Y
es que a decir verdad, con mi habilidad para testificarhabía
ayudado a más de un pobre diablo a salir de líos.
A menudo tenía que declarar, y bajo juramento
además, cosas falsas de toda falsedad (…)
lo dice el Deuteronomio en su capítulo diecinueve,
versículo dieciocho y diecinueve.
Y allí está claramente establecido ala
luz de la más sana hermenéutica,
que el falso testimonio es reprobable tan sólo
cuando se intenta hacer el mal,
y aquí, en todo caso, se trata de todo lo contrario,
estaría haciendo el bien.
—Renato Rodríguez, La noche escuece.
Una
vez, de joven, un amigo se me acercó con una
pelota firmada por David Concepción con la fecha
de 1973 y debajo de esta fecha, escrito en palabras
corridas: Cincinnati. Luego me comentó
acerca de un valor intrínseco más allá
del mero comercial. Me aseguraba que algún día
sería reconocida como “única”
y su valor sería excepcional, porque en el futuro
se transformaría de una simple pelota marca Wilson,
a un testimonio de la gesta de un venezolano en las
grandes ligas. El jugador se la había regalado
a su padre cuando éste presenció la serie
mundial de 1973, allá en Ohio. Quizá el
“cuento” de la pelota radica en cómo
se transformaba una simple pelota de béisbol,
en un preciado “testimonio” de la historia
del deporte, y, por ende, en un “objeto testimonial”
único, exclusivo, buscado quizás en un
futuro por coleccionistas —¿historiadores
de objetos testimoniales?—, cronistas, o investigadores.
Pero, paralelamente, pensaba en aquel momento, en qué
ocurriría si el padre de mi amigo hubiera comprado
una pelota marca Wilson, hubiera garrapateado una firma,
colocado Cincinnati y encima 1973 y dijera que él
presenció la serie mundial, que él estuvo
en el último juego dónde ganaron los Red
de Cincinnati, y por ser venezolano, logró reunirse
con David Concepción a las afueras del parque,
con otros compatriotas, y el “rey” David
le autografió una pelota Wilson de recuerdo.
Quizá dicha pelota ya se hubiera perdido y este
relato no hubiera comenzado, porque hubiera perdido
“valor” cuando a través del tiempo,
el propio padre y posteriormente su hijo no hubieran
mantenido ese valor porque probablemente la mentira
hubiera opacado al testimonio. Recordemos que
la palabra valor nos asocia con todo aquello que queremos
conservar, aquello que nos es único y probablemente
irrepetible.
Ahí
estaba mi amigo, ufano de que fuera cuidadoso con su
tesoro.
Obviamente
puedo especular acerca de la veracidad de la presencia
del padre de mi amigo en el último juego de béisbol
de la serie mundial de 1973; pero; ante su relato, sustentado
por un objeto testimonial, de que su padre estuvo ahí,
era generar especulaciones y argumentos que mi amigo
difícilmente aceptaría. La pelota relucirá
como estatus de veracidad, en sus recuerdos y en su
exclusiva vivencia de la narración donde comentaba
su padre cómo la obtuvo. Tendría que ver
cómo yo confirmo la presencia de un hombre en
una serie mundial, para posteriormente reafirmar las
observaciones que mi amigo me hacía. Por lo tanto,
yo debería ir acumulando elementos para detectar
si realmente el padre de mi amigo estuvo o no en la
serie mundial, o compró o no la pelota en un
viaje a Miami, justo antes del viernes negro de 1983.
Pero lo curioso es que no importa la manera en que mi
amigo obtuvo la pelota, lo interesante es que la firma
de David Concepción patentaba toda la narración
como una “verdad” acerca de un hecho que
conmovió al deporte venezolano por los años
setenta. Todo debido a una firma; firma que en algún
momento debería comparar, pero ¿cómo
comparar firmas?, es difícil sin tener un archivo
de firma como los bancos. Me faltaba la firma original
autentificada de David Concepción para convencerme.
Mediante
estas reflexiones algo toscas de mi adolescencia, me
inspiré a desbastar la idea y los conceptos de
firmas, y en ese trajín hallo que Derrida, autor
polémico y no menos interesante, también
ha reflexionado entorno a las rúbricas. El pensador
francés analiza el acontecimiento de las firmas
como problema del acontecimiento mismo, como contexto,
como comunicación, como lo que puede existir
mostrando la presencia de algo no existente.
