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Crónica sobre Charles Bukowski

El legado de un viejo indecente

Por Manuel Alonso Navazar

Descubrí a Charles Bukowski (1920-1994) cuando tenía alrededor de 20 años de edad. En una de esas circunstancias maravillosas e imprevistas con que la vida nos suele sorprender, quiso el azar que aquella tarde la mujer que me vendía una edición de los cuentos completos de Faulkner arrojara al suelo, en un descuido, un libro que llevaba por título La senda del perdedor. La portada llamó de inmediato mi atención. En ella, aparecía un hombre con sombrero delante de un extenso camino (de esos que parecen que conducen a la nada o, en todo caso, a un destino siempre incierto). Le pregunté a la mujer sobre el libro. Me dijo que no lo había leído, pero que muchos jóvenes, universitarios bohemios en su mayoría, solían visitar su puesto —ubicado en el desaparecido boulevard de Quilca— para preguntar por libros de ese autor. No lo pensé dos veces y llevé el ejemplar conmigo.

Ese mismo día, ya en casa, terminé de leer el libro de un tirón. No es habitual que eso llegue a ocurrirme con un libro. Casi siempre me detengo en alguna parte para continuar con su lectura al día siguiente o cuando encuentro algún tiempo disponible, pero con Bukowski el asunto fue distinto. Su lenguaje directo, crudo y, por momentos, procaz capturó por completo mi atención, y fue así que inicié mi relación con aquel “Viejo indecente” de quien poseo ya una nutrida colección que preservo en mi biblioteca personal como si se trataran de piezas invaluables. Fue así, también, que descubrí el germen de esa personalidad irreverente y autodestructiva que lo caracterizó siempre, hasta el día en que su luz se apagó en el año 94 a raíz de una leucemia cuando contaba con 73 años de edad.

Hijo único de una pareja de inmigrantes alemanes, su niñez estuvo marcada por un autoritarismo extremo y recalcitrante por parte del padre, quien solía golpearlo diariamente con una badana de cuero, casi siempre sin alguna justificación razonable de por medio. Su madre, siempre indiferente y fría (nunca se preocupó por profesarle al hijo la más mínima muestra de afecto), solo atinaba a decirle que su padre tenía siempre la razón. En Born into this, un documental realizado en el 2003 en torno a la vida de este escritor nacido en Norteamérica —y que puede uno encontrar íntegro en YouTube—, se hacen ostensibles las palabras que el viejo Charles llegó a decir con respecto a su progenitor: “Era tan gilipollas como cobarde […] y su sangre corre por la mía. A veces siento la sangre de mi padre en mis venas, su puta sangre de gallina que llevo dentro”. Aparte de esa difícil y distante relación que llegó a tener con el padre, le tocó, asimismo, padecer las secuelas de un acné severo, experiencia que lo llevó a auto marginarse de los círculos sociales que los chicos de su edad tenían por costumbre forjar y frecuentar. Fue así que hastiado de esa realidad que poco o nada le ofrecía decidió buscar refugio en la lectura. Sinclair Lewis, D. H. Lawrence, Aldous Huxley, John Dos Passos, Sherwood Anderson, entre otros, fueron sus primeras influencias literarias (descubiertos en libros que, a falta de dinero, tenía que pedir prestados de la biblioteca pública) y, especialmente, Hemingway, quien no tardó en convertirse en su máximo ídolo: “Y entonces vino Hemingway. ¡Qué subyugante! Sabía cómo escribir una línea. Era puro gozo. Las palabras no eran abstrusas sino cosas que hacían vibrar tu mente. Si las leías y permitías que su hechizo te embargara, podías vivir sin dolor, con esperanza, sin importarte lo que pudiera sucederte”.

Hace unos días me hice con una edición de Cartero, su primera novela. La escribió en un mes, a instancias de John Martin, su editor, quien le ofreció darle cien dólares mensuales con la condición de que abandone su agobiante trabajo en la central de correos y se pusiera a escribir a tiempo completo. Hasta el momento en que la concibió, solo había publicado algunos relatos y poemas en diversos periódicos y revistas (su columna “Escritos de un viejo indecente”, publicada semanalmente en un diario de Los Ángeles, se convirtió en la más leída y así empezó a tomar cuerpo una fama que llegaría a cimentar poco tiempo después).

