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¿Existe una crisis masculina alrededor de los treinta años? El narrador, recién separado de su mujer, empieza a ir a terapia. Se había casado muy joven, y después de seis años se separa. Pasan los meses y anda a la deriva, perdido, sin ser capaz de darle dirección a su vida. Por eso va a terapia y empieza a contar historias sobre su arruinado matrimonio. Pero en el camino, mientras busca una salida a sus problemas o espera reacomodarse en el mundo, se va encontrando con otras historias que le llegan por sorpresa, revelaciones sobre el oscuro pasado del mismo terapeuta que lo atiende, pero también una historia antigua de su propio padre, ocurrida en Austin, Texas, antes de su propio nacimiento. El narrador descubre entonces un patrón en todas esas historias, la del psiquiatra, la de su padre y la suya propia: hombres que en algún momento, promediando los treinta años, deciden acabar con todo; hombres que experimentan cierto agotamiento o cierto vacío que no pueden explicar ni mucho menos controlar, y que terminan sufriendo la tentación de destruir su propia vida para intentar empezar otra vez. Y ese es el momento en que aparecen la traición, el miedo, la deslealtad, las amistades rotas y los matrimonios destrozados. Austin, Texas 1979 es una novela sobre sexo, amistad, paternidad y, muy especialmente, sobre la imposibilidad de encontrarse a sí mismo cuando uno va dejando de ser el que era.
(Texto que forma parte de la contratapa de la edición de la novela
Austin, Textas 1979, a publicarse próximamente)
El verdadero origen de la historia se encuentra en un evento aparentemente inconexo ocurrido en Austin, Texas, en 1979.
Me lo contó mi padre una noche en que fui a buscarlo a su casa, a esa casa que antes, mucho antes, también había sido mía. Esa noche, apenas crucé la puerta de entrada, recordé que en esa casa yo había tenido una habitación por poco más de dos décadas. Después de que me marché, mis padres la mantuvieron igual un tiempo más, dos o tres años más sin cambio alguno, los libros intactos en su ubicación, la ropa colgada en los armarios, la misma lámpara y su misma luz apagada sobre la misma mesa de madera. La conservación de mi dormitorio, su congelamiento en el tiempo, parecía demostrar que mis padres guardaban cierta esperanza de que yo volviera a casa, aunque la palabra esperanza es seguramente equívoca, y más precisamente habría que decir que lo que mis padres conservaban era una resistencia al hecho indiscutible de que las cosas cambian y que algunos de esos cambios son irremediables. Y entonces el espacio físico intacto buscaba combatir la pérdida de un tiempo que se sabía irrecuperable, y que seguramente la pérdida, la verdadera pérdida, no tenía nada que ver conmigo. Al menos así lo pensé cuando, dos o tres años después de mi partida, mis padres hicieron unas reparaciones en la casa, un rediseño general de su vivienda que incluía los muebles de la sala, las losetas de la cocina y la renovación del baño de su habitación, y ese rediseño general contemplaba la transformación de mi antiguo dormitorio en una pequeña oficina para mi padre, y por eso mis viejos libros, que desde mi partida nunca nadie había abierto, fueron reemplazados por ficheros y anuarios empresariales, tan inútiles como los anteriores, pero seguramente con implicancias simbólicas más efectivas. Siempre tuve la sensación de que mis padres en realidad habían hecho todos esos cambios en la casa como un intento de ocultar su verdadero objetivo, que no podía ser otro que borrar mis últimas huellas, mi marca en el tiempo de los veintiún años que había vivido en su casa, o que en todo caso habían intentado otorgarle cierta triste dignidad al aniquilamiento de mi habitación, aniquilamiento que por otro lado a mí me tenía sin cuidado, ya que desde que me fui de casa perdí toda conexión emocional con esa habitación, si es que alguna vez lo había tenido.
