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Reseña: María Luisa Bombal, el teatro de los muertos (2019) de Diego Zúñiga

Caballos entre la niebla

Por Sebastián Uribe

Al revisar el perfil de un escritor cuya obra no se ha leído, el interés que dicho texto despierte dependerá enteramente de la capacidad del biógrafo para hacerte cómplice de su obsesión. Un texto de estas características narra mucho más que la vida del biografiado pues, aunque esta esté llena de hechos grandiosos, espectaculares o morbosos, un perfil es el relato de una búsqueda en la que el lector es testigo de una cadena de elecciones: qué resaltar, a quién preguntar, qué contar, qué ignorar. Qué narrar. Cómo compartir esa fijación por una historia al mismo tiempo que se la descifra y, en consecuencia, contagiar la curiosidad por todo lo que este autor o autora haya escrito, con el conocimiento de las circunstancias en que dicha obra se gestó.

La obra de María Luisa Bombal ya es un clásico en los planes lectores de las escuelas chilenas, pero su nombre no está tan presente (aún) en el imaginario de los lectores peruanos, más allá de una reciente reedición de Seix Barral publicada hace unos años. Este perfil de Diego Zúñiga (Iquique, 1987) no solo explora los hitos biográficos de la autora, originaria de Viña del Mar, sino que también revela una cartografía de relaciones, influencias, amistades y conexiones que nos acerca a una época germinal para libros clave en la literatura latinoamericana del siglo XX.

Bombal, perteneciente a ese club de los denominados ‘escritores Bartleby’, como Josefina Vicens o Juan Rulfo, tuvo una producción literaria tan corta como grandiosa. ¿Por qué tan breve? ¿Era todo lo que tenía que decir? ¿Cuáles fueron los desafíos y experiencias que enfrentó durante su irrupción artística siendo una mujer chilena en la primera mitad del siglo XX? ‘El teatro de los muertos’ nos revela una vida tan trágica como estruendosa, cubierta por una niebla de prejuicios y olvidos planificados, en la que el machismo juega un rol clave para que la figura de María Luisa Bombal se disipe.

Zúñiga identifica a la muerte de su padre a temprana edad, el vacío que supuso este hecho y las figuras masculinas con las que se relacionaría en su juventud y adultez como los episodios gatilladores de la desdicha y la locura de Bombal. Hechos que provocaron las fracturas emocionales que incidirán en sus textos, permeando su sintaxis de una intensidad que busca revelar el mundo interior de sus personajes, como se sugiere en el libro:

Sin embargo, lo que sobresale es la atmósfera que construye y que será indistinguible de su estilo: la idea de que narrar no significa, necesariamente, avanzar. Su escritura se detiene, revolotea, va hacia atrás, fija su objetivo en el paisaje, en el territorio, en los detalles que le permiten ingresar en la interioridad de sus personajes, en aquello intangible que define las vidas que ha decidido narrar”. (pág. 50)

Uno de los méritos de Zúñiga es explorar potenciales vínculos entre vida y obra, es decir, cómo esta última es una respuesta a la primera, una forma de hacerle frente a la tragedia. De esto dan cuenta los fragmentos de entrevistas que el autor inserta en el libro y en la que deja colar cómo su narrativa revela en la ficción los tormentos que yacían en su espíritu:

La verdadera tragedia es así -responde María Luisa- profunda y aparentemente cubierta por un manto de indiferencia. Cada uno lleva en el fondo de su alma una tragedia que se empeña en ocultar al mundo…” (pág. 68)

Pero no todo es drama, pues el perfil también da cuenta de las amistades que Bombal sostuvo con escritores de su época, una lista abrumadoramente masculina en la que resaltan nombres como el de Pablo Neruda, Jorge Luis Borges u Oliviero Girondo. Salvo Gabriela Mistral, no serían muchas las conexiones con otras escritoras hasta años después cuando se convirtió una gran inspiración para escritoras como la uruguaya Armonía Somers, cuya identificación con la obra de Bombal da pie a uno de los pasajes más emotivos del libro:

