Ambas firmas se confunden en el texto, la del testigo que recuerda un haber estado presente en un ahora pasado, y la del testimoniante que presenta como una inscripción prendida en la puntualidad del presente, siempre evidente, siempre singular de la forma de la firma.

 

 

[ Recomendamos leer ]
  Del testimonio a la autobiografía. Aproximación a Aquí no ha pasado nada de Ángela Zago  (por Adlin de Jesús Prieto Rodríguez. El Hablador Nº 5, setiembre de 2004)

 

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Oblicuidades de los testimonios y sus firmas

por Álvaro Martín Navarro

 

Y es que a decir verdad, con mi habilidad para testificarhabía ayudado a más de un pobre diablo a salir de líos.
A menudo tenía que declarar, y bajo juramento además, cosas falsas de toda falsedad (…)
lo dice el Deuteronomio en su capítulo diecinueve, versículo dieciocho y diecinueve.
Y allí está claramente establecido ala luz de la más sana hermenéutica,
que el falso testimonio es reprobable tan sólo cuando se intenta hacer el mal,
y aquí, en todo caso, se trata de todo lo contrario, estaría haciendo el bien.
—Renato Rodríguez, La noche escuece.


Una vez, de joven, un amigo se me acercó con una pelota firmada por David Concepción con la fecha de 1973 y debajo de esta fecha, escrito en palabras corridas: Cincinnati. Luego me comentó acerca de un valor intrínseco más allá del mero comercial. Me aseguraba que algún día sería reconocida como “única” y su valor sería excepcional, porque en el futuro se transformaría de una simple pelota marca Wilson, a un testimonio de la gesta de un venezolano en las grandes ligas. El jugador se la había regalado a su padre cuando éste presenció la serie mundial de 1973, allá en Ohio. Quizá el “cuento” de la pelota radica en cómo se transformaba una simple pelota de béisbol, en un preciado “testimonio” de la historia del deporte, y, por ende, en un “objeto testimonial” único, exclusivo, buscado quizás en un futuro por coleccionistas —¿historiadores de objetos testimoniales?—, cronistas, o investigadores. Pero, paralelamente, pensaba en aquel momento, en qué ocurriría si el padre de mi amigo hubiera comprado una pelota marca Wilson, hubiera garrapateado una firma, colocado Cincinnati y encima 1973 y dijera que él presenció la serie mundial, que él estuvo en el último juego dónde ganaron los Red de Cincinnati, y por ser venezolano, logró reunirse con David Concepción a las afueras del parque, con otros compatriotas, y el “rey” David le autografió una pelota Wilson de recuerdo. Quizá dicha pelota ya se hubiera perdido y este relato no hubiera comenzado, porque hubiera perdido “valor” cuando a través del tiempo, el propio padre y posteriormente su hijo no hubieran mantenido ese valor porque probablemente la mentira hubiera opacado al testimonio. Recordemos que la palabra valor nos asocia con todo aquello que queremos conservar, aquello que nos es único y probablemente irrepetible.

Ahí estaba mi amigo, ufano de que fuera cuidadoso con su tesoro.

Obviamente puedo especular acerca de la veracidad de la presencia del padre de mi amigo en el último juego de béisbol de la serie mundial de 1973; pero; ante su relato, sustentado por un objeto testimonial, de que su padre estuvo ahí, era generar especulaciones y argumentos que mi amigo difícilmente aceptaría. La pelota relucirá como estatus de veracidad, en sus recuerdos y en su exclusiva vivencia de la narración donde comentaba su padre cómo la obtuvo. Tendría que ver cómo yo confirmo la presencia de un hombre en una serie mundial, para posteriormente reafirmar las observaciones que mi amigo me hacía. Por lo tanto, yo debería ir acumulando elementos para detectar si realmente el padre de mi amigo estuvo o no en la serie mundial, o compró o no la pelota en un viaje a Miami, justo antes del viernes negro de 1983. Pero lo curioso es que no importa la manera en que mi amigo obtuvo la pelota, lo interesante es que la firma de David Concepción patentaba toda la narración como una “verdad” acerca de un hecho que conmovió al deporte venezolano por los años setenta. Todo debido a una firma; firma que en algún momento debería comparar, pero ¿cómo comparar firmas?, es difícil sin tener un archivo de firma como los bancos. Me faltaba la firma original autentificada de David Concepción para convencerme.

