¿En qué pensamos cuando hablamos de fantasmas? ¿qué dicen sobre nosotros y qué proyectamos en ellos? Atraídos por la posibilidad de su existencia, no reparamos muchas veces en aquello que genera nuestra fascinación: la capacidad que les otorgamos de anular la muerte y asignarle a la vida una dimensión que vaya más allá de lo corpóreo. Jon Fosse (Haugesund, 1959) explora la inmanencia de las relaciones familiares en una novela tan extraña como fascinante, sostenida por una constante pregunta: ¿por qué?
“Por qué desapareció Asle”, se sigue preguntando Signe, su esposa, veinte años después. ¿Por qué no dijo nada?, ¿por qué se fue así sin más? La novela abre con un torrente de preguntas que se hace la protagonista antes de dar paso a la rememoración de los diálogos que tenía con su marido, su día a día, la cotidianidad que se había formado en la vieja casa, mientras el tiempo no deja de trascurrir. Existe una contradicción que aflige a los personajes de la novela a medida que van apareciendo en escena y se va reflejando en el paisaje que los rodea, sobre todo en el fiordo, escenario principal de la historia.
Fiordo: golfo estrecho y profundo, entre montañas de laderas abruptas, formado por los glaciares durante el periodo cuaternario. Fosse usa este accidente geológico, típico de las regiones nórdicas, como metáfora de los tormentos de sus protagonistas y su vulnerabilidad frente a los cambios que se producen en sus vidas, tan repentinos como una avalancha o una tormenta. La ocurrencia de estos, con furia y vértigo, no deja rastro visible al día siguiente, la mayoría de veces, pero sí grietas inexorables por las que se cuela la desgracia:
“…y está tan oscuro que no se ve nada, y ya pronto tendrá que volver, piensa, y luego este viento, y esta oscuridad, y las olas, la fuerte marea, y qué frío hace, y tan encrespado está el mar que las olas rompen sobre el muelle y sobre ella, hace un tiempo horrible, piensa, y ya pronto tendrá que venir ¿no? piensa ¿y ahí afuera? ¿no se ve una especie de luz? ¿como si luciera una hoguera, ahí afuera en el Fiordo? ¿Y no reluce en morado? no, no puede ser, pero, aun así, piensa ¿y dónde estará él? ¿y su barca? no se ve nada, pero ¿dónde estará? ¿y por qué no viene? ¿no quiere estar con ella? ¿será eso?” (pág. 96)
Asle tenía por costumbre salir con su pequeña embarcación de remos. Una acción que se repite inalterable hasta su desaparición. Esto gatilla las preguntas de Signe sobre ella misma, su relación con Asle y la vida en conjunto que tenía. Por qué se aleja, por qué necesita tanto esa soledad en el medio del agua. La angustia de ella, marcada por una narración sin pausa, que, por momentos, recuerda a la prosa de António Lobo Antunes, se ve continuada por la de Asle quien en medio del agua empieza a desconcertarse por visiones de lo que hasta ese momento residía en él como recuerdo, como pasado inmutable: su tatarabuela Ales y el pequeño hijo de dos años de esta.
A partir de lo anterior, se quiebra la temporalidad y la narración se dirige hacia un caótico flujo de conciencia que Fosse encamina con habilidad a través de una serie de imágenes que dan cuenta de los miedos presentes y pasados que se conectan y explican como signos de una circularidad inevitable: accidentes mortales, regaños y desdichas, una casa de la que nadie quiere (o puede) huir, o un fiordo capaz de dar y quitar la vida. Todo esto, a través de un conjunto de voces que irrumpen y se disputan el protagonismo:
“y entra en la casa y las viejas paredes de la entrada lo envuelven y le dicen algo, como hacen siempre, piensa, siempre es así, lo note o no lo note, piense o no piense en ello, las paredes están ahí, y es como si unas voces silenciosas le hablaran desde ellas, un gran silencio hay en las paredes y ese silencio dice algo que no se puede decir con palabras, él lo sabe, piensa, y hay algo detrás de esas palabras que se dicen constantemente, que está en el silencio de las paredes, piensa, y se queda quieto mirando las paredes, pero ¿qué es lo que le pasa hoy? ¿por qué está así?” (pág. 54)
La única diferencia entre los nombres de Ales y su tataranieto Asle es la posición de una letra. Una sutil pero determinante diferencia que, a su vez, da cuenta de lo que permanece y se repite. Así, van apareciendo las cinco generaciones que precedieron a Signe y Asle, incluso un tío homónimo fallecido a temprana edad, para recordarnos que la distancia temporal se puede diluir de un momento a otro para instalarse como presente y que deshacerse de ello no es tan simple. Hay puentes que no desaparecen y relaciones que se instalan de forma irremediable y extraña, como lo muestran algunas líneas que hablan de la relación de Signe y Asle:
“desde la primera vez que lo vio venir caminando hacia ella, y la miró, y ella se quedó ahí quieta, y se miraron, se sonrieron, y era como si se conocieran de antes, como si se conocieran de toda la vida, de alguna manera, y simplemente hiciera una eternidad que no se veían, y que por eso la alegría fue tan grande, el reencuentro les produjo tanta alegría a los dos que la alegría tomó el mando, los dirigió, los dirigió el uno hacia el otro, como si hubieran perdido algo, algo que les hubiera faltado toda la vida, pero que ahora estaba ahí, por fin, ahora estaba ahí, así lo sintieron la primera vez que se vieron, por mera casualidad, como fue en realidad, y no les resultó difícil, ni les dio miedo, es que era como una obviedad, como si no se pudiera hacer nada al respecto, como si ya estuviera decidido” (pág. 63).
