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Reseña: Tinta invisible (2024) de Javier Peña

Grandes infelices

Por Omar Guerrero

Tinta invisible (Blackie Books, 2024) del escritor español Javier Peña (A Coruña, 1979), es una larga carta dirigida a su padre durante sus últimas semanas de vida. Aunque también es una dedicatoria y homenaje, además de un largo agradecimiento y despedida a esta persona que lo inició, de una u otra manera, en su desbordada pasión por la literatura, siempre con innumerables títulos y lecturas, incluyendo las historias reales de los escritores, que muchas veces también tienen vidas de novela, y no siempre de las mejores, como bien dice Peña en su famoso pódcast “Grandes infelices”, que por fortuna ya ha traspasado las fronteras de España, y que en realidad recomiendo mucho escucharlo.

Este libro de no ficción conjuga las memorias y el ensayo con un tono bastante nostálgico. Está dividido en catorce capítulos, incluida la introducción y un epílogo. Y en todos ellos siempre está presente la literatura, más aún en su faceta más complicada y oscura como el ego, la envidia, la mentira, la obsesión o el sufrimiento. Cada uno de estos términos, y lo que encierran, va a dar título y desarrollo a cada capítulo. Los protagonistas son los mismos escritores junto a lo que ocurre en sus vidas, cuyas anécdotas, muchas de ellas basada en malos momentos, aunque también trascendentales, mantienen relación -en gran parte- con lo que vive Javier Peña mientras ve a su padre consumirse por culpa de la enfermedad en medio de la pandemia. Es entonces que se pregunta cuál es el legado que recibe de su progenitor, con quien tuvo más diferencias que cercanías, más silencios que conversaciones. Y al intentar responder esta pregunta surgen las historias que contienen estas páginas, siempre relacionadas con la literatura. Parte de esta pregunta (y también respuesta) se sustenta en el siguiente párrafo: “A la pregunta de por qué mi padre hablaba más de los autores que de las novelas, he acabado por responderme que, con frecuencia, las vidas de los escritores son más literarias que su propia literatura. Ser escritor, pienso ahora, no solo significa escribir historias, sino habitar un mundo de historias. Imagino que ser lector es lo más parecido” (p.15: versión ebook, lo mismo para las siguientes citas).

En este mundo de historias surgen una infinidad de nombres reconocidos que padecieron un sinnúmero de cosas antes de disfrutar el éxito y de la gloria, ya sea en vida o después de la muerte. Ejemplos hay muchos como el de Margaret Atwood, quien siempre tuvo presente la marginalidad que sufrió en la Biblioteca de Lamont, en Harvard, donde no se le permitía entrar. Y esto lo conjugó con lo que vio en su viaje a Afganistán, donde encontró a mujeres con el rostro cubierto. Demás está decir que ambos hechos le sirvieron para escribir El cuento de la criada. Sucede que de estas (malas) experiencias surge la genialidad. Aunque también está la imaginación como elemento creativo, como le ocurría a Roald Dahl, quien no se cansaba de contar ocurrentes historias. A ello se suma la mentira (muy válida en la literatura), por algo Nabokov siempre contaba la parábola del lobo a sus alumnos en la universidad. Y al citar estos dos términos es ineludible no tomar en cuenta lo que dijo la esposa de un reconocido escritor, que también era escritora, y que padeció ambas condiciones: “Martha Gellhorn, que estuvo casada con Hemingway, decía que lo que en un escritor es imaginación en cualquier otra persona se considera mentir. Ahí, decía Gellhorn, es donde entra la genialidad” (p.44).

A continuación, menciono los otros términos que componen cada capítulo. Por ejemplo, en el capítulo 4, titulado “Ego”, rescato estas dos citas que sirven de estímulo e incitación, más aún si el lector es también un escritor plagado de egocentrismo: “El ego fabrica grandes escritores, pero también grandes infelices” (p.56). “El ego es un mecanismo esencial para la literatura. Es el mecanismo que, en primer lugar, impulsa al autor a escribir una historia y, por encima de todo, el que le impide destruirla inmediatamente después de haberla creado” (p.59).

Para el caso de la “Envidia”, desarrollada en el capítulo 5, es inevitable no mencionar algunos casos como la envidia de Tolstói hacia Dostoyevski, o la de Virginia Woolf hacia Katherine Mansfield. Lo más estremecedor es la forma cómo terminaron estas animadversiones que se volvieron inútiles. Otra forma de representar este “pecado capital” en la literatura se muestra en las relaciones de pareja entre escritores como ocurrió con Martha Gellhorn (ya mencionada en líneas anteriores) y Ernest Hemingway, o lo sucedido con Elsa Morante y su esposo Alberto Moravia. Y es que muchas veces los matrimonios entre escritores no siempre son historias de amor llenas de felicidad.

