Variaciones Victoria o el triunfo de la vida (post mortem)
Por José Bardales
Lejos de todas partes, pero en busca del pozo / de todos los lugares, cada publicación de la singular obra del poeta Carlos López Degregori se ha convertido en un suceso que sus lectores esperamos con umbría complacencia, más o menos, cada cuatro o cinco años. Y si umbrío es el gozo de su lectura -usando un adjetivo tan afín al universo del poeta- no es solo porque la poesía en general, por decirlo de alguna manera, suela crecer donde no da el sol, ajena a los reflectores que otras disciplinas y artes concitan, sino porque la poesía de López Degregori es especialmente tributaria de las sombras, o más precisamente, siguiendo un razonamiento del propio vate, de los crepúsculos, ese efímero pero invariable no lugar donde a diario el sol se oculta hasta que es de noche.
Y fue precisamente en el crepúsculo de la década del setenta, 1978, para ser precisos, cuando vio la luz el primer libro de Carlos López Degregori, Un buen día, donde empezaron a aparecer esos poemas de personajes sin referentes, en geografías trastocadas e inasibles, parábolas o aforismos bruñidos de incertidumbre y escepticismo, cuya presencia se radicalizó en títulos posteriores como Las conversiones (1983), Una casa en la sombra (1986) o Cielo forzado (1988), y que al decir de Américo Ferrari: “(…) son un juego de espejos empañados, una fantasmagoría donde las figuras, los cuadros y los marcos aparentes aparecen como negados en un tiempo y un espacio de quitaipón. Se adivina algo detrás de algo y eso es todo, o es nada. No es una poesía oscura: la poesía es un cristal nítido, lo oscuro o, mejor, lo misterioso es lo que se percibe tras el cristal”.
Muestra de este misterio, por ejemplo, se entrevé en “Protocolo de autopsia”, décimo poema de Cielo forzado, donde nuestro poeta consigna con la videncia de un ave rara: “Existen palabras que nada quieren decir. / Son necesarias, sin embargo, y basta que aparezcan / para justificar mi poesía. / No debo ser plural ni vender mi alma a un diablo / de espejos. / Me quedo con la duda: una, dos veces, tres veces. / Hay palabras que nada quieren decir: / si sobran te expulsarán de la luz / si faltan /nada barrerás mañana con tu escoba de plomo.”
De esta forma, la poesía de López Degregori también es un territorio para que el poeta reflexione sobre su propio quehacer a través de, como ya dijimos, sentencias no por personales, menos poseedoras de una “verdad” colectiva, sentencias, decíamos, que son acaso epifanías solipsistas (no es un demérito; todo lo contrario), que en última cuenta revelan la autopercepción de la insularidad que el propio vate representa en nuestra tradición. No en vano, el traductor y ensayista Américo Ferrari también ha dicho: “No le veo antecedentes, no se puede captar en estos textos ninguna influencia directa”.
Nada hace pensar que a nuestro vate estimule esta peculiaridad per se, que lo suyo sea ejercer algún tipo de oposición o resistencia simbólica a la retórica del conversacionalismo que, en general, reina con aciertos y tropiezos en nuestro medio poético desde hace ya varias décadas. En realidad, lo que a Carlos López Degregori sacude es la búsqueda interior, la desasosegada consciencia del vacío, el paso implacable del tiempo y las cicatrices que sus engranajes dejan: “(…) entonces nací para el poema / nada que temer / que esperar / una vida confabulando con despojos / mezcles destinos / hállese un centro de aflicción / te maravilles ante una bóveda inútil…” reconoce en “El talento y el poeta” de Una casa en la sombra, a lo que doce años después en “El poeta de mil años” del libro Aquí descansa nadie, agrega, con añil dignidad sombría: “Será difícil abrazarnos / distinguir roncas nuestras voces / vociferando / en una lengua muerta / historias y canciones de mil años, / recorrer entre tantas cicatrices los rostros que tuvimos / y recordar que nos incendiamos / una noche interminable / entre relámpagos / para abrazar un amor / recién nacido / o navegamos los mares del sur / hasta el fin / buscando un tesoro que era solo huesos”.
Lo cierto es que ya son más de 40 años de poesía, repartida en trece libros, integrados en dos ocasiones bajo un único título, Lejos de todas partes, la primera en 1994 y la más reciente en 2018. A esa poco común regularidad editorial se suma este año Variaciones Victoria, un largo poema, mayoritariamente escrito en prosa, compuesto de treinta y dos fragmentos y una coda; trabajo al que se añade una serie de ocho collages compuestos por el propio autor, y que son, o funcionan -entendemos-, como la poesía visual que complementa algunos momentos del poema. A esto hay que agregar, asimismo, un elemento fundamental que se integra desde afuera con la obra: las Variaciones compuestas por Bach en el siglo xviii para que las interpretase su discípulo Johann Gottlieb Goldberg, composición musical que, de alguna forma, habría inspirado al poeta a “sacar” ese músico oculto y posiblemente “ágrafo” (en materia de composición musical) que él mismo es, para elaborar la “partitura” que es también a su manera el poema que leeremos.
