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El narrador crea su identidad como artista sobre la base de la cita de autores (Joyce, Proust, Pirandello, Shaw, Eguren, Wilde y D’Annunzio, por citar algunos nombres), así como en la presentación de escenas de aprendizaje literario

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La casa de cartón de Martín Adán como documento social

por Richard Parra Ortiz

 

“Todo lo que él describe existe”
Mariátegui, Colofón a La casa de cartón

“Nací en la ciudad y no sé ver el campo”
Martín Adán, Poemas Underwood

 

Escuelita de literatura

La casa de cartón (Lima, 1928) (1), para autorizarse como literatura, requirió del auspicio cultural de Luis Alberto Sánchez y José Carlos Mariátegui. Además de ser autores del primer espaldarazo intelectual, ambos son, en términos prácticos, los primeros biógrafos estéticos de Martín Adán. Para tal empresa, Sánchez se muestra como el profesor testigo que necesita reconstruir, ponderar y corregir el proceso de aprendizaje de su discípulo. En el prólogo, retrata a Adán como un potencial escritor profesional: es producto de una educación letrada, entendida esta como un proceso de autodisciplina y que, sintomáticamente, es definida mediante comparaciones con la educación física y militar. Para Sánchez, Adán es un estudiante “demasiado ejemplar”, “disciplinado”, con “pasta de soldado”, así como un acróbata del estilo que había “entrenado” su lenguaje y que le había “enseñado el volantín”, “a fuerza de cuidados”. Sánchez lo llama, por todo ello, un “gitano de su verbo” (2).

José Carlos Mariátegui, por su parte, da un testimonio a favor de la solidez y conciencia estética del autor. La publicación de La casa de cartón no fue forzada o improvisada: autorizó lo dicho, como Sánchez, presentándose como testigo del proceso de escritura de la obra. Por ello, Mariátegui afirma: “Me consta que Martín Adán ha tomado todas sus precauciones”. Asimismo, presenta al nuevo autor como un producto de sus tiempos: califica a La casa de cartón como “una novela que no habría sido posible antes del experimento billinghurista, de la insurrección “colónida”, de la decadencia del civilismo, de la revolución del 4 de julio y de las obras de la Foundation”. Mariátegui también destaca el aporte de educación del poeta. Ve con buenos ojos el hecho de que Adán provenga de un colegio alemán; afirma, además, de haberlo sido de un jesuita, los resultados serían otros.

Pero, además de hacerse partícipes del logro literario de Adán, para Sánchez y Mariátegui es fundamental establecer relaciones de influencia entre su patrocinado y un nuevo canon literario. Sánchez muestra a Adán como un precoz aprendiz de la alta literatura de la época: “de Proust aprendió quizá cierta delectación parsimoniosa en el describir, y de Joyce, un acento delator de sacristán”. De José María Eguren, por su lado, “el numen titular de la infancia de Adán”, aprendió “el amor a la palabra arisca y pudorosa; el desafecto por el vocablo duro y plebeyo; el fervor del imaginero renacentista para su prosa; una patente de artista paciente, tenaz, delicadísimo”. Mariátegui, asimismo, establece una influencia cultural negativa en Adán. De Anatole France, señala que “malogró su inocencia con esos libros de prosa melódica”. Azorín también lo influyó por su morosidad. Incluso, lo vincula al surrealismo, señalando que Adán es de la estirpe de Cocteau y Radiguet.

Por ello, la novela pone especial atención a la construcción de la biblioteca del narrador. Sistemáticamente, el narrador crea su identidad como artista sobre la base de la cita de autores (Joyce, Proust, Pirandello, Shaw, Eguren, Wilde y D’Annunzio, por citar algunos nombres), así como en la presentación de escenas de aprendizaje literario. Además, el dominio de lenguas extranjeras será uno de los pilares de la constitución de la estética de Adán. Por ello, no es raro que a Adán le parezca relevante subrayar el hecho de que es lector de traducciones. Tanto le importa esto que nombra a los traductores y los hace responsables de haberle otorgado “una imagen pintoresca de la literatura universal” (57). Así, para Adán, leer en traducciones es un acto de bajeza cultural.

