Como Don Rigoberto en Elogio de la Madrastra (1988) (14), los personajes que surgen en esta época se regodean en el escepticismo que sienten hacia los ideales colectivos, y su “cómodo cinismo” (Nugent, 1991) los empuja a gozar de un bienestar individual, muchas veces a través de lo que Vargas Llosa describió como un “hedonismo triste” al referirse al espíritu decadentista que sobrevuela los relatos de Niño de Guzmán (1955) en Caballos de medianoche (1984). Individuos echados al desgobierno de sus pasiones e instintos, drogas, alcohol y soledad nocturna proliferan; son sustitutos de proyectos de largo plazo vinculados a una institucionalidad sólida (valores y costumbres tradicionales) ahora fracturada de gravedad. La felicidad para estos autores se inspira en el goce inmediato y en la satisfacción a corto plazo, y coexiste en una inevitable sensación de urgencia e incertidumbre que los gobierna. Es sumamente sintomático, en tal sentido, el título de la ópera prima de Jorge Valenzuela, Horas contadas (1988), en la que además las relaciones humanas (afectivas y paternales) se ven afectadas al máximo por un apremio más nihilista y desestructurador.
Sin embargo, cabría preguntarse, en este punto, cuál es la ficción social que ha llevado al escepticismo colectivo y al individualismo más extremo –a veces patológico–, que representan los autores oficiales de 1980. No creo que pueda leerse este fenómeno contemporáneo sólo como un brote espontáneo de la nueva sensibilidad posmoderna profundamente influida por las pulsiones del capitalismo tardío y la revolución de los medios como instrumento uniformizador de subjetividades. Es posible leer esta transformación en la nueva sensibilidad limeña a través de los cambios sociopolíticos acontecidos, y a la relación entre los miembros del sector social que estudiamos y su idea de progreso modernizador (15).
En el primer lustro de 1980, la sociedad limeña se haya inmersa en una profunda crisis económica, social, moral y política. Un ambiente de desgobierno cercado por la violencia terrorista y el descontrol de la migración rural y la superpoblación, concluye un largo periodo que –por excepción del lapso ocupado por el gobierno militar de Velasco Alvarado (1968-1975)– tendía a instalar a la gran burguesía capitalista como poder político en sustitución de la vieja oligarquía. El año de 1980 es, por lo tanto, clave para esta generación por cuanto supuso en su imaginario el comienzo de condiciones idóneas para ejecutar un proyecto de progreso largamente prometido. Este fervor democrático, sin duda, se ve reforzado con la reelección de Belaúnde Terry (1980-1985) al frente de Acción Popular, el partido político que nació agrupando a la nueva gran burguesía capitalista (no olvidemos que entre 1963-1968, durante su primer mandato, su paradigma de desarrollo social fueron las clases medias, algo que finaliza en los 80s, cuando el gran interlocutor gubernativo pasa a ser la gran masa de pobres nacidos de las migraciones rurales, a través de planes asistenciales). De ahí que para esta capa social el clima de optimismo que producía la democracia –después de dos largos periodos de totalitarismo político–, desembocara en una sensación de fracaso y frustración mayor, al actuar como una gran lupa sobre los defectos de un Estado representativo que les prometía el progreso y les daba a cambio una realidad cada vez más precaria y violenta.
Lejos del valor que significa el avance democrático, sus representantes se perciben expuestos a una situación insular y de alta vulnerabilidad. Estas condiciones en el mundo ficticio, guiados por una posición reaccionaria y de auto-concienciacion de la crisis que viven como colectividad, llevará a sus productores culturales a representar una subjetividad amenazada o en estado de descomposición. La representación de familias desintegradas (la familia es, después de todo, la base de la sociedad), la imposibilidad de relaciones amorosas estables, así como una permanente puesta en juicio de valores tradicionales como el amor o la fidelidad, son con frecuencia los ejes temáticos de las historias, a juego con la idea de un Estado fallido, y por lo tanto, de la ineficacia e incompetencia de las instituciones. Relativizándolo todo, estos autores llevan al extremo una visión de mundo colapsada bajo el ‘desencanto' del progreso fallido y la desintegración de su orden simbólico.
