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Reseña: El tiempo es un río sin orillas (2022) de Laura Rosales

Pintura y poesía en la mirada de las palabras

Por Cesar Augusto López

Es necesario partir del pretexto o impulso poético del último libro de Laura Rosales, pues depende de un cuadro que nombra el conjunto de poemas, El tiempo es un río sin orillas, de Marc Chagall. Un vistazo rápido a la composición nos aproxima a un pez alado sobre un río, elevando un reloj de péndulo y con una mano musical que porta un violín. A lo lejos, desde el suelo y cerca al río, unos amantes se entrelazan amorosos, eróticos. No nos cabe duda que esta imagen motiva las emociones de la propuesta poética, porque se puede percibir en Rosales una búsqueda que a veces transita entre los juegos de la luz y los colores, propio de la pintura, la mirada y la ceguera, y, finalmente, el cuerpo afectado por el mundo, la carne sintiente, a pesar de que el poemario se debate entre el pensamiento y el papel como terrenos sobre los que las letras descansan. Sin duda nos encontramos ante un asombro y este siempre expondrá circunstancias de indefinición.

Siguiendo con la idea chagalliana que se manifiesta en el poemario, podemos insistir en que lo animal, lo maquínico y lo temporal, como un hecho metafísico, se dejan entrever en los versos de la poeta. Quizá esto nos pueda cuestionar, ya que la poesía moderna siempre ha procurado darles una columna a los conjuntos, a las sumatorias, un hecho que no se puede encontrar rápidamente en los veintiún poemas que componen El tiempo es un río sin orillas. Tenemos una colección de impresiones, de afectos que entremezclan algunas pistas que se repiten y de las cuales nos valdremos para presentar el libro.

Desde el primer poema, la perspectiva es fundamental para entender el exterior y se puede mezclar con otros sentidos como la escucha. Podríamos decir que la mirada puede escuchar en varios poemas. El primer texto es paradigmático, en ese sentido, porque la voz poética nos dice: “Nací con ojos grandes para escribir de lo invisible” (p. 9). No una mirada cualquiera, sino más bien el acontecimiento de la visión que echa mano de todo el cuerpo como en el tercer poema cuando una “niña ciega” (p. 13) se sirve de sus “brazos abiertos” (p. 13) para poder captar la emoción del encuentro paternal.

En el poemario la mirada siempre trasciende, quizá porque es más que eso, es el ojo instalado en el sentir y por eso se puede ver “… un nuevo día desde el interior” (p. 15), es posible ver desde la “mirada vespertina de los peces” y, por ende, la voz poética “contempla lo que no podía ver” (p. 15). Todo esto es fruto de convertir lo corporal en un gran eje de la visión que trasciende el tiempo, ya que se puede afirmar un atraer el pasado cuando la poeta dice que “Atisba [su] infancia temblorosa” (p. 15). Casi como la pincelada que juega con la vibración, así se captan los momentos o, mejor, los acontecimientos, una selección que se deja emerger en todos los poemas. No en vano nos situamos en el cuerpo porque se “mira todo a ciegas/ pues con la carne sentirás” (p. 17).  Más que juegos, es la exploración de las percepciones. Este mismo intento podría ser una trampa, porque les quitaría cohesión a las propuestas unitarias o al planteamiento general del libro, pero son riesgos que se asumen, porque el interés se encuentra detrás de las palabras mismas, a pesar de que se reconoce su territorio. Podríamos decir que tenemos en la lectura un poemario de los afectos.

La constante de la mirada que se desterritorializa se preserva a lo largo del libro con un toque vegetal que se cierra de la siguiente manera: “La poesía cae como una costra/ y sin abrir los ojos/ ascendemos en libertad” (p. 48). Esto nos puede quedar más claro con los ecos bíblicos que surgen, sobre todo, en la cuestión de la palabra como semilla, un clásico que se puede encontrar en la parábola del sembrador (Mt13, 2-9; Mc 4, 1-9 y Lc 8, 4-8). Más aún este tópico se relaciona con la sentencia de Jesús: “Les aseguro que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12,24). En el caso específico de Rosales, se seculariza la imagen y ya no es la palabra de Dios la que debe dar fruto, sino la palabra que se conquista en la poesía y que adquiere autonomía, que crea su propio mito, puesto que “El poema existía antes de ser escrito” (p. 19). Esta afirmación es plena, pero debe ser escrita y en este punto se generan las tensiones, porque se debe asumir la existencia del libro como testamento de la experiencia pura y estética sin correlato cuando “Sus frutos, comestibles y venenosos,/ se cosechan diariamente/ en valles desnudos de papel” (p. 20) o cuando se asume que “El papel guarda el viento y la alegría” (p. 30).

