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Reseña: Temporada de huracanes (2017) de Fernanda Melchor

Violencia y horror

Por Omar Guerrero

Temporada de huracanes (Random House, 2017) de la escritora mexicana Fernanda Melchor (Veracruz, 1982) es una novela que expone la violencia y el horror de una región que bien puede corresponder a la realidad de un país o de un continente. La historia gira alrededor de un feminicidio. A partir de este hecho, tan violento y horroroso, se van mencionando otros sucesos igual de truculentos adjudicados a los otros personajes de esta historia. Estos se relacionan, de una u otra manera, con este crimen y más aún con la víctima, cuya principal característica es haber sido una bruja, según el imaginario o creencias de los habitantes de un pueblo llamado La Matosa. 

A través de ocho capítulos se hace un recuento, a modo de crónica, con efectivos saltos de tiempo, y con la voz cedida -por momentos- de manera trepidante a cada personaje trabajado en cada capítulo, con el uso de un lenguaje propio de la oralidad mexicana, para dar testimonio sobre este asesinato y sobre la violencia y el horror que se multiplica y que se vuelve recurrente al punto de que ya parece normal. Es más, estos personajes ni siquiera muestran luego un arrepentimiento, a excepción de uno de ellos, cuya aparente inocencia no es del todo cierta. Lo más asombroso es que la mayoría de sus personajes, o casi todos, terminan siendo abyectos e insensibles ante los delitos o males que se cometen. Sucede lo mismo cuando estos mismos se vuelven testigos o cómplices, quedando como sobrevivientes de lo sucedido sin saber que en cualquier momento también pueden sucumbir ante la desgracia o la muerte.

El primer capítulo, que es bastante breve, cuenta el hallazgo de un cadáver degollado en las aguas de un canal ubicado en las afueras de este pueblo llamado La Matosa. Este encuentro se realiza por parte de un grupo de muchachos. Así es como se inicia esta historia llena de violencia y horror:

Pero el líder señaló el borde de la cañada y los cinco a gatas sobre la yerba seca, los cinco apiñados en un solo cuerpo, los cinco rodeados de moscas verdes, reconocieron al fin lo que asomaba sobre la espuma amarilla del agua: el rostro podrido de un muerto entre los juncos y las bolsas de plástico que el viento empujaba desde la carretera, la máscara prieta que bullía en una miríada de culebras negras, y sonreía.

En el segundo capítulo, se cuenta la historia de la Bruja, desde su oscuro origen hasta su muerte. A ella, en un comienzo, le dicen la Bruja Chica, debido a que su madre era la Bruja Vieja, esta última conocida y temida entre los pobladores por sus curaciones, maleficios y también por la extraña muerte de quien fue su esposo, con quien no tuvo descendencia. Después siguieron las muertes trágicas e inexplicables de los hijos del primer compromiso del esposo de la bruja, quienes solo buscaban desalojarla de la casa que pertenecía a su padre. Todo ello creó un aura de misterio y respeto hacia esta Bruja Vieja que se le acusaba a escondidas de realizar orgías con el diablo. De estos supuestos hechos nace la Bruja Chica, a quien en muchas ocasiones su madre llegó a afirmar que, en efecto, era la hija del mismísimo demonio. Esta Bruja Chica crece y se convierte simplemente en la Bruja a secas. Ella viste siempre de negro, sobre todo después de la desaparición de su madre, a quien ya creen fallecida una vez que sucedió el deslave que enterró buena parte del pueblo. A esta Bruja Chica también se le acusa de hacer fiestas en su vieja casa con los muchachos del pueblo a quien les paga sus favores sexuales:

Le decían la Bruja, igual que a su madre: la Bruja Chica cuando la vieja empezó el negocio de las curaciones y los maleficios, y la Bruja a secas cuando se quedó sola, allá por el año del deslave. Si acaso tuvo otro nombre, inscrito en un papel ajado por el paso del tiempo y los gusanos, oculto tal vez en uno de esos armarios que la vieja atiborraba de bolsas y trapos mugrientos y mechones de cabello arrancado y huesos y resto de comida, si alguna vez llegó a tener un nombre de pila y apellidos como el resto de la gente del pueblo fue algo que nadie supo nunca, ni siquiera las mujeres que visitaban la casa los viernes oyeron nunca que la llamaran de otra manera.     

