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Reseña: El nervio óptico (2014) de María Gainza

Un museo de la mirada

Por Eliana Del Campo

Cuando Joan Didion evoca lo que la llevó a escribir, recuerda sus ensoñaciones universitarias y cómo estas flotaban de forma inevitable hacia las imágenes. Desde un árbol de pera en flor, hasta un acelerador de partículas en el campus de Berkeley, Didion reconoce, en la nitidez de estos objetos, un instinto primigenio de plasmar en palabras la belleza física del mundo y su «reverberación», de descubrir la razón por la que algunos fotogramas se mostraban de forma más incandescente que otros. Se pregunta: «¿Qué está sucediendo en esas imágenes que tengo en la mente?».1 

Esto es lo que parece pensar la protagonista de El nervio óptico, una curadora de arte, cada vez que ve enfrentados el recuerdo de un lienzo y un recuerdo suyo. ¿Qué está sucediendo? ¿Qué ha sucedido? Una clave de lectura nos es ofrecida cuando, a las pocas páginas, escuchamos: «Y no sé qué hacer con esa muerte tan tonta, tan gratuita, tan hipnótica, y tampoco sé por qué lo estoy contando ahora, pero supongo que siempre es así: uno escribe algo para contar otra cosa» (p. 20). Para María Gainza, en este libro, esa «otra cosa» viene incrustada de imágenes, un lenguaje tan fresco como estético, y una reflexión sobre el lugar de la escritura luego de la pérdida de la inocencia del narrar.

El origen de la escritura a menudo se sitúa entre un destello de luz y lo que esta ilumina, sea un objeto, una persona o un recuerdo. Se llega a la raíz del recuerdo a través de la narración, esa disposición de hechos que nos permite ubicar los elementos en un marco temporal. Todas las historias crean imágenes que se van adhiriendo a nuestros imaginarios con la misma naturalidad que nuestra propia mirada. Sin embargo, «la mirada» como sentido unívoco ha sido cuestionada a lo largo de los años, tanto desde las ciencias como desde el arte, y la literatura no ha sido la excepción. Cada vez es menos común que se hable de la mirada «…como mecanismo de precisión, como una especie de ojo técnico que todo lo controla, al que nada se le escapa, hasta el más nimio detalle».2 ¿Qué tanto mi visión del mundo está mediada por mi «yo»? ¿Podemos ver las cosas conforme son? Si la mirada fue «el sentido dominante de la era moderna», su lugar se desmoronó a medida que la modernidad llegó a su fin.

Las vanguardias, sin duda, conformaron la banda sonora de esta destitución. En este escenario, Gainza entra con pasos quietos pero firmes y truena la batuta como un mondadientes. Escribe no solo un libro sobre la mirada, sino «el» libro sobre la mirada. En El nervio óptico, a través de su protagonista, Gainza admite la derrota de la mirada como sentido primordial de captación y representación del mundo que habitamos. El punto de vista ya no funciona como una cámara flotante. Exhibe cómo aquella mirada elige de forma arbitraria y sumamente subjetiva. La mirada descarta y visibiliza sus exclusiones en las imágenes evocadas a través del deseo. La imagen, en cambio, es simultánea; es la mirada la que genera el discurso.

«Las cenizas caen con pereza, restándole nitidez a la realidad» (p. 24) describe la narradora en un momento. Como lectores, son detalles así los que nos sumergen en el paraje invernal de Buenos Aires a través de la voz de una crítica de arte de mediana edad («Soy una mujer parada en el ecuador de su vida…», p. 132). La voz que nos habla es –por decir lo menos– pulida, por momentos, hipereducada. La voz nos lleva a través de saltos temporales entre la vida propia y las biografías de gigantes de la historia del arte como El Greco, Rothko, Toulouse-Lautrec, Courbet y otros nombres no tan vistosos. Pese a eso, todo lo que cuenta dista de sonar enciclopédico. ¿Qué fibras humanas toca esa voz, cuyo esnobismo no es tan fácil de rechazar a priori?

Quizás la empatía surge en el momento en el que la voz camufla sus marcas de clase con el mismo pudor que una malformación hereditaria. En los momentos en que la primera persona cambia a una segunda, lo hace en el tono de reclamo de quien se observa en soledad frente al espejo para decirse algo que nunca llegará de nadie más:

Pertenecés a una clase que durante generaciones ha dado por sentado que todas las noches tendría un plato de comida caliente sobre la mesa. Hay mucho de bendición en eso, y algo de maldición también: la falta de hambre te vuelve haragana. (p. 41)

O, con respecto a su matrimonio: «Diez años después, él sigue siendo la persona más maravillosa que conocés, pero vos sos una inmadura que cree que sin intensidad la cosa no sirve. Incluso en el corazón del amor, no pensás más que en vos misma» (p. 113). La curiosidad despierta en nosotros como lectores cuando intentamos ubicar en qué mirada escudriñó a esta persona en la infancia para que, en su madurez, se contemple sin conmiseración. O para que se sienta más como en casa en un museo, al pie de un lienzo, que en la casa propia.

