En una cultura cuyo mandato, según el psicoanálisis, es gozar, consumir y gozar, es factible pensar que los beneficios de esta sociedad sólo pueden ser disfrutados por los más jóvenes. La sociedad de consumo está diseñada casi exclusivamente para ellos.

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Las metáforas de Michel Houellebecq

por Giancarlo Stagnaro

 

Este es el punto de constantes duelos internos para Daniel1. Él quisiera que, a través de su trabajo, la gente se involucre con los problemas y renuncie al egoísmo, aunque sea a través de la parodia. Daniel no escatima temas: el conflicto árabe-israelí, el machismo-sexismo, la pornografía o las diferencias culturales y religiosas. No obstante, el mundo le devuelve el favor de librarlo de la culpa “con su cochina pasta”. Daniel1 retorna el favor, a su turno, con una clasificación punzante de los seres humanos.

Uno de los logros de esta novela, en general, es que al lector no le dejan indiferentes los puntos de vista de Daniel1. Sea que hable de política, moda, economía, religión o sexo, escuchamos la voz cáustica de Houellebecq, el desapego a las costumbres contemporáneas, la ironía frente a las relaciones sociales, una visión completamente distinta y radicalmente opuesta a la naturalización del orden social. Como vemos metafóricamente, en la piel de un humorista, el escritor enuncia su propia verdad, lejos de toda mediatización, pero ésta no siempre es recibida, o lo es, pero con sorna (el propio Houellebecq ha reflexionado sobre este punto). Al final, el escritor se asemeja más a un profeta en el desierto, a un Zarathustra, en medio de una soledad y una angustia inabarcables.

 

Juventud, divino tesoro

No obstante sus gestos descarnados, Daniel1 logra compartir su vida con dos mujeres en dos momentos distintos de la novela. La primera es Isabelle. Una mejor inteligente, con un desaprensivo sentido del humor, es gerente de una de las principales revistas para jovencitas y teenagers del medio francés. Ella es muy sensible a la competencia de las mujeres más jóvenes, temor que se acrecienta a medida que ella se hace más vieja. Finalmente sucumbe y se aleja de Daniel1.

La segunda mujer es Esther, una sexy jovencita española, aspirante a actriz. Ella inicia una relación muy sensual y sexual con Daniel1. Éste parece sentir que sus sueños se hicieron realidad. Está con una mujer joven, el sexo es sumamente placentero y no parece existir restricción alguna. Al parecer, Daniel1 está enamorado (su relación con Isabelle era más intelectual y eso le producía placer; con Esther la cosa funcionaba mejor en el aspecto corporal, ya que apenas ella sabía francés). El enamoramiento de un cuerpo joven, capaz de llevarlo a la plenitud, motiva numerosas reflexiones de Daniel1. Una de ellas es la posibilidad de que esté con otro hombre, mucho más joven que Daniel1, hipótesis totalmente factible dado el notorio interés de Esther en el sexo y dadas las largas temporadas en que están separados el uno del otro (ella, haciendo casting; él, filmando sus películas o de gira). Otra es que inevitablemente llegaría el día del corte, que ella tendría que hacer su vida y no quedar pendiente del cuidado de un viejo. Justamente, la discusión entre vejez y juventud reaparece en el diálogo que ambos mantienen a la salida de la proyección de una película:

No sólo los viejos ya no tenían derecho a follar, dije con ferocidad, sino que ya no tenían derecho a rebelarse contra un mundo que no obstante los aplastaba sin comedimiento, convirtiéndolos en presa indefensa de la violencia de los delincuentes juveniles antes de aparcarlos en morideros asquerosos donde unos auxiliares de enfermería descerebrados los maltrataban y humillaban, y a pesar de todo eso les estaba prohibido rebelarse, la rebelión, como la sexualidad, como el placer, como el amor, parecía reservada a los jóvenes y no tener la menor justificación para nadie más, cualquier causa incapaz de despertar el interés de los jóvenes se descalificaba de antemano, en resumen, a los viejos los trataban en todos los aspectos como a puros desechos a los que sólo se les concedía una supervivencia miserable, condicional y cada vez más estrechamente limitada (194-195).

