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Diego Alonso Sánchez

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Miguel Ángel Vallejo Sameshima

Sebastián Kleiman

Alejandro Neyra

a Ana Xochitl Ávila

a Jennifer Thorndike

a Alejandro Neyra

 

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Zeitgeber

por Alejandro Neyra

 

El tiempo es mi problema.

Hace algún tiempo dejé mi trabajo como ejecutivo del UBS - el banco más grande del mundo por si alguien necesita una aclaración. Gestioné algunas de las fortunas más grandes de Asia y de América Latina por más de veinte años y llegó la hora del retiro. Quedarse con unos cuantos millones de dólares en una cuenta protegida en Suiza, a los cuarenta y cinco años, no debería ser motivo de preocupación. Mi problema es el tiempo. Dedico el que me queda a escribir sobre él. El tiempo es mi obsesión.

Preferiría tener algún otro tipo de problema: el alcohol, las mujeres, incluso la impotencia sería mejor que esto, puedo asegurarlo. Desde los veinticinco, cuando entré a las finanzas después de haber terminado mis estudios en Lausanne, alguien me dijo que jamás me detuviera, que solo siguiera sin detenerme en la carrera. Fue un compañero de área un poco mayor que yo que me recibió con ese consejo simplón que ahora me eriza la piel. Ahora que he parado es cuando sé que ya no puedo parar. Pero ya es tarde. El tiempo vuela.

El tiempo vuela

¿Ha sufrido alguna vez de jet lag? Cuando uno viaja de norte a sur no hay problemas pues uno se queda siempre en el mismo huso horario; uno no experimenta cambios si viaja - por decirles algo - entre Nueva York y Santiago de Chile. En ambos lugares es casi la misma hora y uno se acostumbra sin problemas a las exigencias del nuevo lugar. Es cierto que hay variaciones de temperatura, pero ese es otro problema. Si usted viaja por Navidad, por ejemplo, puede pasar de menos veinte grados en el nevado norte a un verano horrible de treinta y tantos. Pero that’s not my business.

¿Ha viajado de este a oeste o viceversa? Es ahí cuando se experimenta los peores síntomas del jet-lag. Imaginen además vuelos de entre diez y veinte horas: Zurich- Dubai; Ginebra - Seattle; Los Ángeles- Londres; Lima-Tokio. Agreguen a eso el tiempo perdido entre hoteles y aeropuertos, en salas de espera, en el cada vez más fatigoso paso por la seguridad en todos lados. Cualquiera puede decir que ha perdido unas cuantas horas en un vuelo Rio-París por ejemplo, pese a que la distancia es relativamente corta; yendo al oeste uno pierde horas que se acumulan en nuestro organismo pero que no percibimos. Y es aún peor cuando uno viaja al este.

La gente no lo sabe pero hay consecuencias físicas importantes y no solo con relación al sueño sino también a nuestros patrones alimenticios, a nuestro estado de ánimo, a nuestras sensaciones y hasta con relación a nuestras evacuaciones.

Me han explicado varias veces lo que sucede y lo entiendo, pese a que hay varios términos científicos que por supuesto no llegaré a comprender perfectamente. Uno da por seguro que nuestro cuerpo funciona naturalmente por la luz del día. Uno se despierta cuando sale el sol y va teniendo sueño en la medida que anochece. Pero si esa fuera siempre cierto no podría haber gente desempeñado labores en horarios nocturnos y la gente que vive por encima de los trópicos o cerca de los círculos polares, tendría patrones de hibernación que no existen en el ser humano. Ejemplos sobran. Pero eso es porque la gente no sabe de los ciclos circadianos. Sabemos tan poco de todo…y el tiempo es tan corto para nosotros, insignificantes y minúsculos instantes del fin del calendario del tiempo cósmico.

Tiempo cósmico

Me gustaba Cosmos, aquella serie de Carl Sagan, que mis profesores nos hacían ver cuando niños en mi escuela ginebrina. Recuerdo algunos ejemplos gráficos sobre la evolución, pero he vuelto a pensar en aquellos capítulos relacionados con el hombre y el tiempo.