Se debe tener en cuenta que el narrador se ve a sí mismo como un alumno lector. En ese sentido, su recepción de la literatura tiende a ser vista desde la perspectiva de un estudiante antes que la de un escritor. Por ello, en el fragmento “Nosotros leíamos a los españoles” (57) usa la primera persona en plural para destacar una voz colectiva. El narrador quiere enunciar, por decirlo así, en nombre de sus compañeros de clase. La educación literaria, por consiguiente, será un tema central en la constitución del narrador: este sentirá que sus capitales estéticos están siendo amenazados por la vulgaridad, la mediocridad y el mal gusto de la experiencia urbana. Dicha amenaza para el narrador cobra materialidad cuando su humilde amigo Ramón compuso un poema (los “Poemas Underwood”) y un diario. Al narrador le parece inconcebible dicho acto literario por no ser el resultado de un proceso de aprendizaje semejante al suyo.

La casa de cartón también pone de manifiesto otra dimensión de esta crisis: el sutil pero sistemático rechazo del narrador a la experiencia de la modernidad. Por un lado, se tiene a un sujeto sumergido en la práctica del ocio, el chisme, el vagabundeo, la habladuría y la literatura, entendiendo a esta última como una actividad de placer. En ese sentido, este es un sujeto sin agencia social dado más bien a prácticas cortesanas y al hedonismo, sin apego al trabajo, características que las elites modernizadoras de finales del siglo XIX en el Perú vieron como los males responsables del atraso del país (Muñoz 2001: 235). Por otro lado, el narrador de La casa de cartón expresa una crítica, no feroz pero sí irónica, contra las nuevas prácticas urbanas que venían difundiéndose en la Lima de la década de 1920 como: el cine, la lectura de diarios, el veraneo en las playas y la lectura de literatura menor (Belda, Comba, Invernizzio y Pitigrilli).

Desde esa mirada, acuñará críticas a la literatura española de su tiempo, críticas que son más bien culturales antes que formales. Por ello, cuando reniega de su formación española, señala que “nos ateníamos a la olla podrida literaria española y americana. Porque como en la ínsula Barataria, es manjar de canónigos y ricachones” (59). Y este es su criterio de fondo: ponderar el arte en relación al ámbito de su circulación social. A partir de aquí se puede ir viendo que el narrador privilegia una lectura moral y, si se quiere, política de la literatura española del momento.

Se advierte, en esa línea, que el narrador la juzga por su falta de sensualismo, su apego a la moral católica, su credulidad y su excesiva confianza en el realismo. Critica a Benavente su asexualismo, por su interés en “la buena sociedad”, en la perfección humana de la existencia y en la cursilería. Se queja, asimismo, de la literatura credulona, “con licencia eclesiástica”, de la literatura que huele a “ropero de vieja”, “llena de pecados que no llegan a cometerse”; se burla, de otro lado, del “amor a Dios” de los personajes de Pereda; de la inocencia del realismo de Pérez Galdós así como de la dignidad de “solterona inglesa” de los ensayos de Maeztu (59-60).

No obstante, así como rechaza el hispanismo con argumentos morales, su acercamiento a otras literaturas europeas se detiene en el tema del aprendizaje literario. Lo nuevo para este artista adolescente lo representan Joyce, Pirandello y Shaw. Se acerca a ellos desde la perspectiva de un estudiante en busca de las escenas de aprendizaje estético, incluidas en las obras de dichos autores. Así, por ejemplo, destaca de Stephen Dedalus el hecho de que era “un cuatro ojos muy interesante… que mojaba la cama”. En ese sentido, le importa la imagen intelectual del personaje joyceano así como su infantilismo. En Shaw, se detiene en la relación maestro-discípulo a fin de criticar el propio acto de la enseñanza: “supimos de un mozo que quería ser discípulo del Diablo, como si éste quisiera desprestigiarse en la enseñanza” (58). En Pirandello, el narrador subraya el carácter ficcional de la creación literaria, recuerda que es algo que siempre acabara “no existiendo” (58). Sin embargo, también dirige críticas a estos autores. Por ejemplo, califica a Shaw de idiota por su “concepto histórico de la literatura” (59) así como por castidad, su vegetarianismo y su nacionalidad. Por consiguiente, el narrador se opone al sustrato historicista y nacional de las literaturas así como al “concepto behaviorista de la humanidad” (58). En suma, le interesan los nuevos escritores solo en la medida que le ofrecen situaciones de aprendizaje literario en la que las concepciones de la relación maestro discípulo se someten a critica.

