Finalmente
tuvieron que clausurar el restaurante. Pienso ahora
que, a falta de explicaciones, se envolvieron en la
certeza de que ciertas cosas es mejor dejarlas morir.
Los
mayores de sesenta años recuerdan el escándalo;
otros habrán escuchado los rumores que persisten
en ciertos barrios y familias. Y una que otra vez,
un viejo memorioso publica algún artículo
sobre los horrores del restaurante Wotans o
algo por ese estilo.
Para
los lectores más jóvenes, de medio siglo
para abajo, la historia del Wotans alterna entre la
leyenda y la literatura gótica. ¿Por
qué resucitarla ahora? Tengo mis motivos, en
éste mi septuagésimo cumpleaños.
En
1946, año de la inauguración del Wotans
en el Jirón de la Unión, casi esquina
con La Merced, yo tenía 18 años. Hijo
de una familia de clase media alta, era moderadamente
rebelde antes de acomodarme a la realidad del mundo
de la banca.
Pero
todo eso no interesa a nadie. Lo que reanudo aquí
es una muy antigua discusión: ¿qué
ocurrió realmente en el Wotans, ese restaurante
a todo dar, adorno del todavía vistoso centro
de Lima, inaugurado con asistencia del Alcalde de
Lima, del Cardenal (quien, por cierto, fue víctima
de una súbita indisposición cuando terminaba
de bendecir el local y tuvo que retirarse muy pálido)
y hasta del señor Presidente de la República?
O, mejor: ¿qué hubo en ese restaurante
durante unas semanas de locura?
Recuerdo
las fotos en El Comercio, tomadas al inicio
del acto inaugural: el presidente, delgado y bigotudo,
con sus anteojitos redondos; el cardenal, gordo y
opulento en esa foto en blanco y negro; el alcalde
tratando de robar cámara, como siempre. Con
ellos, el propietario, monsieur le Comte de Verdun,
Charles para sus amigos de la high life, quien presumía
de su título, auténtico o fraguado.
Los limeños siempre fueron muy crédulos
frente a los extranjeros, con tal de que fueran blancos
y elegantes. El conde de Verdun, nombre sorprendente
si recordamos que Verdun fue el escenario de la más
famosa, mortífera e inútil batalla de
la primera guerra mundial, era un hombre reservado,
alto, muy delgado, de ojos penetrantes bajo cejas
delgadas y ojeras que sugerían vicios tan obscenos
como fascinantes. Su palidez más bien amarillenta
delataba al noctámbulo por afición o
enfermedad. Una batería de mozos algo amanerados
lo secundaba, y en la cocina, objetivo de más
de un reportaje kitsch, reinaba una dama de origen
alemán o quizás austríaco, gorda
y solemne (algo raro en un cocinero) que sólo
respondía al nombre de Frau Schwarz. Presionada,
reveló que su nombre de pila era el germanísimo
Grete.
Tras
esa inaugural noche de gala, Wotans se convirtió
en el lugar in de Lima, como era de esperar.
Y fue en el sábado tras la inauguración
que se produjo el primero de los incidentes.
Serían
las nueve y media de la noche, poco más o menos.
Yo cenaba con mis padres en una mesita arrinconada,
como corresponde a una familia sin título nobiliario.
Brillaban los candelabros sobre mozos que se movían
discretamente entre las mesas. Voces, risas, tintineo
de copas y cubiertos. No presté atención
a un señor mayor que se dirigía a los
servicios higiénicos, pero quedé paralizado
como todos al escuchar un grito, no, un alarido proveniente
de los servicios. El conde, flanqueado por dos mozos,
desapareció en el pasillo que llevaba allí
y volvió tras un par de minutos entre cargando
y arrastrando a ese señor mayor. El conde sostenía
los pantalones del comensal, que balbuceaba incoherencias
y estaba en evidente shock. Nos espantó ver
cómo una mancha de sangre se extendía
por la parte delantera del pantalón precariamente
sostenido y que el conde también llevaba las
manos enrojecidas. Alguien llamó a una ambulancia
que se llevó a la víctima acompañada
de una esposa cercana a la histeria.
El
conde, con las manos ya lavadas, nos dijo unas palabras
con un acento francés que en otras circunstancias
hubiese resultado elegante. Habló de an
accidánt, que no es nada gravé,
que el señor González de la Matta estaba
tres bien, etc. No estuvo claro esa noche qué
había ocurrido, pero los rumores eran bastante
intranquilizadores: luego se supo que eran ciertos.
Cuatro
días después, según los diarios
yo no estaba allí, el suceso se
repitió, y entonces sí se informó
(la víctima, una mujer, sólo era la
cajera del restaurante) que, sentada en el wc, algo
le había destrozado los genitales. Ella,
tan en shock como la anterior víctima, no podía
dar detalles. Aun después de repuestos, ambas
víctimas y las seis que sufrieron la misma
agresión, sólo pudieron decir que sintieron
algo que venía de abajo, del desagüe,
luego un dolor insoportable y finalmente la oscuridad.
Cuando
cerraron el restaurant, ya no iba casi nadie a comer
allí. La perplejidad de todos era apenas mayor
que su terror. El conde de Verdun, al parecer inconsolable,
desapareció con Frau Schwarz y el caso se unió
a otros irresueltos en los archivos policiales y periodísticos.
Aún años después, la gente se
persignaba o apartaba la vista al pasar por el local
cerrado y oscuro que nadie quiso alquilar pese a que
la propietaria, una compañía de seguros,
hizo demoler los servicios higiénicos e investigar
las cañerías hasta varios metros.
Ha
pasado más de medio siglo, y ese horror dormido
en mí y en los de mi generación parecía
también condenado al mundo de las pesadillas
incomprensibles.
Pero
la náusea volvió a mí esta mañana,
al leer un anuncio en la página de sociales
de El Comercio. En él, se anunciaba
un nuevo restaurant de lujo en el jirón San
Martín de Miraflores, a pocos metros de la
avenida Larco, el "Odín". Lo recomendaban
sus propietarios o administradores, el Marqués
de Ardennes y Frau Trude Weiss. Añadían:
English spoken, On parle franVais, Man spricht
Deutsch.
Afortunadamente
vivo en una silla de ruedas. Nada me obliga ni al
coraje ni a la curiosidad.
©
José B. Adolph*, 2004
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