La gente siempre ha creído que nuestra vida está regida por el sol, la luna y las estrellas. Ha sido así desde el inicio de la humanidad. Vivimos pensando en el firmamento tratando de encontrar respuestas. Y creamos calendarios y horóscopos. Peor bien analizada, como mostraba Sagan, la participación del ser humano en el gran calendario universal desde el Big Bang hasta nuestros días, demostraría que nuestra existencia – comparada con la del universo mismo – correspondería a los instantes finales de un 31 de diciembre, cerca de la medianoche del fin de los tiempos.

Y aquí donde he venido a vivir - fuera del tiempo, en un acantilado perdido de esta playa alejada del Pacífico Sur - cada vez que veo el sol ocultarse en la línea del horizonte, llego efectivamente a sentirme así de insignificante. Aquí entre estrellas de mar y seres antediluvianos que se adhieren a las peñas de los acantilados y que parecen sacados de una época mucho muy anterior a la nuestra, solo queda pensar en que somos un nanosegundo de un tiempo que no es el nuestro. Que nada tiene que ver con nuestro reloj biológico.

Reloj biológico

Tenemos un reloj biológico interno que es natural y no responde exactamente a las fluctuaciones de la luz o a los cambio entre día y noche, aunque casi.

Es cierto que nuestro cronómetro interno se corresponde casi perfectamente con el día, pero por eso el ciclo se llama circadiano: de aproximadamente un día, pero no exactamente de 24 horas. Nuestro cuerpo responde a los estímulos de la luz claro, y no pienso hacer una explicación aquí sobre la reacción que tenemos frente a la disminución de la luz y a la secreción de melatonina, o a los efectos de ciertos represores o excitadores como la cafeína, por ejemplo. No es esto una tesis científica.

Las personas como yo, que sufren de desórdenes del sueño vinculados al ritmo circadiano, perdemos esa especie de control maestro que se ha construido generación tras generación y que equivale a esas cerca de  24 horas que nos parecen tan naturales que ni siquiera podemos imaginar el tiempo sin calcularlo como lo hacemos ahora. Como si jamás nuestro organismo pudiera tomarse un tiempo fuera.

Tiempo fuera

Por eso hay un ejemplo que me parece interesante mencionar. Uno de tantos experimentos. Dos hombres, Nathaniel Kleitman y Bruce Richardson permanecieron más de un mes en una caverna a varias decenas de metros bajo el nivel del mar, sin posibilidades de ver la luz del sol por varios días. La idea era condicionarlos a períodos mucho más largos de sueño y vigilia, con días de veintiocho horas.

Mientras Kleitman se despertó siguiendo casi el mismo patrón que sobre la superficie, Richardson comenzó a levantarse y a hacer todo con casi una hora de retraso. Al cabo de un mes el ritmo de cada uno había variado sustancialmente. Para uno el día siguió durando veinticuatro horas; para el otro, casi veinticinco. El ritmo circadiano es real, funciona más allá de la luz del sol. Es nuestro propio control o cronómetro interno; aún así, hay gente que se asemeja más a Kleitman que a Richardson. Yo no me parezco a nada que les puedan contar se haya experimentado antes. Mi caso es extraordinariamente particular.

Y debe ser esa la razón por la cual me resulta tan importante que se entienda que hay una explicación científica a lo que ahora me sucede. Lo hago, seguramente, para evitar ese temor de sentirme un fenómeno o un desastre de la naturaleza. Tuve que leer mucho para comprender que el jet-lag – uno de los desórdenes del sueño vinculados al ritmo circadiano - está catalogado como un desorden neurológico en el Diccionario Diagnóstico-Estadístico de Desórdenes Mentales (DSM-IV, versión revisada) y es solo uno de los tipos de patologías relacionadas con el sueño.

Quizás si menciono insomnio, pesadilla, sonambulismo o narcolepsia, todo suene más familiar. Aunque lo mío es mucho más… sobrecogedor. En todo caso, además, todo parte de un problema fisiológico que puede ubicarse finalmente en el hipotálamo, esa parte del cerebro llena de materia gris que regula varias de nuestras sensaciones e impulsos primarios. Todo tiene una explicación lógica, todo puede ser entendido incluso por un ejecutivo de negocios como yo. Y sin embargo todo eso no me consuela en absoluto ni me hace sentir siquiera un poco mejor. Saber lo que uno padece puede satisfacer la curiosidad pero no alivia en absoluto. En absoluto.