En esta novela, el narrador (identificable con el autor del libro) nos cuenta las vicisitudes que le tocó vivir en todo ese tiempo (nada más y nada menos que once años) que trabajó como empleado en el Servicio Postal de los Estados Unidos, un trabajo que, cual novela kafkiana, no hacía otra cosa que deshumanizarlo. Al respecto, llegaría a decir: “Mis mareos se fueron haciendo más continuos. Los sentía llegar. La caja del correo empezaba a dar vueltas. Duraban alrededor de un minuto. No podía entenderlo. Las cartas se iban haciendo cada vez más y más pesadas. Los empleados comenzaban a adquirir aquel aspecto gris mortecino. Empezaba a deslizarme por mi taburete. Mis piernas apenas podían sostenerme. El trabajo me estaba matando”. Asimismo, hace referencia al nacimiento de Marina Louise, su única hija, fruto de su unión con Fay Smith, una hippie que terminó dejándolo para irse con un camionero. Tal vez, fue aquella circunstancia la que llegó a rescatarlo del vacío absoluto. Al respecto, casi al final de la novela y en una de sus partes más emotivas, dice: “Empecé a notar la falta de descompresión. Me emborrachaba y me quedaba más borracho que una mierda podrida en el purgatorio. Incluso una noche estaba con un cuchillo de carnicero puesto en la garganta cuando pensé, tranquilo viejo, a tu niñita le gustaría que la llevaras al zoo. Helados, chimpancés, tigres, aves verdes y rojas y el sol descendiendo sobre la cabeza de ella y colándose entre los pelos de tus brazos. Tranquilo viejo”.

Me gusta pensar que, a pesar de esa dureza, rebeldía y actitud orientada casi siempre al constante flagelo de sí mismo, el viejo Charles poseía una sensibilidad capaz de emanar cierta ternura y simpatía, nada fácil para un hombre que rehusaba el tener que mostrarse con alguna careta. De este modo, me quedo con aquellas palabras que llegó a decir en torno a la esperanza, la cual nunca desterró de sí mismo a pesar del tortuoso camino que le tocó recorrer: “No la abandones […] debes quedarte con una pequeña ascua, una chispa y nunca se la des a nadie, porque mientras conserves esa chispa podrás encender siempre el fuego más grande”.

Sobre el autor:

Manuel Alonso Navazar (Lima, Perú). Es bachiller en Literatura, y magíster en Lengua y Literatura por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Sus relatos han sido publicados en diversas revistas, como Ibidem (México), El Narratorio (Argentina), Ibis (Colombia), Pluma (Argentina), Espejo Humeante y Molok (Perú). Asimismo, ha formado parte de antologías como Ecofuturismo. Cuentos Sci – Fi (Speedwagon Media Works, Lima, 2020) y Desde mi ventana (Fundación Amares, Chile, 2020). Ha publicado el libro Para leer en invierno (Mesa Redonda, Lima, 2020).

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Columna de opinión Coyuntura Miscelánea Reflexión

Los anteojos de azufre

Et in Arcadia ego

Por Mario Granda Rangel

En estos momentos, Atenas se encuentra cercada por el fuego y el humo que desde hace poco menos de una semana se ha desatado en los bosques cercanos. A la fecha, han muerto dos personas, veinte han resultado heridas y hay ciento cincuenta casas destruidas. Lo mismo ocurre en Olimpia, la antigua cuna de los juegos olímpicos, ciudad que se encuentra mucho más desprotegida que la capital. Mientras que en Tokio se celebran los juegos, el pueblo que los vio nacer se encuentra en plena lucha con un incendio forestal.