Por
definición, una firma escrita implica la no-presencia
actual o empírica del signatario. Pero, se
dirá, señala también y recuerda
su haber estado presente en un ahora pasado, que será
todavía un ahora futuro, por tanto un ahora
general, en la forma trascendental del mantenimiento.
Este mantenimiento general está de alguna manera
inscrito, prendido en la puntualidad presente, siempre
evidente y siempre singular, de la forma de firma.
Ahí está la originalidad enigmática
de todas rúbricas. Para que se produzca la
ligadura con la fuente, es necesario, pues, que sea
retenida la singularidad absoluta de un acontecimiento
de firma y de una forma de firma: la reproductibilidad
pura de un acontecimiento puro (Derrida 1998,370).
Si
tuviéramos la pelota entenderíamos ahora
que su valor va más allá del mero conservar,
implica que entraríamos en el campo de un valor
“testimonial” que tiene la pelota, porque
ese carácter de singularidad absoluta de un acontecimiento
(Serie Mundial de 1973, un venezolano jugando de campocorto
para Los Rojos de Cincinnati), fue inscrita —signada—
por alguien que estuvo presente —testigo—
(padre de mi amigo) en tal acontecimiento. Pero si usáramos
del método cartesianos, su primera parte —no
recibir nunca cosa alguna como verdadera que yo no conociese
evidentemente como tal— y no aceptáramos
la firma, qué haremos. Lo más “lógico”
sería con-firmar, hasta sus últimas consecuencias
dicho “testimonio”, y la única forma
de con-firmar, sería con la firma de David Concepción
como hemos explicado previamente, o en su defecto con
otras firmas, signaturas de otras personas que en los
periódicos de la época, por ejemplo, nos
indicaran la actuación de un tal David Concepción
que jugó como campocorto en la serie de 1973
y que tal vez regaló pelotas autografiada a un
señor con las características del padre
de mi amigo. Una vez con-firmado quedaría a nuestro
juicio re-afirmar o no el valor testimonial histórico
para el deporte venezolano de la pelota, pudiéndola
colocar como una “curiosidad” íntima
de la familia de mi amigo, o como una anécdota
valiosa para un grupo social que podríamos llamar:
la fanaticada del béisbol venezolano.
Si
consideramos los pasos reflexivos del ejemplo anterior,
dado un “objeto testimonial” y lo quisiéramos
llevar a la problemática de lo que se denomina
textos testimoniales, hallaríamos pasos
similares. Lo primero que podríamos ver es que
aparentemente allí, en lo escrito, se genera
una doble firma, pero no es una doble firma como pudiera
haber en una pelota firmada por Andrés Galarraga
y Omar Vizquel, sino que esta doble firma aparece, primeramente,
por quien escribe, “grafica”, crea sintaxis,
hace escritura del testimonio; es decir, el “testimoniante”
(1). Este firma,
por lo general una “traducción” oral,
verbal, musical, tonal, de un “testigo”
presencial, que aparece “normalmente” como
protagonista dentro de la escritura o “grafía”
del testimonio, pero que paradójicamente firma
en la medida en que su vida es puesta, ex-puesta y com-puesta
por el testimoniante.
Dualidades
Ambas
firmas se confunden en el texto, la del testigo que
recuerda un haber estado presente en un ahora pasado,
y la del testimoniante que presenta como una inscripción
prendida en la puntualidad del presente, siempre evidente,
siempre singular de la forma de la firma. La firma
del testigo la hallamos a todo lo largo del escrito,
a través de su ver, oír, sentir, especular;
la firma del testimoniante aparece en la portada, en
la introducción, en los pie de páginas.
Esta dualidad de firmas aparece —casi siempre,
ya que obviamente se pueden proponer excepciones no
previstas en este estudio reflexivo— en los escritos
testimoniales, como podemos observar en dos obras catalogadas
como tales y de las cuales partimos para realizar el
análisis de las obras escritas denominadas testimonios
o testimoniales. La primera es firmada por Miguel Barnet,
un investigador y etnólogo que publicó
una obra titulada Cimarrón, pero en
la que se inscribe la firma “vivencial”
de Esteban Montejo, el “último” cimarrón
de Cuba, y que Barnet encuentra en un hospital de veteranos
en 1963, descubriendo que no sólo había
sido cimarrón, sino que había participado
en la guerra de Independencia de finales del siglo XIX
en Cuba. La otra obra es firmada por el investigador
y antropólogo (2)
Ricardo Leizaola titulada Tío Veneno. Crónicas
de un curioso de El Pedregal, y en cuyo texto hallamos
la firma de Benito Reyes, el “último”
habitante que nos puede contar la transformación
de Chacao —municipio que compone el Distrito Federal
y conforma Caracas— en el siglo XX.
