Nº22
revista de literatura
 
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Miguel Ángel Vallejo Sameshima

 

 

Mi hija y Bill

Los lentes oscuros de mi hija lo decían todo. Allí estaba, con su camisón viejo, sus rizos rubios despeinados e inmundos, la cabeza gacha mientras me abría la puerta. La encontré inmensamente frágil. De alguna manera recordé cuando de niña no clasificó a la etapa estatal de un concurso de ciencias y lloró en mis brazos con rabia. Al verla así, despertando al mediodía cogiéndose el rostro, la volví a sentir impotente, solo que esta vez no tuve palabras para consolarla. ¡Quién podría tenerlas!

—¿Otra vez?
—Sí. Ya sabes cómo se pone cuando bebe.
—Es un miserable.
—Papá…
—Es lo que es.
—¿Vas a entrar?
—Si quieres. Me gustaría.
—Pasa, entonces.

Y entré. En la sala había sillas y mesas volcadas por todas partes. Bill, el infeliz de mi yerno, ya no estaba. Dejó tras de sí el rastro de su ira. Los lentes de mi hija y sus movimientos torpes e inocentes no alcanzaban a cubrir la marca de su puño. Mientras ella subía a su habitación a arreglarse, aunque empiezo a creer que nada podrá arreglar jamás su situación, recordé la vez que conocí a Bill. Jamás me gustó. Lo primero que me dijo de fue que lo habían despedido injustamente de la fábrica de autos donde trabajaba. Que eran políticas de la compañía para discriminar a los americanos y favorecer a los inmigrantes. Por eso decidió salir de Seattle, viajar un poco, buscar empleo en pequeños pueblos, alejarse de los liberales, volver a la vida natural, pero no había tenido suerte.

Bill parecía demasiado empeñado en justificar su despido. Pasó toda la noche hablando mal de sus compañeros de trabajo, sus jefes, los conductores de autobús y los judíos. No sé por qué no le dije que mi familia era mitad judía, que mi hija tenía esa herencia. Incluso habló mal de nuestro pueblo, “un lugarcete de tránsito perdido en un estado estúpido como Oregon donde no se quedaba nadie, solo pescadores de lago, los más torpes, donde era increíble que vivieran treinta mil personas sin nada más que hacer que andar apestando a escamas”. Amo este lugar casi tanto como a mi familia, pero no dije nada. Supongo que lo dejé pasar, creí que hablaba así por la rabia, que por eso bebía tanto. Diez cervezas convierten cualquier cena en un pequeño infierno. Pensé que pasaba por un mal momento, como los tenemos todos. Qué sabía Bill. Qué sabía yo. Menos podía imaginar en ese momento que se casarían dos semanas después. Que bebían todos los días y, de seguro en una borrachera, Bill había convencido a mi hija de prestarle dinero. “Solo unos meses, hasta que vuelva a trabajar. Un amigo suyo tiene una maderería pequeña, él le dará empleo”, me confesó ella.

Pero no le dieron ese trabajo, y al cabo de unos meses gastaron los pocos ahorros que tenían. Luego solo les quedaba la casa, esta misma casa, la que mi esposa y yo le dejamos a mi hija. Y Bill siguió culpando a otros. A ella, incluso a mí. Y empezó a golpearla. Mi hija nunca lo ha reportado a la policía. Hasta llegó a mentirle a los oficiales diciendo que las marcas en su brazo se las hizo cayéndose por las escaleras. Mi palabra no vale nada sin su testimonio. No puedo hacer nada por la vía legal.

—¿Dónde está Bill?
—No lo sé. Salió.
—¿A dónde?
—No vas a ir a buscarlo, ¿verdad?
—¿Por qué no habría de buscarlo?
—No es buen momento. Lo rechazaron en otro trabajo y comenzó a beber de nuevo.
—¿Cuándo dejó de beber?
—Papá, te he dicho que podemos manejarlo.
—Nunca podrán.
—¡Por qué te metes tanto en mi vida!
—Porque me importa. ¿Dónde está Bill?
—No lo sé, papá. ¡Nunca lo sé!

Cuando me dijo eso tuve ganas de golpearla yo mismo, o de golpearme a mí. De golpear. Por no tener las respuestas. Mi hija no es tonta. Solo está enamorada de un idiota. Qué sabe ella. No tengo nada que decirle. Ya he probado todo. Le conseguí un empleo a Bill en la parada de autobuses. Era un trabajo a prueba de tontos, lo único que debía hacer era contar a los pasajeros de cada bus y pedirles su ticket de viaje para luego llevarlos a una oficina y que el administrador los archivara. Solo Bill podía ingeniárselas para arruinarlo: llegaba ebrio, extraviaba los tickets y peleaba frecuentemente con los pasajeros. Hasta que lo despidieron cuando golpeó en el rostro a un latino que, según Bill, no hablaba inglés pero le faltó el respeto. Tuve que sacarlo de la cárcel esa noche, y cometí el error de dejarlo en casa con mi hija. No sé de dónde habrá sacado alcohol, pero se embriagó y le rompió el brazo.