Los fantasmas familiares se desplazan por esta novela como una respuesta a las cavilaciones de los protagonistas. Estar y no estar, presente y pasado, son categorías que pierden fuelle frente a las emociones que los sobrepasan. Sentimientos de tal hondura, capaces de oponerse a las fuerzas de la naturaleza, asumiendo distintas formas para permanecer y seguir circulando como herencia, como recuerdo, como espectros que se aferran a la existencia a través de los vivos. Más que cuestionarse por el origen de estos fantasmas, Fosse plantea otro camino: preguntarse cómo vivir con ellos.
Por fortuna, desde que fue galardonado con el Premio Nobel, son cada vez más los títulos del escritor noruego que han sido traducidos al español y se pueden hallar en librerías. Aquí les propongo una buena puerta de entrada a su obra, con esta novela que se instala en el lector como una grata alucinación, una quimera sublime.
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Datos del libro publicado:
Jon Fosse
Ales junto a la hoguera
Random House, 2024, 112 pp.
Traducción de Cristina Gómez-Baggethun y Kirsti Baggethun
¿Qué viento lo arrastra con la furia de un ángel lanzando desde el cielo, cayendo y cayendo y cayendo?
-Karl Schwarzschild
Por Sebastián Uribe
Hay momentos estelares en la vida de un lector cuando un libro irrumpe y modifica su forma de leer. Cuando una propuesta literaria lo aproxima a un ámbito de la vida inasible hasta ese momento, desestabilizando algunas estructuras mentales percibidas como inamovibles. Un verdor terrible del chileno Benjamín Labatut (Rotterdam, 1980) representa un parteaguas en la narrativa contemporánea reciente por ejecutar una operación compleja y riesgosa con infinitas posibilidades de fracasar: intervenir en otros campos vedados por la complejidad de sus técnicas como son los de la física, la química y las matemáticas, desde la literatura. Y lo hace, no a través de la simplificación de las complejas fórmulas sobre las que estas ciencias se erigen, sino sobre la inoculación del pecado en su naturaleza pura y abstracta, al desacralizar las mentes detrás de estas y navegar entre las sombras que dejaron, con el fin de mostrar su lado más emocional y vulnerable. De esta manera, se reconfigura no la realidad, pero sí la óptica desde la que esta se concibe; con el fin de poder vislumbrar la frontera que separa a la genialidad y la locura por la multiplicidad de vías existentes y las limitaciones de recorrerlas por la restricción más humana de todas: el tiempo y nuestra mortalidad.
Gran parte de la brillantez que se exhibe en Un verdor terrible de Benjamín Labatut radica en la posibilidad de ser concebida como el ejercicio de lectura de alguien empeñado en descifrar e iluminar aquellos aspectos que se encuentran vedados para el común de los mortales, puesto que dicha aproximación significaría el sufrimiento, alejarse de lo que se concibe como “normal” e, incluso, la pérdida de la vida misma. Como parte de este ejercicio, Labatut empieza a destejer e hilar de manera particular eventos históricos desde la ficción literaria, para hurgar en esos agujeros negros a los que se arrojaron muchos de los personajes clave del siglo XX. ¿El resultado? Una forma de leer la existencia y la complejidad de vivir, pues como él declara en una entrevista:
“Por eso admiro tanto a los científicos (y me aburre tanto buena parte de la literatura), porque están atrapados en un baile, en una pelea a muerte con la realidad. A mí me interesa todo aquello para lo cual las explicaciones actuales no bastan. Es un placer muy específico, porque la mente exige explicaciones para todo, la razón quisiera alumbrar hasta el último rincón de nuestras almas. Y, sin embargo, no puede. De ahí surge un cierto delirio, una facultad creativa desatada, porque el ser humano es un mono porfiado, no acepta el vacío, se rebela contra esa falta y fabula, crea realidad, inventa todo tipo de explicaciones e historias para arropar lo que es misterioso. Y luego todos vivimos enredados por los hilos de esa red”.
La política, decía Ricardo Piglia, todo el tiempo está definiendo qué cosa debe ser entendida como verdadera y qué cosa debía ser excluida de la verdad. Y, frente a ese tipo de relatos cristalizados, la literatura trabaja con las inestables e incómodas incertidumbres acerca de lo real y lo verdadero. Los cinco textos de Un verdor terrible extrapolan este choque de narrativas al campo de la ciencia, donde sus más célebres protagonistas –como los grandes lectores de novelas– se toman en serio la incertidumbre de la realidad y la forma de un relato: el químico Fritz Harber creando un método de exterminio a escala industrial bajo la premisa de que “la guerra era la guerra y la muerte era la muerte, fuera cual fuera el medio de infringirla”; el astrónomo, físico, matemático y teniente del ejército alemán, Karl Schwarzschild, remitiéndole a Einstein la primera solución exacta a las ecuaciones de la teoría de la relatividad general desde su unidad de artillería en el frente ruso, entre estallidos y nubes de gas venenoso, consciente de que habiendo alcanzado el punto más alto de la civilización, la caída es inminente; el genio de Alexander Grothendieck sumergiéndose en su propia psiquis en un intento por entender el todo, dejando expuesto un intelecto vasto y aterrorizador, precariamente balanceado entre la iluminación y la paranoia, cada vez más despojado de volver a la cotidianidad de los que lo rodean; el enfrentamiento titánico entre Werner Heisenberg y Erwin Schrödinger, que tuvo al primero alejándose más y más del mundo real con cada nuevo avance de sus cálculos y lo llevó a contratacar usando esos instrumentos de ficción suprema que representan los números para describir el inobservable mundo subatómico, mientras el austríaco lidiaba con las restricciones de su propio cuerpo para potenciar su mente, en una batalla por redefinir no la realidad, sino lo que se puede decir acerca de ésta; y finalmente, la historia de un jardinero nocturno en los extramuros del mundo, para quien las matemáticas se han vuelto una mezcla de anhelo y temor, al afirmar que estas son las que están cambiando el mundo a tal punto que, en tan sólo un par de décadas, a lo sumo, no seremos capaces de entender qué significa ser humano, evitando cualquier comprensión verdadera.