“(…) María Luisa recibe una carta de la escritora uruguaya Armonía Somers. Se la envía desde Montevideo, en junio de 1971, junto a un ejemplar de su novela ‘La mujer desnuda’. Es una carta hermosa que devela una genealogía latinoamericana, la escritura escurridiza de una serie de narradoras del siglo XX, una hermandad que se forja en contra del costumbrismo y del realismo y de cualquier noción conservadora de la literatura (…) Novelas, cuentos escritos para el futuro, textos que no fueron comprendidos en su momento: la poesía, los deseos, las imágenes oníricas, la intimidad, la vida privada, los afectos que se desbordan y en los cuales indagan estas narradoras con un ímpetu brillante, político en muchas de ellas”. (pág. 97)

La vida rodeada de una lengua ajena en Estados Unidos y la vuelta a un Chile a punto de iniciar su período más oscuro, son eventos que definen los años finales de Bombal. En estos años, el hálito del desamparo se solidifica alrededor de ella y corroe su confianza: premios que no se dan, deudas que acechan, rupturas familiares insalvables. Llega el reconocimiento de los lectores, pero eso no resulta suficiente para vivir decentemente, ni para aliviar los remordimientos que empiezan a acechar intensamente. El silencio narrativo es definitivo, tal vez el único eco posible a una aparición tan brillante.

«(…) y un amor que va a tratar de borrar con el lenguaje privado que inventó para sus ficciones, aunque al final de estos años de gracia, al final de estos años intensos, creativos y misteriosos, de todas formas, le explotará en la cara: ese amor, esa tragedia, esa historia que parece que no se va a acabar nunca». (pág. 35)

Y este, en efecto, no se acaba, pues, como sugiere Lucía Guerra, una de las entrevistadas por Zúñiga, al margen de sus declaraciones y su posicionamiento político e ideológico, Bombal no dejó de pertenecer a una sociedad patriarcal en la que terminó perdiéndose, más allá del espejismo de inclusión que este sistema aparentó otorgarle.

‘El teatro de los muertos’ es el retrato de una autora que a través de su obra intentó despejar la bruma que le impedía vivir en coherencia con su sentir. Que en su ficción dio cuenta de una pasión cuyo vigor derribaba la moralidad conservadora de la época. Este perfil es un homenaje y una invitación a leer (o releer) a Bombal y deslumbrarse por la fuerza atemporal de su literatura, un lenguaje capaz de sobrevivir a las adversidades que vivió su autora y que resistió el olvido. Una obra que no puedo esperar a descubrir al mismo tiempo que termino estas líneas.

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Datos del libro reseñado:

Diego Zúñiga

María Luisa Bombal, el teatro de los muertos

Ediciones UDP, 2019. 141 pp.

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Reflexión: cinco apuntes breves sobre cinco poemarios del 2023

Cinco apuntes breves sobre cinco poemarios del 2023

Por Cristian Briceño

Una sana insularidad

Parece que fue ayer cuando el colectivo Poesía Sub25 infestó las redes con poemas lo-fi de manifiesta aura juvenil y convirtió al hipervínculo en un tropo determinante. ¿El problema? El acelerado agotamiento de una estética que fue asimilada por jóvenes amateurs como una moda y no como un campo de batalla digno de ser ampliado para construir en él un proyecto a largo plazo. ¿Lo bueno? Lo genial, diría yo, fue cómo el colectivo, en su afán por establecer una comunidad, dio a conocer a varios autores de todo el territorio peruano con los que no necesariamente guardaban vínculos estilísticos. Otros autores, alineados con algunas premisas del colectivo, iniciaban una mudanza de esa primera piel, iban dejando aquel sendero común para dar con hallazgos importantes en sus propuestas poéticas.

Para seguir leyendo el texto, se puede cliquear AQUÍ.

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Reseña: Chamanes eléctricos en la fiesta del sol (2024) de Mónica Ojeda

Un mundo andino psicodélico

Por Omar Guerrero

Chamanes eléctricos en la fiesta del sol (Random House, 2024) de la escritora ecuatoriana Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988) es una novela que muestra un mundo andino retrofuturista que no deja de lado los elementos tradicionales que la caracterizan, sobre todo en su cosmovisión, debido a que los mitos y los personajes fantásticos provenientes de la tradición oral aquí siempre están presentes. Lo curioso es que este espacio se encuentra intervenido a modo de un sincretismo que conjuga lo divino y lo pagano, la naturaleza y el hombre, porque todo empieza con un festival llamado “Ruido solar” cuyo nombre es tomado de un poema del autor autóctono Ariruma Pantaguano, conocido por ser un poeta postapocalíptico cuya obra reúne otras características como el cli-fi ancestral (clima ficción o ficción climática) y la anarcoliteratura juvenil (todo indica que este referente ficticio que desarrolla temáticas sobre la naturaleza y la violencia urbana, mencionado de manera muy breve al inicio, es un guiño contundente para lo que se desarrolla a lo largo de esta novela).