Esa noche, entonces, había ido a buscar a mi padre sin previo aviso, esa noche, después de varias semanas, acaso varios meses sin dejarme ver por la casa familiar, fui a buscarlo para contarle que las cosas no iban del todo bien. No le contaba nada específico, ninguna situación en particular, solo que las cosas no iban del todo bien. Él escuchaba sin decir nada; movía la cabeza, serio, callado, condescendiente, la mano frotando el espacio sobre el labio superior, donde años atrás había llevado un bigote y ahora solo quedaba un vacío, la sombra de un lugar que por décadas había existido oculto bajo ese bigote, y entonces acariciaba esa zona ahora despoblada con las yemas de los dedos, como comprobando físicamente la pérdida, y de pronto me dijo qué te parece si vamos a comprar unas hamburguesas. Lo dijo exactamente así, unas hamburguesas, como si fuera una especie de ritual o como si tuviera alguna tácita implicancia, una resonancia adicional que yo no podía interpretar, a pesar de lo cual dije que sí, que estaba bien, que podíamos ir por unas hamburguesas. Y entonces nos pusimos de pie y cinco minutos después íbamos en silencio, uno al lado del otro, en su auto. Mi padre, sesenta años, la mirada fija al frente, un temblor en la mandíbula que reaparece cada tanto. Ese temblor parece indicar una ansiedad que probablemente no lo deja dormir y que tal vez por las noches lo obliga a mantenerse de pie detrás de la ventana, mirando el agotamiento de la madrugada reflejado en las calles vacías. Mi padre, entonces, mirada fija al frente, mandíbula temblando de rato en rato, conduce callado y con la mano derecha manipula la radio y va cambiando estaciones. Sé que le gustan las noticias, y que seguramente busca algún locutor que lo mantenga informado de lo que ocurre, como ha sido siempre desde que mi memoria es capaz de registrar. Sé que mis recuerdos más antiguos son de mi padre escuchando las noticias; sé que desde mi niñez más temprana he sido consciente de que lo más le ha gustado a mi padre siempre fue ponerse a escuchar las noticias, y que las noticias eran un enemigo con el que no podía competir si pretendía captar su atención. Recuerdo que para mi padre las noticias siempre tenían que ser recibidas por la radio, nunca por televisión, nunca en periódicos, como si la imagen o la letra pudieran estropear el verdadero mensaje, un mensaje al que solo se pudiera acceder a través de la voz, una voz que debe llegarle limpia, clara, sin estorbos ni interferencias, para ser captada en su verdadero sentido. Pensaba en todo eso mientras mi padre cambiaba las estaciones sin decir nada, pero rápidamente me di cuenta de que esta vez mi padre no buscaba la estación de noticias, sino que se detuvo en unas canciones antiguas, un programa que parecía ser del recuerdo, donde retumbaba la voz de un cantante de otra época, un cantante que sonaba como si ya estuviera muerto, y con él muerta toda su época, sus historias y sus protagonistas. Amigos y enemigos extintos, tristezas y alegrías terminadas, finalizadas, olvidadas, desaparecidas, sin consecuencias. Y sin embargo esa noche, todo ese clima, todo ese conjunto de fantasmas condensados en esa voz muerta que no solo canta sino que también convoca, rescata, resucita, todo ese espíritu aparentemente perdido reaparece ahí, en el auto de mi padre, esa noche, rumbo a comprar las hamburguesas.
Bonita noche, dijo mi padre, buen clima. Me gusta cuando está así, agregó, el verano suave, poca gente en las calles. Se puede manejar tranquilo. Yo no dije nada. Miraba, distraído, las calles silenciosas por las ventanas abiertas. Bajamos por Frutales hasta Javier Prado, volteamos a la derecha y un minuto después bordeamos el Óvalo Monitor y pasamos frente a la Universidad de Lima. Y después mi padre giró otra vez a la derecha y salimos por una callecita delgada y cruzamos Olguín como si el auto fuera una flecha que atraviesa un cuerpo, e ingresamos al estacionamiento del Burger King que está al lado del Jockey Plaza, en la esquina con Javier Prado. Acá está bien, dijo mi padre, sintiéndose seguramente en su territorio, cerca del hipódromo, cerca de los caballos que tanto le han gustado siempre, dentro del área en la que usualmente se mueve, en esa mínima porción de la ciudad en la que vive, trabaja y pasa sus ratos libres. En esa porción de la ciudad que seguramente siente como propia. De todo lo demás, de todo lo que está afuera de sus límites, pienso yo, sentado a su lado, prefiere enterarse solo a través de las noticias, solo a través de voces de locutores radiales, de locutores sin rostro y por tanto sin angustia, sin desesperación, voces que suenan como murmullos de otro mundo.