Ahora
bien, se nos presenta un problema en presentar el testimonio
como un texto de dos firmas, por lo que nos debemos
preguntar si realmente son firmas u otras estrategias
retóricas, discursivas, estilísticas,
etc. Primeramente tendremos que precisar o diferenciar
las firmas, para tal fin pensamos que tanto en el caso
de Esteban Montejo como el de Benito Reyes, nombres
y hombres que fueron los testigos, observamos constantemente,
en la medida en que son resueltos como discurso escrito,
que insistentemente a-firman los acontecimientos que
declaran, o en otras palabras, que observaron o
vieron lo que el testimoniante escribe. Para visualizar
esta idea de la a-firmación, debemos pensar que
quien a-firma es testigo clave de cualquier acontecimiento.
Cuando un juzgado necesita elementos para juicios, se
llama a una persona para que a-firme un hecho o situación
particular, pero sólo se solicitan personas que
han “vivido” tal hecho, la voz que puede
ser tomada como testimonio es la de quien a-firma el
hecho, y sólo lo puede afirmar porque lo ha visto/vivido
—o “vido” como constantemente asegura
Esteban Montejo—.
Esta
idea de la vivencia del testimonio como algo que solo
puede a-firmar aquel que lo ha vivido, es la médula
de la cual arranca el pensador italiano Gianni Vattimo
y que desarrolla en su ensayo El ocaso del sujeto
y el problema del testimonio.
Testimonio,
como término filosófico y teológico,
evoca el pathos con el que el existencialismo
ha considerado, a partir de Kierkegaard, la irrepetible
existencia de lo singular, su peculiar e individualísima
relación con la verdad, relación en
la cual la persona está totalmente, y sólo
ella en el fondo, comprometida. Un pathos
semejante se expresa, por ejemplo, en la famosa tesis
de Jaspers sobre Galileo y Bruno, según la
cual la retractación de Galileo ante la Inquisición
no quita nada a la verdad científica, demostrable,
de la teoría heliocéntrica; mientras
que la verdad filosófica de Bruno no subsiste
si no es en el “testimonio” que él
le otorga, y por tanto Bruno no podría retractarse
sin destruir también la verdad de su filosofía.
Una verdad científica es ahistórica
y universal; la verdad filosófica, en cambio,
no tiene otro sentido que el de ser la verdad de la
existencia de quien la profesa y la propone al mundo.
(Vattimo 1998,43)
Ahora
bien, ni Esteban Montejo ni Benito Reyes plantean verdades
científicas, por lo que su negación o
aceptación en nada perturba los avances de la
ciencia empírico-experencial, pero si nos parece,
siguiendo el hilo de Vattimo, que ellos invocan al pathos,
una serie de afecciones, irrepetibles y originarias
que le dan cierto carácter y sentido a sus existencias
y que los singularizan, así como a sus peculiares
vidas e individualísimas relaciones con ciertas
“verdades históricas”, “acontecimientos
humanos”, “tradiciones culturales”,
que ellos vieron, aprehendieron y los conmovieron, y
en esa medida lo consignaron a sus vidas afectivas,
a sus cuerpos, a sus emociones, por lo que en ellos,
se generan una marca, una serie de relaciones “dialécticas”,
un estar en la historia que ellos a-firman, y por lo
cual, estos protagonistas se meten, pro-meten, y com-pro-meten,
como testigos verídicos de los hechos —como
se comprometió Giordano Bruno en su momento—.