Fue entonces cuando quise matar a Bill por primera vez. No me creo capaz de matar a nadie, pero sí he querido moler a golpes a Bill más veces de las que puedo recordar. Mi hija me convenció de no hacerlo. Siempre me convence. No puedo decirle que no cuando está llorando, nunca he podido. Quise ayudarlos otra vez, comprendí que todos éramos parte del problema. Fuimos a terapia familiar en el centro comunitario. Hasta los acompañé a Alcohólicos Anónimos, incluso los llevaba cada día a la reunión de grupo para que no pudieran faltar. Pero se las ingeniaban para esconderse, para escapar. Desaparecían dos o tres días. Nunca supe a dónde iban. Mi hija jamás me lo dirá. Me da asco la imagen de verlos en el bosque, alejados del camino, escondidos como animales bebiendo en un árbol, orinando en la intemperie, con el reflejo de la Luna en el lago iluminando la cara asquerosa de Bill, su nariz chata hundida por tantas peleas, su cabello grasiento, su aliento a alcohol cada vez que insulta a mi hija, a mí, a este pueblo, al país.

—¿Quieres panqueques, papá?
—¿Vas a cocinar?
—Sí. Si quieres, claro.
—Pequeña, lo haré yo. Has pasado por mucho ayer.
—Gracias.
—¿Tienes miel?
—En la alacena, el segundo cajón.

Me puse a hacer panqueques, entonces. Mi hija se sentó en la mesa del comedor, acomodando el mantel sucio. Cruzó las piernas y encendió un cigarrillo, luego se dio cuenta que no tenía cenicero, dónde estaría, y usó un vaso con soda para colocar las cenizas. Abrí el refrigerador buscando huevos y descubrí que no había electricidad. No valía la pena decirlo, ella ya lo sabía. Afortunadamente los huevos no se habían podrido, y comencé a cocinar. Mi hija enterró la cabeza en su pecho con el cigarrillo consumiéndose despacio en su mano. Pensé en un poema de Raymond Carver, de los que no nos enseñan en la escuela pero medio pueblo conoce, acerca de un cenicero. Dice que todas las historias están alrededor de un cenicero, un hombre y una mujer como polos opuestos de este: hablan, se mueven, callan, y finalmente algo pasa o no pasa entre ellos. Solo que ni siquiera había un cenicero en la casa.

—Corazón, ya están tus panqueques.
—Gracias, papá —respondió con el cigarrillo casi quemándole los dedos. Solo lo dejó caer al suelo.
—Había poca miel, por eso usé más azúcar para la masa.
—Están bien. Si los haces tú estarán bien.

Comimos sin hablar. Salvo por Bill y mi hija es un vecindario muy tranquilo, y no había ni un maldito ruido en la calle, salvo el canto desordenado de las aves, que llenaron un poco el silencio y me trajeron calma. Ella cortaba y masticaba despacio, bocados pequeños. Yo dejé de comer al cabo de diez minutos. Luego me perdí, no sé cuánto tiempo estuvimos callados en la mesa. Pensé en Bill, en que ojalá apareciera por la casa para darle una paliza. Alguna vez pasó algo parecido pero fue más dramático. Fue hace unos meses, mi hija estaba llorando, me dijo que llevaba varios días así, y Bill entró por la puerta dando un puntapié, tambaleándose, insultando a su ex jefe, luego insultándola a ella. No se dio cuenta que yo estaba en la casa.

Estoy seguro que iba a golpearla, me puse frente a él y lo derribé de un empujón. El cobarde moría de miedo, yo le gritaba que se levante mientras buscaba un cuchillo. Bill suplicaba. Mi hija se desmayó. Fui a levantarla, la dejé en su habitación. Cuando me di cuenta, el infeliz se había ido. No sé qué hubiera pasado si ella no se desmayaba. Aún con todo eso, no me creo capaz de matar a nadie.

—¿Has visitado a mamá? —me preguntó cuando terminó el último bocado, mientras encendía otro cigarrillo y balanceaba su cuerpo abrazando sus rodillas, como una niña pequeña.
—Sí. Fui la semana pasada, dejé algunos lirios, que le gustaban mucho.
—Yo no he podido ir. O bueno, íbamos a ir con Bill hoy, pero…
—Entiendo.
—No es que no quiera visitarla. La extraño mucho.
—Yo sé.
—Es que de verdad la extraño. Siento que todo en mi vida se fue al diablo cuando ella se fue. ¿No piensas lo mismo?
—Ahora no sé qué pensar.
—Ella nos cuidaba, ¿no es cierto? Siempre se preocupaba por que todo estuviera ordenado, por que estuviéramos bien. Me acuerdo que en las noches antes de dormir me preguntaba cómo había estado mi día. Cuando era adolescente me molestaba eso, pero ahora lo extraño mucho. Lo necesito.
—Tu madre era una gran mujer.
—Sí, lo era todo. ¿Crees que todavía nos cuide?
—Claro. ¿Cómo va a dejar de cuidarnos?