La acción del fuego nunca es predecible. En pocos minutos, la fuerza del viento puede cambiar de dirección y transformar un pueblo en cenizas. Así sucedió en la ciudad de Matti, otra ciudad griega, en el 2018. Las muertes superaron las cien personas y hasta ahora -después del “Sábado Negro” en Australia, en el 2009, que casi alcanzó las doscientas- es considerado como el segundo incendio más mortal del siglo XXI. Las imágenes que recibimos de los incendios forestales son cada vez más comunes. Si no es en el hemisferio norte, es en Brasil, Argentina, Chile o también en nuestro país. Mientras escribimos estas líneas, el fuego ya ha devorado cien hectáreas en la provincia de Quispicanchis.

Incendio forestal en el distrito de Quispicanchi | Fuente: RPP

Noticias como las de Grecia o el Cusco nos hacen pensar en las víctimas y en las pérdidas materiales, pero también deben hacernos reflexionar sobre el peligro que corren los lugares arqueológicos del país. En el 2017, un incendio dañó gran parte de la huaca Ventarrón, y el año pasado hubo incendios cercanos a Kuélap, Sacsayhuamán, Ollantaytambo y Machu Picchu. Y aunque no se sabe todavía cuáles fueron las razones, es muy probable que se hayan originado por la mano del hombre y el cambio climático, como ahora sucede en Grecia. La costumbre de quemar terrenos para volver a sembrar se produce con conocimiento de las autoridades, pero estas no manifiestan interés en tomar alguna decisión. Es preciso recalcar que no hablamos aquí de terrenos alejados de las ciudades, sino de campos muy cerca o incluso dentro de ellas mismas. En cualquier suburbio de ciudades como Cusco, Huamanga o Cajamarca se pueden observar fuegos “controlados” que pueden convertirse en tragedias. Tragedias no solo para el hombre de hoy, sino para la memoria del hombre antiguo.

Con gran satisfacción, y una vez apagado el fuego, los jefes de las brigadas contra incendios informan a la prensa que el fuego no alcanzó las fortalezas de los incas o las ciudades de los chachapoyas. Sin embargo, esta conclusión no hace sino aumentar la preocupación, pues el valor del material arqueológico que hoy apreciamos no se encuentra solo en los mismos edificios, sino en el entorno que la rodea. Hace unos años, en la misma Olimpia, el fuego consumió todo el Monte de Cronos, el mismo que dominaba la antigua polis. Al hacerse polvo, todo el espacio quedó igual de dañado, y nadie se atrevió a decir que Olimpia se había salvado.

No se trata, por tanto, de salvar la ciudad, como si solo se tratara de salvar la joya más preciada de la casa, sino de cuidar el paisaje natural y humano que lo rodea. La mirada idílica de nuestro pasado muchas veces nos lleva a olvidar que nuestro presente lo pone en riesgo. En lugares tan hermosos también llega la muerte.

NOTA 1: “Ni GRUPORPP ni sus directores, accionistas, representantes legales, gerentes y/o empleados serán responsables bajo ninguna circunstancia por las declaraciones, comentarios u opiniones vertidas en la presente columna, siendo el único responsable el autor de la misma”.

NOTA 2: Este artículo fue publicado en la web de RPP Noticias el 10 de agosto de 2021.

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Coyuntura Miscelánea Nota de prensa Reflexión

Publicación: “Historia de las literaturas en el Perú vol. III: De la Ilustración a la modernidad (1780-1920)”

El siglo del Bicentenario: literatura, política y un presente que no nos abandona

Por Giancarlo Stagnaro

Hoy es el día. El proyecto inicialmente concebido por Raquel Chang-Rodríguez y Marcel Velázquez Castro ve finalmente la luz, en el año del Bicentenario: el volumen III de la colección Historia de las literaturas en el Perú, dedicado al siglo XIX, subtitulado De la Ilustración a la modernidad (1780-1920). El contenido de este volumen, coeditado tanto por la profesora Francesca Denegri como por Velázquez Castro, se ubica temporalmente entre dos hechos puntuales en la historia del país: el levantamiento de José Gabriel Condorcanqui (Túpac Amaru II) y el fin de la denominada “República Aristocrática”, con la asunción de Augusto B. Leguía a la presidencia (1919-1930) y el fin de los regímenes civilistas, respectivamente. Sobre estos dos hechos, se trazaría el arco argumental que abarcaría desde fines del siglo XVIII hasta comienzos del XX. Le corresponde, entonces, a los autores incluidos en el volumen revisar los presupuestos iniciales concebidos acerca de la literatura de la Emancipación, el costumbrismo, las novelas de folletín, la poesía y las leyendas románticas, los primigenios indigenismos, las novelas escritas por mujeres, el neocostumbrismo, la literatura obrera y las narrativas modernistas; y ofrecer una perspectiva más adecuada con los tiempos que corren.