“El físico -como el poeta- no debía describir los hechos del mundo, sino solo crear metáforas y conexiones (…) Heisenberg entendió que aplicar conceptos de la física clásica -como posición, velocidad y momento- a una partícula subatómica era un despropósito total. Ese aspecto de la naturaleza requería un idioma nuevo” (pág. 110).
¿No son las ciencias, en sus múltiples variantes, una serie de batallas por nuevos lenguajes? Las polémicas a lo largo del libro de Labatut se erigen sobre la hegemonía de una teoría que domine a las existentes y la rebeldía contestaria que estas generan. ¿No es acaso más atractiva una idea cuando se percibe un posible desmoronamiento? ¿No radica ahí la génesis de una obsesión y el gesto de desafiarlas? Leyendo Un verdor terrible y pensando en posibles hilos que conecten a los textos, recordé el mito fundacional del avance científico y sus peligros: Ícaro. Su padre Dédalo trabajando día y noche en la creación de un mecanismo para escapar de la oscuridad de la cueva en la que se encuentran encerrados hasta dar con las alas que lo salvarían, pero pagando el precio de la muerte de lo más preciado de su existencia. La aproximación al sol, la curiosidad desmedida, el desvío del sosiego que brinda lo conocido. Labatut reactualiza el mito griego demostrándonos que está más arraigado que nunca en nuestra época. La pregunta es cuál destino nos depara, si el de Dédalo o Ícaro.
Tal vez la mejor forma de terminar este texto sea con una cita de Lovecraft que Labatut mencionó durante la presentación del libro vía Facebook y dejó estupefactos a sus interlocutores y, sospecho, a la mayoría de los lectores:
“Creo que más que lo misericordioso del mundo es la incapacidad de la mente humana para correlacionar todos sus contenidos. Vivimos en una plácida isla de ignorancia en medio de mares negros del infinito, y eso no significaba que viajáramos lejos. Las ciencias, cada una de las cuales se esfuerza en su propia dirección, hasta ahora nos han hecho poco daño; pero algún día la reconstrucción del conocimiento disociado abrirá perspectivas tan aterradoras de la realidad y de nuestra espantosa posición en ella, que nos volveremos locos por la revelación o huiremos de la luz mortal hacia la paz y la seguridad de una nueva era oscura”.
“Escribí lo que no encontré en los libros que leía”
Entrevista de Erick Abanto
Periodista y escritor, nacido en Navarra, España. Ha dirigido y trabajado en numerosos periódicos, televisiones y radios en Europa y Latinoamérica. Es además autor, entre otras novelas, de El hombre de la Leica (2006), Los sueños de un libertador (2010), cuyo protagonista es el general Miranda, el Precursor, y Todo llevará su nombre (2014), que narra los comienzos de la lucha por la emancipación y el final de la vida del libertador Simón Bolívar en Santa Marta, Colombia. Aprovechamos su visita a Lima por la Feria Internacional del Libro 2024 para conversar con él.
¿Cómo va la gira de presentación de su libro?
Va muy bien. Y, además, estoy descubriendo en Lima que hay mucho interés sobre Ayacucho, cosa que me gusta. La gente se acerca mucho para hacerme preguntas, observaciones, comentarios de escenas del libro que les ha gustado.
¿No ha tenido ninguna sorpresa? ¿Alguna polémica política acerca de sus libros? Usted sabe, la historia siempre es controversial.
No, porque además estamos hablando de algo que pasó hace doscientos años, y hay que ponerse las gafas para ver con la vista de 1824, y no tratar de adecuar el pasado al presente. Afortunadamente, no ha habido polémicas de ese tipo.
¿Cómo nace la idea de la trilogía? ¿Lo concibió así desde el primer momento?
No, al principio no pensaba en una trilogía, ni mucho menos. Fui escribiendo el primer volumen, la historia de Francisco de Miranda, cuando me di cuenta que se podía contar como episodios de una historia más amplia. De ahí escribí Todo llevará su nombre, sobre los últimos días de Bolívar, ya con la idea de formar una trilogía.
Novelar los últimos días de Bolívar parece una empresa arriesgada. ¿Por qué escogió a ese personaje y cómo lo escribió?
Bolívar es un gran personaje. Yo lo escribí porque tenía muy presente su figura en las conversaciones familiares. La historia de Francisco de Miranda, la de Bolívar, todo ello se conversaba en mi familia porque tengo unos tíos muy cercanos que, durante la Guerra Civil Española, migraron a Venezuela, donde es muy conocido todo esto. Entonces desde siempre he estado vinculado con la historia venezolana y sus figuras históricas. Pero para serte sincero yo no escogí a Bolívar. Lo que pasa es que Gabriel García Márquez, que fue mi amigo, leyó el libro de Miranda y me dijo “tienes que escribir el de Simón Bolívar”. Yo le dije “pero tú ya lo has escrito, de alguna manera, en El general en su laberinto”. Y me dijo “aún así hazlo, porque nadie ha escrito con el nombre propio del Libertador”. Y bueno, lo hice (risas).
Pudo haber sido Sucre también, o Santander.
Claro, pero tenía más información de Bolívar. Además, yo no hago una propaganda, esa no era mi intención. Pudo haber sido otro personaje, lo que me interesaba en ese libro es explorar los últimos días de alguien que siempre ha sido visto como una figura fuerte, sólida y, de pronto, sus últimos momentos son de enfermedad y soledad. Esa contradicción la encontré fértil para explorar otras dimensiones de la condición humana.