Tuve celos de mi esposa. Las palabras de mi hija me hacían sentir más inútil, como si yo no fuera nada en su vida. Y tal vez sea así. Su madre murió muchos años antes de que conociera a Bill y me pregunto si con ella a nuestro lado las cosas hubieran sido distintas. No vale la pena pensar en eso, lo sé, pero esas ideas me persiguen cada cierto tiempo.

Poco después comenzamos a hablar tonteras, sobre el clima que estaba excelente este año, y el inicio de la temporada de pesca. Ni una palabra más sobre Bill. Cuando cayó la noche, como no había electricidad y no podíamos ver televisión, me pidió que le contara una historia. Me gusta contar historias de otros, nunca las mías, así que le recordé esa tarde en que fuimos a la feria del condado con su madre y ella se perdió. Aunque la feria es un lugar tranquilo, nunca se sabe qué puede ocurrir. Nunca. Dimos la vuelta al carrusel, su juego favorito, preguntamos a los amigos y vecinos, estuvimos unos minutos ansiosos frente al carrito de algodón de dulce que tanto le gustaba, y nada. Nos separamos para buscarla, tuve miedo de perder también a su madre, pero la dejé ir, mirando siempre hacia atrás. Luego de media hora las encontré: “Amor, ella estaba en el auto, esperándonos, con el peluche de mono que ganó en el juego de lanzar aros”, dijo mi mujer con una gran sonrisa. Al verlas así, casi lloré de alegría.

La historia le encantó a mi hija, se tranquilizó, tanto que se recostó en el sillón de la sala cuando terminé. Se sacó los lentes: el moretón era inmenso. Alcancé a ver, o imaginé ver, un pequeño coágulo en su ojo. Ella sonreía. “Todo estará bien, papá, ya lo verás”, me dijo. Después contó algunas cosas sobre la casa, a las que no presté atención. Decidí quedarme, no fuera a ser que el infeliz de Bill regresara. Recordé de nuevo el episodio de la feria del condado, lo conté otra vez, en voz baja, para mí mismo. Hasta que me quedé dormido, con la ropa puesta, en la mesa del comedor.

Desperté inquieto, de seguro tuve una pesadilla. No puedo recordarla, y es mejor así. Aunque todavía no es verano y el clima es bastante fresco, creo que saldré al porche de la casa para mirar la luna. Siempre creí que era lo más hermoso de nuestro pueblo. Muchos de los poemas que escribió Carver los inspiró esta luna. La bandera estatal de Oregon debería ser una Luna sobre un lago. Carver. Lo leo desde pequeño, pero desde que mi hija está con Bill lo siento demasiado cercano. El fracaso de las vidas pequeñas. Entiendo que ella no podrá salir sola de esa relación, que lo ama y eso la vuelve estúpida hasta el límite de recibir golpizas, y que soy absolutamente incapaz de hacer algo.

Hemos dormido mucho. Aunque la Luna sigue brillante, el cielo ya está celeste. Pronto amanecerá. Corre brisa. En el porche me recibe la calle vacía, solo andan dos chicos, tendrán once o doce años. Todavía los niños pueden caminar por este pueblo sin temor a que aparezca un depravado. Tal vez un imbécil como Bill sea su único problema. A ellos no les importa. Cada uno lleva un atado de periódicos, los van dejando en las casas. Su paso es atlético, juvenil. No conversan entre ellos, pero si pudieran ir abrazados, de seguro lo harían. Sus rostros están tranquilos. Lo comprendo ahora. Son felices. A esta hora, con la luna que todavía ilumina esta calle, no hay espacio para la muerte, la ambición, ni siquiera el amor. Felicidad. Despertaré más temprano cada mañana.
 
 
 
©Miguel Ángel Vallejo Sameshima, 2015
 

Miguel Ángel Vallejo Sameshima (Lima-Perú 1983). Bachiller en Literatura por la UNMSM. Periodista, docente y gestor cultural con cierta regularidad. Traductor y actor ocasional.  Ganador del II Concurso de Intervenciones Artísticas del Teatro de San Marcos (2005). Recibió una mención honrosa en la VI Bienal de Cuento Infantil del ICPNA (2014) y otra en el concurso 2008 Palabras organizado por editorial Mesa Redonda. Ha publicado los libros de cuentos Monstruos de ayer, hoy y uno de mañana (2014) y Móviles en difuminado (2003), y las novelas para niños La elefanta Flor busca versus los pishtacos electrónicos (2013), La elefanta Flor y los deseos de coltán (2013), La elefanta Flor conoce a la elefanta Phūla (2012) y La elefanta Flor busca su hogar (2011). Asimismo, es guionista del libro de cómics Ribeyrito, historias sin plumas (2014). Escribió el Catálogo bibliográfico del coloquio Lo cholo en el Perú (2008) y editó de los libros de dicho evento.

 
 
 
 
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