La “literatura de viajes” concibe el viaje como un valor en sí mismo, como una inquietud heredera de aquella antigua fascinación por los deslazamientos plasmada en epopeyas fundacionales de la literatura universal, ostensibles “relatos de viajes”, como la Odisea de Homero, la Eneida de Virgilio, El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha de Cervantes...

 

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Julio Verne y las crónicas de los viajes imaginarios

por Rafael Ojeda

 

Desde tiempos antiguos el viaje ha ejercido una fascinación extraña. La atracción por lo desconocido y el deseo de nuevos descubrimientos, fueron despertando en muchos la inquietud por apropiarse del espacio circundante de sus travesías y transformarlo en palabras que luego serán plasmadas en un universo múltiple de representaciones literarias.

Epopeyas o gestas épicas como la Odisea o el Ramayana; historias de desplazamientos o exilios, como el éxodo del pueblo judío marchando en pos de la tierra prometida; las fabulosas aventuras de Simbad el faquín, en Las mil y una noches, los legendarios pero históricos viajes de Marco Polo en el Asia o el de Magallanes circundando el mundo, vienen a ser muestras de las distintas dimensiones que la idea de viaje puede adquirir.

Las representaciones históricas suelen hablarnos de protagonistas, como Leif Ericsson o Cristóbal Colón, héroes de esos etnocéntricos “cantares de gesta”, que en su travesía americana son presentados como los primeros intentos de insertar territorios desconocidos en la racionalidad occidental, descuidando el espíritu aventurero y casi místico del resto de la tripulación, como Alonso Pinzón alucinado gritando: “tierra a la vista”, u otros personajes menos visibles en los sucesivos relatos.

 

Ancilarismo y literatura de viajes

Entre 1799 y 1804, Alexander von Humboldt realizó su celebérrima expedición científica a tierras americanas, producto de ese “Gran viaje” surgirán los 36 tomos de Viaje a las regiones equinocciales del nuevo continente (1), colección que sentó las bases para la geografía moderna y otras ciencias que eclosionarán años después. Más tarde, Charles Darwin hará lo mismo en su mítica travesía a bordo del Beagle (1831-1836), iniciando sus estudios sobre la selección natural y la evolución, en las Galápagos y otros lugares descritos en su diario de viaje.

Tal vez, esa dolorosa aflicción de los grupos étnicos sometidos —consideradas por los demás como primitivas de pensamiento— fue lo que tocó en grado sumo la sensibilidad de Levi-Strauss, que en sus Tristes trópicos, suerte de relato autobiográfico y crónica de viajes, pretendió demostrar la complejidad de estas culturas no industrializadas, que para Occidente eran equivalentes a la infancia de la humanidad.

Las crónicas de viaje poseen una poética especial que se recrea en el deslumbramiento ante lo desconocido, en ese asombro desbocado que se concreta en imágenes intimistas, literarias o científicas ofrecidas por los viajeros. No obstante, esas representaciones, según el campo en el que se sitúen, son siempre distantes de las frívolas estampas predilectas de los turistas, que sólo suelen buscar belleza, indolentes y temerosos ante la terrible odisea del mundo.

Pero tal como entendemos la noción de géneros literarios, en esa idea de límites disciplinaros estáticos, y no como fronteras imaginarias que al haber sido planteadas como una convención, han empezado a ser cuestionadas por su logocentrismo (2). Conflictos muy antiguos y patentes en la perspectiva de algunos cánones o círculos oficiales de la historia, que durante mucho tiempo quisieron imponer, por ejemplo, la idea de que los Naufragios y comentarios de Álvar Núñez Cabeza de Vaca, de tono casi superrealista como para ser totalmente creíbles, o las Jornadas de Omagua y El Dorado de Francisco Vásquez, eran realmente historia y no novelas de aventura.

La “literatura de viajes” concibe el viaje como un valor en sí mismo, como una inquietud heredera de aquella antigua fascinación por los deslazamientos plasmada en epopeyas fundacionales de la literatura universal, ostensibles “relatos de viajes”, como la Odisea de Homero, la Eneida de Virgilio, El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha de Cervantes, pasando por Los viajes de Gulliver de Swift, y llegar a modernas novelas como Moby Dick de Melville o En el camino de Jack Kerouac; o un remake de odiseas contemporáneas evidenciadas en poemas como "Itaka" de Konstantinos Kavafis o en los Viajes imaginarios de Javier Heraud, inspirados en la idea del caminar de Antonio Machado.