Para tratar estos temas, ¿por qué escogió la novela histórica y no la crónica o la divulgación?
Hombre, la novela siempre me ha parecido el género más apropiado para estos temas. Resulta que yo escribí lo que no encontré en los libros que leía. La historia de la Independencia está muy bien documentada y hay muchas investigaciones que son muy buenas, pero la gente quiere saber qué pasó y yo me propuse juntar todos esos datos y esos documentos y escribir una novela. Además, es como una introducción al tema, sazonada con escenas sentimentales, trágicas y esas cosas. Ya si uno quiere profundizar, pues ahí están los textos, las fuentes, los archivos.
Un escritor peruano, Miguel Gutiérrez, decía que el novelista es un historiador privilegiado porque ingresa allí donde los historiadores no pueden ingresar, a los sentimientos, las emociones.
No conocía a ese escritor que mencionas, pero mis novelas se ajustan a la verdad, nadie puede cambiar el pasado. Lo que hago es agregar elementos propios de la novela histórica, diálogos, escenas, ambientes. No puedo cambiar la historia, pero sí contarla de una manera amena y poniendo el énfasis en esos años.
En el caso de la Batalla de Ayacucho, ¿pudo haber sido distinta la historia?
No, la suerte ya estaba echada. Si no ocurría allí, ocurría en algún otro lugar y en algún momento. Y el resultado iba a ser el mismo. Yo he investigado el tema y no hay una sola manera de pensar que pudo haber sido distinto. Lo que se puede especular es el momento, la zona, etc. Pero de que los patriotas dirigidos por Bolívar ganaban la guerra es incuestionable. Tarde temprano iba a ocurrir.
Las batallas suelen ser representadas como grandes momentos masculinos. En el caso de su novela Un día de guerra en Ayacucho, el personaje principal es una mujer: Flora Barros. ¿Cuál fue el papel de las mujeres en Ayacucho?
Bueno, las mujeres siempre participaban en este tipo de guerras. Aquí en Perú las conocen como las rabonas. Como bien dices, en el caso de la novela Un día de guerra en Ayacucho, escogí a Flora porque era una perspectiva distinta de la guerra y, además, porque las mujeres, en esas guerras, acompañaban a sus maridos para asistirlos en la comida, la vestimenta, etc. Entonces son personajes que recorren de primera mano todo el proceso de la guerra. Esa perspectiva me permitía no sólo concentrarme en la batalla en sí, sino explorar también las tensiones previas y posteriores.
Finalmente, ¿qué queda de todo esto? ¿Valió la pena? A la luz del presente, ¿realmente se cumplió la promesa de libertad y bienestar que inspiraba a los patriotas?
No, claro que no. Después de las guerras de la Independencia, lo que vemos es que cada nación se desvivió en guerras civiles de por lo menos cincuenta años. Después de Ayacucho lo que vino es caos y violencia, aquí y en otros lados. La promesa no se cumplió, y ya vemos los resultados. Pero no se puede juzgar el pasado con ojos del presente. Lo que ocurrió en Ayacucho tenía que ocurrir, más allá de posturas políticas. Y pues, en ese momento, era la gran oportunidad para la construcción de un sistema nuevo.
Se lo pregunto por estos brotes de nostalgia monarquista que estamos experimentando en Latinoamérica. A raíz del surgimiento de la ultraderecha, hay grupos minoritarios que enaltecen la bandera española y discuten la independencia.
Pues no he tenido conocimiento de ello. Pero, en cualquier caso, lo hecho, hecho está.
Por último, hay algún libro que recomiende a nuestros lectores
Pues mira, todos los buenos libros son recomendables. Si quieres novelas, siempre recomiendo dos clásicos: Pedro Páramo, de Juan Rulfo, que es una exquisitez, y, por supuesto, la madre de todas las novelas, El Quijote.
En una columna publicada en el 2016[1], el escritor y editor argentino Damián Tabarovsky elogia Lima la horrible, el ensayo canónico del autor peruano Sebastián Salazar Bondy, y se refiere también a Pobre gente de París (1958). No se explaya mucho sobre este libro, pero las pocas líneas que le dedica provocaron mi interés por buscarlo (“Con un toque realista y una prosa algo más tosca que la del ensayo, no obstante, se deja leer con placer”).
Título inhallable por años, la reedición publicada por la editorial Pesopluma coindice con el centenario de nacimiento del autor y es una oportunidad para revisar la narrativa de ficción del reconocido escritor. Antes de su lectura, releí Lima la horrible, y volví a disfrutar de la ironía con la que desentraña las múltiples dimensiones de la ciudad. De ahí, hallo pertinente citar este fragmento antes de pasar a Pobre gente de París:
“El pasado que nos enajena está en el corazón de la gente. No únicamente, además, en el de aquella que desde hace varias generaciones atrás es de aquí, sino también en el del provinciano y el extranjero que en Lima se establecen. Ambos llegan a la ciudad llenos de futuro y, al cabo de unos años, han derrochado, en no se sabe qué, la voluntad de progreso que los desplazó. Esa fuerza original es sustituida por la satisfacción de saberse insertos en el sustrato colonial de la sociedad limeña”.[2]
Destaco dos palabras de las líneas anteriores: futuro derrochado. Porque si algo caracteriza al joven peruano Juan Navas, uno de los personajes de Pobre gente de París, es la desazón de las expectativas no cumplidas. El soñado futuro que esperaba al arribar a la capital europea se vuelve cada vez más lejano, pero aun así preferible al que padecería si regresa a su lugar de origen:
“Por supuesto, acabé por rechazar de plano esta absurda solución, entre otras razones porque consideraba que el regreso al Perú en semejantes circunstancias y a un plazo tan corto de mi partida me haría blanco de más de una broma pesada o un sarcasmo cruel”. (pág. 24)
El presente de Navas, sin embargo, no está exento de algún destello de alegría, al ver su rutina interrumpida por un peculiar diálogo que entabla con una habitación mediante el sonido de gotas que caen sobre el lavabo. Un lenguaje extraño al que se entrega noche a noche, intentando develar la identidad de su interlocutor/a. Aunque en cierto momento estas escenas se vuelven algo cursis, también transmiten emotividad y empatía en un contexto inusual. Parece posible enamorarse entre tanto infortunio. La idea de que sólo se necesita una ilusión para tener la fuerza necesaria y así lidiar con la cotidiana precarización. Los problemas para Navas empezarán a ocurrir cuando su entrega a esta ilusión se enfrente a la realidad de las circunstancias que rodean a su interés amoroso.
