Por Cesar Augusto López
Los conflictos sobre la faz de la tierra son infinitos. Virus contra bacterias, animal contra animal, unos países contra otros, familias, ciudades, economías, costumbres. La fricción es inevitable, tan inevitable como la muerte. A veces se necesitan estrategias finas, muy finas, y, otras, simples, demasiado simples, para dominar una superficie descubierta y derrotar al contrincante o dominarlo. Por lo menos eso nos ha demostrado la pandemia sin que sea nada nuevo en nuestras diversas historias sobre la victoria y la derrota. La paz, hermana esquiva de la lucha, es una de esas ansiadas prendas que el hombre piensa algún día conquistar, pero, por ahora, su existencia es solo una intuición cada vez más vaga. Justamente en este instante, cuando todo vuela por los aires, la perspectiva se desintegra y no solo no se procuran respuestas, sino que, en el fondo, no hay preguntas qué responder. Todo se vuelve acción; incluso dejar de hacer toma un lugar privilegiado, porque solo una lógica de arrastre, una espiral, se erige como guía de las voluntades, como “razón” privilegiada.
En medio de tantas batallas que se disputan, hay una que tiene un valor importante y que implica el nacimiento o la muerte de un plan, de un sistema, de un nuevo mapa de movimiento. Nos referimos a la pugna entre Estado y Sociedad. Dos formas de diferente naturaleza, pero que se retroalimentan y cuya relación no tendría por qué ser necesariamente dañina como se afirma con cierta irresponsabilidad. Quiérase o no, el Coronavirus ha relativizado los poderes del Estado y ha fortalecido la libre agrupación de la sociedad. El problema surge por la falta de concierto entre ambos, por varias razones, pero, fundamentalmente, por un personaje nada inocuo y que ha catalizado la disputa, saliendo sin un rasguño. Nos referimos al sistema económico que gobierna tanto la dinámica estatal, que “regularía” el poder abstracto de la vida en la distribución monetaria, como la social, que aspira a tener los poderes de goce que ofrece el dinero.
Tanto el Estado como la Sociedad han caído en la trampa depredadora del pensamiento económico en su forma más salvaje. El lucro como máxima efigie se ha elevado y se ha valido de todos los elementos necesarios para pasar desapercibido con el máximo de su rendimiento. La rentabilidad no tiene rostro y por eso parece no existir. Solo basta el ejemplo oscilatorio que la palabra expropiación generó frente a la necesidad de administrar las clínicas privadas. Si por la mañana se nos presentaba un presidente con plena perspectiva “social”, por la noche teníamos a un siervo de intereses ajenos a lo político, como forma de posibilitar la vida del ciudadano. Aún así se considera estatal el problema cuando el asunto tiene que ver con los mecanismos que permiten una diversidad de existencias. No obstante, cuando estas son capturadas por la rentabilidad, un factor homogeneizante, no es nada difícil que la muerte sea lo más lógico, ya que el fundamento del existir rozaría con la succión desenfrenada de sus potencias hasta el agotamiento total. En otros términos, el Estado y la Sociedad han pensado en lo rentable como razón de la vida, antes que en la vida como razón de diálogo, sobre todo, en el momento en que más se necesita para sobrevivir.
Bajo la óptica indicada, la verdadera resistencia era o es hacerle frente a la dinámica del sistema. Valga aclarar que no nos referimos a eliminarlo, sino a evadir al máximo sus dictámenes. No significa dejar su oferta de placeres, sino solo aplazarlos un tiempo. Se tiene que entender que el Estado no sirve a las clínicas o a cualquier conglomerado de empresarios, hacia el final de la noche, sino que se ha inclinado a la sucia y hambrienta boca que reclama réditos a cualquier costo, hasta el límite del absurdo. Este no es el tiempo de la ganancia, sino el de la insistencia de lo vivo. Pero, bajo aquel criterio, la Sociedad también ha sido capturada, ya que, en versiones minúsculas, ha buscado el sumo bien de la acumulación de ganancias en el oxígeno, en los fármacos o, en sus versiones más bochornosas, copando centros comerciales (ganancia de placer le podríamos llamar en este caso). La normalidad no existe, nunca ha existido y esta es, aún, la oportunidad de desentendernos de ella, porque ella nos ha llevado hasta límites insospechados de violentas omisiones.
¿Cómo no dejar de lado la vida en medio de esta aparente guerra entre Estado y Sociedad? ¿Cómo no caer en el aberrante llamado del beneficio desmedido del Capitalismo y su coronación indudable en casi todas las esferas de la experiencia? No se puede vivir con él –aunque probablemente tampoco sin él– al menos por ahora. Desde nuestro punto de vista, y con la inevitable ola de pobreza que está llegando, son necesarias las estructuras intermedias o mixtas, ya que no todo puede ser organizado por el Estado ni todo puede ser gestionado por la Sociedad. En ese sentido, se necesita de la postergación de la expectativa del interés económico, momentáneamente, puesto que es imposible satisfacer su apetito, la mayoría de las veces, ridículo. Ejemplos concretos se tienen en el programa del Vaso de leche o los Comedores populares, los cuales, debido a la mejoría económica del país, habían quedado en cierto abandono. Su retorno debe ser tecnificado y con la mejor conciencia del trabajo conjunto, fuera de la fría inversión económica. Es decir, con asesoría técnica que aspire a la liberación de las personas y no a la dependencia de estas formaciones por su propia lógica intermedia, de paso, resistencia, comunidad. Así, no solo hablamos de modelos de atención, sino de espacio de reconocimiento humano. No habría, pues, un favor del Estado ni un eterno mendicante llamado pueblo. Las estructuras intermedias, creemos, serían verdaderos espacios de experimentación si se evadiera, lo mejor posible, la lógica del beneficio absoluto, por el beneficio de la experiencia de la vida.
En Europa se propuso la creación de brigadas vecinales para la atención de enfermos de Covid-19 asesoradas por médicos, ya que estos no se daban abasto ante el oleaje de contagiados. La solidaridad en acción es ingeniosa y este es el justo momento de las asociaciones de subsistencia, ya que la enfermedad aún no ha pasado, aún todos estamos en peligro y, a pesar de que el Estado está dejando que todo vuelva a la “normalidad”, nada asegura que no haya un rebrote o que la naturaleza mutante del virus no vaya a potenciarse durante su viaje de cuerpo a cuerpo. Los virus, a diferencia de vivos y muertos, aprenden y parece que con mayor velocidad que nosotros. Pero no es así; su aprendizaje depende de la necesidad de permanecer en sí, exactamente lo que nos ha estado faltando por el ruido de la voz de la ganancia y el fin del modelo económico. Acabe o no, ese es otro tema oscuro, no importa fuera de que es sobre nuestras vidas que se ha erigido y se erigirá otro mundo o se acabará el mismo. Así que, en un momento de crisis, deberían promoverse los movimientos intermedios en todas las dimensiones de la experiencia; desde las que tienen que ver con la alimentación hasta las que se relacionan con la cultura. La ganancia económica va a ser mínima, sin duda, pero sin la posibilidad de existir no habría ninguna posibilidad de ganancia y esta pandemia es solo una primera advertencia de lo que puede venir si no consideramos asistirnos.