Y es que El nervio óptico es, también, desde cierta perspectiva, una novela familiar. La protagonista es el punto focal alrededor del cual las sombras familiares realizan su danza macabra. Casi un siglo antes, Freud define a la novela familiar como aquella historia que nos contamos sobre la realidad social y psicológica de la familia en la que nacemos.3 Gainza, a través de su narradora, revive la noción a través de los pasadizos fantasmales de la mansión de la infancia:

Nada más subterráneamente opresivo que una leyenda familiar. Es la piedra basal sobre la que se levanta una familia, lo que le da a la relación entre padres e hijos esa sensación de clan cerrado a expensas de ignorarlo casi todo los unos de los otros. (p. 148)

Una vez más, la mirada es expuesta como fatua. En este caso, la mirada familiar que, en la contemplación de sus tesoros, perdió de perspectiva del futuro y se relame las cenizas del pasado glorioso. La narradora, versada en arte, nombra a su estética familiar y, de paso, a su estilo narrativo: «la poética de la ruina» (p. 43). La escritura de Gainza se convierte así en una esquela de melancolía, una arqueología de linajes perdidos.

Porque ahí donde los jardines esconden mármoles cercenados para darle una apariencia de ciudad perdida, los nombres propios encierran su razón de estar en esas páginas, tan grandilocuentemente citados. En Gainza, las historias de los pintores son las excusas para narrar las historias que realmente nos interesan: la humanidad que nos hermana. «Nos contamos historias para poder vivir», también escribía Didion en uno de sus ensayos más famosos.4 Hacemos esas extrapolaciones con gente célebre e historias aparentemente únicas para encontrarle un hilo conductor a la vida propia. Que se presenta de la nada, con sus matices y tragedias. Como si la genialidad fuese el antídoto, la excusa para las compulsiones. Como si hilvanar ayudara a ponerle orden al caos, cuando, en realidad, lo humano no distingue de lo genio. Ninguna anécdota artística en El nervio óptico es inocente, pues todas guardan la preciosidad del instante en el que el alma humana mira directo al abismo de la incertidumbre. Bien acierta Gainza en citar a Cyril Connolly cuando la narradora menciona: «A quien los dioses desean destruir al inicio llaman promesa» (p. 150). La autora reconoce lo autobiográfico en una crítica de arte (o, por qué no, en una crítica literaria) y lo expone en forma de otra obra de arte.

Foto: Rosana Schoijett

Es difícil descifrar lo que un solo cuadro puede encerrar para distintas personas. Aún más difícil es imaginar cuáles son las historias que generan esas reacciones. En un museo de arte, ¿cómo interpretamos aquellos gestos que surgen casi como por acto reflejo? El suspiro ahogado del caminante distraído que se detiene en seco, la mano que cubre la boca del turista ansioso. La pareja que camina entrelazada y de pronto se suelta en tácito acuerdo. ¿Qué vieron? ¿Qué es aquello que el arte genera en uno que es tan difícil de traducir en palabras no sin valerse primero de algunas historias? Para Siri Hustvedt, el arte se adentra en la experiencia.5 Para Gainza, uno narra algo siempre para contar otra cosa. Atrás ha quedado la noción ilustrada que descarta la subjetividad propia como parte del conocimiento, a la mirada como una cámara flotante carente de cuerpo. Gainza narra desde esta crisis, haciendo la genealogía de quien reconoce la humanidad de tanto genios como gentiles. Recorre, con su narración rebosante en símiles, la galería personal de una mujer que maldice su educación al mismo tiempo que le agradece la belleza. Que, en ese instante de tragedia, como solo el verdadero arte puede, cobra vida.

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Datos del libro reseñado:

María Gainza

El nervio óptico

Laurel Editores, 2016, cuarta reimpresión, 2021

159 pp.

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Referencias bibliográficas

1 Didion, J. (2021). Por qué escribo. En Lo que quiero decir (pp. 53-61). Literatura Random House.

2 Tabarosvky, D. (2018). Literatura de izquierda (p. 57). Ediciones Godot.

3 Hirsch, M. (1989). The Mother/Daughter plot. Narrative, psychoanalysis, feminism (p. 9). Indiana University Press.

4 Didion, J. (2012). El álbum blanco. En Los que sueñan el sueño dorado (pp. 131-164). Literatura Mondadori.

5 Hustvedt, S. (2022). Algo vivo. En Madres, padres y demás. Apuntes sobre mi familia real y literaria (pp. 267-271). Seix Barral.

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