Mediante estas reflexiones algo toscas de mi adolescencia, me inspiré a desbastar la idea y los conceptos de firmas, y en ese trajín hallo que Derrida, autor polémico y no menos interesante, también ha reflexionado entorno a las rúbricas. El pensador francés analiza el acontecimiento de las firmas como problema del acontecimiento mismo, como contexto, como comunicación, como lo que puede existir mostrando la presencia de algo no existente.

Por definición, una firma escrita implica la no-presencia actual o empírica del signatario. Pero, se dirá, señala también y recuerda su haber estado presente en un ahora pasado, que será todavía un ahora futuro, por tanto un ahora general, en la forma trascendental del mantenimiento. Este mantenimiento general está de alguna manera inscrito, prendido en la puntualidad presente, siempre evidente y siempre singular, de la forma de firma. Ahí está la originalidad enigmática de todas rúbricas. Para que se produzca la ligadura con la fuente, es necesario, pues, que sea retenida la singularidad absoluta de un acontecimiento de firma y de una forma de firma: la reproductibilidad pura de un acontecimiento puro (Derrida 1998,370).

Si tuviéramos la pelota entenderíamos ahora que su valor va más allá del mero conservar, implica que entraríamos en el campo de un valor “testimonial” que tiene la pelota, porque ese carácter de singularidad absoluta de un acontecimiento (Serie Mundial de 1973, un venezolano jugando de campocorto para Los Rojos de Cincinnati), fue inscrita —signada— por alguien que estuvo presente —testigo— (padre de mi amigo) en tal acontecimiento. Pero si usáramos del método cartesianos, su primera parte —no recibir nunca cosa alguna como verdadera que yo no conociese evidentemente como tal— y no aceptáramos la firma, qué haremos. Lo más “lógico” sería con-firmar, hasta sus últimas consecuencias dicho “testimonio”, y la única forma de con-firmar, sería con la firma de David Concepción como hemos explicado previamente, o en su defecto con otras firmas, signaturas de otras personas que en los periódicos de la época, por ejemplo, nos indicaran la actuación de un tal David Concepción que jugó como campocorto en la serie de 1973 y que tal vez regaló pelotas autografiada a un señor con las características del padre de mi amigo. Una vez con-firmado quedaría a nuestro juicio re-afirmar o no el valor testimonial histórico para el deporte venezolano de la pelota, pudiéndola colocar como una “curiosidad” íntima de la familia de mi amigo, o como una anécdota valiosa para un grupo social que podríamos llamar: la fanaticada del béisbol venezolano.

Si consideramos los pasos reflexivos del ejemplo anterior, dado un “objeto testimonial” y lo quisiéramos llevar a la problemática de lo que se denomina textos testimoniales, hallaríamos pasos similares. Lo primero que podríamos ver es que aparentemente allí, en lo escrito, se genera una doble firma, pero no es una doble firma como pudiera haber en una pelota firmada por Andrés Galarraga y Omar Vizquel, sino que esta doble firma aparece, primeramente, por quien escribe, “grafica”, crea sintaxis, hace escritura del testimonio; es decir, el “testimoniante” (1). Este firma, por lo general una “traducción” oral, verbal, musical, tonal, de un “testigo” presencial, que aparece “normalmente” como protagonista dentro de la escritura o “grafía” del testimonio, pero que paradójicamente firma en la medida en que su vida es puesta, ex-puesta y com-puesta por el testimoniante.

