Por Marité Bustamante
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La pandemia del COVID-19 agarró al mundo entero desprevenido, no tanto porque no hubiera avisos de que una situación sanitaria de esta magnitud pudiera suscitarse como porque los líderes mundiales y sus respectivos gobiernos se resistieran a estar preparados[1]. Uno de los factores que puede explicar dicha resistencia es la hegemonía global del “Estado mínimo” y el mercado como mejor espacio de resolución de las necesidades humanas, aunque estas sean esenciales y las amplias mayorías no puedan pagar el precio que el mercado exige por ellas.
Como hemos visto, en diferentes ciudades del mundo y de nuestro propio país, enfrentar la pandemia requiere de una fuerte y extendida capacidad estatal que se traduzca en servicios públicos sanitarios, como hospitales y acceso al agua potable; y en protección social ante las inevitables consecuencias económicas de una parálisis global: seguros de desempleo e, incluso, rentas básicas universales.
Esta ausencia de preparación es más palpable a nivel urbano, no solo porque la densidad y las aglomeraciones, características de los procesos urbanizadores, son factores que contribuyen a la propagación del virus, sino por las condiciones de desigualdad y precariedad en la que miles de millones de personas viven en ellas.
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El planeta es, por primera vez en su historia, predominantemente urbano. Al 2015, el 54% de la población mundial vivía en ciudades y ONU Hábitat proyectaba que, al 2025, ese porcentaje subiría al 58.2 %[2]. Este ritmo acelerado del proceso de urbanización a nivel mundial tiene su principal impacto en los denominados países en desarrollo[3] donde aparecen vertiginosamente grandes ciudades y megaciudades[4] en las que conviven, por un lado, espacios que están insertados a la globalización –aunque subordinadamente–, reciben capital foráneo, gozan de buenos servicios públicos y calidad de vida; y, por otro, barrios pobres y segregados, sin servicios públicos, ni vivienda digna, usualmente violentos y donde habitan ciudadanos condenados al empleo precario, sin derechos laborales, ni protección social.
Ante este escenario, los preparativos a la Conferencia Hábitat III definieron a la desigualdad como “el mayor problema urbano emergente, ya que la brecha entre ricos y pobres en la mayoría de los países está a sus niveles más altos desde hace 30 años”[5].
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Lima, a punto de convertirse en una megaciudad, no está exenta de esta tendencia global, menos aún siendo parte del continente más desigual del mundo. Según el último censo de Barrios Urbanos Marginales (BUM) el 48.5% de la población de Lima Metropolitana vive en un “núcleo urbano caracterizado, por presentar altos niveles de pobreza monetaria y no monetaria y carecer, total o parcialmente, de servicios de infraestructura y equipamiento”[6].
A esta situación de los barrios pobres, habría que sumarle la segregación espacial que padecen, los niveles de hacinamiento, los altos niveles de informalidad laboral[7], el abandono y la pésima calidad del transporte público y la alta percepción de inseguridad ciudadana.
Frente a ese escenario, ¿cuáles son las condiciones que Lima debe transformar para enfrentar la pandemia y sus consecuencias?
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La ciudad enfrenta diversos problemas. Esta vez nos detendremos solo en uno de ellos, tanto por su especial importancia para garantizar condiciones de vida digna para sus habitantes como por la persistencia de su precariedad y abandono estatal: el transporte público.
Lima ostenta el título de la cuarta ciudad con peor tráfico en el mundo. Este problema, aunque común, no es padecido por igual. De acuerdo con la estructura urbana de la ciudad, sus principales centralidades[8] están ubicadas en la zona centro de la ciudad, lo que obliga a los habitantes de Lima Norte, Lima Sur y Lima Este a desplazamiento extensos, principalmente por razones laborales y en unidades de transporte público[9]. Así, según la fundación Transitemos, en Lima existe una tasa promedio de 2.8 viajes diarios por persona y, según la organización Moovit, la duración promedio de un viaje en Lima es de 62 minutos. Es decir, un habitante de Lima puede pasar, en promedio, casi 3 horas diarias en el transporte, aunque hay quienes reportan pasar hasta cinco horas al día.
Por otro lado, la precariedad del transporte público también se expresa en las condiciones laborales de los trabajadores del transporte. En ese ámbito, existe un sistema legal que permite, por un lado, que una empresa sea titular de la ruta sin que sea dueña de las unidades que transitan por ella; y, por otro, que exista un régimen laboral que exige que los choferes y cobradores obtengan su sueldo por pasajero recogido y no por kilómetro recorrido.
