un fervor pospunk

Por Erick Abanto López

Después de la luz (2016) de Benjamin Labatut es un libro magistral. Realmente, se trata de la literatura del futuro. No hay una sola página que no produzca la sensación de estar al borde del éxtasis, conmovido por la gran historia que se cuenta y por el tono religioso y trágico en que se transmite. Es inevitable no sentir en cada una de sus páginas cómo Labatut corta la maleza y abre, línea por línea, párrafo por párrafo, el surco de una nueva ruta (totalmente insólita pero de vieja estirpe) en la narrativa contemporánea, la abertura de una nueva forma de plasmar el vínculo y la armonía entre ficción y realidad, segando los enredos de la autoficción y las sombras del realismo, abriendo trocha con la suficiente pasión y energía para reestablecer, en pleno siglo XXI, un viejo tono sagrado.


Labatut crea un collage rítmico e intercalado de algo así como tres grupos de elementos: las historias míticas y religiosas del mundo (sumerias, judías, cristianas, mayas, budistas, guaraníes, hinduistas, griegas, romanas, etc.); las anécdotas breves pero desgarradoras de un sinfín de seres humanos que experimentaron la frontera de lo cognoscible y lo que hay más allá; y las escenas de la vida del protagonista-narrador en el Chile actual, antes, durante y después de que experimentara la fragilidad ontológica de su realidad, los sueños lúcidos junto al ahogo y el pánico de saberse vulnerable frente a la inmensidad de lo insondable, del abismo, o de «la luz».


El resultado es una galería prolífica y aciaga de las veces en que, como género humano, nos hemos aproximado al fin de nuestras certezas más profundas y a la aparición de algo indescifrable que no podemos ni siquiera comunicar o nombrar. Pero también de cómo esa imposibilidad nos llevó a construir y edificar, a lo largo de la historia, cientos de lenguajes, discursos y técnicas de todo tipo (religiosas, científicas, poéticas, musicales, pictóricas, matemáticas, etc), en un intento permanente de búsqueda y creación de un idioma, una técnica o una fe capaz de capturar sus destellos y, a la vez, protegernos de su luz.


El círculo se completa con una organización sugestiva y pertinente (cuatro capítulos titulados con los nombres alquímicos de las cuatro fases de la transmutación de la materia, desde la putrefacción hasta la iluminación) y con una escritura minuciosa y discreta, sin rodeos ni alargamientos, breve y directa, sobria, abrigada en un tono parco y lúgubre, que a medida que avanza la lectura va haciéndose más nítido y ubicuo. Quizá esa sea una de las principales diferencias con Un verdor terrible, la tercera y más reciente entrega de Labatut. Ambas son indesligables una de la otra y el universo y la perspectiva que ofrecen se complementan profundamente (hasta el punto de conformar dos episodios o dos volúmenes de una misma intención narrativa), pero una contiene matices que la otra aligera.


Junto a Después de la luz, Un verdor terrible aparece como una narración más estandarizada y homogénea, rendida al uso masivo de la hipérbole y del escándalo, donde el foco no está en aumentar la nitidez de la atmósfera, sino elevar su intensidad grotesca, quizá para hacer más emocional la lectura. Después de la luz es todo lo contrario. No es una misa de cantos, glorias y alabanzas. Es una larga y solitaria plegaria, un susurro piadoso y lacerante. Así, lo que en Un verdor terrible está contenido y predefinido, aquí está libre, oscilando entre la desmesura y la tristeza, entre el pánico y el éxtasis, entre los datos, la historia y lo inventado, entre la escritura conocida y sus infinitas posibilidades aún inexploradas. Después de la luz es el movimiento, la curiosidad, el desborde. Un verdor terrible es ya su versión equilibrada y pulida.


La operación original está en Después de la luz. Esta es la propuesta sin filtro de Labatut, su verdadera proeza. Aquí es donde comienza a reconstruir el esmalte religioso y mítico, ya perdido, de la literatura antigua, la funda sagrada que está en los orígenes mismos de la ficción, esa ligazón antiquísima entre magia y poesía tan ampliamente estudiada; y lo hace recurriendo a los únicos recursos disponibles que aún mantienen cierta legitimidad de sentido, las formas desencantadas y corroídas que sobrevivieron al siglo XXI: el fragmento y el collage. Esta es su maestría y la razón por la que este libro es el futuro, pues en él, como tantas veces en la historia moderna, Labatut recrea el tono mítico ya perdido de la literatura originaria, juntando los restos del naufragio para componer una versión contemporánea de esa melancolía. Reestablece el lamento romántico por la música sagrada de la vieja tragedia, la tragedia antigua y original, y lo hace con un rosario de anécdotas de quienes padecieron la tragedia más perfecta y la más literaria de todas: la imposibilidad de contar lo vivido, de comunicar lo atestiguado, de transformar la experiencia en lenguaje.

Sobre esta imposibilidad también transita este libro, y lo hace una y otra vez, insistiendo y replegándose como las olas en la arena, dejando cada vez un vestigio nuevo de algún lejano naufragio, pero sin poder todavía traer el barco y los cuerpos e inundar de una vez toda la playa.