Dualidades

Ambas firmas se confunden en el texto, la del testigo que recuerda un haber estado presente en un ahora pasado, y la del testimoniante que presenta como una inscripción prendida en la puntualidad del presente, siempre evidente, siempre singular de la forma de la firma. La firma del testigo la hallamos a todo lo largo del escrito, a través de su ver, oír, sentir, especular; la firma del testimoniante aparece en la portada, en la introducción, en los pie de páginas. Esta dualidad de firmas aparece —casi siempre, ya que obviamente se pueden proponer excepciones no previstas en este estudio reflexivo— en los escritos testimoniales, como podemos observar en dos obras catalogadas como tales y de las cuales partimos para realizar el análisis de las obras escritas denominadas testimonios o testimoniales. La primera es firmada por Miguel Barnet, un investigador y etnólogo que publicó una obra titulada Cimarrón, pero en la que se inscribe la firma “vivencial” de Esteban Montejo, el “último” cimarrón de Cuba, y que Barnet encuentra en un hospital de veteranos en 1963, descubriendo que no sólo había sido cimarrón, sino que había participado en la guerra de Independencia de finales del siglo XIX en Cuba. La otra obra es firmada por el investigador y antropólogo (2) Ricardo Leizaola titulada Tío Veneno. Crónicas de un curioso de El Pedregal, y en cuyo texto hallamos la firma de Benito Reyes, el “último” habitante que nos puede contar la transformación de Chacao —municipio que compone el Distrito Federal y conforma Caracas— en el siglo XX.

Ahora bien, se nos presenta un problema en presentar el testimonio como un texto de dos firmas, por lo que nos debemos preguntar si realmente son firmas u otras estrategias retóricas, discursivas, estilísticas, etc. Primeramente tendremos que precisar o diferenciar las firmas, para tal fin pensamos que tanto en el caso de Esteban Montejo como el de Benito Reyes, nombres y hombres que fueron los testigos, observamos constantemente, en la medida en que son resueltos como discurso escrito, que insistentemente a-firman los acontecimientos que declaran, o en otras palabras, que observaron o vieron lo que el testimoniante escribe. Para visualizar esta idea de la a-firmación, debemos pensar que quien a-firma es testigo clave de cualquier acontecimiento. Cuando un juzgado necesita elementos para juicios, se llama a una persona para que a-firme un hecho o situación particular, pero sólo se solicitan personas que han “vivido” tal hecho, la voz que puede ser tomada como testimonio es la de quien a-firma el hecho, y sólo lo puede afirmar porque lo ha visto/vivido —o “vido” como constantemente asegura Esteban Montejo—.

Esta idea de la vivencia del testimonio como algo que solo puede a-firmar aquel que lo ha vivido, es la médula de la cual arranca el pensador italiano Gianni Vattimo y que desarrolla en su ensayo El ocaso del sujeto y el problema del testimonio.

Testimonio, como término filosófico y teológico, evoca el pathos con el que el existencialismo ha considerado, a partir de Kierkegaard, la irrepetible existencia de lo singular, su peculiar e individualísima relación con la verdad, relación en la cual la persona está totalmente, y sólo ella en el fondo, comprometida. Un pathos semejante se expresa, por ejemplo, en la famosa tesis de Jaspers sobre Galileo y Bruno, según la cual la retractación de Galileo ante la Inquisición no quita nada a la verdad científica, demostrable, de la teoría heliocéntrica; mientras que la verdad filosófica de Bruno no subsiste si no es en el “testimonio” que él le otorga, y por tanto Bruno no podría retractarse sin destruir también la verdad de su filosofía. Una verdad científica es ahistórica y universal; la verdad filosófica, en cambio, no tiene otro sentido que el de ser la verdad de la existencia de quien la profesa y la propone al mundo. (Vattimo 1998,43)

Ahora bien, ni Esteban Montejo ni Benito Reyes plantean verdades científicas, por lo que su negación o aceptación en nada perturba los avances de la ciencia empírico-experencial, pero si nos parece, siguiendo el hilo de Vattimo, que ellos invocan al pathos, una serie de afecciones, irrepetibles y originarias que le dan cierto carácter y sentido a sus existencias y que los singularizan, así como a sus peculiares vidas e individualísimas relaciones con ciertas “verdades históricas”, “acontecimientos humanos”, “tradiciones culturales”, que ellos vieron, aprehendieron y los conmovieron, y en esa medida lo consignaron a sus vidas afectivas, a sus cuerpos, a sus emociones, por lo que en ellos, se generan una marca, una serie de relaciones “dialécticas”, un estar en la historia que ellos a-firman, y por lo cual, estos protagonistas se meten, pro-meten, y com-pro-meten, como testigos verídicos de los hechos —como se comprometió Giordano Bruno en su momento—. Esteban Montejo se mete en la historia, que por definición ontológica está, pero a su vez promete que lo “vido” —visto/vivido— es, y en la medida en que pro-mete que así fue, se com-promete a que siempre será así y no de otra forma. Montejo se desenvuelve entonces desde su discurso oral en una constante diferenciación y a-firmación con respecto a ciertas (H)historias que vuelan y revuelan desde finales del siglo XIX en Cuba. Caso parecido, Benito Reyes se mete, se pro-mete y com-promete con las historias que dice, y que nos colocan como privilegiados espectadores del proceso de modernización de un sector de Caracas entre los años 20 hasta los años 90 del siglo XX. En ambos casos su pathos a-firma, es decir, sus “experiencias vivenciales” son a-firma(das), por lo que vieron, sintieron, y, a veces excepcionalmente, lo que oyeron, fue real o existente dentro de sus vidas; en otra palabras, no es “inventado”, o no buscan generar pathos que abone sentidos diversos o contrarios de lo que fueron sus existencias —vidas— y especialmente prometen de que fue así y no de otro modo. Todo lo anterior además se inscribe dentro en un período de tiempo anotado por historias oficiales, marginales, paralelas, creadas, que fortalecen o no sus vidas.