Ruido solar es un macrofestival que dura ocho días y siete noches. Esta es su quinta edición, por lo que ya es conocido en congregar a grandes multitudes, entre los que se encuentran chamanes, poetas, músicos, bailarines, performers, amantes del New Age, artistas de todas las latitudes y muchos, pero muchos jóvenes que al llegar allí se entregan a la música, que va desde lo tradicional o lo étnico hasta llegar a lo electrónico (este último con mucho estruendo y pogueo de por medio), lo que desata el desenfreno y los excesos; más aún con el consumo de drogas, en especial si son alucinógenas como los hongos, muy al estilo de Woodstock pero en los andes.

Todo esto ocurre en las laderas del volcán Chimborazo, en la sierra central de Ecuador, y su motivo principal es la celebración del Inti Raymi (Fiesta del dios Sol), razón suficiente para que dos muchachas residentes en Guayaquil viajen a este festival impulsadas por su deseo de aventura y sus ansias juveniles. Una vez allí tendrán la revelación de otros aspectos relacionados a la naturaleza y a su pasado, en especial con sus relaciones familiares, sobre todo con la paternidad ausente, siempre a través de visiones o recuerdos, además de sus anhelos. Por todas estas razones se asume que esta historia es un viaje fantástico, místico y lisérgico.

La novela está dividida en siete partes y transcurren de manera intercalada entre los años 5540 y 5550 del calendario andino. Sus personajes principales son Noa y Nicole. Ellas son dos amigas que salen de Guayaquil no sólo por su interés en el festival sino por su deseo de alejarse de la violencia que impera en su ciudad, además de un interés personal y familiar para una de ellas. Se suman otros personajes juveniles como Mario, Pedro y Pamela (esta última está embarazada pero no sabe el sexo de su bebé, por lo que lo llama “hije”). A todos ellos se les cede la voz como narradores, o como un coro de personajes sólo para brindar sus experiencias dentro del festival, más aún de la euforia que sienten con la música y la magia que ofrece el paisaje, en especial la fuerza telúrica del volcán con sus sismos u otras manifestaciones que provienen de la misma naturaleza, lo que produce ciertos impulsos o reacciones en las personas como si existiese una conexión entre la tierra y el cuerpo: “Si un volcán estallaba le daba fiebre, si caían cenizas del cielo dejaba de comer, si la ciudad se inundaba por las lluvias tenía pesadillas que la hacían gritar” (p.11).

Otro de los impulsos es la necesidad de acercarse a la cosmovisión andina, en especial a los personajes tradicionales que se presentan como parte de la fiesta y el folklore. Un ejemplo de ello es el “yachak”, considerado como un chamán que sabe o que es un conocedor, al mismo tiempo que es un sanador. Otro ejemplo es la fascinación que despiertan los “Diablumas” para el personaje de Mario, quien los define de la siguiente manera: “Un Diabluma tiene dos rostros: uno que mira hacia adelante y otro que mira hacia atrás. Tiene colores y doce cuernos. Solo el Diabluma prende el fuego de la fiesta del dios Sol, eso se sabe” (p.23).

Con estas experiencias surge también la fascinación por la palabra, sobre todo al conocer a un personaje al que se le menciona con el nombre de Poeta, aunque la importancia del arte de los versos no proviene de lo que crea este personaje en mención, sino de otros poetas reales de mucha tradición que se insertan en esta ficción para darle verosimilitud a la historia, más aún si su ámbito es andino y latinoamericano. Es el caso de Ernesto Cardenal con su poema “Cátinga I”, o de Jorgenrique Adoum con su poema “El amor desenterrado”, y Jorge Eduardo Eielson con su poema “Firmamento”. A este último se le cita como parte del discurso de uno de los personajes juveniles: “Carla quiso que uno de nuestros temas sonara en la luna, pero no tuvimos suerte poniéndonos en contacto con la NASA. La canción se llama «Deseo de firmamento» y su letra es un poema de Eielson: No escribo nada / que no esté escrito en el cielo / la noche entera palpita / de incandescentes palabras / llamadas estrellas” (p.102).

