Nº 19
revista virtual de literatura
 
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creación
 
Vicente Cervera
 

Altozano

Y figurábase un gran hueco
en el soto verdoso del altozano,
sobre césped y gravilla
entre el Gran Hotel y el Capitol.
Allí dejé caer mi cuerpo que correteaba
una tarde de mi vieja niñez.
La vida resolvía ser alegre y promiscua,
sin resbalar hacia el tedio.
Un día, solícito y sinuoso,
despedí mi corazón de aquel
humilde lar. Sólo dejé la huella
de mi peso hundida entre renglones
de hierba, sin que manos o ramas
recubrieran la oquedad, y hoy persiste
en un remanso del olvido
con los labios siempre abiertos,
suplicando a la piedad que no cese
de latir su eterna risa.

     

El alma oblicua

Si me concedes el beneficio de la duda,
hallarás tesoros refulgentes
cuya luz dimana ese pasado que,
buscando en mí, descubres, pues te
ofrezco. Mas también podrás
embriagarte con vetustas casas de
dos pisos, cámaras de sueños tendidos
al verano, bargueños disfrazados
de escritorios o terrazas donde
clivias y geranios velan la almohadilla
rota de un remoto y gato gris.
Piénsalo bien. Allí, el más
diáfano de los colores halla su sombra
desprendida. En sus brillos puedes
ofuscarte y aun caer. No es traidor,
tal vez, quien hoy te avisa.
Y no es que quiera transmitirte
una oscura noticia que peligro
llamas y amenaza. Sólo quiero 
desbrozar futuras selvas con presentes
comuniones. En mí abocan
hondonadas. Precipicios aparecen en el
llano. Soy la ruta esquiva y sinuosa
en el plano inmaculado. La sesgada
dirección de toda línea. Alma
oblicua que ama, al fin, la rectitud.

 
 

El jugador

Y me hace daño. Con expertos no se
juega. Sobre todo si son las tres
de la mañana y en la cama espera
algún fantasma primoroso,
de esos que sirven aguardiente
y espectros exquisitos.
Son dañinos. Sobre todo. Pero pruebo.
Juego a veces con mis miedos y
obedezco a su concurso. Me parece
que su rostro es cada vez más cercano
al de Mefisto. Y me hace daño. La segunda
noche anduve ojo avizor. Ya sin mis
muecas conocidas. Saboreé lo que pedía.
Recalamos en la cima incongruente.
Ya lo sabes, te lo digo una vez más, no
se juega con sujetos avezados en el arte
de mirar sin sacudidas. Y a pesar,
y a su pesar, yo fui sereno y dulce, y
arriesgué algún que otro malestar,
palabra o hierba. Dijo adiós cuando
restaban todavía largas horas
para el alba y tal vez no dormiré.
La apuesta al fin acaba,
y rinden tablas y quimeras.
Él tardará otros quince meses en volver.
Y no me quejo.
Aunque me duela.

 
 

Nuestras muertes cotidianas

Se precipitan sin belleza.
Arden sin llamarada. Bostezan
más que viven, no exigen
el concepto ni la voz que las defina.
titubean. Sin compás. Deshabitadas,
exprimen el mal que presienten
e inspiran, y caen con red espesa,
que el tiempo lima y desgasta.
Esa red se desanuda y agrieta.
Espera agazapada el salto final.
Entretanto, puedes escrutar
sus huellas, si persiste tu atención.
En el hueco gesto y hosco,
en la mirada despoblada como casa
que habitaran sólo hormigas,
en el timbre impertinente de la voz,
en la respuesta agria, en el tinte
más sombrío de la piel. Se
pueden rastrear las muertes cotidianas
en la faz crispada, refractaria
a la emoción de conocer. Y, sobre todo,
en la costumbre de haber claudicado,
de olvidar que alguna vez se nos indujo
a detenernos y proyectar luz y promesas.
No existe edad en que no puedan
circundarnos nuestras muertes
cotidianas. Pero suelen cortejar al joven
que vendió su mocedad. Al adulto
despojado de consuelos, que perdió
algún bien preciado y no supo
recobrar la valentía. A la mujer
rendida ante la escala audaz
de la excelencia. Y anida
en todo aquel que no duda en
cobijarse, una vez más y siempre,
en la impostura. No hay confusión.
Se creen indemnes porque una llave
con cerrojo los aísla. Sin concesiones,
sin perdón, van horadando las lágrimas
de destinos reversibles, y se encaran con
nosotros, nuestras muertes cotidianas,
para hacer de nuestra muerte
una cita indiferente.

 
 

Razones del deudor

No necesito aguardar hasta otra
vida. Muy largo se me fía, y no
quiero acumular débitos o pagarés
bajo capas de justicia. Este juego
reniega de estas fintas. Renuncio
a la sorpresa ya fatal de saberme
deudor acorralado, sin monedas
ni poder que restañen las heridas
o revoquen la sanción.
Por más que anuncien riquezas,
de nada valdrán las oraciones
en un mundo donde nuevos
rezos se alzarán. Allí no habrá avales
ni tarjetas rubricadas. Nadie sabrá
mi nombre ni atestados paraninfos
se harán eco de la unánime
ovación. Ningún perro será amigo
de mi sombra ni el amante profanará
el silencio de la tarde con sus sueños.
Todos los libros tendrán títulos
desconocidos e ilegibles grafías;
ignorados ángulos, los guarismos
de imposible ondulación. Anhelo,
por ello, despojarme de las deudas
que sumé y que no fueron libradas
todavía. Saldaré las cuentas
para cruzar el solitario umbral
sin que freno alguno lastre
el peso de mi alma desnuda.

 
 

Los poemas El alma oblicua, Nuestras muertes cotidianas y El anillo vienés han sido extraídos del libro El alma oblicua (2003). Los poemas Altozano, Razones del deudor  y El jugador, de Escalada y otros poemas (2010).

 
© Vicente Cervera, 2011
 
Vicente Cervera (Albacete - España, 1961): Estuvo con nosotros en el recital de poesía organizado en abril por El Hablador en el Jazz Zone, junto con Diego Otero. Él es docente en la Cátedra de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Murcia,  autor de varios libros de estudios literarios (La palabra en el espejo, 1996; La poesía de Jorge Luis Borges: historia de una eternidad, 1992) y activo colaborador de la revista electrónica de filología murciana Tonos digital. Entre sus libros de poesía se encuentran De Aurigas inmortales (1993), La Partitura (2001) y El alma oblicua (2003), de donde recogemos algunos poemas. Vicente también se ha dedicado a las relaciones entre la literatura y el cine, así como al teatro y la música vocal. 
 
 
El Hablador 2003-2011 © Todos los derechos reservados | ISSN: 1729-1763