En efecto: a «la literatura farandulera» no se la puede negar. De lo contrario, se incurriría en una suerte de heterodoxia opresiva, en la censura, y se cometería una contravención frente a la libertad de expresión.

 

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por Víctor Miró Quesada Vargas

 

«Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos».
Pablo Neruda

Para escribir sobre literatura y farándula, me resulta irremediable considerar —a modo de introito— a Truman Capote. Porque Capote fue, por antonomasia, el escritor-bufón, el bocazas y el bad boy del jet set circense dentro de la farándula neoyorquina y hollywoodense de los años cincuentas. Baste con recordar su libro El duque en sus dominios, donde vapulea y difama a personalidades tan célebres como Coco Chanel, Mae West, Humphrey Bogart, Elizabeth Taylor  —entre muchos otros rich and famous de aquella belle époque ilusoria— y donde, además, incluye su relato “Una hermosa criatura”, sobre Marilyn Monroe.

Pero la novela —paradójicamente inconclusa— que hizo a Truman Capote romper relaciones con la alta sociedad de la época y que, por lo demás, causó un escándalo chocarrero, fue Plegarias atendidas. En 1979, la revista Esquire publicó cuatro capítulos, entre los cuales La Côte Basque 1965, y Monstruos perfectos fueron los más desvergonzados y pecaminosos: la mayoría de sus amigos excluyeron a Capote de su élite farandulera, lo renegaron públicamente y él —sin plegarias y a sangre fría— se hundió en una depresión espantosa.

«… Provocaron la ira de ciertos círculos, donde pensaron que yo estaba traicionando confianzas, abusando de amigos y/o enemigos —escribió Capote, y continúa—: Tan sólo diré que lo único que un escritor debe trabajar es la documentación que ha recogido como resultado de su propio esfuerzo y observación, y no puede negársele el derecho a emplearla, se puede condenar, pero no negar».
En efecto: a «la literatura farandulera» no se la puede negar. De lo contrario, se incurriría en una suerte de heterodoxia opresiva, en la censura, y se cometería una contravención frente a la libertad de expresión. Pero ese mismo derecho (contemplado en el Artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1)) nos consiente, del mismo modo, la libertad de condenar cualquier obra escrita. Y he ahí donde empieza mi invectiva. Empieza cuando me pregunto: ¿qué es o qué hace a un escritor? Empieza cuando me interrogo si es acertado —dentro de los confines lexicográficos inadecuados— considerar al modelo Carlos Vidal —autor de aquel «libelo» rosa titulado La señito— un «colega», por ejemplo, de Orhan Pamuk.
           
Libelo —del latín libellus (escrito breve o librillo)– significa, de acuerdo al Diccionario de la RAE: un «escrito en que se denigra o infama a alguien o a algo». Pero, ya desde el siglo XVIII, la Academia Francesa definía libelle como un écrit injurieux o «escrito insultante».

El acreditado historiador cultural Robert Darnton (autor de La gran matanza de gatos y otros episodios en la historia de la cultura francesa(1)) escribió: «El tema de la deslegitimación concierne al subgénero de libros prohibidos llamados libelles, ataques calumniosos a las figuras públicas a las que se conoce colectivamente como les grands. ¿Por qué darles tanta importancia a estas obras?, cabe preguntar. La literatura del escándalo se congregó alrededor de reyes y cortesanos desde el Renacimiento, cuando Aretino hizo una profesión del baratilleo de indecencias... Tal vez los libelles de las décadas de los setenta y ochenta del siglo XVIII pertenezcan a una vieja variedad del enlodamiento, que debería dejarse en la alcantarilla, a donde pertenece...»(2).

Truman Capote me lleva forzosamente al escritor Jaime Bayly, otro enfant terrible de la literatura farandulera. Bayly es su acólito. Es otro terrible child de abolengo. Otro Principito del banquete platónico que no tiene reparos a la hora de incrustar la pluma en la llaga de un personaje público, ya sea amigo o agnado. Pero Bayly es retozón y díscolo a la hora de camuflar la identidad de sus víctimas —normalmente artistas, políticos y sujetos de la farándula— con sobrenombres o apelativos reconocibles: porque los aludidos más avispados se reconocen a sí mismos como frente a un espejo.
Hace poco, por ejemplo, la gente (re)conoció al actor Diego Bertie, personaje de No se lo digas a nadie.
El periodista Beto Ortiz —que ahora amenaza con publicar un libro en el cual recopila las epístolas que mantuvo con cinco amigos íntimos— es más descarado. Es menos cínico. Más verdulero e irreverente. Pero (como Bayly) también escribe en clave para que el lector intente dar en el quid del chisme de los que habitan la llamada «Prensa del corazón».
En Maldita ternura, su ópera prima —o autobiografía para ajustar cuentas— Beto Ortiz o Beto Ortiz —el personaje principal es homónimo del autor— me hizo recordar la frase de un famoso histólogo español que decía: «Cuando veáis un escritor que se mete con todo el mundo, es que aspira a que todo el mundo se meta con él. No habiendo podido ser admirado anhela ser temido».
Pero, ¿es temido? A medida del deseo. Es decir: todo libro puede funcionar como un instrumento de venganza o desquite. En Pequeñas infidencias (3), por ejemplo, el narrador escribe: «Ha llegado el momento de confesarlo. Una vez pasé una noche entera con Susan León. Estudiando…».
George Bernard Shaw decía que «la fuerza más poderosa del universo es el chisme». Y acá en el Perú —y no sólo en la cultura de espectáculos— existe una muchedumbre correveidile que consume con delicia esos comadreos.
Es decir, son lectores que no pertenecen a Ese dedo meñique (4), y sí a esa Maldita farándula (5) de la periodista Pamela Jiles.