Es indudable que la presencia de los elementos fantásticos del mundo andino, en general, no sólo ecuatoriano, como sus mitos y seres sobrenaturales, sean divinidades o condenados, propios de un bestiario, son quienes cobran un mayor realce con la sola mención de sus nombres, pues así se evidencia: “Naturalizó versiones de la serpiente Amaru, del Huiña Huilli, del Jarjacha, del pájaro Inti y de Quesintuu y Umantuu, las sirenas precolombinas del lago Titicaca. Me aseguró que aquellas criaturas eran reales que habitaban en los bosques y en las montañas” (p.149).

Resalto que estos seres sobrenaturales corresponden a un mundo andino en general, y que la autora sabe utilizar como recurso, porque estos se presentan en todos los países de la comunidad andina, más aún por compartir una similitud en su geografía: “A tu abuela le gustaban las sirenas bolivianas, chilenas y peruanas, le dije: las de los lagos Titicaca y Poopó, las de la Laguna de Paca, las de la Laguna Negra. Sirenas Chilotas, shumpalles y pincoyas” (p.209).

A estos seres sobrenaturales se añaden los personajes fantásticos que se caracterizan por su aspecto sombrío y cruel sin importar siquiera que se traten de los miembros de una misma familia. De ahí que se le denomine a su autora como una representante del “Gótico andino”, temática que ya se ha trabajado en su libro de cuentos “Las voladoras”. Aquí dos ejemplos: “A mis ojos, mi madre era oscura, alguien que hurgaba con desesperación en los intestinos del mundo y que se encerraba para reproducir las bestias del bosque” (p.132).  “La gente del pueblo decía que en las madrugadas, la cabeza voladora de mi madre se desprendía de su cuerpo y flotaba hacia el bosque para invocar espíritus perversos” (p.150).

Por supuesto que también existen seres benévolos, sobre todo dentro de la fauna. Aquí se mencionan a ciertos animales que otorgan bondades o que son beneficiosos para el hombre. Y no sólo me refiero a los animales salvajes de esta región como el cóndor, que son de buen augurio, sino también a los animales domésticos como el perro, que no sólo brinda compañía, sino que también es partícipe de ciertos acontecimientos. Incluso, hasta ayuda a revelar algunos hechos ocultos como desenterrar un feto escondido en el bosque (p.148). Con este ejemplo es evidente que, a pesar de las bondades de los animales, lo sombrío no deja de manifestarse

Sin duda que el resultado de toda esta oscuridad es el miedo, no sólo por lo sobrenatural, sino también por la misma realidad relacionada con la violencia, tanto del hombre como de la naturaleza, entendidos ambos como amenazas, dejando en evidencia la vulnerabilidad de las personas, o de las víctimas, más aún si se trata de mujeres: “[…] el Poeta cambió la emisora y yo pensé que nada cambiaría nunca: que siempre tendríamos miedo de los narcos, de los militares, de los policías, de las autodefensas barriales, de la pobreza, de la impunidad, de la indiferencia, de las erupciones volcánicas, de los terremotos y de las inundaciones, es decir, del cielo y de la tierra por igual. Siempre tendríamos miedo y no habría ningún sitio a dónde ir porque ni las ciudades, ni el páramo, ni la selva, ni el océano eran seguros” (p.165). 

Y a pesar de intentar refugiarse, o evitar el miedo, la violencia siempre se manifiesta como si fuese una característica de un país o de todo un continente, dando paso al espanto y al dolor que ya no se puede esconder: “En ocasiones también ayudaba a los vecinos a recoger los cadáveres de las calles. Al principio esperábamos a que viniera la policía e hiciera lo que tenía que hacer, pero tardaban horas, incluso días en llegar, y mientras tanto el barrio convivía con el cuerpo en descomposición de alguna persona asesinada por los sicarios. No queríamos que los niños lo vieran: cubríamos los cuerpos, los movíamos de las vías y limpiábamos la sangre” (p.282).

Junto a todas estas características se suman las referencias de distintos nombres relacionados con la cultura de un país y una región. Y estas menciones no son sólo literarias sino también artísticas y hasta musicales. Es así como se mencionan los nombres del poeta ecuatoriano Efraín Jara Idrovo (además de los ya mencionados), la pintura de Oswaldo Guayasamín, la música de Rita Indiana, de Bomba Estéreo, Dengue, Dengue, Dengue y Los Jaivas.