No es extraño por eso que el protagonista de “La venganza de Gerd” afirme que menosprecia “las certezas cotidianas de la casa, la familia (…)” y al mismo tiempo diga que las “necesita al fin y al cabo” (1981: 37). La familia es una forma más de estatus que una necesidad emocional, un forzoso convencionalismo al que debe someterse para conservar las formas sociales que él asume como ‘felices'. En un efímero balance de madurez, elude la manía “moralista” propia de los viejos que le echarían en cara su vacío existencial; con lo cual, recubierto en esa coraza de cómodo cinismo, cierra los ojos a su fracaso como persona plenamente realizada. Los beneficios burgueses que ha elegido vivir en desmedro de sus pasiones y sueños de juventud no lo perturban; se satisface por el refugio que le proporciona lo que Anthony Giddens denominara ‘seguridades ontológicas'. (1991).
El protagonista de “Blues de un lunes neblinoso” (16) se reúne en un estado casi letárgico con su novia, quien insinúa un reciente aborto (“hubiera sido un estorbo”: 93). El vacío afectivo entre ambos se hace denso y la incomunicación, un velado reproche. De camino a casa, absorto en las sensibilidades que se abren al mundo exterior, no puede más que sentirse presa de la “asfixia moral” que lo rodea (la ausencia de hojas) y vulnerable frente a las relaciones humanas quebradas:
Altos y cansados ficus se alzaban a ambos lados de la calle. Habían perdido la mayor parte de sus hojas y parecían niños enormes y desnudos, arrojados de pronto al temblor oscuro de la noche (94)
En el resto de cuentos que conforman Caballos de medianoche , los personajes se entregan al alcohol y a la compañía de prostitutas para sustituir sus carencias afectivas. Buscan simulacros compensatorios. En el mundo ficticio de Niño de Guzmán, el desamor y el abandono son constantes muestras de desintegración individual, pero sobre todo colectiva. Los protagonistas no tienen arraigo en hábitos gregarios; y su amistad es sólo pasajera, al igual que sus relaciones amorosas, siempre impedidas o condenadas al fracaso. La cerveza –“Su sabor era áspero y delgado como el filo de una navaja” (69)–, está más vinculada a la autolesión que al disfrute y a la socialización. La falsa compañía, el espejismo de una sociedad donde no hay interacción posible, nos recuerda lo que cita Portocarrero: “El tribalismo del que habla Maffesoli, como característica central de nuestra época, permite trascender el aislamiento pero en forma limitada, en relaciones efímeras, que no son íntimas ni personales” (1998: 24). La evasión oculta un exilio existencial y sin duda revela el estado de una clase que se encuentra paralizada y sin proyectos latentes.
La institucionalidad burguesa, criticada en el trasfondo de estas historias, se quiebra desde todos los ángulos posibles. Así, una mujer traicionada espera a su marido en un bar y le dispara sin vacilaciones (“El olor de la noche”) y una voluminosa cantante de jazz esconde a su bebé muerto en un guardarropa (“Good morning, heartache”). En este mundo de seres sonámbulos, las relaciones familiares (los afectos de los círculos conyugales y parentales) (17) expresan, como vimos, una profunda crisis estructural. La desintegración matrimonial –constante en toda la literatura del periodo– significa que ya no “hay más una apuesta por el futuro, un proyecto de pareja” ni intención “de perpetuarse a través de los hijos” (Mendoza , 1998: 257). Ésta es la más clara correspondencia con la desintegración social que percibe la clase media en la década de los ochentas, en la que prevalece una tendencia a la entropía, un viaje hacia el caos desarticulador de valores e instituciones integradoras que anula la seguridad y hace de la incertidumbre una forma de vida. El fin de la confianza en la institucionalidad, en los planes de largo plazo, justifica una existencia en la que sólo lo inmediato (aunque falso y escapista) adquiere verdadero significado (18).