Acá está bien, repitió mi padre. Ni siquiera tenemos que bajar del auto y podemos seguir conversando aquí, agregó, serio, sin mirarme, y después avanzó hacia la pequeña fila de autos que esperaban turno frente al parlante donde una voz sin rostro, voz sin cuerpo, voz estándar, sin carácter ni personalidad, preguntó con mecánica cordialidad qué nos íbamos a servir. Di una rápida mirada al tablero junto al parlante, donde estaba escrito el menú, y elegí lo primero que me salió pronunciar. Y después mi padre repitió el pedido ante el micrófono donde la voz anónima saludaba con no menos anónima cordialidad, y pidió lo mismo para él. Y al rato tenía las hamburguesas en las manos, metidas en unas cajitas de cartón. Sentía su calor en mis brazos mientras el auto avanzaba como una serpiente nocturna en medio del estacionamiento casi vacío y se terminó cuadrando en un rincón. Bueno, dijo mi padre, apagando el motor, acá está bien. Hice el ademán de entregarle su hamburguesa, pero él dijo que me la podía comer yo. Pásame las papas fritas, dijo, lo que yo quiero son papas fritas. Y entonces pensé que yo también quería comer papas fritas, y recordé que cuando era chico casi nunca había papas fritas en el menú de la casa, y que cuando llegaba el día en que había papas fritas era como algo especial. Y pensé comentárselo, pensé decirle algo así, algo así como recuerdas la manera en que esperaba las papas fritas, me parecían la mejor comida del mundo, me parecían un lujo, algo demasiado bueno como para repetirse muy seguido. Pensé decirle eso, y agregar un comentario del tipo qué increíble que con los años las percepciones sobre las cosas cambien tan radicalmente, y que ahora las papas fritas no sean más que esta cajita, tan modestas, tan poca cosa. Pero no le dije nada, no tenía sentido decirle nada, no tenía sentido porque seguramente a él no iba a parecerle importante, seguramente no iba a decir nada, y a cambio seguiría pensando en otra cosa, quizá en las noticias que había escuchado en la mañana, mientras conducía hacia su trabajo, o acaso en lo que todavía puede venir, en lo que todavía puede pasar en la vida de un hombre de sesenta años, casado hace más de treinta, con dos hijos adultos. Quizá pensaba en eso, en esa esquiva idea de futuro que tiene la gente a partir de cierta edad, en el futuro como un espacio aparentemente cerrado, aparentemente impenetrable, al que se mira sin embargo con cierta esperanza, buscándole una grieta, un resquicio por el cual meter la mano, arañar con el dedo, atisbar un poco el interior.
Mi padre se llevó una papa frita a la boca, solo una, tomada con dos dedos, con cierta delicada elegancia, y la introdujo recta, horizontal, como un cigarro que de pronto la locura o la ansiedad juzgan comestible, y después bajó completamente el volumen de la radio, en lugar de apagarlo lo bajó hasta adelgazar la voz cantante lo suficiente como para hacerla desaparecer, y me dijo, como si por largo rato hubiese estado pensando cómo empezar, me dijo hay algo que nunca te he contado. Lo dijo así, hay algo que nunca te he contado, y la frase me sonó rara, me sonó muy rara porque en realidad mi padre casi nunca me ha contado nada, casi no sé nada sobre su vida, no sé nada sobre su pasado y en realidad tampoco sobre su presente, y lo poco que sé no me lo ha contado él. Y entonces entendí que en realidad la frase era imprecisa y que debía referirse a algo más, algo que seguramente no le había contado a nadie, o que en todo caso no tendría por qué contarme a mí. Y entonces me dispuse a escucharlo con atención, y mordí la hamburguesa como intentando ganar materialidad o más precisamente ganar un sentido del presente a través de esa materialidad. Intentaba, entonces, aferrarme a ese presente, comprender que sea lo que fuere lo que me iba a decir mi padre, él y yo estábamos anclados en ese presente, en esa noche tranquila, y que todo lo demás no era sino relato, recuerdo, borroso fragmento de un pasado que ya no importaba, que ya no tenía por qué importar.