Y como lo sonoro tiene una gran repercusión en la novela, la autora ha decidido trascender la ficción al crear una playlist para que cualquier interesado se traslade a la festividad de Ruido solar a través de la música:

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Datos del libro reseñado:

Mónica Ojeda

Chamanes eléctricos en la fiesta del sol

Random House, 2024

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Reseña: Un lugar soleado para gente sombría (2024) de Mariana Enríquez

El mal que acecha

Por Omar Guerrero

Un lugar soleado para gente sombría (Anagrama, 2024) es el tercer libro de cuentos de Mariana Enríquez (Buenos Aires, 1973). Esta nueva publicación está compuesta por doce relatos donde, como ya es costumbre en su obra, aparecen fantasmas y monstruos, además de predominar lo oscuro y lo tenebroso a través de hechos insólitos. Y todos estos elementos pueden considerarse como algo propio de lo fantástico, tan peculiar en la tradición literaria argentina, más aún en el género del cuento; aunque aquí las historias terminan apoderándose de lo gótico y lo siniestro, lo que da como resultado un terror que en realidad asusta, que produce miedo y que hasta hiela la sangre. Se suma el deterioro del cuerpo y la enfermedad, en cómo el ser humano pierde su belleza y juventud para convertirse en un ser que produce espanto o repulsión, sea propio o ajeno, más aún cuando se inserta lo pútrido o lo ya descompuesto previo a la muerte. Y ni qué decir la muerte en sí. Aquí tampoco se puede dejar mencionar el miedo correspondiente a una etapa política traumatizante para la mayoría de los ciudadanos de un país que fue sometido a una cruel dictadura.

Cabe aclarar que la precisión de la autora para construir estas historias resulta sorprendente, además de magnífica, lo que merece más de un ejemplo o cita sólo para demostrar su maestría al narrar y describir una serie de situaciones donde la anécdota se ciñe en el mal que acecha, que atemoriza y que perturba. Y esta redundancia, desarrollada en distintas circunstancias, es más que un mérito.

En “Mis muertos tristes”, una mujer médica ve muertos o fantasmas, entre ellos, el de su madre, aunque este no parece ser el problema si se compara con la violencia que se vive en su barrio de clase media: “Mis vecinos hacen reuniones de «seguridad». No consiguen mucho. En el barrio hubo algunas invasiones a casas, robos violentos, le pegaron a una anciana. Es horrible lo que pasa. Pero ellos son todavía más horribles. En las reuniones gritan que pagan sus impuestos (es parcialmente cierto: la mitad evade lo que puede, como todo argentino de clase media), que se compraron armas y hacen cursos para usarlas, y describen las maneras en que piensan que la policía debe actuar: siempre proponen el asesinato, el insulto, el ejemplo medieval o el ojo por ojo o cosas por el estilo” (p. 9, según versión digital: lo mismo para las siguientes citas).

La consecuencia de esta violencia recae en los muertos, quienes recurren a la protagonista como si se tratase de una médium sólo para reclamar una injusticia que ha quedado pendiente: “Entonces aquí estaba Matías de apellido italiano, muerto a cuadras de mi casa, y yo no sabía por qué tocaba la puerta ni me había enterado de que su asesinato había sido tan cerca” (p. 23). Y ante estas situaciones paranormales a la protagonista no le queda más que aceptar que el mal no procede de la muerte sino de la vida misma, de lo que está cerca, en la propia realidad.

En “Los pájaros de la noche”, una mujer tiene el rostro deforme. Una manera de escapar de su realidad es establercer contacto con la naturaleza rural a pesar de que esta no deja de tener relación con todo lo malo que puede suceder en la vida: “Tengo que volver a los pájaros. Todos los pájaros son mujeres que han recibido un castigo. En los mitos populares de nuestra provincia, Entre Ríos, pero también de Corrientes y de Misiones (tengo un libro que ubica cada mito en detalle), el castigo para la desobediencia, la mala conducta o el amor desesperado es ser transformada en ave” (p. 32). Parte de lo malo también atañe a seres inocentes que han sido víctimas de la crueldad: “En el diario decían que la niña, que se llamaba Juana, había aparecido «desgarrada». Millie, esa tarde, quiso conectarse con su espíritu. Dejó chorrear sus pinturas junto al árbol donde apareció el cuerpo de la niña; el dibujo tomó una especie de estrella atrapada en un círculo. Recitó algunas palabras con los ojos cerrados y esperó” (p. 37). Aquí la trascendencia de la muerte, o el contacto con el más allá, parece ser el único consuelo.  