En el tercer capítulo, cuenta la historia de Yesenia, también conocida como la Lagarta, apodada de esta manera tan despectiva por su propia abuela, doña Tina, madre del tío Maurilio (ya fallecido) y abuela del chamaco, un muchacho malcriado y atrevido que se convierte en la obsesión de su prima Yesenia. Es así como se conoce la historia de esta familia llena de tragedias. Ellos también son habitantes de La Matosa. No tienen ninguna relación con la historia de Bruja, hasta que ocurre su asesinato. Aun así, las desgracias no le son ajenas como la enfermedad y muerte del tío Maurilio o la ausencia de las hijas de doña Tina, la Negra y la Balbi, a quienes doña Tina acusa de prostitutas. Ellas abandonan el hogar de la madre sin importar dejar a Yesenia y a sus otras hijas a cargo de su abuela, quien no oculta su predilección por su hijo Maurilio, a quien se le presenta como un hombre atrapado en la perdición, aunque esto no es juzgado por doña Tina. Sin embargo, la vida de Maurilio termina marcada por una mayor tragedia al relacionarse con una mujer llamada Chabela, que también es prostituta en un bar de la carretera, y de cuya relación nace el chamaco, que no se parece en nada a Maurilio pero que lleva su nombre. Este mismo muchacho al crecer es apodado como Luismi (en referencia al cantante) y es acusado por su prima Yesenia de haberlo visto merodear la casa de la Bruja antes de su asesinato. Todas estas noticias no hacen más que amilanar la salud y la vida de doña Tina, quien en su lecho de muerte no dejará de maldecir por la herencia que deja:

Para entonces ya no lloraba, ni de rabia ni de tristeza, nomás oía en silencio cómo la abuela se lamentaba por el nieto en su recámara, y cada sollozo, cada gemido de la vieja era como una daga helada que se enterraba en el corazón de Yesenia. Aquel pinche chamaco tenía la culpa de todo, pensaba; aquel cabrón terminaría por matar a la abuela, la mujer que bien que mal era como una madre para Yesenia ahora que ni la Negra ni la Balbi llamaban nunca ni mandaban dinero ni parecían nunca acordarse de ellas.      

El cuarto capítulo cuenta la versión de los hechos a través de la voz de Munra, el padrastro de Luismi, quien es conocido en el pueblo por andar con una muleta debido a un accidente de moto en el pasado y por manejar una camioneta de características peculiares. Munra da sus declaraciones como un atestado policial. Para eso menciona todo lo sucedido desde antes de la muerte de la Bruja como es el caso de su relación con Chabela, su cercanía con Luismi y con otro muchacho llamado Brando con quienes comparte el gusto por el alcohol y por los bares de mala muerte. Munra también es cómplice del asesinato de la Bruja. La presencia de su camioneta es un indicio ineludible:

Yo pensé que nomás iban a transar con la Bruja, que iba yo a pensar que lo que querían era matarla, yo ni me bajé de la camioneta, me quedé todo el tiempo ahí detrás del volante, esperando a que salieran, porque los cabrones se tardaron bastante ahí dentro de la casa […].

En el quinto capítulo (uno de los mejores), se cuenta la historia de Norma, quien llega a La Matosa después de abandonar su pueblo y la casa de su madre al sentirse culpable por haber quedado embarazada de su padrastro, Pepe, con quien se acostaba presionada por él, además de ser consciente de las constantes recomendaciones de su madre para que no cometa el mismo error que ella. Sin embargo, Norma sale con «su domingo siete», cuya frase e historia popular también se cuenta en este capítulo. Al huir, Norma llega a La Matosa y conoce a Luismi, quien la acoge en su cuarto y la hace su mujer sin saber que ella ya está embarazada. Para salir de este problema, Norma recurre a Chabela, mamá de Luismi, quien la lleva donde la Bruja para que le dé un brebaje que la ayudará a solucionar el problema que tiene. Chabela le comenta que ella ya ha hecho esto otras veces y nunca le ha pasado nada, pero con Norma sí pasa algo. Ella se pone mal, queda muy grave. Luismi la lleva al hospital donde se le intenta acusar de aborto, más aún cuando se da a conocer la verdadera edad de Norma (13 años). En este capítulo, además de contar la tragedia de una joven (casi niña), también se muestra el lado más cruel y machista de una sociedad. También se hace una mención al narcotráfico y a la situación de las mujeres en un país como México (la mención del Cuco Barrabás y su relación con Chabela así lo confirma). En este capítulo, también se muestra al único personaje de todos que muestra un arrepentimiento por sus actos. Me refiero a Norma:   

Quería tocarse los pechos para aliviar las punzadas que los atravesaban; quería apartarse el cabello empapado de sudor de la cara, rascarse la comezón desesperante que sentía en la piel de su vientre, arrancarse el tubo plástico enterrado en el hueco de su antebrazo: quería tirar de aquellas vendas hasta romperlas, escapar de aquel lugar donde todos la miraban con odio, donde todos parecían saber lo que había hecho; estrangularse las manos, degollarse a sí misma en un grito elemental que, al igual que la orina, ya no pudo contener por más tiempo: mamá, mamita, gritó a coro con los recién nacidos. Quiero irme a casa, mamita, perdóname todo lo que te hice.  

