Un lugar para un extranjero
Por Cronista Marciano
No había acabado aún la universidad cuando leí por primera vez «Extranjero». Estaba sentado en un rincón de la biblioteca buscando algún cuento que me enganchara cuando lo encontré dentro de la antología anual de ganadores y finalistas del Copé. El relato, que pertenecía a Augusto Higa, retrataba los barrios populares y céntricos de la Lima cincuentera. Fondas, callejones, mercados eran evocados con el mismo realismo con el que hoy siguen habitando las calles del Cercado. Pero no me impresionó tanto su ambiente vívido como sí el perfil de su protagonista, un niño nisei que funciona como espejo de la violencia de su entorno. «Extranjero» me pareció en ese entonces una pieza novedosa y me pregunté por qué no había tenido mejor suerte.

Dos años después volví a toparme con el relato en el estante de una librería. Estaba dentro de Okinawa existe. Al repasarlo, mi primera impresión se mantuvo, pero no supe explicarme por qué la historia de Masaharu, el escolar del jirón Huancavelica, me resultaba singular. Reconocer la valía de una obra no suele ser difícil, pero encontrar las razones que nos llevan a ese diagnóstico es otro asunto. Con el tiempo la tarea de descubrir los motivos subyacentes a mi juicio fue olvidada, sea por las obligaciones laborales o por la necesidad natural de visitar otros libros o, tal vez, porque cada acto de comprensión tiene su hora precisa. Ahora, que volví a leerlo, creo poder responder a esa lejana pregunta.
Al retornar a las páginas de «Extranjero», a sus calles pobladas de muchachitos palomillas, no pude evitar recordar otros espacios de violencia, así como a otros adolescentes y niños que la padecen, como el Esclavo, ese cadete que en La ciudad y los perros acepta la humillación y el maltrato antes que adaptarse a la agresividad y el machismo de la instrucción militar del colegio Leoncio Prado. Recordé también a Paco Yunque, el pequeño campesino que, en una escuela de pueblo grande, soporta durante la hora del recreo las feroces patadas de Humberto Grieve, el hijo del gerente de la Peruvian Corporation. En las experiencias de ambos escolares uno descubre las anomalías de la sociedad peruana: la brutal cultura de la “hombría” y el drama histórico de las clases sociales oprimidas.
El caso de «Extranjero» es distinto. Higa no se vale de su protagonista para exponer las motivaciones sociales del odio y la marginación a los inmigrantes japoneses durante las décadas del cuarenta y del cincuenta. La historia de Masaharu gira en torno a su relación con Kanashiro, otro niño nisei, quien lo martiriza. Masaharu no comprende el odio de su compañero, de su semejante ꟷ ¿de su doble?ꟷ con quien vínculos sociales y de origen le une. Y este aspecto es el que me parece novedoso para nuestra narrativa realista. Higa al explorar la violencia dirige la lente hacia el individuo antes que a las condiciones sociales que la propician. No digo que estas no estén presentes, sí lo están y mucho, pero no es a la sociedad a donde el escritor dirige su mirada sino al interior de su protagonista. Si en “Los gallinazos sin plumas”, “El trompo” o “Joche”, exploramos la idiosincrasia del mundo adulto y la injusticia social a través de la experiencia infantil, en las vicisitudes de Masaharu observamos cómo la violencia cincela al ser humano.
Con «Extranjero» tenemos por primera vez una imagen más compleja de la víctima. Higa nos acerca a su intrincada interioridad, a la ambigüedad de sus respuestas emocionales y saca a la luz esas oscuridades que casi siempre se materializan en actos fallidos: Masaharu apagando la realidad en el brillo del fuego; Masaharu y sus muecas simiescas en el corral de Moralitos. Relato de imágenes antes que de acciones, escenas desconcertantes y difíciles de delimitar en su contenido emocional. Y lo que sorprende más: ver al niño matonear, gritar, insultar, pelear, como no lo han hecho antes otros personajes de su tipo, y no por ello deja de ser más pasivo e indefenso. Esta atípica actuación tal vez sea el punto más bajo de su degradación humana.
Esto último nos revela la condición de Masaharu. Él es una pantalla sobre la cual se proyecta el mundo exterior, un espejo que lo recibe y lo reproduce todo. Ese es su drama. El niño repite la pasividad de su padre, un inmigrante que en su nula reacción parece haber encubierto un mecanismo de defensa frente al encono social. Y no menos teatral es su agresividad, esa impostura que le permite ponerse al amparo de sus amigos de barrio. Masaharu reproduce todas las estrategias en un intento desesperado de evadir la violencia. Pero esto los desgasta, lo embriaga, lo deja desbordado de realidad. En ese juego de actuar como todos, se arraiga su extravío.
Esto también lo diferencia de sus predecesores. Al Esclavo y a Paco Yunque los conocemos, sabemos quiénes son, pero Masaharu es una incógnita, un extraño o, como lo ha bautizado su creador, un “extranjero”. El esclavo se conoce bien, sabe quién es, la violencia que lo somete no ha logrado comprometer su identidad, incluso puede ufanarse de defenderla cuando le dice al Poeta: «tú y los demás imitan al Jaguar». No podemos decir lo mismo de Masaharu. La violencia que lo acosa también corroe su yo: de él solo vemos la careta, al actor cansado de actuar, al muchacho que juega a ser la víctima y que, efectivamente, lo es. Lo es sobre todo frente a Kanashiro, ese otro niño nisei que lo tortura, y frente al cual Masaharu está indefenso. «Te conozco, japonés. Así te escondas, ni hables, ni te muevas», le dice Kanashiro, como si ante él se cayeran las máscaras y las tretas.
Por el drama compartido, Masaharu merece ser reconocido como parte de esa familia de niños entrañables que son Paco Yunque, Ernesto, los hermanos Efraín y Enrique, Chupitos, Esteban, Joche y Ñito. “Extranjero” se enlaza, pero también renueva, a esa tradición del cuento peruano que iniciada por Abraham Valdelomar enjuicia la idiosincrasia de nuestros entornos sociales desde la experiencia infantil. Augusto Higa le ha regalado a la literatura peruana uno de sus cuentos esenciales.

Luis Loayza ha dicho que cuando un escritor muere su obra pasa una temporada en el purgatorio antes de saber si va al olvido o si permanece en el mundo de los hombres. Tengo entendido que la historia de Masaharu ya es leída en las aulas escolares, aunque no esté incluido en el plan lector del Ministerio de Educación, situación tremendamente injusta para un cuento tan notable y para un escritor de su importancia. Esto no me sorprende. Cuando un escritor aborda problemas reales y se propone a comprender la condición humana por una honesta necesidad, entonces su obra se instala para siempre en la realidad. Eximido de ese limbo literario del que Loayza hablaba, este relato de Higa seguirá ganando lectores a pesar del casi nulo reconocimiento oficial.
Lima, agosto del 2023