En “La desgracia en la cara”, se hace presente el tema de la violencia de género como una recurrente, lo que ya produce cierta conmoción: “El orden y los detalles del relato de la violación eran siempre los mismos, como si ya no fuese capaz de recordarla de verdad y repitiese una historia vieja, una leyenda” (p. 49). Y no sólo es la mención a estos hechos repulsivos sino también cada uno de los detalles: “No la violó sobre el camino. La apoyó contra un árbol. No le dijo que no gritara, no le tapó la boca, y ella lloró todo el tiempo de miedo y de dolor” (p. 50). Lo asombroso es que estos delitos tienen conexión con el ámbito familiar, por lo que el dolor se multiplica.

En “Julie”, se presenta a una muchacha extraña que tiene un aspecto desagradable. Su imagen es descuidada y llama la atención: “En las fotos que enviaba Julie siempre aparecía seria, mal vestida y, sinceramente, fea. Gorda. Hinchada quizá, y con el pelo enmarañado y débil. Parecía una enferma grave” (p. 74). Julie vive en Estados Unidos. La narradora es la prima de Julie, quien cuenta los problemas que existe entre su padre y la mamá de Julie. Ambos hermanos discuten y se mantienen aislados, no se llevan bien, hasta que Julie llega a la Argentina con la posibilidad de ser tratada, pues sólo se sabe que tiene sexo con espíritus. Existen otros comportamientos en Julie que también llaman la atención. Por eso, decide ingresar a una casa de reposo en Uruguay donde se supone que será feliz a pesar de ciertas truculencias que a ella parece agradarle: “Me contó sobre las primeras visitas, sobre las diferencias entre los visitantes: a uno le gustaba especialmente lamerle el agujero del culo, lo dijo así, como una bestia, y casi me mareo: estaba perdiendo la elegancia. O quizá de verdad estaba loca” (p. 85). Aquí no deja de llamar la atención la reacción de la familia ante la decisión final de Julie.

En “Metamorfosis”, se habla del deterioro del cuerpo, sobre todo de la enfermedad, entendida como el motivo de una transformación no deseada pero que, por extraño que sea, resulta atractivo: “Primero busqué miomas online. No todos eran tan bonitos como el mío. Algunos eran granulados y otros tenían muchas cabezas, más jengibre aun, pero un jengibre feo, digamos como uno de esos animales con globos que hacen los payasos (o que hacían en las fiestas de mi infancia)” (p. 92). Lo extraño es que parte de esta transformación produce cierto gusto hacia lo amorfo o lo anormal: “Mi espalda, ahora, tiene otro relieve. Tiene algo de dragón, Colson tatuó la piel de colores y parece tornasolada. Una falsa columna de saurio. Algo de camaleón, de lagarto, de serpiente mítica, de sangre fría” (p. 98).    

En “Un lugar soleado para gente sombría”, se recurre al género periodístico para dar a conocer un hecho real que ocurrió en el mítico Hotel Cecil de Los Ángeles, conocido por ser un lugar donde ocurrieron crímenes y hechos inexplicables. Se añade la muerte en extrañas circunstancias de una muchacha canadiense llamada Elisa Lam: “Le tuve que contar el caso. Elisa era una turista muy joven que, quizá por ignorancia sobre el pasado del lugar, se alojó en el hotel Cecil del centro de Los Ángeles. El lugar es conocido no sólo por tragedias, suicidios, crímenes y demás, sino porque ahí se alojó durante un tiempo el asesino serial Richard Ramírez […] La encontraron veinte días después flotando en el tanque de agua del hotel, ahogada, desnuda, con toda la ropa y pertenencias dentro del agua. Uno de los huéspedes se dio cuenta porque el agua salía negra de las canillas y la ducha y, claro, un poco apestosa. Elisa se pudrió flotando en el tanque y los huéspedes la bebieron” (pp. 101-102). Además de centrase en esta muerte, la narradora se da tiempo para conocer otros escenarios de Los Ángeles donde llega a tener contacto con un joven adicto que le hace recordar a un amigo fallecido llamado Dizz. Se trata, sin duda, del lado sórdido de la ciudad, aunque no menos sórdido es la concurrencia de muchos interesados en la muerte de Elisa Lam, quienes ingresan al hotel con el único fin de tener algún tipo de contacto sólo para tener más información de lo sucedido: “Una de mis mejores amigas, que vive en Los Ángeles, es una obsesa de lo paranormal en la ciudad, y me contó que hoy día la gente se reúne alrededor del tanque donde Elisa murió, esperando una señal” (p. 104).