¿Por qué este período histórico marca el derrotero de las literaturas peruanas? Denegri y Velázquez aluden, en la introducción del libro, a la existencia de un “largo siglo XIX”, siguiendo la tradición anglosajona, en que las convulsiones ocasionadas en tiempos virreinales más la divulgación de las ideas ilustradas dieron origen a un país desintegrado, disgregado y heterogéneo. No obstante, incluso bajo esas condiciones, como la sensación de anarquía que muchos percibieron todo el siglo XIX, desde las guerras de independencia hasta el desastre tras la Guerra del Pacífico, la disciplina literaria casi siempre asumió un carácter principalmente pedagógico y fundacional, a la vez traspasada por una oralidad que se iba a sentir con mayor ahínco en el siglo subsiguiente. En este punto, quiero resaltar la figura inicial de Ricardo Palma, quien se dedicó en sus Tradiciones peruanas a recopilar por escrito una parte importante de la memoria oral de los peruanos de ese entonces; lo cual ubicaban a las Tradiciones como parte del romanticismo histórico y literario, en el sentido amplio del término. Si la idea consistía en fundar un Perú “de papel”, parafraseando a Velázquez, Palma lo logró y de qué manera. En cambio, la idea de Manuel González Prada consistía en renovar el ámbito de lo literario para acercarlo ya no a discursos pasadistas, como el de Palma, sino a un modernismo literario y, sobre todo, a una modernidad en ciernes, la cual se produciría ya entrado el siglo XX con el movimiento obrero y de raigambre popular, principalmente en la música barrial y su expresión máxima, el vals. Para ello, según González Prada, al igual que para Rubén Darío y José Martí, es necesario mirar hacia otras latitudes —ya no España— y refundar la expresión escrita en Hispanoamérica. En el caso que mencionamos, habría que incluir el factor ya no europeo, sino estadounidense, cuya influencia a comienzos del siglo XX ya se hacía sentir en la economía y en inventos como la luz eléctrica, el auto, el fonógrafo y el teléfono, entre otros.

En este concierto de voces, no podían faltar las escritoras, quienes incluso por su “atrevimiento” al momento de escribir también trazarían una divergencia que abriría las puertas de la modernidad a las letras peruanas, lo cual se reflejaría, en parte, dado que las escritoras en el siglo XIX se vuelven protagonistas ellas mismas de sus propios avatares textuales. Clorinda Matto de Turner, Juana Manuela Gorritti y Mercedes Cabello de Carbonera, entre muchas otras, se convertirían en las adalides de movimientos literarios renovadores, como las veladas en casa de Gorritti durante el período que vivió en Lima. Además de ello, novelas como Aves sin nido (1889), de Matto de Turner, y El conspirador (1892), de Cabello de Carbonera, constituirían los ejes de cambio de la inicial oleada romántica hacia posiciones que reivindican al indígena o que adoptan puntos de vista naturalistas, respectivamente. Como se puede apreciar, la presencia femenina en la literatura peruana ha formado parte de un fenómeno progresivo de toma de conciencia y que no solo involucra a un segmento de la población, sino que abarca a los sujetos subalternos de la República peruana, tanto de las propias mujeres como de los indígenas, quienes son “descubiertos” cada guerra de límites que el Perú libra, según González Prada en su ensayo “Nuestros indios” (1904). De hecho, la producción novelística de las autoras mencionadas alcanza sus mayores logros en los últimos decenios del siglo XIX, aunque sin perder el rigor pedagógico y fundacional. Por lo anterior, se vuelve importante atender dicha producción novelística.