En algún lugar escuché que «un escritor es una persona que se corrige a sí misma». Si partimos de esa premisa: ¿un escritor tendría licencia para corregir o airear los defectos de otras personas? ¿Incluso si aquellas personas aparecen en el relato como personajes que llevan el nombre propio del infamado?     
¿Acaso el Artículo 19 de la DUDH ampararía a un escritor por difamar a alguien en una supuesta «nouvelle de espectáculos»? No. No inapelablemente: el derecho a la libertad de expresión no es una prerrogativa rotunda ni ilimitada. Existen derechos humanos a la honra y a la reputación. Es agraviante —además de indecoroso— violar, insultar o ultrajar el derecho o la intimidad de una persona.
Existe el derecho a la privacidad y a la dignidad.
Por ello, y de igual forma, citaré el Artículo 12 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: «Nadie será objeto de injerencias arbitrarias en su vida privada, su familia, su domicilio o su correspondencia, ni de ataques a su honra o a su reputación. Toda persona tiene derecho a la protección de la ley contra tales injerencias o ataques».
No obstante (de acuerdo al Artículo 14 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (6) ) el injuriado tiene derecho a una réplica. ¿A una réplica como la que adoptó Julia Urquidi Illanes —tía política y primera esposa de Mario Vargas Llosa— con su libro Lo que Varguitas no dijo(7), en respuesta a la novela de su sobrino, La tía Julia y el escribidor?
Es una defensa legítima. Eficaz. En usanza.
Recuérdese nomás el libro —o crónica novelada— El enano, historia de una enemistad, del narrador Fernando Ampuero. Un libelo bilioso. Una obra corrosiva y burlesca. Una diatriba feroz, encarnizada, sañuda e hilarante contra César Hildebrandt —Hildebrandt, otro periodista con un libro a cuestas titulado: Memoria del abismo (8) .
«La memoria es una gran artista —decía Maurois—: hace de la propia vida una obra de arte y un documento falso».

Pero, ¿habría que guardar distancias entre aquella croniquilla de Ampuero con, por ejemplo, otro libelo titulado Rompiendo cadenas, de Laura Bozzo?
Es aquella disyuntiva la que me hizo referirme, hace un instante, a si Walt Whitman, por citar otro ejemplo, podría ser considerado «colega» del bailarín Alex Brocca, autor de Canto de dolor.
Los dos son autores de un solo libro —dícese de un «conjunto de muchas hojas de papel —más de 49: según la definición dada por la UNESCO— u otro material semejante que, encuadernadas, forman un volumen».
Pero comparar la obra de Whitman y Brocca sería un insulto. Una lindeza. Un alfilerazo desvergonzado contra la gran literatura ecuménica.
Entonces, ¿cuál es ese abismo que los aleja infinitamente? Que uno escribió una ruma de hojas de chismografía de balcón, y que el otro, un genio, con Hojas de hierba escribió uno de los más celestiales e ilustres poemas que nos ha dado la humanidad. 
Cervantes decía que «no hay libro tan malo que no contenga algo bueno». ¿Habrá pensado Mario Vargas Llosa en aquel aforismo cuando decidió prologar el libro Mi nombre es Gisela, escrito por Gisela Valcárcel… o escrito por… (como murmuran las malas lenguas)… por alguno de los llamados escritores fantasmas?
Porque las malas lenguas están henchidas de chismes. Y la chismografía es, por excelencia, el ingrediente más picante de nuestra literatura popular chicha. Es el deporte nacional. Un pasatiempo

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(1) "Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y de recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión."

(2) Editorial Fondo de Cultura Económica. 269 p.

(3)
Robert Darnton. The Forbidden Best-Sellers of pre-Revolutionary France (1996). Tomado de El libelo, instrumento político, escrito por José Martínez M.

(4) Editorial Estruendomudo. Lima. 2007.

(5) Ese dedo meñique, libro de Frieda, Holler, Miss Perú 1964.

(6) Editorial Catalonia.

(7) Derecho de rectificación o respuesta. 1. Toda persona afectada por informaciones inexactas o agraviantes emitidas en su perjuicio a través de medios de difusión legalmente reglamentados y que se dirijan al público en general tiene derecho a efectuar por el mismo órgano de difusión su rectificación o respuesta en las condiciones que establezca la ley.

(8) Editorial Khana Cruz, La Paz, 1983. 304 p.

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