En “Los himnos de las hienas”, el narrador es un joven que tiene una relación amorosa con Mateo, un muchacho apuesto de cabello largo e hijo de padres ricos que no tienen ninguna objeción hacia los gustos de su hijo. En la casa de Mateo se habla del antiguo zoológico del pueblo que más parecía una cárcel y que sufrió un incendio premeditado donde algunos animales murieron quemados. Otros animales, sin embargo, lograron escapar, aunque luego fueron atrapados. Los únicos animales que desaparecieron sin dejar rastro alguno fueron las hienas. Esto motiva a Mateo y al narrador hablar en la intimidad sobre el sexo de estos mamíferos carroñeros, pues consideran a las hienas como animales trans por su peculiaridad. Al día siguiente ellos visitan el cementerio del pueblo y un lugar llamado el Palacio de los Aguirre que se encuentra desolado y que era considerado como un campo de concentración: “Sí, se sabe que torturaban en el sótano. Pero fue muchas cosas más. La casa de verano es de los ricos estos, que bytheway son los dueños de todos los quesos que te comiste anoche, así que al Mal ya lo tenés incorporado” (p. 129). Este lugar se encuentra en ruinas, aunque aún quedan restos de su esplendor de influencia europea. También quedan algunos rastros como si allí viviera alguien, o como si fuera visitado con regularidad. Mateo y el narrador encuentran ropa usada que bien podría haber pertenecido a gente que ya está muerta. Mateo se pone una blusa vieja y enseguida suceden cosas siniestras como la presencia de un hombre calvo que los ataca en medio de muchas camas donde se escucha el llanto de gente que no se puede ver: “Miré alrededor: había muchas, como en un dormitorio comunitario de un orfanato o de una prisión. O de una sala de torturas. Mateo estaba medio desmayado, pero el hombre no dejó de pegarle y, cuando por fin pude moverme y corrí, me caí al piso. Tenía los pies atados” (p. 134). Este hombre calvo demuestra su resistencia para provocar el mal sin importar rebanarse una oreja, la nariz o la comisura de los labios sólo para mostrar una mayor sonrisa llena de sangre. Todo es grotesco y terrorífico. Parece un mal sueño o algo imaginado, pero no es así, sobre todo con el sonido de las hienas a lo lejos en medio de una inesperada oscuridad.  

En “Diferente colores hechos de lágrimas”,llama la atención el epígrafe del poema “Absoluta” de César Vallejo donde sobresale el verso: “¡Ay, la llaga en color de ropa antigua!”. Todo empieza cuando una mujer, dueña de una tienda de ropa vintage, visita una casa decadente pero acaudalada que ofrece ropa usada. Allí conoce a un anciano llamado Noé Seidel que aún guarda los vestidos de su esposa fallecida: “Tenían el olor de su mujer, eran su presencia encerrada en un ropero, no quería volver a sacarlas buscando un aroma que se perdía con los años, no quería ver en el espejo, de reojo, su fantasma acomodando la cintura y frunciendo la nariz si no estaba conforme: No quería pasar lo que le quedaba de vida con ella. Había más vestidos, pero los iba a regalar a familiares o donar al Museo del Vestido que estaba muy interesado” (p. 142). Una vez que la narradora tiene posesión de algunos vestidos y otras joyas, se junta con sus otras amigas y socias sólo para averiguar más sobre la antigua dueña, de quien llegan a saber que se llamaba Susana Swanson, que era muy rica, que murió de cáncer, y que le fue infiel a su marido con un médico pobre, pues también logran conocer una antigua noticia sobre un ataque violento ocasionado por el empresario Noé Seidel en los años ochenta. Sin tomar en cuenta esta información, las tres amigas se prueban los vestidos y encuentran que una de estas piezas les produce diferentes cortes, heridas y golpes que nunca habían tenido en el cuerpo. Se asustan, se quitan la prenda y lloran de miedo. Intentan serenarse y piensan que esto sólo les pasa a ellas, que quizá no suceda con sus clientas, pero lo siniestro llega a manifestarse en toda su dimensión. Esto queda confirmado con un correo del anciano donde les muestra su desprecio tan igual como lo hacía con su difunta esposa. También se confirma con el arrebato de la narradora sólo para provocar un mayor espanto.  