Variaciones Victoria parte de una anécdota consustancial con el universo del poeta. Victoria es un cráneo que llegó a su hogar hace casi tres décadas, de la mano de un amigo médico, que quiso cumplir con esa ofrenda el deseo de López Degregori de atar con ella algunos hitos de su pasado: “Mi primera vocación fue la medicina y sabía que muchos estudiantes tienen cráneos para sus estudios de Anatomía (…). Además yo albergaba entonces un phatos que ya no poseo…”. Desde el anaquel más alto de su biblioteca, entonces, el cráneo fue convirtiéndose en una suerte de Tótem arrancado del anonimato y la fría cátedra anatómica para convertirse en sujeto: “Será Victoria, me dije. Victoria: tres sílabas como campanadas de advertencia”. Pero si el mundo del poeta limeño se ha caracterizado por el emplazamiento difuso de personajes y atmósferas claroscuras y caóticas, esta vez, el autor deja en claro desde el comienzo que “Victoria no es mi reconocimiento mórbido, ni está aquí para embelesar”. ¿Para qué está? Memento Mori = Recuerda que eres mortal revela López Degregori como quien concede una pista para esa interrogante. Así, en principio, Victoria podría ser ese elemento que ancla al individuo Carlos López Degregori a la consciencia de la finitud de la vida, porque al vate, cuya obra desde el comienzo ha funcionado también como un cuaderno de navegación interior que él ha desplegado para medir su propio tiempo en la tierra (es común encontrar en varios de sus poemarios alusiones a la edad que va cumpliendo en cada época), en esta ocasión le urge un hecho inminente. Está a punto de cumplir setenta años, lo que tiene que ser un inevitable punto de inflexión en la trayectoria de cualquier persona. “A partir de los setenta solo hay quietud, espera, inminencia. No intentarás una vida distinta. Te extraviarás en recuerdos y sueños, en un hermetismo no elegido (…)”.
De modo que, tal como inferimos, si Victoria es ese símbolo que permite al poeta aguzar su propio escepticismo para trizar las pompas del engaño que comportan las vanidades y vacuidades con que el mundo seduce, estas variaciones son la ofrenda que el poeta entrega en prenda a la noble calavera que le procura tal lucidez y perspectiva. Y lo hace desde el principio, como hemos señalado, otorgándole no solo un nombre, sino un minúsculo pero honroso Gólgota desde el lugar que ocupa en su hogar familiar, valga la redundancia.
A su vez, la última ofrenda al pie de Victoria es el libro mismo; y hay que resaltarlo. Si en toda su obra López Degregori ha dedicado libros a sus padres, esposa e hijos, estas Variaciones Victoria necesariamente tienen que ser un tributo a quien fuera Ella o Él, la compañera, esa suerte de reloj ontológico que marca los minutos cuando se le mira (“Victoria es horóloga. También es una señora que atisba en el interior de un cañón. Cuando el tiempo la desgasta, sopla humo sobre un lienzo en el que pinté mi retrato.”).
Otra manera de cantar ese homenaje se lee en el quinto fragmento del poema donde parece que López Degregori se recordase a sí mismo la oportunidad que el azar ha traído para su compañera, dejando espacio para un anhelo tácito y fantasma: “Mira ese innumerable río de cabezas calvas que se repiten con leves variaciones hasta llegar a la tuya. Si tienes suerte alguien te salvará del diluvio y buscará un nuevo Gólgota para ti. Yo solo puedo decirte al oído: Dichoso eres porque has contemplado /este misterio. / Ama a tu polvo. / Entona esta música de huesos”, y en el onceavo fragmento agrega: “(…) Que alguien recoja mi cráneo y lo llame Victoria. Ah, pídele también a Keats que me escriba un poema.”
Mas esa música de huesos, que citan los mencionados versos, son precisamente estas variaciones. ¿Pero quién las compone?, ¿quién las ejecuta? Por momentos pareciera que ambas artes fueran experticia exclusiva del poeta, en otros, pareciera que fuera la bóveda craneal de Victoria donde tales procesos se dictan y ejecutan. ¿Acaso es que López Degregori haya “esculpido” el busto de un cráneo bifronte, fusionándose por instantes con Victoria, desde donde ambos sopesan el paso del tiempo y se resisten a morir, observando, sopesando lo que resta del día (de la vida), de pie, a espaldas de la muerte?
