Si se hiciera una encuesta ahora acerca de la mejor etapa en la narrativa de Ribeyro, sin dudarlo me quedaría con la fantástica, que abarca los relatos más frescos, los más pulidos y los menos ornamentales, donde un negro sentido del humor fluye con suma espontaneidad.

 

 

[ Recomendamos leer ]
  Ley del Libro: ¿qué hay de nuevo, viejo? (por Giancarlo Stagnaro. El Hablador Nº1. Setiembre 2003)

 

____________________________________________________________

Ribeyro: en las sombras del lector

por Giancarlo Stagnaro

 

Así como en el amor, las primeras impresiones son las que cuentan. Quizás esta intuición de vagas reminiscencias pascalianas ayude a rememorar la tremenda impresión que me causó la escena final de “Los gallinazos sin plumas”, aquel cuento de Julio Ramón Ribeyro que se encontraba sumergido en las páginas de los manuales de Escuela Nueva, a finales de la ya lejana década de 1980. El cuadro en que Efraín y Enrique se deshacen de su abusivo abuelo, a quien lo dejan a merced del porcino Pascual en el chiquero de su casa, resulta tan conmovedor a los once o doce años de edad, de una fuerza remarcable, sólo comparable con la escena más descarnada de La strada de Fellini; y aún hoy, releyendo el cuento, se proyecta la imagen de la ciudad como una bestia inclemente, impertérrita al sufrimiento humano. No en vano Ribeyro escribe este cuento en pleno auge del neorrealismo italiano, pero esto lo supe muchos años después.

Los siguientes textos fueron “La insignia” y “Doblaje”, a los que leí, si la memoria no es infiel, en una edición de Populibros, aquélla de papel periódico y letra imprenta enorme, con los títulos en mayúscula. En esa época, me deleitaba con El péndulo de Foucault, quizás la novela más baja en la bibliografía de Umberto Eco, pero cautivante por sus múltiples alusiones a los templarios, la tradición hermética occidental y toda la parafernalia de las sociedades secretas. Era inevitable el gancho con “La insignia”, sobre la vida de un hombre anodino que de un momento a otro, por la sola posesión de una insignia aparentemente inane, ve trastocada su vida, sin conocer plenamente el significado concreto del cambio, a manos de una cofradía que usaba dicho emblema como medio de reconocimiento de sus miembros. Con un tono abiertamente paródico, seguramente Ribeyro se estaba mofando de nuestros rituales modernos, tan acostumbrados a dotar de contenido a casi cualquier cosa.

“Doblaje” también resultó una experiencia perturbadora. Es el motivo del doble, tan repetitivo (lo volví a encontrar en “Los ojos de Lina”, de Clemente Palma, y llevado a su máxima expresión por Cortázar en “Axolotl” o “La noche boca arriba”), pero a la vez tan fructífero para cualquier narrador. Este relato corresponde la etapa fantástica de Ribeyro, a la que también pertenece “Por las azoteas”, y una de las más logradas de toda su producción cuentística. Si se hiciera una encuesta ahora acerca de la mejor etapa en la narrativa de Ribeyro, sin dudarlo me quedaría con estos años de escritura, porque son los más frescos, los más pulidos y los menos ornamentales, donde un negro sentido del humor fluye con suma espontaneidad.

Es cierto que con los estudios universitarios se deja momentáneamente a un lado el mero discurrir de la lectura para descubrir con una mayor concentración las fugas de sentido, las interacciones, las proliferaciones y las categorías teóricas en los textos. Narrador en primera persona, tercera, narratario, focalizaciones, diégesis… todos esos términos eran caros al segundo ciclo de Letras. Así también lo fue “Alienación”, uno de los más valiosos textos que mis compañeros universitarios y yo leímos en la clase de prácticas del curso de Literatura de Estudios Generales. El “cuento edificante seguido de breve colofón” condensa ejemplarmente los talentos narrativos de Ribeyro y a él he vuelto una y otra vez, por las intensas cavilaciones que produce y porque con los años y las lecturas la mirada se afina, con el propósito que el tímido e incauto lector puede convertirse en un hábil forjador de algunas hipótesis (todas enteramente discutibles). El asunto aquí es delimitar, en el caso de Bob López y Queca, algunos rasgos que los hacen memorables como personajes arquetípicos.

No es mi intención operar a la manera de algunas lecturas sociológicas que se han hecho del cuento, que concluyen con el consabido estribillo de una sociedad peruana jerarquizada, etcétera. Esa no es, en mi opinión, una conclusión valedera, debido a que repite una tautología presente en el relato: la notoria división de castas, que se hace patente en la mueca de desprecio que le dedica la mestiza Queca al zambo Roberto López.