Tiempo absoluto

Hace mucho tiempo ya, a los dos o tres años que empecé con los viajes, iba contando las millas que acumulaba. Dejé de contarlas cuando los ceros se me fueron confundiendo. Y la verdad no soy muy bueno con los números – la labor de un gestor de negocios es psicológica antes que realmente económica -  pero alguien en el banco me dijo que antes de retirarme, sumando todos mis viajes, había recorrido más o menos la distancia que nos separa del sol (que es mucho: algo así como 150 millones de kilómetros).

No interesaría si no hubiera descubierto que eso tiene también algo que ver con mi percepción del tiempo. Poco a poco, con cada trayecto, iba perdiendo tiempo. No sé si se puede entender tan fácilmente. A veces lo ganaba, claro, todo depende  de la dirección en la que viajaba. Pero el tiempo me obsesionaba pues cada largo viaje que hacía – a veces solo para pasar unas horas en un lugar, para almorzar o cenar con algún cliente – traía consigo una serie de consecuencias que al principio, cuando era joven, casi no percibía, pero que ahora que me doy cuenta me han convertido en este ermitaño que vive en un tiempo muerto.

Tiempo muerto

No sé si alguna vez le habrá sucedido a alguien más. Es cierto que muchas veces creemos que algunas cosas solo nos pueden pasar a nosotros y resulta que en realidad todo el mundo vive y percibe más o menos las mismas cosas. Pero esto me pasaba siempre en aeropuertos y presumo que tiene que ver con la cantidad de veces que viajé a lo largo de mi vida y con mi propia condición, cada vez más degenerada.

Una vez detrás de una vitrina en Schiphol vi a alguien que me miraba fijamente. Una mujer de edad madura, pero no vieja, y en cierto modo guapa; con un aura que obligaba a quedarse viéndola, en todo caso. Me sorprendió la mirada casi extática y me sentí un poco intimidado. Yo, que solía ser más bien extrovertido y no desaprovechaba esas sutiles aproximaciones femeninas, aquella vez sin embargo me vi sobrecogido por un arrebato de timidez. Apuré el paso y marché hacia mi sala de embarque. Me quedé pensando en la mujer durante el vuelo, arrepentido de no haber hecho nada por devolver aquella mirada, que entonces asumí era de coquetería. Poco después lo olvidé – como solemos olvidar los hombres a las mujeres.

Sin embargo, luego de unos meses, mientras hacía tiempo bebiendo un vino en el aeropuerto de Ezeiza volví a sentir aquella misma mirada. Y allí estaba nuevamente la mujer. Había algo un poco distinto en ella. No solo parecía más joven: era sin duda más joven. Eso resultaba absurdo, como era absurdo también que apareciera nuevamente mirándome así en Buenos Aires. Esta vez me quedé viéndola. Ella caminó hacia mí, dirigiéndose a la entrada del local en que yo estaba. Me incorporé dispuesto a recibirla de pie, agitado. Pero ella jamás entró. Salí a verla, perseguido por el mozo del lugar, que pensó que me iba sin pagar la cuenta, pero no la vi. Había sencillamente desaparecido.

La volví a ver, vieja y un poco más gorda en Barajas, mientras compraba yo unos libros. Y niña, comiéndose un helado, en el aeropuerto de Dubai. Es alguien que como yo, tiene un problema con el tiempo. Para mi psiquiatra, a quien le comenté ese extraño hecho, no era nada más que la materialización de un miedo profundo, de una angustia vital que se exacerba con mi problema. Siempre supe que estaba  equivocado, pues no era simplemente mi imaginación que encuentra en diversas mujeres con las que me cruzo en el aeropuerto una forma física a mi problema. Para nada.

Ella - lo he descubierto con el tiempo, literalmente - es alguien que está atrapada en un túnel dimensional. Me explico. Aquella mujer, quien al principio pensé equívocamente que tenía una edad indeterminada y me seguía conciente o inconcientemente (pensé que podía ser otra ejecutiva, una aeromoza o simplemente otra viajera frecuente) está perdida en el tiempo – o en el espacio que termina siendo casi lo mismo, si uno entiende bien a Einstein.