Esteban Montejo se mete en la historia, que por definición
ontológica está, pero a su vez promete
que lo “vido” —visto/vivido—
es, y en la medida en que pro-mete que así fue,
se com-promete a que siempre será así
y no de otra forma. Montejo se desenvuelve entonces
desde su discurso oral en una constante diferenciación
y a-firmación con respecto a ciertas (H)historias
que vuelan y revuelan desde finales del siglo XIX en
Cuba. Caso parecido, Benito Reyes se mete, se pro-mete
y com-promete con las historias que dice, y que nos
colocan como privilegiados espectadores del proceso
de modernización de un sector de Caracas entre
los años 20 hasta los años 90 del siglo
XX. En ambos casos su pathos a-firma, es decir,
sus “experiencias vivenciales” son a-firma(das),
por lo que vieron, sintieron, y, a veces excepcionalmente,
lo que oyeron, fue real o existente dentro de sus vidas;
en otra palabras, no es “inventado”, o no
buscan generar pathos que abone sentidos diversos
o contrarios de lo que fueron sus existencias —vidas—
y especialmente prometen de que fue así y no
de otro modo. Todo lo anterior además se inscribe
dentro en un período de tiempo anotado por historias
oficiales, marginales, paralelas, creadas, que fortalecen
o no sus vidas.
Vivencias
con-firmadas
Lo
que a-firman Montejo y Reyes, sus experiencias vivenciales,
serán con-firmadas por Barnet y Leizaola, y es
que necesitan ser con-firmadas para que haya testimonio,
y la voz de ambos personajes no quede en un mero recordar
especulativo, o fantasioso de una vida. Ahora bien,
los textos presentan varias estrategias retóricas
para la con-firmación de los hechos que oralmente
relatan Montejo y Reyes. Estas estrategias van desde
que Barnet y Leizaola son individuos respetados por
una comunidad, bien sea científica, histórica,
política —o todas a la vez—, hasta
recursos dentro de la escritura textual que muestran
objetividad, metodología e investigación.
Con respecto al primer punto no nos extraña por
lo tanto que Barnet o Leizaola, o cualquier otro testimoniante,
esté vinculado con academias o instituciones
de investigación “serias” —es
decir, con apoyo financiero, político, cultural,
religioso, u otras legitimadoras que es lo que da “seriedad”
a un instituto de investigación—, para
obtener un “peso” de veracidad, de enunciaciones
apofánticas, de creencia. Aunque irónicamente
Paul Feyerabend (3)
diga que estos tipos de enunciados que sostienen una
“verdad” a través de un peso metodológicamente
científico o de instituciones, sean similares
a los emitidos por la iglesia católica en la
época medieval; todo lo anterior —tanto
los enunciados de verdad por la ciencia, así
como por la religión— es para Feyerabend
un asegurar que las comunidades apuesten por una “verdad”
y se identifiquen con ella, ya que según él,
mientras más “científicas”
sean —las posiciones asumidas por los testimoniantes
de Montejo y Reyes—, menos posiciones críticas
serán tomadas por el público, por la comunidad,
por el lector. De ahí que no nos extrañe
que quien con-firma el testimonio sea por lo general
alguien que se empariente con grados académicos,
que maneje metodologías “científicas”
de las ciencias sociales, que tenga ayuda de instituciones
de investigación para que en algún momento
el lector “sienta” que lo que está
leyendo no es un mero “cuento”.
En
cuanto a las estrategias retóricas en los textos,
podemos observar, más allá de la introducción,
donde ambos testimoniantes se colocan dentro de una
“objetividad” propia de los investigadores
científicos, pies de páginas que confirmarán
veracidades, a través de una minuciosidad metodológica,
lógica, citaciones y profesionalismo propio de
un testimoniante/investigador. Estas observaciones como
los pies de páginas dan “peso” al
testimonio, alejándolo así de una posible
“ficcionalidad”. Para observar tales recursos
contrastaremos dos ejemplos. En el primero, ejemplo
A, Esteban Montejo cuenta algo vido en su juventud
con respecto a las mujeres negras, esclavas embarazadas,
y a pie de página Barnet lo con-firma; lo que
también observaremos en el ejemplo B con unas
experiencias de Benito Reyes y su respectiva con-firmación
de Leizaola.
Ejemplo
A.
Yo
vide mucho horrores de castigos en la esclavitud.
Por eso es que no me gustaba esa vida. En la casa
de caldera estaba el cepo, que era el más cruel.
Había cepos acostados y de pie. Se hacían
de tablones anchos con agujeros por donde obligaban
al esclavo a meter los pies, las manos y las cabezas.
Así los tenían trancados dos y tres
meses, por cualquier maldad sin importancia. A las
mujeres preñadas les daban cuero igual, pero
acostadas boca abajo, con un hoyo en la tierra para
cuidarles la barriga. ¡Les daban una mano de
cuerazos! Ahora, se cuidaban de no estropearle el
niño, porque ellos los querían a tutiplén.