Los nuevos entendimientos que arroja el volumen III de Historia de las literaturas en el Perú resultan completamente significativos para todo el país en general, no solo para los estudiosos del tema, en términos ya no solo literarios, sino simbólicos. Ahora que estamos cumpliendo 200 años como República —en construcción, aún permanente—, reflexionar sobre nuestros problemas a partir de la literatura peruana puede convertirse en un resguardo gratificante: hasta cierto punto, toda la problemática política, social o económica que notamos en la actualidad resulta la misma que hace 200 años. Al respecto, puedo mencionar dos cosas: o no hemos aprendido de la historia, o estamos condenados a repetir los mismos traspiés. Lo que la literatura peruana de esos años demuestra es que es posible romper el inefable círculo de inequidad, racismo y desigualdad que nos caracteriza desde la fundación de la República y sobre lo cual han reflexionado todos los escritores, historiadores e intelectuales peruanos en general. No dejemos que esa reflexión caiga en saco roto y hacia esto ayuda De la Ilustración a la modernidad (1780-1920).

Datos de la presentación del libro Historia de las literaturas en el Perú vol. III: De la Ilustración a la modernidad (1780-1920)

Día: jueves 12 de marzo

Hora: a las 18:00 horas

Lugar: a través del Facebook Live del Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú y de la Casa de la Literatura Peruana

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Reseña: «Después de la luz» de Benjamín Labatut

Un fervor pospunk

Por Erick Abanto López

Después de la luz (2016) de Benjamin Labatut es un libro magistral. Realmente, se trata de la literatura del futuro. No hay una sola página que no produzca la sensación de estar al borde del éxtasis, conmovido por la gran historia que se cuenta y por el tono religioso y trágico en que se transmite. Es inevitable no sentir en cada una de sus páginas cómo Labatut corta la maleza y abre, línea por línea, párrafo por párrafo, el surco de una nueva ruta (totalmente insólita pero de vieja estirpe) en la narrativa contemporánea, la abertura de una nueva forma de plasmar el vínculo y la armonía entre ficción y realidad, segando los enredos de la autoficción y las sombras del realismo, abriendo trocha con la suficiente pasión y energía para reestablecer, en pleno siglo XXI, un viejo tono sagrado.


Labatut crea un collage rítmico e intercalado de algo así como tres grupos de elementos: las historias míticas y religiosas del mundo (sumerias, judías, cristianas, mayas, budistas, guaraníes, hinduistas, griegas, romanas, etc.); las anécdotas breves pero desgarradoras de un sinfín de seres humanos que experimentaron la frontera de lo cognoscible y lo que hay más allá; y las escenas de la vida del protagonista-narrador en el Chile actual, antes, durante y después de que experimentara la fragilidad ontológica de su realidad, los sueños lúcidos junto al ahogo y el pánico de saberse vulnerable frente a la inmensidad de lo insondable, del abismo, o de «la luz».


El resultado es una galería prolífica y aciaga de las veces en que, como género humano, nos hemos aproximado al fin de nuestras certezas más profundas y a la aparición de algo indescifrable que no podemos ni siquiera comunicar o nombrar. Pero también de cómo esa imposibilidad nos llevó a construir y edificar, a lo largo de la historia, cientos de lenguajes, discursos y técnicas de todo tipo (religiosas, científicas, poéticas, musicales, pictóricas, matemáticas, etc), en un intento permanente de búsqueda y creación de un idioma, una técnica o una fe capaz de capturar sus destellos y, a la vez, protegernos de su luz.


El círculo se completa con una organización sugestiva y pertinente (cuatro capítulos titulados con los nombres alquímicos de las cuatro fases de la transmutación de la materia, desde la putrefacción hasta la iluminación) y con una escritura minuciosa y discreta, sin rodeos ni alargamientos, breve y directa, sobria, abrigada en un tono parco y lúgubre, que a medida que avanza la lectura va haciéndose más nítido y ubicuo. Quizá esa sea una de las principales diferencias con Un verdor terrible, la tercera y más reciente entrega de Labatut. Ambas son indesligables una de la otra y el universo y la perspectiva que ofrecen se complementan profundamente (hasta el punto de conformar dos episodios o dos volúmenes de una misma intención narrativa), pero una contiene matices que la otra aligera.


