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José Cabrera Alva

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Juan Montes

Javier Munguía

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La memoria de Velasco

por Javier Munguía

 

I


Lo conocí el 27 de noviembre de 2004, alrededor de la una de la tarde, en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Habíamos llegado tarde  a la Inauguración y éramos desdichados, pues no habíamos podido acercarnos demasiado al estrado donde García Márquez se aburría como un condenado mientras le daban el premio Juan Rulfo a un escritor aburrido: Juan Goytisolo.

Los más afortunados éramos Gladys y yo, pues unos meses antes, también en Guadalajara, García Márquez nos había firmado nuestros ejemplares de El amor en los tiempos del cólera y Vivir para contarla, y lo habíamos tenido no a metros de nosotros: a centímetros. Habíamos podido incluso tocarle la mano. De todos modos, nos solidarizamos con el resto de los muchachos, como buenos amigos que éramos.

Luego de que en el salón de la inauguración no quedó ni un alma; luego de que nos convencimos de que a García Márquez se lo habían llevado por una puerta falsa, fuimos al comedor de la Feria. Todos pedimos un buffet de mariscos que no era tal –te daban cierta cantidad y sólo esa cantidad– y que sabía espantoso: el arroz era desabrido, el chop suey sabía a todo menos a chop suey. Mientras que Gladys y el resto de las muchachas se resignaron a su suerte, Joso pidió unas papas fritas, y yo, cuando supe que no iba a resignarme, fui a pedir una hamburguesa.

Las manos del tipo que preparaba la carne parecían sucias, no usaba guantes; el pan era gruesísimo. Para colmo, no había mayonesa. Volví desolado a la mesa y estaba a punto de sentarme, resignado a comerme la infecta hamburguesa, cuando Joso me preguntó si ya había visto quién estaba ahí. ¿Dónde? Ahí. (No señalaba hacia ningún lugar). ¿Dónde es ahí, carajo? Por fin, señaló una mesa. No tuve ninguna dificultad para identificarlo de un vistazo. Era él: Xavier Velasco.

II

Había leído Diablo guardián un año y un mes antes y la novela me había llenado el ojo, por no decir, sencillamente, que me había gustado mucho. Había compartido con una amiga, conforme la leía, las peripecias de Violetta, la protagonista; me había sentido Pig cuántas veces, cuántas veces había sentido envidia y admiración por Velasco, a lo largo de la lectura de esa novela vertiginosa.

No supe, sin embargo, que estaría en el estante de mis libros capitales sino cuando terminé la última palabra de la última línea de la última de sus quinientas páginas. El final me pareció magistral; Violetta, turbadora, conmovedora; Pig, un puerquito enamorado.
 
Leí gran cantidad de entrevistas a Velasco, reseñas de su libro, críticas, me puse muchas veces en sus zapatos y creí sentir la emoción de saber que una novela mía (de Velasco), Diablo guardián, había ganado el Premio Alfaguara de Novela de ese año.

La presencia de Velasco en la Feria Internacional del Libro del siguiente año fue uno de los mayores alicientes para querer asistir, para hacer los trámites correspondientes, las gestiones para que la universidad nos patrocinara el viaje. Salimos de Hermosillo el viernes 26 de noviembre de 2004 por la mañana, y llegamos a Guadalajara con retraso la mañana del día siguiente.

Luego de arreglar lo del hospedaje, lo cual nos llevo una hora al menos, salimos a la Feria Internacional del Libro en un autobús que salió del centro y llegó a nuestro destino poco más de una hora después. Llegamos retrasadísimos. Al entrar al salón de eventos, vimos apenas, a metros, a kilómetros, a un García Márquez que reprimía el bostezo mientras saludaba y desataba una miríada de aplausos en el recinto.

III


Estaba lleno de huesos por todos lados. Su rostro, de facciones afiladas; sus brazos, flacos flacos; su cuerpo, huesos y huesos y huesos. Parecía, además, un adolescente tardío, como siempre me imaginé a Cortázar, pero flaco. Me acerqué a la mesa donde platicaba con un muchacho que era, según dijo Joso, muy parecido a él, y le puse la mano en el hombro: ¿Xavier Velasco? Se levantó, me saludó de mano, me pidió que me sentara. Le entregué mi ejemplar de Diablo Guardián y una horrenda pluma roja, que era la única que estaba a la mano, para que lo firmara. 

No sé cómo empezamos a charlar de autores y de libros; al rato, Joso se incorporó a la mesa, pero permaneció seriecísimo, temiendo quizá que Velasco le preguntara algo sobre su libro, que Joso no había leído, su opinión por ejemplo. Con una cerveza en la mano, Velasco me reveló, interpelándome constantemente como “cabrón”, algunos de los secretos anecdóticos de su libro. Le pregunté, a mi vez, algunas cuestiones que me intrigaban. A ambos la obra de Vargas Llosa nos inspiraba un poco más que profunda admiración.     

Hablamos sobre una novela suya que era la favorita, entre todas las novelas que había leído (“es la novela de mi vida, cabrón”), de Velasco: La guerra del fin del mundo. Velasco me conmovió diciéndome que nunca antes había hablado con alguien sobre la novela y estampó una entrañable dedicatoria en mi ejemplar de Diablo guardián, “para mi tocayo”. Luego, dijo que lo disculpáramos pero debía irse, ya que una hora después (lo sabíamos) estaría en una mesa con Fuentes, con Volpi, entre otros. Lo despedí con la sonrisa pronta, entusiasmado.

IV


No pensé entonces, ni durante ni después de nuestro encuentro (sólo días después, ya de vuelta a Hermosillo), que lo más probable era que Velasco, famoso ahora a raíz de la concesión del Premio Alfaguara a su novela, lo olvidara no meses, no días después: horas, sin bien nos iba y no le bastaban apenas minutos. No era culpa suya, pero era triste. Me prometí que, de tener lectores alguna vez, de estar en el lugar de Velasco en alguno de los próximos años, cuando escribiera algo que valiera la pena publicarse, me haría el propósito de no olvidar ese tipo de encuentros, ni el encuentro entre Munguía (yo) y Velasco.

V


Lo vi en la mesa con Fuentes ese mismo día, y todavía alcancé a charlar con él al día siguiente. Cuando me firmo su nuevo libro, a cuya presentación asistí, ya se había olvidado de nuestra charla del día anterior, y me recordaba remotamente por mi rostro. Le dije lo importante que eran sus libros para mí y él me dijo que ojalá los míos fueran más importantes que los suyos; me conmovió. Apenas pasados unos días, tres cosas me quedaron claras: yo no olvidaría ese encuentro; Velasco lo había olvidado apenas ocurrido; yo mismo lo habría olvidado ya de ser, del mismo modo que pretendo ser Javier Munguía en un futuro no lejano, Xavier Velasco.

 

© Javier Munguía, 2006

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Javier Munguía: (Hermosillo, Sonora-México, 1983) Licenciado en Literaturas Hispánicas por la Universidad de Sonora. Ha publicado cuentos en el diario español La Razón y en los portales de relatos Ficticia, de México; Bestiario, de Brasil; y Proyecto Sherezade, de Canadá, así como en otros medios impresos. Su primer libro, un volumen de cuentos llamado Gentario, fue publicado este año por la Universidad de Sonora. Su segundo libro de cuentos, Mascarada, lo hizo ganador del Concurso del Libro Sonorense 2006 y será publicado próximamente. Tiene un blog: www.comunalia.com/Diablo.

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Para citar este documento: http://www.elhablador.com/cuento13_3.htm
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