En el sexto capítulo, se cuenta la historia de Brando, amigo de Luismi, y uno de los principales sospechosos de la muerte de la Bruja, quien, para este momento, ya ha dejado de lado su imagen recurrentemente femenina para adjudicarle una identidad travestida, queer, propia de un homosexual, a fin de cuentas, su verdadera identidad nunca es esclarecida. Es precisamente el tema (homo)sexual el que abunda en este capítulo, no solo con la bruja sino también con el mismo Brando y con Luismi, cuya identidad y gustos varían a pesar del extremado machismo que poseen. Ellos tienen cercanías con otros hombres solo para obtener dinero y así seguir drogándose y emborrachándose. Lo mismo hacen con la Bruja. Es este mismo dinero el que creen que ella (o él) posee dentro de una habitación de su casa y al que nadie puede tener acceso (y cuya verdad es el mejor secreto guardado de la novela). Este es el móvil que tiene Brando para asesinar, sin duda. Aunque el móvil de Luismi más obedece a su ira y al deseo de venganza al saber el origen del daño ocasionado en Norma y que proviene de la misma Bruja. Se añade la cercanía que ocurre entre estos dos personajes varones. Quizás por eso existe en Brando una atracción y un deseo de asesinar a su amigo Luismi. Lo mismo le sucede cuando consume pornografía. Le atrae y al mismo tiempo le repulsa:

[…] o la parte de aquella película en donde una chinita lloraba y ponía los ojos en blanco como las endemoniadas de las misas del padre Casto mientras que dos batos se la cogían amarrada a la cama. Escenas que le aburrían pronto y de las que se cansaba muy rápido, hasta que un día, por pura chiripa, por un error del Willy o de la gente que pirateaba los videos en la Capital, vio por primera vez aquella escena que lo cambiaría todo, el video que para él marcaría un antes y un después en la vida de sus fantasías: el clip ese que apareció metido entre dos escenas de películas distintas, y en donde salía una muchachita muy delgada, de pelo corto y cara de niño […].

En el capítulo siete, que es bastante corto, ya no se aborda el asesinato de la Bruja ni los involucrados. Sin embargo, se siguen mencionando toda una serie de hechos donde ya no hay ni siquiera valores, y que siguen ocurriendo como algo cotidiano y que no hacen más que remitir a las desgracias de un pueblo, de una región, de un país:

Dicen que el calor está volviendo loca a la gente, que cómo es posible que a estas alturas de mayo no haya llovido una sola gota. Que la temporada de huracanes se viene fuerte. Que las malas vibras son las culpables de tanta desgracia: decapitados, descuartizados, encobijados, embolsados, que aparecen en los recodos de los caminos o en fosas cavadas con prisa en los terrenos que rodean las comunidades. Muertos por balaceras y choques de auto y venganzas entre clanes de rancheros; violaciones, suicidios, crímenes pasionales como dicen los periodistas. Como aquel chamaco de doce años que mató a la novia embarazada del padre, por celos, allá en San Pedro Potrillo. O el campesino que mató al hijo aprovechando que andaban de cacería y le dijo a la policía que lo confundió con un tejón, pero ya se sabía desde antes que el viejo quería quedarse con la mujer del hijo y que se entendía a escondidas con ella […].

En el capítulo ocho, a modo de epílogo, se menciona un personaje que lleva el nombre del Abuelo, quien se encarga de enterrar a los muertos que llegan al lugar donde él trabaja. Entre tantas víctimas, solo queda una forma de huir ante estos huracanes inacabables de violencia y horror: 

El primer muerto entero que bajaron claramente parecía un indigente: tenía la piel percudida y apergaminada de quien se ha pasado media vida delirando sin rumbo bajo el sol inclemente. Después siguió una muchacha descuartizada; por lo menos no iba desnuda, pobrecilla, sino envuelta en celofán azul cielo, para que sus miembros cercenados no se desparramaran sobre el piso de la ambulancia, supuso el Abuelo. Luego siguió la recién nacida, la criaturita con la cabeza diminuta como una chirimoya, a la que seguramente sus padres abandonaron en alguna clínica del rumbo antes de que la pobre criatura terminara de morirse. Y, por último, el más pesado y engorroso de todos, el que los empleados tuvieron que sujetar con retazos de sábanas por la forma en como la piel se le desprendía cada vez que trataban de sujetarlo de pies y manos; el que seguramente iba a darle más lata al Abuelo que todos juntos, incluso más que la pobrecita descuartizada, porque además de haber muerto a cuchillo y con violencia, el cabrón todavía estaba entero; podrido pero entero, y esos eran siempre los que daban más trabajo: como que no se resignaban a su suerte, como que la oscuridad de la tumba los aterraba. 

Fernanda Melchor – Foto:  Maja Lindströem

Ante lo mencionado, se llega a la conclusión de que Temporada de huracanes es una novela poderosa por sus historias y por su lenguaje. También lo es por la violencia y el horror que demuestra en cada una de sus páginas. Puede resultar chocante y pesimista, pero es una forma de retratar a la perfección una realidad igual de cruenta. Tal vez pueda herir susceptibilidades, pero no se puede dejar de recomendar tan magnífica novela.

*****

Datos del libro reseñado:

Fernanda Melchor

Temporada de huracanes

Literatura Random House, 2017

Puntaje: 6/5 (excepcional)

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