Junto a Después de la luz, Un verdor terrible aparece como una narración más estandarizada y homogénea, rendida al uso masivo de la hipérbole y del escándalo, donde el foco no está en aumentar la nitidez de la atmósfera, sino elevar su intensidad grotesca, quizá para hacer más emocional la lectura. Después de la luz es todo lo contrario. No es una misa de cantos, glorias y alabanzas. Es una larga y solitaria plegaria, un susurro piadoso y lacerante. Así, lo que en Un verdor terrible está contenido y predefinido, aquí está libre, oscilando entre la desmesura y la tristeza, entre el pánico y el éxtasis, entre los datos, la historia y lo inventado, entre la escritura conocida y sus infinitas posibilidades aún inexploradas. Después de la luz es el movimiento, la curiosidad, el desborde. Un verdor terrible es ya su versión equilibrada y pulida.


La operación original está en Después de la luz. Esta es la propuesta sin filtro de Labatut, su verdadera proeza. Aquí es donde comienza a reconstruir el esmalte religioso y mítico, ya perdido, de la literatura antigua, la funda sagrada que está en los orígenes mismos de la ficción, esa ligazón antiquísima entre magia y poesía tan ampliamente estudiada; y lo hace recurriendo a los únicos recursos disponibles que aún mantienen cierta legitimidad de sentido, las formas desencantadas y corroídas que sobrevivieron al siglo XXI: el fragmento y el collage. Esta es su maestría y la razón por la que este libro es el futuro, pues en él, como tantas veces en la historia moderna, Labatut recrea el tono mítico ya perdido de la literatura originaria, juntando los restos del naufragio para componer una versión contemporánea de esa melancolía. Reestablece el lamento romántico por la música sagrada de la vieja tragedia, la tragedia antigua y original, y lo hace con un rosario de anécdotas de quienes padecieron la tragedia más perfecta y la más literaria de todas: la imposibilidad de contar lo vivido, de comunicar lo atestiguado, de transformar la experiencia en lenguaje.

Sobre esta imposibilidad también transita este libro, y lo hace una y otra vez, insistiendo y replegándose como las olas en la arena, dejando cada vez un vestigio nuevo de algún lejano naufragio, pero sin poder todavía traer el barco y los cuerpos e inundar de una vez toda la playa.

Datos del libro:

Benjamín Labatut

Después de la luz

Editorial Hueders, 2016, 132 pp.

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Reseña: “La diáspora” de Horacio Castellanos Moya

Paranoia y desencanto

Por Sebastián Uribe

Es increíble el ímpetu y la soltura que exhibe Horacio Castellanos Moya (Tegucigalpa, 1957) en la escritura de su primera novela, La diáspora, publicada originalmente en 1989. Irrumpe en la ficción narrativa con un libro que, en una época tan álgida como fueron los ochenta, aborda y critica de manera aguda las desilusiones de una generación que creía de forma inquebrantable en el poder de la revolución al punto de arriesgar la vida por ella. Escribir una parodia de la derecha lo hace todo el mundo. Lo arriesgado es hacer una de la izquierda desde la izquierda misma, denostando la mercantilización de sus causas en un negocio que reclama un aura de ética intachable que no merece muchas veces. Y más difícil aún es hacer esta diatriba con una maestría que mostrará también en libros posteriores como Insensatez (2004) o Moronga (2018). Esto confirma que cada texto suyo es una pieza más de un proyecto narrativo coherente como pocos a nivel mundial. Así, no acota su alcance solo a nivel hispanoamericano, donde comparte espacio con titanes de la talla de Ricardo Piglia y Roberto Bolaño.