En esa misma línea, y en una obra labrada por un poeta que se define crepuscular y apocalíptico, hay instantes en este poema en donde el vate abandona los ejes descentrados de su universo, añadamos, irreligioso, y atisba cierta trascendencia a la que llega aquilatando sin falsas modestias -despliegue inédito en su obra- su arte poética. Así, en el fragmento doce esgrime: “… Soy invaluable, impagable. Soy el sueño más el insomnio. Soy toda la música que compondrás en tu vida. El insomnio es: El sueño es: El intervalo entre ambos es un Yo Victorioso. Yo es Un Canon que se reitera pausado y melancólico en la última variación. Yo se apacigua, al fin se duerme y es de nuevo Yo.”, mientras que el catorce refiere: “Y crecí. Fui desdoblando vidas muy lejos de Tarcisio y de Dominguito de Val. No comulgo, pero ahora creo en un Dios a la medida de mi extrañeza. Es la resistencia de mis huesos, de mi cráneo que será una catedral si así lo dispones.”
¿Qué otra cosa puede inferir sino el verso final YO ES VICTORIA? Victoria que llegó a casa de López Degregori envuelta en periódicos dentro de una caja de cartón, por lo menos, hoy en día, tiene tanta vida que puede inyectarla, si acaso fuera necesario, a su benefactor, el poeta, para que este cante su pequeño, nadiente triunfo. Y nosotros junto con él, conscientes -en tanto cuerpos- … del final idéntico que nos aguarda.
Cabe añadir que estas variaciones no solo se limitan a ser leídas con las herramientas que él poeta propone: los treinta y dos fragmentos, el canon final y la poesía visual de sus collages, ni tampoco únicamente con las Variaciones Goldberg que son su consustancial banda sonora, aquí hay evocados otros elementos de la cultura occidental que también obran como llaves para abrir las cámaras oscuras de este poema. Las fresas salvajes de Bergman, en especial, la secuencia del sueño que angustia al protagonista de la mencionada película, el doctor Isak Borg, es una de esas llaves. Lo son también los bodegones o naturalezas muertas conocidas como Vanitas (“un subgénero artístico por lo general de alto valor simbólico y alegórico que incluyendo cráneos, esqueletos, cruces, relojes de arena y otros accesorios, resalta la vacuidad de la vida y la relevancia de la muerte como fin de los placeres mundanos”, podría ser su definición tal como arroja una búsqueda rápida por internet). A la luz de todo lo leído, podríamos ensayar que muchos momentos en los poemas de la obra general de López Degregori son su forma particular de continuar en este tipo de arte barroco. En Variaciones Victoria, por ejemplo, el autor de esta reseña reconoce una viñeta de este tipo en la minuciosa descripción que el poeta hace de lo visto una vez al interior de “(…) Una casita con su cruz al borde de la carretera (…) Salustiano Tapia – 1947. Adentro había un cráneo tal vez precolombino. Los familiares lo hallaron y le encomendaron volverse compañía y señal. En los huesos una araña había tejido una tela que después abandonó (…) Solo quedaba esa bolsa colmada probablemente con sus huevos que no fructificaron. Una fosa común a su manera, una momia fabricada con la seda líquida (…) Mira: la bolsa que dejó la araña parece un cráneo. Cuelga pequeño de la bóveda ósea (…)”.
En un país donde los índices de lectoría son bajos -siempre lo han sido- o, mejor dicho, en un país que se adscribe como una pieza más a un mundo que se encamina a extraviar (¿a perder?) viejos hábitos como el de la lectura bajo capas y capas de noticias que tratan sobre la corrupción moral de políticos y gobernados, además de horrendas dosis de entretenimiento inútil que solo puede reproducir lo mismo, nada presagia que obras paganas y profundas, que, creemos, han calado un intersticio en el tiempo, en la duración, como la de Carlos López Degregori, sean leídas con la atención que merecen. Sin embargo, permanecen, continúan reproduciéndose -hoy que el poeta se ha retirado de la cátedra universitaria este libro sugiere que ha elegido vivir su ceremonia jubilar desde la creación- para quien desee acercarse a ellos porque, aunque la casa más duradera siga siendo la horca, aquí, en este libro negro, la vida triunfa: una vez más: YO ES VICTORIA.
Postdata: Variaciones Victoria ha sido objeto de una muy hermosa edición a cargo de la cuidadosa y fina Máquina Purísima Editores de Cecilia Podestá. Libro de tapa dura, foliado, viene en un estuche negro que semeja una laja de mármol sepulcral que contiene, además, la serie desplegable de gráficos alusivos que prolongan el sentido y tono de la obra, todos diseñados por el autor.
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Datos del libro reseñado:
Carlos López Degregori
Variaciones Victoria
Máquina Purísima Editores, 2020, 77 pp.