Para intentar esclarecer mi punto de vista, primero hay que hacer algunas salvedades preliminares. Ribeyro era un apasionado lector de Stendhal, Flaubert y Maupassant. En 1956, el narrador escribe el artículo “Gustav Flaubert y el bovarismo” (aparecido por primera vez en el diario El Comercio e incluido en La caza sutil), término acuñado por el francés Jules de Galtier para explicar los volátiles estados de ánimo de Emma Bovary, causados por ese irrefrenable apego a las lecturas de los libros románticos que tanto furor produjeron a mediados del siglo XIX y que la divorciaron completamente de un sentido cabal de la realidad. Emma Bovary no tenía los pies puestos sobre la tierra a causa del bovarismo, una enfermedad irremediablemente moderna.

Otro crítico francés contemporáneo, René Girard, autor de Mentira romántica y verdad novelesca, sostiene que la noción de De Galtier, si bien es suficiente, explica sólo un estadio del desarrollo de la novela. Por eso —sostiene Girard— Madame Bovary se parece tanto a El Quijote: tanto Alonso Quijano como la campesina normanda imitan los deseos de personajes ajenos a la acción novelesca: en el caso del Quijote, de Amadís de Gaula; en el de Emma, de las heroínas románticas que viajaban a países exóticos para realizar sus ideales amorosos. Mientras más cerca del protagonista se halle el mediador, mayores distorsiones sufre el primero.

Precisamente, con la abolición de privilegios nobiliarios y religiosos surgidos al calor de las revoluciones modernas, la distancia entre los hombres se acorta. Aparecen los sentimientos que Stendhal, tan adelantado a su tiempo, calificó de modernos: “la envidia, los celos, el odio impotente”. Ahora imaginemos que el mediador se halle dentro de la acción novelesca, que sea un personaje más en la trama y que posea el objeto que el protagonista ansía: así se completan los tres ángulos del deseo. La sensación de asfixia psicológica aumenta. Los héroes ven lejanos los atisbos de un final feliz. De ahí surge la conciencia oculta, casi subterránea, resentida, que impregna a un Raskónikov, un Kirilov o a los tragicómicos caracteres proustianos. La literatura del absurdo sería el siguiente paso en la revelación del deseo triangular.

Esta secuencia se repite en los novelistas contemporáneos no por una cuestión de tradición, sino que se halla a flor de piel, en las capas más altas y más bajas de nuestras sociedades contemporáneas. Ocurre todos los días, irrevocablemente. En la calle, en los avisos publicitarios e incluso en los productos de la denominada cultura popular (como en las telenovelas mexicanas, brasileñas o venezolanas) se puede apreciar este esquema. Son los signos que definen nuestros tiempos.

Boby López padece un fuerte ataque compulsivo de bovarismo. Después de copiar al novio gringo de Queca (“o Mulligan o nada”) y luego a Alan Ladd —ambos fuera del campo de acción de López— lo que más anhela desesperada, casi metafísicamente, es la piel de sus contrincantes. Así, con el pelo planchado, la cara talqueada y su inglés masticado, viaja desde Lima, la “ciudad colonial”, hacia Estados Unidos, a una sociedad más WASP (1) que la costeña criolla, donde se encuentra para su asombro con los otros Boby López del mundo. Tal como en la actualidad, como le está ocurriendo a muchos afroamericanos e inmigrantes latinos con la invasión a Irak, es reclutado por los marines para servir como carne de cañón en el frente coreano. El final de todo este periplo es obvio.

Uno de los rasgos más logrados del cuento es que, a partir de su fatal encuentro, Queca y Bob recorren el mismo círculo vicioso. Cada uno de ellos pretende ascender contra viento y marea en la escala social: Bob, de los cines de su barrio a la neurótica metrópoli neoyorquina; Queca, de la plaza Bolognesi a los campos de Kentucky. Por supuesto, la progresión es escalonada. En el caso de Queca, ésta se sucede a medida que va cambiando de enamorados, cada cual con mayor capital simbólico, como diría Bordieu. Al final se casa con un tipo que pertenece al estamento más reaccionario de la sociedad estadounidense, quien le recuerda sus verdaderos orígenes mientras la golpea ebrio de whisky.

_______________________

(1) WASP: Siglas en inglés de White AngloSajon Protestant (blanco, anglosajón y protestante), que corresponde a los valores de los puritanos estadounidenses, por lo general intolerantes con los elementos foráneos. No todos los habitantes de rasgos caucásicos en Estados Unidos entran en esta categoría, puesto que alude a un círculo adinerado, exclusivo y cercano al poder.

 

1 - 2


home / página 1 de 2

_____________________________________________________________________________________________________________________________
contacto | quiénes somos | colaboraciones | legal | libro de visitas | enlaces | © el hablador, 2003-2004 | ISSN: 1729-1763
:: Hosting provisto por Hosting Peru ::
Hosting