Uno de los más gratos hallazgos de este libro es corroborar que las principales preocupaciones temáticas y emocionales de Castellanos Moya ya se encontraban aquí, comenzando por el cuestionamiento de las convicciones ideológicas. Los personajes de esta novela se encuentran a la deriva, apartados y marginados en el DF, alejados del campo de acción, pero sobre todo de una causa que les brinde la sensación de pertenecer a un colectivo que le dé sentido a sus nimias vidas. Tanto Juan Carlos y el Turco reniegan del Partido, el colectivo al que consagraron su vida por muchos años y que desvió su rumbo al punto de desvirtuar su accionar debido a las ambiciones de sus dirigentes y la pugna por el control que terminaría causando al asesinato de la comandante Ana María y el aparente suicidio del comandante Marcial, máximas figuras de las guerrillas salvadoreñas. La sensación de orfandad y desamparo terminará por convencerlos de que la única salida posible es romper con sus ideales e intentar descifrar qué existe más allá de la lucha política, en un territorio ajeno. De este modo, lidian con la única herencia que les legó su participación en el conflicto, además de la pobreza: la paranoia.

Si algo hermana a la mayoría de los personajes de la novela (y de la narrativa de Castellanos Moya) es la constante sensación de paranoia y desconfianza hacia todo aquel que quiera acercarse. Estar en guardia y relacionarse lo menos posible con alguien desconocido es la marca con la que deambulan por la vida tanto los dos personajes mencionados, como Quique, el exguerrillero ansioso por regresar a combatir con un rifle en las manos. El temor de ser emboscado y traicionado es la secuela más duradera no solo de un conflicto, sino del rompimiento con una ideología. Detecta en cada rostro a un potencial enemigo, en contraste con aquellos denominados “burgueses” que no padecen ello y hasta tienen empleos y familias. Aquí la semilla de la violencia impregnada en cada uno no explota como en El arma y el hombre o La sirvienta y el luchador, pero sí se trasluce de manera más sutil al momento de concebir las relaciones posibles con sus antiguos camaradas o sus potenciales conquistas sexuales, además de que puede ser una buena manera de adaptarse a la urbe capitalista: “Si San Salvador le resultaba grande y extraña, la ciudad de México le produjo escalofríos, las calles enormes repletas de autos y buses. Pero las costumbres del peligro crean un poderoso instinto de sobrevivencia” (p. 81).

Y aunque los personajes mencionados son los protagonistas de la novela, Castellanos Moya dedica algunas páginas a otro que se lleva todas los reflectores: Jorge Kraus. Este periodista, que evoca a esa inolvidable y tenebrosa voz de Insensatez, es una suma de arribismo y aprovechamiento ramplón capaz de causar escozor en el lector, debido a que su ambigüedad y su capacidad camaleónica provocan que su toxicidad corrosiva pase desapercibida frente a los demás. Castellanos Moya muestra esta frialdad extrema para seguir trepando en líneas como las siguientes:

«Kraus barajeaba las diversas alternativas para la escritura del libro, los argumentos a los que recurriría para convencer a las FPL y a los sandinistas de que un libro de esa naturaleza ayudaría en gran medida al proceso revolucionario salvadoreño. Se regocijaba por las tremendas posibilidades editoriales que se le abrirían: escribiría un verdadero best seller, que le produciría fama y dinero. De inmediato tendría ofertas de traducciones, adelantos por la escritura de nuevas obras. Porque su idea para la estructuración del libro le parecía sencillamente genial: lo elaboraría con la técnica de la novela policíaca, pero con puros hechos reales. Algo semejante a A sangre fría de Truman Capote o a Recuerdo de la muerte de su compatriota Miguel Bonasso. Sólo que el libro de Kraus superaría a éstos por una razón esencial: los sucesos que abordaría constituían una tragedia universal, digna de un clásico griego o de una obra dostoievskana» (p. 118).