Este es uno de los puntos álgidos que toca la novela de Houellecq, ya que servirá de argumento para la clonación de los seres humanos. En una cultura cuyo mandato, según el psicoanálisis, es gozar, consumir y gozar, es factible pensar que los beneficios de esta sociedad sólo pueden ser disfrutados por los más jóvenes. La sociedad de consumo está diseñada casi exclusivamente para ellos. Pensemos en la publicidad que desfila en los canales de cable: cremas reductoras o antiarrugas, dietas al alcance de la mano, mecanismos que ayudan a conservar una figura bella y esbelta (en hombres y mujeres por igual), a un costo razonable para el vendedor o financiado en cómodas cuotas mensuales. Y no sólo eso: pensemos en la mayoría de estrellas de cine, que pugnan entre sí por mantenerse radiantes y lozanos. La juventud dura tan poco que alcanza la categoría de mito social, objeto de deseo de millones y millones de personas alrededor del mundo, que estarían dispuestos a todo a fin de conservar una juventud perpetua. Tal como Daniel25 considera:

A lo largo de los períodos históricos, la mayor parte de los hombres había estimado correcto, al avanzar en edad, hacer alusión a los problemas del sexo como si no se tratara más que de chiquillerías sin importancia y considerar que los temas de verdad, los temas dignos de la atención de un hombre maduro, eran la política, los negocios, la guerra, etcétera. La verdad, en la época de Daniel1, empezaba a traslucir; cada vez más se veía con más claridad, cada vez más resultaba más difícil disimular que los verdaderos objetivos de los hombres, los únicos que habrían perseguido teniendo la posibilidad de hacerlo, eran de índole exclusivamente sexual. (…) Durante mucho tiempo la ficción darwiniana de “la lucha por la vida” disimuló el hecho elemental de que el valor genético de un individuo, su capacidad de adquirir las características de sus descendientes, se podía resumir, muy brutalmente, en un único parámetro: el número de descendientes que, a la larga, fuera capaz de procrear (294-295).

Lo anterior, sin duda, tiene consecuencias. El imaginario global del planeta, al que tanto han contribuido los mandatos del goce del sistema capitalista, está moldeado por el ideal de juventud sin límites, que en el fondo esconde, como bien dice Daniel25, la teoría del gen egoísta: el desmedido interés de los hombres en el sexo. Houellebecq no lo dice abiertamente, pero en primer lugar, el culto a la juventud, que garantizaría la competencia sexual, tiene su lado oscuro: el desprecio de la vejez: “Sólo un país genuinamente moderno era capaz de tratar a los viejos como meros desechos, y que semejante desprecio de los ancestros habría sido inconcebible en África o en un país asiático tradicional” (83).

Así como en el caso de la crítica a la amoralidad, Houellebecq hace ver que los tabúes rotos perturban las convicciones y costumbres más arraigadas. La ancianidad, uno de los sectores más vulnerables de la sociedad, no puede ser sujeto de goce. Y al no ser sujeto, pierde su visibilidad: es un estorbo que debe ser dejado de lado. Pensemos en la calida del trato que la seguridad social otorga a las personas mayores. Esto, que puede ser a primera vista una falencia en las políticas sociales de los países, es el resultado, nos dice Houellebecq, de la modernidad y de su correlato económico: el capitalismo avanzado. No obstante, tampoco esto hubiera sido posible sin la constitución de objetos del deseo que han colonizado tanto los ideales de los sujetos tanto masculinos como femeninos. Estos objetos de deseo impregnan todos los estamentos de la vida social y afectiva. En efecto, asumimos este mandato con la mayor naturalidad del mundo y no lo sentimos hasta que precisamente el cuerpo comienza a envejecer.

La novela de Houellebecq plantea una salida a esta encrucijada. Daniel1 teme envejecer, teme morir y no seguir gozando, pero es inevitable. Ante la cercanía de la muerte, una alternativa es la clonación: la posibilidad de vivir muchas vidas de manera prácticamente ilimitada. La inmortalidad, sostenida por el avance tecnológico, es finalmente la primera y la última de las utopías, precisamente por carecer de carácter colectivo y donde sólo prima el interés netamente individual. Precisamente, la idea de que la clonación solucione al ansia de inmortalidad del hombre es el argumento central de La posibilidad de una isla.

 

Clones, profetas y religión

La clonación es una metáfora contemporánea. Tras el anuncio, en 1997, de la clonación de la oveja Dolly, mucho se ha venido especulando sobre la posibilidad de la clonación de seres humanos, hasta entonces sólo mostrada en el campo de la ficción. Tal fue el horizonte de expectativa creado que dio pie a las manifestaciones del movimiento raeliano, que, como mencionamos arriba, afirmaba haber logrado la clonación del primer ser humano. A partir de este horizonte es que Houellebecq construye su novela y para ello se basa en muchos datos reales de la propia secta raeliana, como el culto a los Elohim y algunas anécdotas personales del fundador de dicha secta.