Ante esta situación previa a la pandemia, resulta preocupante que el Ministro de Transportes solo haya anunciado medidas como la promoción de la bicicleta para viajes cortos (que son los menos y se concentran dentro de la zona central de Lima), cambios en la jornada laboral de los funcionarios públicos para descongestionar las horas punta y medidas higiénicas y de control del número de pasajeros en el Metropolitano, el Tren Eléctrico y los corredores[10]. Aunque son medidas importantes, estas siguen dirigiéndose a las minorías y dejan sin resolver los problemas de las amplias mayorías pobres o de clase media vulnerable.
¿Qué hacer? La pandemia pone a la orden del día tareas postergadas e, incluso, desdeñadas. Al largo y mediano plazo, se debe utilizar la inversión pública, parte del plan Reactiva Perú, para potenciar las centralidades de Lima por fuera de la zona central, a fin de generar polos de empleo, comercio y educación en las otras Limas y que sus habitantes puedan acceder a dichos trabajos o servicios sin realizar largos desplazamiento. Esto permitiría extender el uso del transporte no motorizado. Además, debe iniciarse de una vez por todas la reforma del transporte, la misma que tiene como principal objetivo devolver el carácter de servicio público al transporte urbano y que permita tanto la renovación de la flota como la garantía de derechos laborales.
Al corto plazo, sumado a las medidas anunciadas, el Estado debería asignar una renta básica a cada uno de los trabajadores del transporte a fin de hacer viable una estrategia de control del número de pasajeros por unidad sin poner en riesgo sus ingresos mensuales. En los casos en que las unidades no puedan cumplir las condiciones necesarias, podría implementarse tanto una renta básica como un bono al chatarreo a fin de no dejar sin ingresos a aquellos que no podrán seguir operando.
El presidente
Vizcarra, los medios de comunicación y hasta nuestras propias familias
comienzan a hablar de la “nueva normalidad”. Todos somos conscientes de que el
mundo no volverá a ser igual, pero, esa nueva normalidad, no puede volver a ser
desigual. Es una deuda con los millones de personas para las cuales la
precariedad era la más dramática de las normalidades.
[1] Revise en el enlace la sección “Una pandemia muy anunciada”.
[2] ONU Hábitat. (2016). Reporte Ciudades del Mundo. En relación con el proceso de urbanización mundial indica: “En 1990, 43 por ciento (2.3 miles de millones) de la población mundial vivía en áreas urbanas; para 2015 esta situación subió a 54 por ciento (4 miles de millones)” (p. 6).
[3] Davis, M. (2007). Planeta de ciudades miseria. Madrid: Foca. En relación con el impacto del proceso de urbanización mundial en los países en desarrollo señala: “El 95 por 100 de esta última explosión demográfica [10.000 millones de personas al 2050] se producirá en las áreas urbanas de los países en vías de desarrollo, cuyas poblaciones se duplicarán alcanzando 4.000 millones en la próxima generación” (p. 14).
[4] Según ONU Hábitat, las grandes ciudades son aquellas que tienen hasta 10 millones de habitantes, mientras que las megaciudades son aquellas que tienen más de 10 millones.
[5] ONU Hábitat (2016). Reporte Ciudades del Mundo. p. 17.
[6] Revise en el enlace las páginas 6 y 30 (cuadro 9).
[7] Revise en el enlace la página 12 (cuadro 1).
[8] Por centralidades me refiero a porciones del territorio dentro de las ciudades que tienen gran capacidad de atracción de desplazamientos a propósito de concentrar las oportunidades de trabajo, el comercio, los servicios educativos, entre otros.
[9] Según la fundación Transitemos, Lima y Callao presentan un total de 26 millones 709 mil viajes diarios, de los cuales 19 millones 709 mil viajes son motorizados. De estos, además, 15 millones 990 mil viajes diarios son en transporte público, incluyendo taxis (formales e informales) y colectivos. Puede revisar el informe en el enlace.
[10] Según el informe al 2018 de la fundación Transitemos, solo el 10.1 % de los viajes en transporte público se realizan en la Línea 1, Metropolitano y Corredores, mientras que el 58.71% de los viajes se realiza en el transporte regular (bus, combi, coaster y mototaxi). Finalmente, el 31.27% de los viajes se realiza en taxis y colectivos.