Vivencias con-firmadas

Lo que a-firman Montejo y Reyes, sus experiencias vivenciales, serán con-firmadas por Barnet y Leizaola, y es que necesitan ser con-firmadas para que haya testimonio, y la voz de ambos personajes no quede en un mero recordar especulativo, o fantasioso de una vida. Ahora bien, los textos presentan varias estrategias retóricas para la con-firmación de los hechos que oralmente relatan Montejo y Reyes. Estas estrategias van desde que Barnet y Leizaola son individuos respetados por una comunidad, bien sea científica, histórica, política —o todas a la vez—, hasta recursos dentro de la escritura textual que muestran objetividad, metodología e investigación. Con respecto al primer punto no nos extraña por lo tanto que Barnet o Leizaola, o cualquier otro testimoniante, esté vinculado con academias o instituciones de investigación “serias” —es decir, con apoyo financiero, político, cultural, religioso, u otras legitimadoras que es lo que da “seriedad” a un instituto de investigación—, para obtener un “peso” de veracidad, de enunciaciones apofánticas, de creencia. Aunque irónicamente Paul Feyerabend (3) diga que estos tipos de enunciados que sostienen una “verdad” a través de un peso metodológicamente científico o de instituciones, sean similares a los emitidos por la iglesia católica en la época medieval; todo lo anterior —tanto los enunciados de verdad por la ciencia, así como por la religión— es para Feyerabend un asegurar que las comunidades apuesten por una “verdad” y se identifiquen con ella, ya que según él, mientras más “científicas” sean —las posiciones asumidas por los testimoniantes de Montejo y Reyes—, menos posiciones críticas serán tomadas por el público, por la comunidad, por el lector. De ahí que no nos extrañe que quien con-firma el testimonio sea por lo general alguien que se empariente con grados académicos, que maneje metodologías “científicas” de las ciencias sociales, que tenga ayuda de instituciones de investigación para que en algún momento el lector “sienta” que lo que está leyendo no es un mero “cuento”.

En cuanto a las estrategias retóricas en los textos, podemos observar, más allá de la introducción, donde ambos testimoniantes se colocan dentro de una “objetividad” propia de los investigadores científicos, pies de páginas que confirmarán veracidades, a través de una minuciosidad metodológica, lógica, citaciones y profesionalismo propio de un testimoniante/investigador. Estas observaciones como los pies de páginas dan “peso” al testimonio, alejándolo así de una posible “ficcionalidad”. Para observar tales recursos contrastaremos dos ejemplos. En el primero, ejemplo A, Esteban Montejo cuenta algo vido en su juventud con respecto a las mujeres negras, esclavas embarazadas, y a pie de página Barnet lo con-firma; lo que también observaremos en el ejemplo B con unas experiencias de Benito Reyes y su respectiva con-firmación de Leizaola.

Ejemplo A.