Debe haber mucha gente así pero solo yo puedo darme cuenta de eso; ella lo sabe y de ese modo me busca – incluso en esta playa apartada - siempre para... eso es lo que no entiendo, puede que para sentirse en compañía, para tratar de encontrar en mí una respuesta a su condición, o quizás simplemente porque quiere jugar conmigo y mostrarme que, pese a todos mis problemas, al final ella sufre mucho más, estando así, suspendida en el tiempo, que yo que lo vivo de manera alterna - aún ahora que estoy lejos del resto de la gente, del ruido, del dinero.

Time is Money

No recuerdo ya si el amigo que me lo contó lo hizo como referencia a un cuento que había leído o a un sueño. Estábamos en un café en la Banhofstrasse, cerca al local del Banco, y conversábamos de cosas relacionadas con el tiempo, supongo, y tomábamos champagne mientras tratábamos de hacer contacto visual con esas mujeres elegantes y perfumadas que salen felices de sus lujosas oficinas, a las 6 de la tarde en punto, para tomarse un trago en pleno centro de Zurich.

El cuento – o el sueño, que además ahora debe ser muy distinto a aquel que me contó este compañero hace tanto tiempo – trataba de un lugar remoto en el cual el Dictador Supremo había decidido alargar los días a 25 horas y así extender en una hora el trabajo de sus pobres súbditos.

Quizás se trataba de un reino remoto, con lo cual la historia podría haber tenido una fábula o una moraleja edificante. Yo la imaginé (y la imagino mejor ahora) como una dictadura latinoamericana en que el tirano simplemente comienza a legislar sin mayores condiciones sobre todo aquello que se le da la gana, sin que haya control por parte de las autoridades (porque ya todas ellas forman parte de su partido, sin balance de poderes ni oposición real ni democracia consistente). Imagino al Dictador enorme ordenando decomisar todos los relojes de las casas para marcar su propio tiempo sin que nadie se oponga a él. Imagino al hombre, seguramente uniformado y lleno de medallas, en su Palacio deteniendo un reloj de manecillas para decir que no le importa el resto del mundo, desde aquel momento la hora en su republiqueta tomaría más tiempo porque se necesitan más horas de trabajo para construir una nación fuerte y poderosa. 

Pronto el Dictador hizo que los días duraran entonces 26 horas y luego 27 y 28, y así hasta 36, marcados por su propio albedrio y por el de aquel enorme armatoste que ocupaba una torre de Palacio y que cambiaba de numeración a medida que deseaba el mandatario. Aquel país se aisló del mundo y del tiempo. Los aviones y los barcos dejaron de llegar después de los primeros accidentes provocados por el desorden existente. Y sin embargo las gentes, liberadas del yugo de sus propios relojes, se dieron cuenta que no había forma de que una sola maquinaria del Palacio Supremo controlara a todos pues tampoco los patrones ni los profesores, ni los jefes ni los generales tenían tampoco aquellos cronómetros rígidos y esclavizantes. Daba lo mismo trabajar una hora que un minuto, al final nadie trabajaba y nadie quería controlar a nadie. El Dictador se dio cuenta de que de todas sus medidas, aquella era la que peor había funcionado y devolvió relojes (chinos, imagino yo, traídos en algún barco pirata) para que absolutamente todos sigan la propia pauta obligatoria y necesaria de que el día, aunque queramos, no puede durar ni más ni menos que veinticuatro horas.

No sé si el cuento termina así, me imagino esa es la moraleja: nadie puede controlar el tiempo. Pero yo, sin embargo, imagino que el pueblo, una vez recibidos los relojes, se une para fijar una hora determinada – las doce de la noche, un momento típicamente dramático – para entrar en turbamulta a Palacio, asesinar al maniaco Dictador y colgarlo destazado frente a su propia máquina diabólica. Luego, todo el pueblo forma una gran pira y echa sus relojes para liberarse de aquellos artefactos que no traen más que desdicha y se une en celebraciones eternas (o que al menos a ellos se lo parecen).  
  