(4)
Ejemplo B
Pasó
lo siguiente, que un día mi mamá y la
abuela querían hablar con la tía Juliana.
Esa Juliana trabajaba en casa del general Andrade
en Caracas ése que había sido Presidente,
como criada. Eso quedaba por Altagracia. Yo llegué
a ir con mi mamá de visita en el tren. (5)
Como se puede apreciar en ambos ejemplos, lo que a-firman
Montejo y Reyes de dos situaciones particulares, que
quizás para algunas personas pueda generar dudas
o incredulidad, es con-firmado por medio de estrategias
retóricas, por Barnet y Leizaola, a través
de pies de páginas explicando tal o cual proceso,
e inclusos con citas de otros libros. El primero, refiriendo
a dos libros que con-firman lo vivido por Montejo; el
segundo, con-firmando por posibles asociaciones históricas,
lo que en algún momento nos parece una insinuación
de que una tía de Reyes trabajó con el
presidente Ignacio Andrade. El pie de página
de Leizaola, si bien no es una certeza, por lo menos
nos da la oportunidad de pensar que lo que dice Benito
Reyes sea más cierto de que hubiera sido, si
solo lo hubiera dicho.
_______________________
Notas
bibliográficas
(1)
Dentro del DRAE (vigésima primera edición),
el termino “testimoniante” no aparece, lo
usamos en éste articulo para referirnos a quien
recoge el testimonio del testigo. Quizá el término
que se aproxime a lo que queremos indicar y que está
en el DRAE sea Testaferro: del cual se indica: “el
que presta su nombre en un contrato, pretensión
o negocio que en realidad es de otra persona”.
(2)
Llamamos la atención con el término de
investigador, ya que de una u otra manera se autodenominan
o denominan así a los testimoniantes, a los recopiladores
de testimonios, sumándole además un adjetivo
académico como: antropólogo, sociólogo,
etnógrafo, historiador, geógrafo e inclusive
periodista. En el caso de Barnet, se autoconstruye como
investigador cuando en la presentación del libro
Cimarrón titulada : ¿Quién
es el Cimarrón? nos aclara: “Más
de tres años transcurrieron para que yo pudiera
recoger de sus labios el rico tesoro de su larga y dramática
existencia. Con paciencia de ambas partes pude indagar
en la historia de su vida. Me serví de libros
de historia, de mapas, manuscritos periódicos
y revistas de la época” (cursivas
nuestras). En cuanto al recopilador del Tío veneno,
Leizaola comienza a ser construido como investigador
desde otra voz. Basta leer la presentación del
texto que erige Elías Pino Iturrieta, académico
respetado, imponiendo una “objetividad”
científica e historiográfica, además
de exaltar las cualidades académicas e investigativa
de Leizaola.
(3)
Paul Feyerabend en varios de su libros, y especialmente
en ¿Por qué no Platón?,
en el capítulo llamado: “En camino hacia
una teoría del conocimiento dadaísta”;
nos advierte constantemente de las relaciones de veracidad
y tribunales de verdad, que el siglo XX han tenido los
científicos y la ciencia, por lo que mutatis
mutandis, observa similaridades con la edad medieval,
y cómo en esa época se le adjudicaba veracidades
a los enunciados teológico y existía los
santos tribunales de inquisición que inhibía
todo desarrollo y libertad del hombre. De aquí
que la mayoría de las críticas de Feyerabend
recaigan hacia una actitud acrítica y poco democrática
de las personas en torno a las ciencias.
(4)
James Steele en su Cuban Sketches describe
casos de negras en estado de gestación que eran
condenadas a recibir fuertes latigazos en el vientre.
H. Betrand Chateausalins, hablando de la mujer esclava,
dice que muchas malograban sus criaturas por estar obligadas
a cortar en el noveno mes de gestación 400 arrobas
de caña diariamente. (Barnet 1998, 43)
(5)
Juliana Blanco era también sobrina del general
Juan Blanco, Mañe, lo que nos lleva
a sospechar que este último peleó en el
lado liberal. El general Ignacio Andrade fue candidato
liberal que sucedió a Joaquín Crespo como
Presidente de Venezuela en 1898, hasta su derrocamiento
por la Revolución Libertadora de Cipriano Castro,
a mediados de 1899. (Leizaola 1999,33)
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