Las tribulaciones del protagonista se ven agudizadas con la llegada del tío, tan adinerado como vulgar. Un personaje que Salazar Bondy introduce hacia la mitad de la historia como un gatillador del recelo y la irritación que empezarán a gestarse en el estudiante para sumirlo en la desesperación:
“Se había sentado en mi cama, satisfecho, y su actitud comenzaba a inspirarme una terrible aversión hacia su persona. Hasta llegué a preguntarme si tal sentimiento no obedecería, en el fondo, a un poco de envidia”. (pág. 110)
A esta nouvelle se suman siete historias intercaladas, protagonizadas por distintos personajes secundarios, también migrantes, cuyas historias cuentan tanto su pasado en sus respectivos países de origen como su paupérrima situación actual, a través de escenas cargadas de drama, pero también de humor. La salida de la grisura que los rodea se da a través de situaciones pícaras, como lo muestran las peripecias del chileno Martínez Haza y el paraguayo Elmer Coatí en el capítulo “No hay milagros”, uno de los mejores del libro y que tiene líneas como esta:
“El Citroën ingresaba a ese momento en el Boulevard de la Bastille. Sus ocupantes no parecían dos desgraciados. Tal vez no lo eran. Cualquier transeúnte al cual se le hubiera pedido opinión sobre aquellos dos personajes habría respondido que se trataba de dos turistas, de dos desaprensivos paseantes, de dos dichosos poseedores del tiempo y el espacio, sin obligaciones ni responsabilidades inmediatas, tal era la atmósfera de paz que rodeaba sus rostros. La ciudad, además, estaba encantadora, con una luz ligera y excitante, bajo la cual cosas y personas se ofrecían como pertenecientes a un sueño feliz, plácido.
—¡Qué importa! — exclamó Coatí—. ¡París es formidable! ¡Formidable!
—¡Pero no hay milagros! -dijo Martínez mirando a su compañero.
Ambos soltaron la carcajada”. (pág. 77)
La ficción de Salazar Bondy es inseparable de su perspectiva como ensayista por lo cual sus observaciones sobre la sociedad de la época entorpecen, por momentos, la fluidez en la narración. Sin embargo, estas acotaciones dan pie a líneas (como las citadas anteriormente) en donde logra que la atmósfera que rodea a los personajes dé cuenta de las emociones de estos. Es en estos momentos cuando, sin importar las nacionalidades de cada uno o el pasado que cargan a cuestas, se permiten, por un momento, contemplar su existencia como un milagro que no se debe minimizar. Un milagro que les permita conocer, aunque brevemente, la felicidad de vivir en París.
“La literatura sirve para mezclar las cosas y verlas de otra manera”
Por Sebastián Uribe Díaz
Uno de los principales invitados internacionales de la FIL Lima 2024 fue el escritor argentino Patricio Pron (Rosario, 1975), autor de seis libros de relatos, entre los que destacan El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan (2010), La vida interior de las plantas de interior (2013) y Lo que está y no se usa nos fulminará (2018); también, de siete novelas, entre ellas No derrames tus lágrimas por nadie que viva en estas calles (2016) y Mañana tendremos otros nombres (2019), así como de los ensayos El libro tachado: prácticas de la negación y del silencio en la crisis de la literatura (2014) y No, no pienses en un conejo blanco: literatura, dinero, tiempo, influencia, falsificación, crítica, futuro (2022). Su trabajo ha sido premiado en numerosas ocasiones. En 2010, la revista inglesa Granta lo escogió como uno de los veintidós mejores escritores en español de su generación. Sus últimos libros publicados son La naturaleza secreta de las cosas de este mundo (2023) y la reedición de El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia (2024), ambas por Anagrama.
¿Es tu primera visita a Perú?
Es la primera vez que vengo. Como para el resto de argentinos, Lima es para mí casi un mito, por lo que me siento muy afortunado.
Antes de abordar tus libros, quería consultarte sobre algunos artículos que has publicado. En especial por ‘Yo estoy sufriendo, y seguramente tú también’[1], donde reflexionas sobre las denominadas ‘narrativas del trauma’, y afirmas que nuestro deseo de comprender las cosas está conectado con nuestra necesidad de ficción y de consuelo. ¿Por qué desde la ficción se puede comprender mejor este? ¿Se debe a que sea más efectiva que las ciencias sociales o una falla de estas?
No han fallado, desde luego. Necesitamos tanto de la filosofía, la sociología, como también de las ciencias duras para comprender el presente. Todas ellas ofrecen una visión incompleta de la realidad si no las combinamos o si no las conjugamos con el ejercicio de creatividad que es la ficción y la literatura.
