El fuego y sus circunstancias
Por Erick Abanto López
La Literatura es fuego es, probablemente, una de las piezas teatrales más emocionantes y precisas sobre el deseo latinoamericano de escribir novelas y el vaivén constante e inestable que significa dedicarse a la escritura de ficción en contextos como el nuestro, donde se suele enaltecer la acción concreta y desdeñar la artesanía intelectual.

Por el título y la portada, esta pieza podría interpretarse como un homenaje al afamado escritor peruano o apenas una adaptación teatral de El pez en el agua (que es aquí la fuente principal que estructura escenas y personajes), pero la biografía de Vargas Llosa es solo la excusa perfecta, el gancho temático de la autora para introducirnos en el territorio personal, íntimo, y apenas reconocido, de las ilusiones perdidas y los sueños cumplidos, de los anhelos frustrados y los logros inesperados; pero también de la dicha familiar y el consuelo de los amigos, de la energía épica para insistir en lo que creemos, y, por consiguiente, de la tristeza de escoger el rumbo e irse despidiendo de las demás ideas y personas que alguna vez iluminaron nuestros días. En suma, de ese espacio íntimo que es también compartido, donde se engendra la exigente responsabilidad de luchar contra las circunstancias, contra las dificultades individuales y colectivas, y contra aquellas derrotas ajenas que nos fueron heredadas, aquellos prejuicios aprendidos o ruinas de un pasado que aún intenta definirnos.
Mariana de Althaus disecciona al detalle, escena tras escena, diálogo tras diálogo, la lucha de un grupo de personas virtuosas (madres y abuelos que cuidan, hijos que agradecen, amigos que ayudan, parejas que celebran, los tantos Mario que escriben, en el ayer y en el antes de ayer), por sobrevivir al estado de cosas que les ha tocado –y por intentar cambiarlo, superarlo o mejorarlo–, sin que ello implique que dejen ser fieles a sí mismos o que olviden el núcleo de su propia identidad y ternura, el lazo de familia.
Lo que comienza como una reunión familiar en Cochabamba (Bolivia) y Piura (Perú), donde un tal niño Mario es el engreído de tíos y abuelos, siempre dispuestos a recitar versitos o contar anécdotas, transita luego hacia la tempestuosa, agria y jaranera vida limeña, criolla y mediocre, para luego avanzar hacia una polifonía formidable de personajes de ficción, con personajes de nombres reales, que, bajo un ritmo parecido al ritmo de novelas como La casa verde o Conversación en la Catedral, intercambian opiniones desde lugares y tiempos distintos, entremezclándose, anudando cada uno con su parlamento el desenlace exuberante de una llamada a las cinco de la mañana y el anuncio posterior, en vivo y a nivel mundial, del reconocimiento del Premio Nobel.
Así, La literatura es fuego supone una cartografía dramática, detallada y conmovedora de un impulso humano casi automático, casi esencial: la necesidad urgente de agradecer o recordar, nombre por nombre, a una variedad de personas, inmediatamente después de lograr algo difícil o improbable. ¿De dónde surge ese impulso? ¿Cómo surge? ¿Qué relación se teje entre el logro conseguido y la persona nombrada o recordada? ¿Cómo así se enlaza ese presente de victorias con ese pasado? ¿Por qué esa alegría al borde de las lágrimas, por qué esa emoción?
La autora se aproxima a una respuesta y nos la muestra. Responde cada una de estas preguntas y nos conduce al lugar de las emociones extremas. A lo largo de su pieza, reímos con gracia, degustamos el sonido de algunas frases célebres, volvemos a ver a grandes escritores en escena (Gabriel García Márquez, Jean Paul Sartre, Camus, Luis Loayza e incluso la voz gálica de Cortázar), nos preocupamos con ansiedad de los preparativos para distintos eventos (un viaje, una publicación, un examen, un matrimonio, un complot universitario), nos paralizamos ante la violencia sádica de un marido contra su esposa y de un dictador contra su pueblo, y nos maravillamos ante el mundo desbordado de la literatura, de la celebración jubilosa de la ficción, y la participación cada vez más constante de personajes ficticios salidos de las novelas de Vargas Llosa, el modo por el cual cada uno de ellos interactúa con personas de verdad: el formidable juego de ver al escritor peruano hablar con Carlos Ney, a la Chunga respondiendo a Abelardo Oquendo, a Lituma respondiendo al tío de Mario, a Carmen Balcells hablando de Carmen Balcells, y, en fin, al poeta, al esclavo, a la niña mala, a Trujillo, a Mayta, al Hablador.

Mariana de Althaus nos transporta a todos los momentos personales que para Mario Vargas Llosa fueron significativos o decisivos, contados en un sinfín de entrevistas y perfiles, y a la vez nos muestra, como los dramaturgos clásicos, el fuego secreto que anida entre nosotros, la energía que nunca se agota –la voluntad–, y esa ternura que, a veces, o casi siempre, solemos olvidar. La obra resulta así un soplo de ánimo que, usando la biografía de Vargas Llosa como excusa, interpela nuestras violentas y latinoamericanas circunstancias, y acicatea, allí mismo, a la literatura y el fuego.
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Datos del libro reseñado:
Mariana de Althaus
La literatura es fuego
Alfaguara, 2019