La palabra, en tanto verbo anterior a todo, como mito no puede desligarse del nacer vegetal. Si nos remitimos a su antecesor religioso es inevitable recurrir a Jn 1,1: “Al principio existía la palabra…” para luego presentar su forma lenta, pero segura de la planta en versos como “Aquel mundo profundo/ es mi leve reino” (p. 37) o “Soy la semilla del silencio creciendo” (p. 45). El territorio de nacimiento poético es el libro, a pesar de que el cuerpo se avecina o sería la fuente idónea que permite a la voz poética ser todo mirar. No sabemos si esta situación ríspida es superada, pero las múltiples sentencias de los poemas quizá nos invitan a recolocarnos en un universo fragmentado, a pesar del libro como espacio o medio idóneo de trasmisión del universo que propone Rosales. Más referencias bíblicas se pueden anotar como la experiencia del paso por el Mar Rojo y el cuerpo o el mismo Salmo 23, pero esos detalles los dejaremos a la curiosidad de los lectores, después de las pistas que hemos podido percibir en nuestra lectura.

Una razón más de esta reacomodación secular de la tradición religiosa se puede percibir si citamos unos versos de Carlos Drummond de Andrade que resuenan en El tiempo es un río sin orillas:

Rosales procede como esta sección del poema “La flor y la náusea”. Incluso, la náusea se presenta de manera literal (p. 50). Creemos que la razón de esta presencia tenga que ver con el vértigo de la multiplicidad que se intenta asir en los poemas por la necesidad de calibrar la mirada que se reconoce más allá de la deuda con los ojos y que no tienen un concierto más allá de la libertad de conexión emocional con los impactos que genera lo real. En el caso de Drummond, la flor se erige con mayor seguridad en medio de la ciudad, debido a que es protegida, visionada, por el poeta, mientras que en Rosales aún se la está reconociendo; la misma voz poética y su materia carnal es la semilla y la flor que se enfrenta a la ciudad, a la existencia, siendo de ella también.   

En nuestra capital el poema también es posible, porque “… en la memoria de la ciudad de las semillas,/ en Lima la dura, sin brújula ni mapas” (p. 31). Más aún, la fuerza de la poesía tiene claro, ya que se habla así misma y se dice “Avanzas con el mar del alba en la garganta/ en la transparencia de esta fábula” (p. 31). Lo mítico penetra en la ciudad que parece imposible abordar desde la simple palabra que irá creciendo con cierto silencio y ¿por qué no?, siguiendo a Drummond, con cierta “fealdad” producto del temblor de sus raíces y ramas que se asoman ante el bullicio que distrae de sensibilidad de las impresiones de la vida. Nos parece que Rosales se encuentra en esa orilla de lo difuso, pero potente del acto poético. De alguna manera, este poemario podría anteceder a una afirmación más plena de la expresión. Nos queda claro este asunto por la promesa que se empeña en estos versos: “No ignores lo que renace:/ la hierba en el concreto,/ el amor que te alcanza. […] Aquel mundo profundo/ es mi leve reino” (p. 37). Años después de silencio, se nota el retomar las palabras en Rosales que van alzándose y alcanzarían un reino más que leve, posiblemente sólido, de tronco. Eso queda al tiempo sin orillas, a la falta de prisa con la que se debe proceder con el verbo.

Laura Rosales – Foto: Revista Lucerna

Esta reseña ha querido, de alguna manera, sistematizar algunos puntos que consideramos neurálgicos en El tiempo es un río sin orillas. Por esa razón es que no hemos citado el título de ningún poema, sino que hemos procedido con soltar los versos y seguir el mismo plan de las percepciones paradójicas de sonido, luz, tiempos y tacto. En ese sentido, el lector podrá buscar, como nosotros, más sentidos de los propuestos y realizar un balance de la aventura que se propone la poeta y si la consigue en sus imágenes, estrofas y ciertos encabalgamientos que podrían ser de emoción poética como de meditación. Desde nuestro punto de vista, hay que celebrar el libro de Laura Rosales y confiar en que sus siguientes proyectos nos traigan el crecimiento de la semilla que eclosiona en sus páginas.

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Datos del libro reseñado:

Laura Rosales

El tiempo es un río sin orillas

Alastor Editores, 2022, 50 pp.