Datos del libro:

Benjamín Labatut

Después de la luz

Editorial Hueders, 2016, 132 pp.

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Reseña: “La diáspora” de Horacio Castellanos Moya

Paranoia y desencanto

Por Sebastián Uribe

Es increíble el ímpetu y la soltura que exhibe Horacio Castellanos Moya (Tegucigalpa, 1957) en la escritura de su primera novela, La diáspora, publicada originalmente en 1989. Irrumpe en la ficción narrativa con un libro que, en una época tan álgida como fueron los ochenta, aborda y critica de manera aguda las desilusiones de una generación que creía de forma inquebrantable en el poder de la revolución al punto de arriesgar la vida por ella. Escribir una parodia de la derecha lo hace todo el mundo. Lo arriesgado es hacer una de la izquierda desde la izquierda misma, denostando la mercantilización de sus causas en un negocio que reclama un aura de ética intachable que no merece muchas veces. Y más difícil aún es hacer esta diatriba con una maestría que mostrará también en libros posteriores como Insensatez (2004) o Moronga (2018). Esto confirma que cada texto suyo es una pieza más de un proyecto narrativo coherente como pocos a nivel mundial. Así, no acota su alcance solo a nivel hispanoamericano, donde comparte espacio con titanes de la talla de Ricardo Piglia y Roberto Bolaño.

Uno de los más gratos hallazgos de este libro es corroborar que las principales preocupaciones temáticas y emocionales de Castellanos Moya ya se encontraban aquí, comenzando por el cuestionamiento de las convicciones ideológicas. Los personajes de esta novela se encuentran a la deriva, apartados y marginados en el DF, alejados del campo de acción, pero sobre todo de una causa que les brinde la sensación de pertenecer a un colectivo que le dé sentido a sus nimias vidas. Tanto Juan Carlos y el Turco reniegan del Partido, el colectivo al que consagraron su vida por muchos años y que desvió su rumbo al punto de desvirtuar su accionar debido a las ambiciones de sus dirigentes y la pugna por el control que terminaría causando al asesinato de la comandante Ana María y el aparente suicidio del comandante Marcial, máximas figuras de las guerrillas salvadoreñas. La sensación de orfandad y desamparo terminará por convencerlos de que la única salida posible es romper con sus ideales e intentar descifrar qué existe más allá de la lucha política, en un territorio ajeno. De este modo, lidian con la única herencia que les legó su participación en el conflicto, además de la pobreza: la paranoia.

Si algo hermana a la mayoría de los personajes de la novela (y de la narrativa de Castellanos Moya) es la constante sensación de paranoia y desconfianza hacia todo aquel que quiera acercarse. Estar en guardia y relacionarse lo menos posible con alguien desconocido es la marca con la que deambulan por la vida tanto los dos personajes mencionados, como Quique, el exguerrillero ansioso por regresar a combatir con un rifle en las manos. El temor de ser emboscado y traicionado es la secuela más duradera no solo de un conflicto, sino del rompimiento con una ideología. Detecta en cada rostro a un potencial enemigo, en contraste con aquellos denominados “burgueses” que no padecen ello y hasta tienen empleos y familias. Aquí la semilla de la violencia impregnada en cada uno no explota como en El arma y el hombre o La sirvienta y el luchador, pero sí se trasluce de manera más sutil al momento de concebir las relaciones posibles con sus antiguos camaradas o sus potenciales conquistas sexuales, además de que puede ser una buena manera de adaptarse a la urbe capitalista: “Si San Salvador le resultaba grande y extraña, la ciudad de México le produjo escalofríos, las calles enormes repletas de autos y buses. Pero las costumbres del peligro crean un poderoso instinto de sobrevivencia” (p. 81).

Y aunque los personajes mencionados son los protagonistas de la novela, Castellanos Moya dedica algunas páginas a otro que se lleva todas los reflectores: Jorge Kraus. Este periodista, que evoca a esa inolvidable y tenebrosa voz de Insensatez, es una suma de arribismo y aprovechamiento ramplón capaz de causar escozor en el lector, debido a que su ambigüedad y su capacidad camaleónica provocan que su toxicidad corrosiva pase desapercibida frente a los demás. Castellanos Moya muestra esta frialdad extrema para seguir trepando en líneas como las siguientes:

“Kraus barajeaba las diversas alternativas para la escritura del libro, los argumentos a los que recurriría para convencer a las FPL y a los sandinistas de que un libro de esa naturaleza ayudaría en gran medida al proceso revolucionario salvadoreño. Se regocijaba por las tremendas posibilidades editoriales que se le abrirían: escribiría un verdadero best seller, que le produciría fama y dinero. De inmediato tendría ofertas de traducciones, adelantos por la escritura de nuevas obras. Porque su idea para la estructuración del libro le parecía sencillamente genial: lo elaboraría con la técnica de la novela policíaca, pero con puros hechos reales. Algo semejante a A sangre fría de Truman Capote o a Recuerdo de la muerte de su compatriota Miguel Bonasso. Sólo que el libro de Kraus superaría a éstos por una razón esencial: los sucesos que abordaría constituían una tragedia universal, digna de un clásico griego o de una obra dostoievskana” (p. 118).