Otras historias resaltantes que se encuentran en los siguientes capítulos son, por ejemplo, la de John Cheever, quien se camuflaba como un trabajador más que tomaba el ascensor de su edificio muy temprano en las mañanas hasta bajar al sótano donde se ponía a escribir, como si lo suyo se tratase de un trabajo como cualquier otro. O la decisión de J.D Salinger, que se refugiaba en un búnker ubicado fuera de su casa sólo para escribir lejos y a salvo de las personas, más aún después del éxito que le habían producido sus primeros libros. O todo lo que padecía la escritora Agota Kristof fuera de Hungría. O el caso extraordinario de Dostoyevski y Anna Grigorievna Snitkina, quienes escribieron juntos El jugador en veintiséis días, hecho que antecedió a su matrimonio. O la historia de José Saramago y cómo él le dio este apellido a su padre. O el racismo exacerbado de Lovecraft. O la historia de Tomás Mann y su esposa hospitalizada, lo que produce el origen de La montaña mágica. O el caso de Karl Ove Knausgård y la relación con su padre, y luego con su esposa Linda, además de las repercusiones de sus novelas al hablar de su familia, de donde Peña toma la moraleja de la casa construida con los ladrillos de su propia vida que de un momento a otro se pueden desmoronar. 

Menciono más historias que resultan extraordinarias y a la vez conmovedoras, más aún si están de por medio los personajes de ficción, como el caso de Unamuno y su personaje Augusto Pérez de Niebla. O la Conan Doyle y su personaje Sherlock Holmes, a quien tuvo que revivir por presión de los lectores. O Nabokov y su personaje Humbert Humbert en Lolita, cuyas consecuencias lo llevó a cuestionarse, con gran sentimiento de culpa, qué es lo que había hecho, más aún después de recibir la visita de una niña disfrazada de su emblemático personaje en una fecha como Halloween.

En cuanto a las “obsesiones” sobresale Borges y su gusto por las novelas policiacas, o la pasión de Emily Dickinson por los libros y la poesía, o los casos extraños de Rulfo y Onetti por no querer hablar (o no gustar hacerlo), dando paso, sobre todo en el escritor uruguayo, al término “literatosis”.

Por supuesto que también se aborda el “sufrimiento” como una característica ineludible. Tan trascendental resulta que Peña la desarrolla en dos capítulos. Allí menciona casos como el de Chéjov y su posible percepción de que la escritura muchas veces provoca sufrimiento. O como cuando David Foster Wallace rompió con su novia y enseguida adoptó un perro sólo para poder escribir, así no se sentía tan solo ni tan abrumado por la presencia de otra persona. O cuando Amos Oz escribió su novela Mi querido Mijael sentado sobre el retrete del baño de la habitación que rentaba con su esposa, pues ese era el único espacio libre que disponía para poder escribir. O el caso de Borís Pilniak, escritor ruso ejecutado por el régimen de su país, y que se considera un antecedente en cuestión de escritura para Borís Pasternak, en relación con la política, más aún al no querer rechazar el Premio Nobel. Y a través de estos ejemplos queda la siguiente cita: “Escribir es dar un paso tras otro. Se escribe porque somos imperfectos e infelices, pero escribir nos hace más infelices. Es todo muy absurdo, pero igual de absurdo es vivir cuando el final ya está escrito” (p.189).

Los últimos capítulos están dedicados al “mercado” y a la “suerte”, ambos de gran relevancia para los escritores. Del primero sobresale la percepción del mercado que tuvo Jason Epstein, quien fue editor por dos décadas en Random House. O el caso de Gertrude Stein y su falta de éxito comercial, por lo que termina sometida al mercado editorial para alcanzar lo que tanto ansiaba. O la relación de Carver con su editor Gordon Lish, gran causante de su éxito.

En cuanto a la “suerte”, sobresalen varias anécdotas, como el regalo de Navidad que recibió Harper Lee por parte de unos amigos, lo que le permitió escribir Matar a un ruiseñor. O el éxito de John Fante gracias al azar guiado por Bukowski convertido en lector. O la (mala) suerte que tuvo John Williams en vida, porque una vez muerto esta se revirtió con el éxito de su novela Stoner gracias a Colum McCann y Anna Gavalda, también como lectores. Se considera además la historia de la dentadura de Martin Amis y su éxito relacionado con su padre, otro reconocido escritor. Y es que aquí vale muy bien lo que dice Peña: “En el mundo editorial la fortuna vale de bien poco si no va acompañada de contactos. De hecho, la fortuna suele radicar en adquirir buenos contactos. Es decir, estar en el lugar adecuado en el momento adecuado y con las personas adecuadas” (p.243).

En cuanto al epílogo se cuenta la historia de Boris Vian y la adaptación al cine de su novela Escupiré sobre vuestra tumba. De esta manera enlaza la idea del inicio de la vida con su respectivo final, que en el caso de Boris Vian corresponde al infortunio.

De esta manera, Peña, a través de su escritura, que se ciñe sobre las historias de grandes escritores, que a su vez son grandes infelices, intenta conocer a su padre, quien también era un gran lector, y que incluso tenía aspiraciones de escritor. Es en este punto, que ambos, padre e hijo, se reflejan uno sobre el otro para mostrar lo que oculta esa tinta invisible que también es parte de este maravilloso libro.

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Datos del libro reseñado:

Javier Peña

Tinta invisible

Blackie Books, 2024