La clonación, no obstante su actualidad, no es un tema nuevo en la literatura mundial. Como es obvio, la ciencia ficción fue la primera en captar las posibilidades de la clonación de seres vivos: algo de ello se atisba en la fundacional La isla del doctor Moreau, de H.G. Wells. La manipulación de la vida en manos de un científico fáustico ha sido precisamente el punto inicial de la clonación humana: una voluntad científica por encima de los dilemas morales, lo cual nos recuerda el perfil del profesor Slotan Miskiewicz, mejor conocido por Daniel1 como el Sabio.

Podemos encontrar referencias sobre el lugar de la clonación en la ficción contemporánea —tanto en la literatura como en el cine— en el artículo de Miquel Barceló y en el firmado por José Carlos Canalda, Francisco José Súñer Iglesias y José Joaquín Ramos de Francisco. En ambos textos se hace un repaso del lugar de la clonación en el imaginario contemporáneo: un lugar que ocupa múltiples posiciones. Para citar dos casos recientes, los clones pueden ser usados para ser soldados de guerra, dada su producción en serie (Episodio II: El ataque de los clones de la saga Star Wars); o como proveedores de órganos de sus originales (La isla).

En La posibilidad de una isla, la clonación es un medio para trascender la vejez y la muerte: la promesa de una reencarnación interminable. La clonación prolongaba el goce contemporáneo, el sentirse eternamente joven para disfrutar de los placeres vitales. Tal como se desprende de los relatos de Daniel24 y Daniel25, los primeros elohimitas se unieron a la creciente secta por la promesa de este goce perpetuo (recordemos aquí la leyenda urbana sobre la criogenización de Walt Disney). Para Daniel1, la primera preocupación respecto a este procedimiento es la preservación de la personalidad original. En otras palabras, ¿es posible traspasar la personalidad de un recipiente a otro? En el siguiente diálogo con Miskiewicz, se da un indicio de respuesta:

Envalentonado, le pregunté sobre un tema que me preocupaba desde el principio: la promesa de inmortalidad hecha a los elohimitas. Sabía que se tomaban muestras de piel de cada adepto, y que la tecnología moderna permitía conservarlas indefinidamente; no me cabía la menor duda de que las dificultades menores que impedían en la actualidad la clonación humana desaparecerían antes y después; pero ¿y la personalidad? ¿Cómo podía el clon heredar el recuerdo, por vago que fuera, del pasado de su antecesor? Y si la memoria no se conservaba, ¿cómo podía tener la sensación de ser la misma persona reencarnada?

[…]

—Se han obtenido resultados interesantes con algunos nematelmintos —empezó—, simplemente centrifugando las neuronas implicadas o inyectando el aislado proteico en el cerebro de un nuevo sujeto: se obtiene una reconducción de las reacciones de evitación, especialmente vinculadas a los choques eléctricos, e incluso del recorrido en ciertos laberintos simples.

[…]

—Es obvio que estos resultados no se pueden aplicar a los vertebrados, y todavía menos a los primates evolucionados, como el hombre [— prosiguió Miskiewicz— ]. Supongo que recuerda lo que dije el primer día del curso sobre las redes neuronales… Pues bien, podemos considerar la reproducción de un dispositivo semejante, no en los ordenadores tal como los conocemos, sino en un cierto tipo de máquina de Turing, que podríamos llamar autómatas de cableado difuso, con los que trabajo actualmente. Al contrario que las calculadoras clásicas, los autómatas de cableado difuso son capaces de establecer conexiones variables, evolutivas, entre unidades de cálculo adyacente; por lo tanto son capaces de memorización y aprendizaje. A priori, no hay límite para el número de unidades de cálculo que pueden enlazarse, y por lo tanto tampoco hay límite para la complejidad de las redes. En esta fase, la dificultad, y es considerable, consiste en establecer una relación biyectiva entre las neuronas de un cerebro humano, en los primeros minutos tras el fallecimiento, y la memoria de un autómata no programado. Como el ciclo de vida de este último es poco más o menos ilimitado, la siguiente etapa consiste en reinyectar la información en sentido inverso, hacia el cerebro del nuevo clon; es la fase del downloading , que no presentará, estoy seguro, ninguna dificultad particular una vez que se haya perfeccionado el uploading (119-121).

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