Este símbolo de la capitalización individual de una tragedia social es la principal crítica a cierto sector de la izquierda que, si bien aparece en otros pasajes, adquiere una dimensión mucho más peligrosa en figuras como la de Kraus en el capítulo seis de la tercera parte de este libro. Se da maña, incluso, para concebir una metodología capaz de moldear y replicar la escritura de una tragedia, al punto de desvirtuar los hechos con tal de acomodarse a un fin al que se busca justificar de cualquier forma antes que ver cuestionada su veracidad. La sensación de sentirse superior moralmente termina siendo el aceite de un turbio y pérfido engranaje que se vislumbra hasta el día de hoy, refugio de tantos abusos y atropellos sociales. Escrituras de libros que edulcoran y aprovechan el morbo de los conflictos armados, ¿dónde hemos visto eso antes? Castellanos Moya vislumbró hace treinta años cómo el tópico de la violencia iba a convertirse en un modelo exótico para armar y desarmar de manera descafeinada en gran parte de la literatura latinoamericana posterior, llena de clichés y personajes acartonados, y se arrojó a escribir esta novela tan potente y vigente. En una época donde las principales apuestas literarias parecen ser las reediciones de libros inhallables, La diáspora termina erigiéndose como uno de los más valiosos rescates.

Datos del libro:

Horacio Castellanos Moya

La diáspora

Literatura Random House, 2018, 160 pp.

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Presentación: «No hay más ciudad», la novela de Francisco Izquierdo Quea

La presentación de No hay más ciudad, la novela de Francisco Izquierdo Quea se realizará el viernes 30 de julio a las 5:00 pm, a través del Facebook live de la Cámara Peruana del Libro. Este lanzamiento se enmarca en la Feria del Libro de Miraflores. Además del autor, participarán, con sus comentarios, la escritora Silvana Carrillo y el escritor Francisco Ángeles. En su nota de prensa, la editorial dice que Francisco Izquierdo Quea «nos sumerge a través de un crisol de miradas en la vorágine de las relaciones de pareja, el abandono y los sueños latentes por virar hacia un destino capaz de llenar la medianía con la tan ansiada conciencia de trascender». Más detalles en el site del evento: https://www.facebook.com/events/205427594924370/?ref=newsfeed.

Les compartimos el comentario del escritor Francisco Ángeles sobre esta nueva novela:

Me ha alegrado muchísimo leer la primera novela de Francisco Izquierdo-Quea, quien publica por primera vez desde su ya lejano debut literario en 2007. Más que eso: leerla me ha conmovido, me ha sorprendido, me ha perturbado. Leerla me ha llevado de regreso a Lima y a los años 2000, esa década que sobrevive sigilosa entre los más llamativos 90s (modernidad, globalización) y 2010s (crisis global, tecnología, hiperconectividad), como una versión envejecida de una sin aún insinuar del todo a la otra. Y sin embargo, a pesar de tanta palidez, los 2000 existieron, y para muchos fue la época en que todavía éramos jóvenes y también la década en que dejamos de serlo; la época en que la vida comenzaba a golpear y ya no con problemas inventados; los años en que se revelaba que nuestros sueños adolescentes ya no eran más que una anacrónica prolongación de otro tiempo que se había terminado. NO HAY MÁS CIUDAD trata sobre ese tiempo y también ese espacio: ese Perú precario y desgastado, escabroso sin llegar a trágico, un Perú post-Fujimori y pre-Marca Perú; post-terrorismo y pre-Mistura/Asu Mare. En ese contexto en que parecía que todos esperábamos que algo ocurriera –y sí, ocurrió mucho, mucho más de lo que hubiésemos previsto—, Germán, Claudia, Bautista, Matsahide, todos los personajes de este libro pasan por ese tránsito simbolizado por dos destrucciones simultáneas: el final de una relación que creíamos madura, y el derrumbe del sueño de vivir del arte cuando la época de estudiante ya se había terminado. De todo eso habla NO HAY MÁS CIUDAD: de los símbolos anacrónicos de una época perdida, de la amistad masculina, de los traumas familiares. Y todo eso bajo ese telón de fondo de nuestra propia post-dictadura, la historia cíclica que nos volvía a imponer, como para despedir nuestra juventud, al mismo presidente de nuestra niñez. Para todos los que aún fuimos jóvenes en la década pasada, y para quienes dejamos de serlo; para quienes prolongamos más de lo aconsejable los sueños adolescentes, y para quienes alguna vez nos cuestionamos cuál era el sentido de nuestras vocaciones, esta novela los va a reencontrar con ese yo del pasado que, aunque pensemos lo contrario, nunca dejará de estar ahí esperando una oportunidad para volver a recordarnos lo que fuimos (y aun somos).