Tú sabes, dijo mi padre, que hace años, antes de que tú nacieras, me fui a hacer una maestría a Austin. Me fui con tu madre, como tú seguramente sabes, y nos quedamos allá un par de años. Era una maestría en filosofía política, que me interesaba mucho en ese tiempo, quizá porque en mi época, cuando era joven, en el Perú a todo el mundo le interesaba la política y todos pensábamos que la revolución era una necesidad histórica. A inicios de los setenta empezaron a circular los libros de Luis de la Puente Uceda, asesinado arriba, en las alturas de Mesa Pelada, y todos leíamos sus cartas y comentábamos que había muerto por un error conceptual. Muerto por un error conceptual, ¿entiendes? De la Puente había leído al Che Guevara y tal vez también a Regis Debray; era entonces un lector, esencialmente un lector, pero un lector que se equivocó, que leyó mal, que no supo interpretar, y por eso en lugar de dirigir la guerrilla como aconsejaba el canon, al menos el canon cubano, que era el que en ese momento se intentaba replicar, en lugar entonces de internarse con sus hombres, atacar en la oscuridad y después replegarse y desvanecerse, De la Puente se atrincheró en Mesa Pelada y allí murió acribillado por las balas del ejército. Un error de lectura que se paga con la muerte, ¿no es impresionante?, dijo mi padre, a mi lado, las papas fritas enfriándose entre los dedos. A mí me quedó dando vueltas esa idea del error conceptual, siguió él, esa idea de que uno puede morirse si no es capaz de leer bien, si no demuestra que es un buen lector, y de alguna manera sentí que esas conclusiones me llevaban a la filosofía, a la necesidad de pensar un poco más en abstracto en lugar de limitarse a escuchar llamados a la acción, llamados que por otro lado no se sabía con mucha claridad a qué estaba dirigidos. Y entonces empecé a leer filosofía mientras avanzaba mis estudios de Derecho, en mis ratos libres, mitad como pasatiempo y mitad con convicción, libros sueltos, sin plan, sin estructura que los organice, que leía de vez en cuando, en las noches, cuando tenía tiempo. Pero después la cosa se puso medio fea, no había trabajo, y nosotros, quiero decir tu madre y yo, empezamos a tenerla difícil. Y de pronto, un día, en una reunión familiar, en una de esas extrañas reuniones familiares que con supuesto afecto unificador o con sospechoso espíritu ecuménico organiza el que tiene más plata de la familia, pero que en realidad no es más que un pretexto para la ostentación, en una de esas reuniones que ocurren cada diez años y a las que invitan a todo el mundo, incluso a esos familiares de los que nunca en tu vida has escuchado ni siquiera mencionar, en una de esas reuniones llenas de supuestos tíos y supuestos primos absolutamente desconocidos, dijo mi padre, sin dejar de mirar las pistas vacías del estacionamiento del Burger King, conocimos a un tío lejano de tu madre, el padre de un primo de tercer grado o algo así. Se llamaba Mario, dijo mi padre, y se jactaba de haberse casado siete veces, siempre con mujeres de distintas nacionalidades, ninguna peruana, todas mucho menores y todas con plata y buen culo, decía, con plata y buen culo. Y lo más importante de todo, decía Mario, dijo mi padre, es que nunca he tenido un solo hijo. No quise preñar a ninguna, decía Mario, orgulloso y levemente borracho, con ese coqueto tono de embriaguez permanente que tienen quienes todos los días beben al menos un par copas, y ya les quedó la cadencia alcohólica como marca incluso cuando no han bebido una gota. Pero ahora quiero casarme con una chilena, decía Mario, contaba mi padre. Nunca he estado con una chilena, estoy buscando una chilena con cierta desesperación. Y a esa, sobrino, me decía Mario, tomándome del brazo, la otra mano ocupada en un vaso de whisky, dijo mi padre, a esa sí que la voy a preñar. Ya vas a ver.
Mi padre se detuvo un instante y me miró de reojo, como calculando si su relato despertaba mi interés. Después levantó la mirada brevemente hacia el retrovisor, se miró a sí mismo en el espejo oscurecido, como comprobando el tiempo transcurrido, las arrugas al lado de los ojos, la distancia entre lo que tenía en la cabeza, esos recuerdos lejanos, y esta realidad, con un hijo que se va acercando a los treinta años, arruinado, sin futuro, deprimido, separado hace un tiempo de una mujer con la que se casó a los veintiuno sin razón aparente, sin embarazo de por medio, sin planes concretos, con la que se casó contra la incredulidad de toda la familia, y con la que contra todo pronóstico había durado más de cinco años, a pesar de que finalmente las cosas le dieron tardíamente la razón al lugar común, y el hijo raro se había terminado separando de su prematura mujer.