Este símbolo de la capitalización individual de una tragedia social es la principal crítica a cierto sector de la izquierda que, si bien aparece en otros pasajes, adquiere una dimensión mucho más peligrosa en figuras como la de Kraus en el capítulo seis de la tercera parte de este libro. Se da maña, incluso, para concebir una metodología capaz de moldear y replicar la escritura de una tragedia, al punto de desvirtuar los hechos con tal de acomodarse a un fin al que se busca justificar de cualquier forma antes que ver cuestionada su veracidad. La sensación de sentirse superior moralmente termina siendo el aceite de un turbio y pérfido engranaje que se vislumbra hasta el día de hoy, refugio de tantos abusos y atropellos sociales. Escrituras de libros que edulcoran y aprovechan el morbo de los conflictos armados, ¿dónde hemos visto eso antes? Castellanos Moya vislumbró hace treinta años cómo el tópico de la violencia iba a convertirse en un modelo exótico para armar y desarmar de manera descafeinada en gran parte de la literatura latinoamericana posterior, llena de clichés y personajes acartonados, y se arrojó a escribir esta novela tan potente y vigente. En una época donde las principales apuestas literarias parecen ser las reediciones de libros inhallables, La diáspora termina erigiéndose como uno de los más valiosos rescates.

Datos del libro:

Horacio Castellanos Moya

La diáspora

Literatura Random House, 2018, 160 pp.

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Presentación: “No hay más ciudad”, la novela de Francisco Izquierdo Quea

La presentación de No hay más ciudad, la novela de Francisco Izquierdo Quea se realizará el viernes 30 de julio a las 5:00 pm, a través del Facebook live de la Cámara Peruana del Libro. Este lanzamiento se enmarca en la Feria del Libro de Miraflores. Además del autor, participarán, con sus comentarios, la escritora Silvana Carrillo y el escritor Francisco Ángeles. En su nota de prensa, la editorial dice que Francisco Izquierdo Quea “nos sumerge a través de un crisol de miradas en la vorágine de las relaciones de pareja, el abandono y los sueños latentes por virar hacia un destino capaz de llenar la medianía con la tan ansiada conciencia de trascender”. Más detalles en el site del evento: https://www.facebook.com/events/205427594924370/?ref=newsfeed.

Les compartimos el comentario del escritor Francisco Ángeles sobre esta nueva novela:

Me ha alegrado muchísimo leer la primera novela de Francisco Izquierdo-Quea, quien publica por primera vez desde su ya lejano debut literario en 2007. Más que eso: leerla me ha conmovido, me ha sorprendido, me ha perturbado. Leerla me ha llevado de regreso a Lima y a los años 2000, esa década que sobrevive sigilosa entre los más llamativos 90s (modernidad, globalización) y 2010s (crisis global, tecnología, hiperconectividad), como una versión envejecida de una sin aún insinuar del todo a la otra. Y sin embargo, a pesar de tanta palidez, los 2000 existieron, y para muchos fue la época en que todavía éramos jóvenes y también la década en que dejamos de serlo; la época en que la vida comenzaba a golpear y ya no con problemas inventados; los años en que se revelaba que nuestros sueños adolescentes ya no eran más que una anacrónica prolongación de otro tiempo que se había terminado. NO HAY MÁS CIUDAD trata sobre ese tiempo y también ese espacio: ese Perú precario y desgastado, escabroso sin llegar a trágico, un Perú post-Fujimori y pre-Marca Perú; post-terrorismo y pre-Mistura/Asu Mare. En ese contexto en que parecía que todos esperábamos que algo ocurriera –y sí, ocurrió mucho, mucho más de lo que hubiésemos previsto—, Germán, Claudia, Bautista, Matsahide, todos los personajes de este libro pasan por ese tránsito simbolizado por dos destrucciones simultáneas: el final de una relación que creíamos madura, y el derrumbe del sueño de vivir del arte cuando la época de estudiante ya se había terminado. De todo eso habla NO HAY MÁS CIUDAD: de los símbolos anacrónicos de una época perdida, de la amistad masculina, de los traumas familiares. Y todo eso bajo ese telón de fondo de nuestra propia post-dictadura, la historia cíclica que nos volvía a imponer, como para despedir nuestra juventud, al mismo presidente de nuestra niñez. Para todos los que aún fuimos jóvenes en la década pasada, y para quienes dejamos de serlo; para quienes prolongamos más de lo aconsejable los sueños adolescentes, y para quienes alguna vez nos cuestionamos cuál era el sentido de nuestras vocaciones, esta novela los va a reencontrar con ese yo del pasado que, aunque pensemos lo contrario, nunca dejará de estar ahí esperando una oportunidad para volver a recordarnos lo que fuimos (y aun somos).