Con la intención de despolitizarlo, Sánchez quiso purificar la estética de Adán. En su opinión, esta novela era totalmente “apolítica”, “artística” y “literaria”. El civilismo y el clericalismo en Adán, según Sánchez, no fueron opciones políticas, sino “modos de ser”. Es subrayable que Mariátegui haya comenzado su texto pidiendo disculpas por haber publicado la novela, destacando así que asumió toda “la responsabilidad”, como si esto hubiera sido un acto culposo. Es claro que Mariátegui estuvo pensando en las coordenadas políticas del libro y en los lectores de Amauta, su revista socialista. Mariátegui, en ese sentido, quiso autorizar la novedad de La casa de cartón con un argumento aparentemente revolucionario. Se concentró, por ejemplo, en lo juvenil y subversivo del texto: destacó su origen “escolar”, su publicación previa en la revista Amauta y su carácter “adolescente y clandestino”. Saludó, en consecuencia, el tono “irrespetuoso” en el que Adán retrató el mundo criollo.

Mariátegui asumió este sentido crítico como valor político, lo que le sirvió, además, para autorizarse y ostentarse como comentarista. Hizo un elogio de sí mismo al destacar que Martín Adán lo haya escogido como colofonista. Mariátegui se ve a sí mismo como un factor ausente en la obra, un factor que haría de esta un texto mucho más radical aún. Y esta es una tensión presente a lo largo de todo el colofón: el conflicto de autorizar desde el socialismo un texto como La casa de cartón, tan aristocrático en la forma y el carácter. Ante ello, Mariátegui afirmó que, si su “largo” colofón hubiera sido atribuido al “pobre Ramón”, Martín Adán hubiera logrado “una reconciliación más difícil que la del Génesis y Darwin” (3). Con ello, Mariátegui comparó su texto crítico con la propia escritura de Adán, lo cual remite a una oposición entre ambos métodos de trabajo, uno profundamente poético y lúdico, y el otro historicista y político. Esta comparación también tuvo lugar entre Mariátegui y el personaje de Ramón, a quien aquel ve con lástima y distancia. Lo llama “pobre”; por ello, descree que alguien como Ramón, tan dado a la ociosidad, sea capaz de articular un texto como el suyo. En suma, Mariátegui también sintió cierto terror letrado por la emergencia, en la ficción, de un escritor indisciplinado, disoluto y sin clase como Ramón, quien no había leído a Nietzsche pero sí había oído hablar del Superhombre (18).

Asumiendo que la literatura peruana del momento se veía a sí misma como una “literatura menor” (por su periferia respecto a Europa o Estados Unidos), todo logro formal de la misma empezó a tomarse como expresión de una enunciación colectiva. Según Deleuze, los logros literarios individuales en el contexto de una literatura menor son vistos como acciones conjuntas y son tomadas por los otros como acciones políticas (Deleuze y Guattari 1986). Está dinámica es la que se ve en las reacciones de Sánchez y Mariátegui. Ambos celebran La casa de cartón y quieren participar de su éxito. Así, la aparición del libro produjo consenso y no escepticismo: en efecto, ni fue censurada por no difundir ideas comunistas; tampoco, su elogio fue motivo de discordia entre dos intelectuales pertenecientes a grupos políticos que pronto entrarían conflicto (PC y el APRA). Se forma, por lo tanto, una comunidad letrada en torno al éxito de la novela: desde el momento en que se abre el libro, el lector se encuentra con una cadena de nombres que vienen a formar una comunidad de escritores y críticos en el Perú: Sánchez, Eguren (destinatario de la dedicatoria de la novela) y Mariátegui.

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(1) Todas las citas corresponden a la primera edición.

(2) Por la brevedad del prólogo y el colofón, no indicaré los números de página.

(3) Se asume que el seudónimo Martín Adán es el resultado de la superposición de “Martín”, un nombre popularmente atribuido a los monos de feria que, al mismo tiempo, alude a la teoría evolucionista de Darwin, y “Adán”, primer hombre creado por Dios. La intención del seudónimo era reconciliar el conocimiento producido por la ciencia y el producido por la fe.

 

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