III. Exilios exteriores: La incomunicación con el otro
Uno de los relatos que, a mi entender, representó mejor el estado de crisis social y moral de la década de 1980 se titula “El secreto de Marion” (19). De atmósfera oscura y decadentista –por lo demás, características afines de buena parte de la producción literaria de su autor, Jorge Valenzuela (1962)–, su anécdota principal reelabora el viejo complejo de Electra: la historia de la hija que regresa años más tarde al hogar patriarcal para ocupar el lugar que ha dejado vacante la madre muerta. El mundo de sustitución (la hija nuevamente supliendo a la madre, como vimos en los cuentos de Cueto) reactualiza el pasado, uno que, a diferencia del presente en crisis, se recuerda lleno de prosperidad. Pero el tiempo parece haber corroído todo a su alrededor; el tiempo detenido, como la imagen de la madre del cual el padre no puede liberarse. La angustia que paraliza a ambos alrededor de su muerte le imprime a todo el rela to un trágico espíritu evocativo, que es el que la hija, con su trasgresión, ha llegado para exor cizar. Repitiéndose constantemente que “todo volverá a ser como antes” (40), este deseo la remonta al pasado y la encierra en una pau latina in troversión, tan explícita como aquella otra que caracteriza al padre que ha ido a recobrar.
Como era previsible, llegaron las primeras cartas de sus amigos del tra bajo, pero no las respondió. Confirmaba el remitente con un gesto de in diferencia y luego las rompía sin abrirlas. Cuando se cumplió un mes de su regreso y su padre se convirtió en la sombra incrustada en el recuerdo de su esposa, el diálogo se interrumpió y ella pasó a convivir consigo misma, como lo había intuido desde el principio sin aceptarlo (42)
Nuevamente nos encontramos con un relato que gira en torno al aislamiento. Tanto padre como hija viven exiliados en su pasado, y aislados en esa vieja casona arruinada, tras los jardines invadidos por la maleza salvaje y la verja que los aparta de la ciudad, trasmiten, como vimos líneas arriba, una clara incomunicación social. Pero en este punto, tal vez haya que remarcar una correlación más directa entre la insularidad y la añoranza, una herencia directa de la conciencia criolla ya representada en la literatura de los años 50. Como afirma Sara Rondinel, al analizar el imaginario criollo de dicha etapa, los personajes de Julio Ramón Ribeyro revelan una subjetividad que los vincula a la ciudad sólo a través de la nostalgia, del pasado transformado por la modernización. Como habitantes tradicionales, pero desclasados ahora, defienden su legitimidad frente a los cambios urbanos con que el progreso de la modernidad ha ido quitándoles su próspera arcadia. “Tanto el temor al saqueo como el desprecio por el invasor se remonta entonces a la mentalidad criolla y al discurso de la clase dominante limeña, algo que el resto de la sociedad también reproduce en la actitud de desconfianza en sus relaciones sociales”. (Rondinel, 1998: 66). ____________________
Notas
(14) Como señala Efraín Kristal en Temptation of the Word: Novels of Mario Vargas Llosa (1998), paralelamente al cambio ideológico que experimentó MVLL al asumir el pensamiento liberal de Karl Popper durante los 80s, sus personajes también dejan de creer en opciones político-colectivistas, para encerrarse cada vez más convencidos en ocupaciones e ideologías individualistas. Esto también parece replicarse en los autores oficiales del periodo que estudiamos.
(15) Para comprender mejor el diálogo sociopolítico y literario en el contexto formativo de los autores del ochenta (entre las décadas de 1950 y 1979), ver: Cornejo Polar, Antonio (1979).
(16) Niño de Guzmán, Guillermo. Op.cit.
(17) Mendoza García, Rosa. “El divorcio entre las clases medias intelectuales”. Portocarrero et.al. 1998: 255-264.
(18) Para una lectura sobre la situación anómica de la sociedad peruana a partir de los años ochenta, ver el ensayo de Hugo Neira: “Del desborde de Matos Mar a los desbordes. Ilave y polladas. Retorno a la cuestión de la anomia”. En Desborde popular y crisis del Estado. Veinte años después (Matos Mar et.al , 2004: 163-182).
(19) Publicado por primera vez en Horas contadas (1988). Las citas de las páginas deberán seguirse tomando la versión incluida en La sombra interior (2006).
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