Mi padre me volvió a mirar. Y entonces, le dije para animarlo, y entonces, como invitándolo a continuar, y él se acarició el espacio vacío donde había tenido bigote, como si los años que llevaba afeitado no fueran suficientes para erradicar la costumbre de buscar la pelambrera sobre los labios, y añadió que ese tío casado siete veces, ese tipo alcohólico o casi alcohólico, era profesor de filosofía en la Universidad de Texas, en Austin, estaba medio retirado, y venía a Lima de vez en cuando a pasar el rato. Cómo medio retirado, le pregunté a mi padre, cómo es eso de estar medio retirado. O estaba retirado o seguía trabajando. No se puede estar medio retirado. Había dejado de enseñar, me explicó mi padre, con un leve tono de hastío, como si esa aclaración lo distrajera de su objetivo. Ya no daba clases desde hacía un tiempo, pero no quería desvincularse del todo de la vida universitaria y por eso seguía manteniendo labores administrativas, como coordinador de cursos de pre-grado o algo por el estilo. Tenía más de treinta años enseñando en esa universidad, así que esencialmente, dijo mi padre, podía hacer lo que le daba la gana. Tras un breve silencio en que volvió a mirarme, como calculando si su explicación me satisfacía y podía al fin seguir moviéndose hacia el punto al que quería llegar, mi padre agregó que en una conversación, o más bien en uno de los monólogos que tuvo con ese tío salió el tema de que a él, a mi padre, le interesaba la filosofía política. Y entonces Mario, súbitamente interesado, le dijo de inmediato que tenía que ir a hacer una maestría a Austin, y que él lo ayudaría a conseguir una beca. Supongo que estaba aquí un poco aburrido, siguió mi padre, un poco hastiado. Tú sabes, dijo, mirándome directamente, uno llega a los treinta, siente que todo se acaba, que todo se va a la mierda. Eso está mejor, me dijo mi padre, uno siente que todo se va a la mierda, que dejó de ser joven, que solo falta seguir una línea ya trazada, durar, permanecer, que ya no queda mucho más por hacer. Y por eso me motivó la idea, por eso, por la simple idea de cambiar de vida, de ser otra persona, de jugar al menos por un tiempo en otro papel. Y le dije a Mario que sí, que haría todo lo necesario, que podía estar seguro que daría lo mejor de mí para conseguir la beca. Y entonces hablé con tu madre, intenté convencerla de que era lo mejor, que cambiar de ambiente nos haría bien. Ella se sentía bastante cercana a su familia, un lazo que yo nunca comprendí del todo, un lazo hasta cierto indeseable o al menos innecesario, pero yo la fui convenciendo de que no estaba nada mal pasar por la experiencia de una sociedad desarrollada, mirar el Perú a la distancia, desvincularse un poco de este ambiente, de la gente de aquí, buscar alternativas. Teníamos cinco años casados, nos llevábamos bien, no teníamos hijos, era una buena oportunidad para cambiar de vida. Tu madre tenía aquí un trabajo menor, no parecía que hubiesen mayores perspectivas, quizá allá podríamos comenzar otra vez, de cero, intentar quedarnos, hacer una nueva vida, tener hijos allá, que no conozcan Perú, que no se sientan peruanos. Como quitarles ese estigma, ¿me entiendes?, dijo mi padre, y yo dije que sí, que sí lo entendía, aunque en el fondo mi comprensión era sobre todo interpretativa, cargada de suposiciones, luz propia sobre oscuridad ajena. Y entonces prendí un cigarro como quien que remarca que ese será su único movimiento, fumar y echar humo mientras espera y escucha, a la expectativa. No fue tan difícil lo de la beca, dijo mi padre. Mario nos ayudó mucho con los trámites, pero en realidad las cosas se simplificaban porque allá necesitaban profesores de español, gente con educación que enseñe la lengua, mano de obra calificada y barata. Y también por una cuestión de minorías, me imagino, mantener un porcentaje de hispanos becados, manejar con corrección política los fondos del gobierno, quién sabe cómo se manejaban esas cosas, especialmente en esa época, en la guerra fría. El asunto es que me dieron la beca para hacer mi maestría en filosofía política. Nos íbamos por dos años, tenía que tomar tres cursos cada semestre y enseñar uno de español, y estudiaba gratis y nos daban un estipendio que era suficiente para vivir tu madre y yo con razonable decencia, al menos para los pobres estándares a los que estábamos acostumbrados aquí, en Perú, en época de Velasco. Con eso se instalan por allá, decía Mario, dijo mi padre, y después se quedan. A la mierda con Perú, decía Mario, a la mierda para siempre, dijo mi padre que los animaba Mario, comiendo las papas fritas que ya terminaban de enfriar. Yo era entonces un poco mayor que tú, me dijo, un par de años más, estaba casado, pero cuando al fin partimos, invierno del 75, estaba motivado, sentía que algo nuevo iba a ocurrir. Aterrizamos en Houston sin problemas, al amanecer, mucha luz a pesar del frío. Arrastramos las maletas, subimos a un bus y tres horas después llegamos a Austin. Y ahí empezó nuestra nueva historia. |