Por Carlos Esquives *
“Un resumen de mi vida comenzó a pasar frente a mis ojos”, es de las frases más citadas por aquellos que por un instante acariciaron la muerte. “¿Y qué viste?”. La mayoría respondería que los momentos más importantes de su existencia. “Era como ver una película sobre mí mismo conformada únicamente por las mejores secuencias”. Pienso, entonces, qué veré yo en mi lecho de muerte. De seguro también serán las mejores secuencias de mi vida, pero, ¿cuántas de estas serán realmente sobre mi propia vida? Me explico. Soy hombre de cine. Veo películas a toda hora, en horario de trabajo, en matiné y a deshoras. Las veo en cualquier momento, incluyendo las situaciones más absurdas. Muchos de mis sentimientos, desde los más apasionados hasta los más vergonzosos, los he vivido a través del cine. Dicho esto, ¿cuánto de ficción tendrá esa última película que veré antes de dar mi último respiro? Agrego, ¿cuántos de mi generación verán más ficción que realidad en su conteo final? Ten por seguro que en nuestras grabaciones personales veremos algo o mucho de ficción. Qué esperabas. Fuimos criados frente a una pantalla. Algunos verán escenas de películas, otros un desfile de fotos trucadas por filtros de Instagram. Aceptémoslo, gran parte de nuestra memoria es una ficción.
No hay razón para avergonzarnos. Seguimos siendo humanos con sentimientos y razonamientos. Nos apegamos a la ficción, pero no hemos anulado (del todo) nuestro conducto humanista. El cine y las redes sociales no son más que un síntoma de una nueva forma de consumo y aprendizaje de las cosas. Nos aburrimos de tanta tradicionalidad. No lo olvides: en estos momentos, muchos profesores dictan clases online usando memes. Yo, por ejemplo, proyecto escenas de la saga zombie de George A. Romero para comentar en torno a la sociedad mundial de los 70 y su reacción frente al consumismo galopante. Es bajo esa lógica que no me parece en lo absoluto descabellada la propuesta de impartir algo de historia del Perú a partir de un collage de filo satírico, amenizado por texturas de la imagen, la degradación del sonido original y continuamente sometida a una sobreimpresión de fotogramas que los pioneros del cine usaron para fabricar magia a lo Georges Mélies o para crear poesía en la imagen desde lo experimental a lo Jean Epstein (siempre los franceses). Es lo que veo en El betamax de Genaro (2020), de Miguel Villalobos. Su digestión no se reduce al trolleo cibernético dirigido a tantas personalidades infames que han pervertido nuestro país a puertas del nuevo milenio.
En una época en que hemos perdido la fe ante el gesto conservador, el chiste frente a un tema serio o la formalidad del documental convertida en pieza del YouTube Poop pueden asumirse como actos de transgresión comprometidos con reformular los modos de discursos sin extraviar el enfoque esencial, sea este académico, periodístico, social, etc. Siguiendo esa línea, El betamax de Genaro está compuesto por retazos televisivos y, en menor grado, de cine, en general, producidos entre el primer y el segundo gobierno de Alan García. En el largometraje reconocemos los rostros, escenarios y situaciones más extravagantes y humillantes de la política peruana. Las reuniones en la oficina del SIN, el “no” rotundo de PPK, el autogolpe fujimorista, Mercedes Aráoz, José Barba Caballero, Luciana León; no hay orden cronológico para la depravación. A estas escenas, se intercalan las de los programas cómicos y de entretenimiento más emblemáticos de ese largo período. Una dialéctica esperpéntica, aunque coherente, se establece entre estos dos escenarios. A esta mezcla, se suma un (d)efecto visual y sonoro. Toda la recopilación, salvo por breves secuencias, ha sido trucada o distorsionada. Es decir; es el found footage alterado, y no a un grado mínimo como sucede en la fílmica de Yervant Gianikian y Angela Ricci –rescatistas de valiosísimas fuentes visuales que van desde peregrinajes colonialistas hasta los siniestros durante la Primera Guerra Mundial–, sino a un nivel que deja en total evidencia la deformación del producto original.
La deformación del metraje es entendida como un gesto de oposición o de blasfemia frente a los acontecimientos históricos en cuestión. Es criticar, ironizar, repudiar dichas fuentes históricas, o también interpretarlas como la memoria del ciudadano promedio, sujeto al que le tocó convivir con el montaje político y televisivo. ¿Qué pensamos pues cuando nos consultan sobre el gobierno de Alberto Fujimori? Automáticamente, a nuestra mente llegan las imágenes de Vladimiro Montesinos repartiendo dinero a diestra y siniestra a distinguidos miserables. Nuestros recuerdos del país son las imágenes que en un momento se proyectaron en un televisor o en un cine. Nuestra memoria está hecha de registros digitales. Citando a Gen Hi8 (2017), de Miguel Miyahira, una de las más notables películas que haya engendrado el reciente cine peruano, nuestra memoria es la pantalla de un televisor que reproduce una grabación en donde nosotros hemos sido personajes que han actuado bajo la percepción de una realidad selectiva. Hemos sido los que nos han hecho ver o consumir. Hemos sido adiestrados desde la señal abierta a ser inconscientes. Muchos de los nuestros fueron convertidos en cómplices de segunda, testigos de la infamia. Cuánta inocencia rota, cuánta nostalgia ultrajada provocará el visionamiento de El betamax de Genaro. Me acordé de mi infancia. Fueron tiempos de fantasía, pero también de mucha ignorancia.
*Carlos Esquives (@CarlosEsquives): crítico de cine en Fotograma Gourmet.