En términos generales, las ciencias y las disciplinas que mencionaba son buenas para abordar el presente, así como la ficción es la que nos dice lo que puede ser. Y en este momento histórico necesitamos ambas cosas, no solamente comprender el mundo que nos rodea, sino también postular otro, a pesar de los enormes desafíos que enfrentamos. Es decir, hacer dialogar y completar otras disciplinas. La literatura no solamente es literatura, sino siempre está vinculada con otras cosas, con sociología, filosofía, etc. La literatura sirve para mezclar las cosas y, al mezclarlas, verlas de otra manera.
¿Cómo es tu proceso de la escritura de ficción y no ficción?
Es un proceso muy intuitivo. Yo parto de una pregunta y es posible que, en virtud de la pregunta, a raíz del modo en que esta es formulada, el modo que tenga de responderla vaya más por el lado de la ficción.
Las preguntas son esencialmente las mismas y no las distingo si se trata de ficción o no ficción, sino de un proceso orgánico. Lo que voy escribiendo deriva hacia un lugar o hacia otro. Se trata de categorías que pueden y deben estar muy claras para quien lee los textos, pero no necesariamente para quien escribe.
En América Latina, hay la tradición de autores que han pasado de la ficción a la no ficción. En España, no te encuentras con ese cruce de fronteras. En mi caso, es algo que se desarrolla a lo largo del proceso de escritura.
Hace poco vi que posteaste que habías leído Introducción general a la crítica de mí mismo. Conversaciones de Ricardo Piglia con Horacio Tarcus[2], publicado por Siglo XXI, y comentaste que ese libro complementaba de alguna manera sus diarios. ¿Qué es aquello que más te sorprendió en línea con lo que comentabas sobre los cruces de la ficción y no ficción?
Piglia es uno de los autores más importantes en mi formación, y tuve la fortuna de conocerlo poco antes de que falleciera y que me tratase como un par. Es muy emocionante cuando los autores te tratan así, como si pertenecieses a su vida. Él fue uno de los autores más inteligentes de la literatura argentina, la cual es una muy cerebral, a diferencia de otras literaturas, con autores finísimos como pensadores. Esto se vincula con el hecho de que el pulso vanguardista en Argentina se volcó gracias a la influencia de Borges en el cruce de ficción y no ficción.
A diferencia del caso peruano donde el impulso vanguardista fue hacia la poesía, en el caso de la Argentina, fue hacia el ensayo, en el cruce de la ficción y no ficción, y Piglia fue un maestro de eso. En este libro que mencionas, Piglia contó lo que no contó en sus Diarios de Emilio Renzi, que más bien ofrecía el espectáculo de Piglia leyendo a Piglia.
En esta conversación con Horacio, cuenta todo lo que no contó en sus diarios: su activismo político, sus vínculos con organizaciones políticas de vanguardia, los años sesenta, setenta. Tiempos que fueron muy interesantes, pero a la vez muy trágicos, atravesados por golpes de estado, por asesinatos políticos, etc.
Y luego me pareció interesante lo que dice de Walsh, de quien señala que se puso a escribir no ficción no por un impulso político, sino por percibir que lo que nos estaban contando, estaba mal contado. Lo que hizo que Walsh escriba no ficción (Operación Masacre, etc.) no fue inicialmente una idea política, aunque condujo a la trasformación política de Walsh, sino que fue un impulso de escritor (“esto está mal contado”), y que tiene que ver con esto que hablábamos hace un momento: hacer preguntas y cruzar los límites de la no-ficción y ficción para tratar de responder. Por ejemplo, los lectores de mis libros dicen que hay mucho ensayismo en mis novelas. No es algo intencionado, pero es algo que me gusta.
Uno tus cuentos que más me gusta es ‘Como una cabeza enloquecida vaciada de su contenido’, que me recuerda a Copi en la propuesta de esbozar el revés de la idea de progreso humano como una sombra de la evolución. ¿Cómo crees que conversa la literatura con el progreso? ¿Cómo fue esta última experiencia que tuviste enfrentándote a ChatGPT[3]?
Me alegra que menciones ese cuento, puesto que está estrechamente relacionado con la obra de otra gran escritora argentina que es Graciela Speranza, siendo casi una respuesta a la escritura de esta magnífica ensayista, y una forma de responder a la pregunta de cómo contar una historia del presente a través de un objeto aparentemente irrelevante, uno de los objetos sin ninguna importancia, que las personas utilizan sin pensar en ello, pero que, sin embargo, precisamente por su carácter transitorio, puede permitirnos recordar la historia de la Humanidad y ver qué nos conecta con todos.
Cuando escribes acerca del régimen económico y político en el que vivimos, a menudo tiendes a hacerlo hablando de grandes estructuras que involucra grandes cantidades de personas. Si bien este ejercicio es legítimo, parece que impide recordarnos que estas fuerzas políticas y económicas que operan sobre nosotros son partes de vidas individuales. Ese cuento es un intento de proponer una manera de contar que sea distinta de la forma habitual de hacerlo.
En cuanto a la idea de progreso, hay dos formas de concebir la historia: como una trayectoria lineal que avanza hacia una especie de resolución, y otra versión de la historia como algo cíclico, que es parte de los mitos antiguos, de la historia de las religiones, etc. Desde aproximadamente el surgimiento del cristianismo, hemos tenido una idea del tiempo lineal y progresista. Avanzamos hacia una especie de lugar, que para algunos es el triunfo de la técnica y para otros es la revolución, el progreso económico; y para personas religiosas, el Apocalipsis, la segunda venida de Jesús, el fin de los tiempos.
La forma lineal es la dominante en Occidente y, sin embargo, una y otra vez comprobamos que caminamos en círculos. Las sociedades latinoamericanas han hecho enormes progresos en los últimos años, pero esos progresos no están garantizados. Los derechos para las mujeres, para las minorías, para los más desfavorecidos de la sociedad, el derecho a una vivienda digna, a transporte, a salud, son derechos dificultosamente adquiridos y, por ello, más fácil de perderlos, como pone de manifiesto el caso argentino. Más que hablar de una progresión, creo que de lo que debemos hablar es de avances y retrocesos continuados de la historia de la vida que son la historia de las sociedades de la que formamos parte.