Zeitgeber

Mi problema. Trataré de explicarlo de manera sencilla.

El jet-lag puede causar efectivamente problemas en nuestro metabolismo y en la forma de percibir el mundo. Hay una parte del cerebro que procesa los “sincronizadores” (zeitgebers) o señales que recibimos del exterior y que ayudan a que funcione nuestro ritmo de vida, nuestro normal ciclo circadiano de alternancia entre sueño y vigilia.

Mis zeitgebers han variado tanto dando señales tan equívocas sobre el mundo que he tenido deficiencias en la producción de ciertas sustancias que regulan justamente la función cerebral. No entraré en más detalles. Mi ritmo de sueño-vigilia se fue progresivamente alterando hasta volverse completamente imprevisible. Mi maquinaria interna ha colapsado. Al principio eran simplemente variaciones intempestivas que rompieron con mi ritmo circadiano. Dormía a veces doce horas y quedaba despierto dieciocho para dormir luego dos y seguir despierto otras veinte. Dejé de beber, de tomar café, traté de hacer ejercicio para habituarme a los patrones supuestamente normales.

Habiendo pasado al retiro no tenía mayores problemas en seguir mis tratamientos en centros de rehabilitación pagados por mi seguro. No me quejo, estuve unos meses en un spa lujosísimo en Davos y estoy seguro que mal no la pasé pero eso no me ayudó en nada. Por el contrario, mis patrones se fueron alterando cada vez más. A veces dormía casi dos días y despertaba durante minutos para quedarme seco nuevamente por horas y permanecer en vigilia luego por un día más. Por suerte para mí los calendarios no tienen ya importancia, pero para el resto resultaba completamente imposible de manejar. Mis tratamientos fracasaron y la medicación que tenía era tan fuerte que en realidad me irritaba antes que ayudarme. Dejé los tratamientos de lujo y decidí volver a viajar pero me resultaba imposible cuadrar horarios. Perdía todos los vuelos, me quedaba dormido en los aeropuertos y una vez me quedé dormido mientras manejaba, sin que - por suerte - haya causado daño a nadie.

Me decidí finalmente por esto. Viajar a este paraje apartado que me aconsejó un amigo luego de leer  un libro de relatos de Romain Gary (Les oiseaux vont mourir au Pérou). Soy un viejo ermitaño que pueden encontrar aquí, viviendo del mar y de la bondad de unos cuantos veraneantes que llegan aquí algunas veces y me ofrecen comida y me dejan artefactos a los que yo ya no encuentro valor alguno. No sé qué fecha estamos  ni que hora pueden ser. Para mí da lo mismo el día y la noche, aunque aquí creo que mis hábitos han mejorado sin medicinas ni tratamientos. 

Intentaré dormir ahora. Deben ser las 2 de la tarde aquí. Mientras la gente ve el sol arriba en el horizonte, yo lo veo viajando hacia el oeste como una exhalación. El día empieza y terminará en los próximos minutos para mí, no importa. Trataré de dormir un instante, nunca sabré cuánto aun cuando vea todo claro u oscuro. En esta playa desierta, mientras escucho sonidos incesantes y eternos, el sueño es lo de menos. El tiempo ya no importa.

 

 

© Alejandro Neyra, 2010

 

 
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Alejandro Neyra (Lima - Perú, 1974) Bachiller en Derecho por la Pontificia Universidad Católica del Perú y Bachiller en Literatura por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Maestría en Diplomacia por la Academia Diplomática del Perú. Se desempeñó como delegado en la Representación Permanente del Perú ante los organismos internacionales con sede en Ginebra y ahora desempeña funciones en el Gabinete del Ministro de Relaciones Exteriores. Profesor de Diplomacia del curso de formación de la Fundación de la Academia Diplomática del Perú y de Comercio Internacional en la Universidad Tecnológica del Perú. Autor de los libros de cuentos Peruanos Ilustres (Solar, 2005), Peruvians do it better (Sarita Cartonera, 2007) y Peruanas Ilustres (Solar, 2010), así como de diversos artículos literarios y cuentos publicados en revistas.

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Para citar este documento: http://www.elhablador.com/cuento18_5.html
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