Pero estas desbordantes historias de viajes no están del todo desligadas del tópico de las novelas de aventura, forma de conocimiento o viajes imaginarios en el que preponderan las experiencias vitalistas y liberadoras, ante la sensación de descubrimiento continuo, y que pese a ello han tenido que soportar el estigma de ser catalogados como un subgénero literario. Es allí donde no puede dejar de mencionarse a autores clave como Joseph Conrad, Emilio Salgari, Jack London, Rudyard Kipling, Ernest Hemingway, la voz genial Robert Louis Stevenson y, sobre todo, la del prolífico Julio Verne, autor también de descollantes obras de anticipación científica.

 

Los lugares imaginados de Julio

Nacido en Nantes, Francia, un 8 de febrero de 1828, su madre fue Sophie Ayote de la Fuye y Pierre Verne, abogado católico y padre autoritario que desde muy corta edad reprimió severamente los escapes idealistas del joven Verne. Éste, pese a su vocación por la geografía y las ciencias, fue obligado a estudiar derecho.

Esta disconformidad, sumada a su inclinación por las aventuras, lo llevará a intentar escaparse, siendo aún un chico. Se enroló como grumete en una embarcación que partía para la India, intento de fuga que fracasó debido a la intervención del padre, lo cual empeorará las relaciones entre ellos. El hecho marcaría su vida, pues luego, ya casado con la viuda Honorine de Viane, tuvo un hijo al que nunca amó y sobre el que proyectó todos sus resentimientos, llegando incluso a desear verlo en prisión.

Pero Verne fue un escritor insólito cuya popularidad trascendió los límites generacionales hasta gustar a lectores de todas las edades, sobreponiéndose a la acción destructiva del tiempo, que dejó en el olvido a escritores contemporáneos suyos, como La Follie, Lemercier, Laurie y otros que cultivaron también la literatura de anticipación científica. No obstante ello, tal vez por haber sido ubicado entre los escritores de género, su obra fue desdeñada y mantenida al margen de las currículas de los estudios literarios.

Anarquista y autoritario, conservador y libertario, antifeminista que se burlaba de sus amigos misóginos, Julio Verne fue un tipo contradictorio que a los 19 años ya había escrito su primera pieza de teatro Alejandro VI, y que cerca de los 35 había terminado su primera novela científica, París en el siglo XX, libro publicado recién en 1994, luego de que su editor Jules Hetzel se negara a publicarla por considerarla demasiado pesimista. Novela de particular importancia, pues allí Verne enfila sus críticas hacia nosotros y, marcando la pauta de una antiutopía contemporánea, describe París, una ciudad en la que se viaja en un tren metropolitano de vías concéntricas y libre de locomotoras y demás contaminantes, sonoros y ambientales. Describe un mundo cableado por mar y tierra, donde las informaciones son intercambiadas a través de redes comunicacionales, con sus ciudadanos obsesos por el dinero y los mensajes telegráficos, prefigurando allí el uso de algo parecido a Internet y un contexto planetario globalizado.

Admirador confeso de Eliseo Reclus, y amigo entrañable de Alejandro Dumas hijo, con quien escribiera Cartas quebradas y una comedia titulada Once días de sitio. Aventurero que se tornó en un sedentario desterrado en la soledad de su habitación donde pasó los mayores días de su vida, entre mapas, libros y documentos que le sirvieron para sustentar sus fantásticos relatos. Leyendo vorazmente los boletines de las sociedades científicas y geográficas —en especial una publicación de relatos de viaje llamada La vuelta al mundo—, obsesionado por la veracidad para sus historias.

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(1) Obra que, además de un episodio histórico narrado a él mismo por su compatriota Jacques Arago —hermano de Jean Aragó, que participó en las luchas finales por la independencia de México— inspiró a Julio Verne —además de su saga americana— el relato Los primeros navíos mexicanos (1851), titulado después, en su edición de 1876, Un drama mexicano. El libro aborda la historia real del origen de la marina mejicana, que en 1825 compró los navíos ibéricos El Asia y La Constanzia, a marinos españoles amotinados que los habían secuestrado. 

(2) Sobre todo en intenciones como las de Jacques Derrida, de ver a la filosofía, o a la historia en este caso, como un género literario más.

 

1 - 2 - BIBLIOGRAFÍA

 

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