Yo no veo ningún tipo de progreso en las nuevas tecnologías. Tienen algunas ventajas, pero también enormes desventajas y problemas que producen. Paul Virilio, ensayista francés, decía que cada nueva tecnología genera un nuevo accidente. La invención del tren es la invención del accidente ferroviario. La invención del teléfono es la creación de la caída de las líneas que impiden comunicarnos. La aparición del internet crea sus propios accidentes: tanto el crecimiento de los discursos de odio, o circunstancias como la de hace poco (la caída mundial de Microsoft) que hace que caiga todo el sistema. Esos accidentes vienen unidos, son partes intrínsecas de nuevas tecnologías que se nos presentan como soluciones. Donde algunas personas nos quieren hacer ver soluciones, yo solo veo problemas.
Así que ya ves, no tengo una idea progresista de la historia, lo que no quita que sea una persona más o menos optimista. Sobre Chat GPT, los amigos de la UNED me propusieron esta especie de partida de ajedrez entre Chat GPT y yo, en las que ambos produjimos sesenta textos a partir de unas consignas, y esos textos fueron evaluados por un puñado de especialistas. Afortunadamente los especialistas valoraron más mi trabajo que los de Chat GPT, pero no quiere decir que la humanidad haya ganado, sino que los expertos aún son capaces de diferenciar entre la escritura humana y la escritura maquínica. La pregunta es si la gente puede diferenciarlo igualmente que los expertos. Mi respuesta es que no, que estamos rodeados de comunicaciones producidas por máquinas (en redes sociales), y de un pensamiento maquínico que afecta a personas que son incapaces de desarrollar una contradicción o un pensamiento complejo.
En ese contexto, la literatura adquiere un lugar especial, una forma de resistencia. Supongo que, con el tiempo, no dentro de mucho, pero en algún momento, uno más o menos mediato, la diferencia principal entre unas y otras personas será su capacidad de comprensión de la comunicación (tanto escrita como verbal). Entonces quizá los que leemos tengamos en ese sentido una pequeña ventaja, al tiempo que un montón de problemas, pues comunicarte con personas que no son capaces de comprender lo que dices es particularmente difícil. No son buenos tiempos, pero tampoco parecen ser mejorables. En esas estamos.
Muy interesante tu respuesta porque conversa mucho con tu última novela en la que se parte de la idea de que el desastre está aquí, en el presente, y se conecta con tu propuesta acerca de la posibilidad de pensar un mundo mejor.
Creo que pensarlo es necesario y es una de las grandes tareas políticas que tenemos por delante, pero también llevarlo a cabo, que es una tarea mayor a la de imaginarla. Afortunadamente, tenemos todos los recursos como sociedad: la capacidad de diálogo, establecer acuerdos, un enorme ejercicio de imaginación colectiva, etc. Recursos a los que algunas personas vamos a contribuir de una manera u otra. Unos escribiendo libros y otros atendiendo un hospital público. Creo que todos somos parte de algo que nos concierne.
Ahora yo haría mías las palabras de Gramsci que dijo que “soy optimista de la voluntad y pesimista de la razón”. Tenemos que ser conscientes de los desafíos a los que nos enfrentamos. En materia incluso de comunicación literaria, tenemos que tener el optimismo de la voluntad. Nos jugamos varias cosas y creo que cada pequeño espacio que conseguimos hay que defender y preservar: conversaciones que tengo contigo, con los amigos de Lima, las conversaciones que se produce con mis libros, donde no estoy, pero se hace a partir de ellos, esos lugares tienen que ser preservados y defendidos, nadie más lo va a hacer. Tenemos que hacerlo.
Hace poco ha salido una edición corregida y aumentada sobre El espíritu de mi padre sigue subiendo en la lluvia. ¿Cómo ha sido esa conversación con ese texto que ha sido publicado hace más de diez años?
Para mí es otro libro, pero lo hubiese sido incluso aunque no hubiese cambiado una coma, porque ha sido leído en circunstancias distintas por lectores diferentes. Cada nueva publicación de un libro supone la transformación de ese libro en un libro diferente. El ejercicio de la relectura lo convierte en un libro diferente, pues si lees un libro que ya has leído verás que lo lees de una manera distinta. Lo mismo con los subrayados, donde muchas veces descubres que subrayaste lo menos importante. Es tal vez la prueba de que tengo algunas capacidades como lector y autor que no tenía en el pasado. Esto es esperanzador, ojalá que siga, pero también afecta a lo que yo mismo escribo.
Cuando comencé a corregir el libro, pensé que solo iba a cambiar los adverbios, corregir un par de errores, y no fue así. Cuando me metí a ello descubrí que lo podía hacer mejor, que podía hacerlo con una sintaxis distinta, un texto más contundente, más eficaz. Tenía la impresión de que sabía qué es lo que había querido decir, que ahora podía decirlo mejor. Creo que es un libro mejor ahora. Además incluye cincuenta fotografías nuevas. Creo que en ese momento pensé en la posibilidad de incluir fotografías y no sé por qué no lo hice.
Yo quería que los lectores que han leído el libro tengan la posibilidad de que lean qué imágenes estaban en mi cabeza cuando estaba escribiendo la novela, que tengan acceso a una dimensión a la que no tienen acceso. Es también una forma de exponerme porque nunca había publicado un libro con fotografías mías. Y como te expones, te sientes empoderado, pero al mismo tiempo profundamente ridículo: es como bailar en una discoteca. Pero tenía que bailar sobre una discoteca. Creo que el libro es mejor ahora, incluyendo el epílogo. El caso policíaco tuvo desarrollo después de la novela, así que también está incorporado en la novela.