Yo vide mucho horrores de castigos en la esclavitud. Por eso es que no me gustaba esa vida. En la casa de caldera estaba el cepo, que era el más cruel. Había cepos acostados y de pie. Se hacían de tablones anchos con agujeros por donde obligaban al esclavo a meter los pies, las manos y las cabezas. Así los tenían trancados dos y tres meses, por cualquier maldad sin importancia. A las mujeres preñadas les daban cuero igual, pero acostadas boca abajo, con un hoyo en la tierra para cuidarles la barriga. ¡Les daban una mano de cuerazos! Ahora, se cuidaban de no estropearle el niño, porque ellos los querían a tutiplén. (4)


Ejemplo B

Pasó lo siguiente, que un día mi mamá y la abuela querían hablar con la tía Juliana. Esa Juliana trabajaba en casa del general Andrade en Caracas ése que había sido Presidente, como criada. Eso quedaba por Altagracia. Yo llegué a ir con mi mamá de visita en el tren. (5)

Como se puede apreciar en ambos ejemplos, lo que a-firman Montejo y Reyes de dos situaciones particulares, que quizás para algunas personas pueda generar dudas o incredulidad, es con-firmado por medio de estrategias retóricas, por Barnet y Leizaola, a través de pies de páginas explicando tal o cual proceso, e inclusos con citas de otros libros. El primero, refiriendo a dos libros que con-firman lo vivido por Montejo; el segundo, con-firmando por posibles asociaciones históricas, lo que en algún momento nos parece una insinuación de que una tía de Reyes trabajó con el presidente Ignacio Andrade. El pie de página de Leizaola, si bien no es una certeza, por lo menos nos da la oportunidad de pensar que lo que dice Benito Reyes sea más cierto de que hubiera sido, si solo lo hubiera dicho.

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Notas bibliográficas

(1) Dentro del DRAE (vigésima primera edición), el termino “testimoniante” no aparece, lo usamos en éste articulo para referirnos a quien recoge el testimonio del testigo. Quizá el término que se aproxime a lo que queremos indicar y que está en el DRAE sea Testaferro: del cual se indica: “el que presta su nombre en un contrato, pretensión o negocio que en realidad es de otra persona”.

(2) Llamamos la atención con el término de investigador, ya que de una u otra manera se autodenominan o denominan así a los testimoniantes, a los recopiladores de testimonios, sumándole además un adjetivo académico como: antropólogo, sociólogo, etnógrafo, historiador, geógrafo e inclusive periodista. En el caso de Barnet, se autoconstruye como investigador cuando en la presentación del libro Cimarrón titulada : ¿Quién es el Cimarrón? nos aclara: “Más de tres años transcurrieron para que yo pudiera recoger de sus labios el rico tesoro de su larga y dramática existencia. Con paciencia de ambas partes pude indagar en la historia de su vida. Me serví de libros de historia, de mapas, manuscritos periódicos y revistas de la época” (cursivas nuestras). En cuanto al recopilador del Tío veneno, Leizaola comienza a ser construido como investigador desde otra voz. Basta leer la presentación del texto que erige Elías Pino Iturrieta, académico respetado, imponiendo una “objetividad” científica e historiográfica, además de exaltar las cualidades académicas e investigativa de Leizaola.

(3) Paul Feyerabend en varios de su libros, y especialmente en ¿Por qué no Platón?, en el capítulo llamado: “En camino hacia una teoría del conocimiento dadaísta”; nos advierte constantemente de las relaciones de veracidad y tribunales de verdad, que el siglo XX han tenido los científicos y la ciencia, por lo que mutatis mutandis, observa similaridades con la edad medieval, y cómo en esa época se le adjudicaba veracidades a los enunciados teológico y existía los santos tribunales de inquisición que inhibía todo desarrollo y libertad del hombre. De aquí que la mayoría de las críticas de Feyerabend recaigan hacia una actitud acrítica y poco democrática de las personas en torno a las ciencias.

(4) James Steele en su Cuban Sketches describe casos de negras en estado de gestación que eran condenadas a recibir fuertes latigazos en el vientre. H. Betrand Chateausalins, hablando de la mujer esclava, dice que muchas malograban sus criaturas por estar obligadas a cortar en el noveno mes de gestación 400 arrobas de caña diariamente. (Barnet 1998, 43)

(5) Juliana Blanco era también sobrina del general Juan Blanco, Mañe, lo que nos lleva a sospechar que este último peleó en el lado liberal. El general Ignacio Andrade fue candidato liberal que sucedió a Joaquín Crespo como Presidente de Venezuela en 1898, hasta su derrocamiento por la Revolución Libertadora de Cipriano Castro, a mediados de 1899. (Leizaola 1999,33)

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