Es posible que acabe haciéndolo con los otros libros que Anagrama irá publicando o rescatando poco a poco, pero no lo sé. En este momento, me interesa más lo que vaya a hacer a continuación. De eso es más difícil hablar siempre.
Cuando vi la edición aumentada/corregida que hiciste, lo percibí como un ejercicio parecido al de Fresán con Mantra o al de Bellatin con Salón de Belleza.
No leí la nueva edición de Bellatin, pero sí los libros de Fresán, y sus reediciones. Rodrigo es expansivo, tendiendo a ampliar sus textos. Pero creo que en este caso yo reduje. No ha habido cortes sustanciales, no hay nada que haya quedado fuera que sea realmente relevante. Fue un ejercicio de ir a lo esencial del libro.
Supongo que son rasgos del carácter que nos diferencian a Fresán y a mí, haciendo que la expansión para él sea fácil. Son formas distintas de enfrentarse a los textos que uno ha escrito. En ambos casos, sin embargo, diría yo, tal vez, lo que nos una sea la idea de que estamos en movimiento, de que no nos hemos quedado en ningún lugar, de que estamos creando y lo estamos haciendo con el mismo talento (ojalá) y con la misma convicción con la que comenzamos a hacerlo. Alguien me preguntaba recientemente en una entrevista para un periódico mexicano si consideraba el Premio Alfaguara la cumbre de mi carrera. Y era una pregunta, supongo, pertinente desde el punto de vista del entrevistador, pero para mí completamente desconcertante. Lo que hice en el pasado no me interesa demasiado, me interesa lo que hago en el presente. Y de esta manera quisiera responder tu pregunta anterior. El pasado está aquí en el presente, el futuro es lo que haremos en el presente. Es el resultado de lo que hacemos en el presente. Y en este breve instante desde la perspectiva de este breve instante, el pasado y el futuro se ven de manera particulares.
Cuando yo decidí reescribir El espíritu de mi padre… lo que hice fue traer un libro al presente. Hubiese sido fácil dejarlo en el pasado, decir esta es una pieza de mi museo particular. Hay escritores que se dedican a crear un museo particular, pero para mí lo más importante es estar en movimiento, y permanecer emocional e intelectualmente vivo.
Antes de despedirnos, te quería consultar por algún libro, disco o película que quieras recomendarnos.
Cuando escuchas mucha música o ves muchos films o lees muchos libros, te sucede que cuando te preguntan estas cosas te quedas en blanco. Las personas que han leído poco tienen en la punta de la lengua los diez libros más importantes de la historia de la Humanidad (risas). Pero déjame pensar un segundo. Hay un disco al que yo regreso con cierta frecuencia, lo estaba escuchando cuando venía de camino a Lima. Su autor es un gran baterista de jazz y rock llamado Pomo. Tiene dos discos: Pomo Primario, Pomo Binario. Son maravillosos. A quien quiera que le interese estas músicas, le gustará. Charly García, Cerati y Fito Páez construyeron sobre algo, sobre cimientos sólidos de un productor como Spinetta. Pomo fue el baterista de una de las mejores bandas de Spinetta: Invisible. Ver cómo ese músico continuó creando y superando sus estándares es algo que todos deberían disfrutar. Esa es mi recomendación.
Novela que intenta recrear múltiples registros: el profesor adicto a un repugnante partido político, la prostituta enamoradiza y de sentimientos redentores, el hombre de buen corazón y, desde luego, con aficiones literarias que busca en un lupanar el antídoto para sus desengaños, la mujer adúltera enamorada de un catedrático mayor, casado y adúltero, también, la esposa de este y una tarotista que funge de psicóloga, el oficial de policía joven y ambicioso, el estudiante de letras con clara filiación izquierdista, sujetos del lumpen provinciano, brujas blancas y oscuras, algunos estudiantes más, policías genéricos, ciudadanos de patente honradez y vidas anodinas. Es probable que esta pluralidad de voces le recuerde al lector aquel cuento, a lo mejor no tan conocido, de J. R. Ribeyro titulado «Fénix». El discurso reproduce lo que piensan los personajes, con lo que hay casi una ausencia de diálogos; el autor cede su voz a la de sus personajes, y de esta forma se van alternado sus impresiones, sus temores, con un interés algo artificial por ver avanzar la trama; a menudo un personaje da paso al otro mencionando su presencia, a pesar de que no se conocen: uno dice, quién será esa persona que va pasando por ahí, y la voz de ese sujeto mencionado se inmiscuye en la narración; otras veces, la sola evocación de alguno de ellos convoca la voz requerida, y así se construye el argumento de una manera, digamos, forzosa. Los hechos empiezan en una casa de huéspedes similar a la pensión Vauquer balzacquiana, sin embargo, en pocas páginas, el recurso de encuentros y fisgoneos en este reducido edificio parece agotarse (léase, es desechado) o parece no ser útil para redondear los registros que nuestro autor se empeña en construir. Así, el autor hace salir al mundo a sus personajes, y este mundo es ni más ni menos que la ciudad de Ica. Sin embargo, Ica tiene dos caras; los personajes que no pertenecen al lumpen propiamente dicho, esto es, el hombre engañado, la mujer adúltera, el catedrático, etc., suelen acercarse a un paisaje que nos entregan —luego de pasar por el filtro de sus sentidos y ser traspuestos, posteriormente, al orden gramatical— de forma poética. Incluso la prostituta, alcanzada por el amor que siente por el joven engañado, busca la metáfora, da con el símil, para modificar su entorno de luces de neón rojo, aroma a desinfectante de baño y parroquianos sin rostro.
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