En “La mujer que sufre”, una mujer hipocondriaca siente al mismo tiempo curiosidad sobre algunas enfermedades. Mientras más graves o extrañas sean, mayor es su interés, pues es evidente su gusto hacia estas afecciones de las que siempre escucha con atención: “Algún hijo de su madre mandó una cadena para una pibita que tenía una enfermedad en la piel. No me acuerdo el nombre entero, pero algo con gangrena. Las fotos, no sabés. Tenía agujeros por todos lados. Llagas. No me la olvido más” (p. 156). Se suma la constante presencia de otra mujer que se muestra como una intrusa, muy parecida a un fantasma, y que, además, tiene la peculiaridad de que siempre sufre. “No entró al foro de hombres con cáncer, no era lo mismo. Todavía el chico no había hecho una aparición en su casa. A lo mejor no estaba ahí. La mujer que sufría tenía enfermeros en su casa” (p. 168).  

En “Cementerio de heladeras”, una mujer recuerda sus juegos de infancia que se convirtieron en algo grave. Todo ocurrió en un lugar sombrío llamado como el título del cuento. En este sitio ocurren otros hechos macabros como la vez en que llegó un hombre cargando a su hijo degollado: “Un hombre, decían, llegó al cementerio de heladeras con su hijo en brazos, un chico de seis años, degollado. Un sereno lo encontró y el hombre dijo que venía a enterrarlo. El cuerpo del chico tenía mutilada la mano derecha: el padre, se contaba, le había cortado todos los dedos, que guardaba en el bolsillo de la campera” (p. 175). Y aquello que fue tan grave en la niñez de la mujer queda como un remordimiento. Este último sentimiento la persigue desde que tenía trece años hasta pasado los cuarenta. Se incluyen las preguntas que recibe para intentar explicar lo que se considera insólito: “Y después, como pasa siempre, alguien preguntó sobre si habíamos visto algo sobrenatural o vivido una experiencia de mucho miedo” (p. 183). Ella regresa al lugar de los hechos para intentar resarcir en algo el delito cometido sin saber que la espera una experiencia que se convertirá en algo escalofriante.

En “Un artista local”, una joven pareja de esposos sin hijos viaja a un pueblo llamado General Moore que se encuentra semiabandonado por culpa de la falta de trenes. Allí serán testigos de una serie de hechos como observar el santuario que se le hace a una mujer cuya historia se centra en haber dado de lactar a su bebé aún después de muerta: “¿Te gusta ella, la santa? No, confesó Ivana. Se acercó a mirar de cerca la imagen y frunció la nariz. Cuando la hacen así, especialmente, medio verdosa para dejar claro que ella está muerta y el bebé sigue vivo, tomando la leche podrida de su teta, es peor” (p. 191). En su estadía también se menciona la pandemia y sus consecuencias, entre ellas, una mayor desolación en el pueblo. Sin embargo, se puede observar la exposición de un artista local que resulta singular, lo que resulta atractivo para la pareja, sobre todo para la protagonista, razón para querer conocerlo sin saber el riesgo que corren con ello: “El hechizo se rompió cuando una de las tres viejas cerró la puerta. Hizo un ruido desproporcionado, como si fuese metal. Como de bóveda de banco. Y dentro las voces sonaban como en una iglesia, como la iglesia que faltaba en ese pueblo. Ivana escuchó que Lautaro lloraba y le decía: no me escuchaste, no me escuchaste. Ivana por fin encontró los ojos de Lautaro, que estaban desenfocados” (p. 206). Asombra que lo monstruoso se manifiesta para dar paso a un final que no se espera, o que no se puede creer por el grado de espanto.

Mariana Enríquez

En “Ojos negros”, uno de los mejores y más terroríficos, bastante preciso para dar fin a este libro,se cuenta la historia de una mujer que trabaja para una ONG atendiendo a gente sin recursos. Este trabajo lo hace en grupo. Tiene como compañera a una muchacha bastante empeñosa llamada Flora. Ellas salen a la calle de noche junto a un conductor de apelativo “Chapa”. Los tres atienden brindando comida, abrigo y consejos a los más pobres sin dejar de tener cuidado ante los peligros que se puedan presentar: “No todo era dulce y pobre gente buena: un par de hijos de puta violaban de noche o toqueteaban, había algunas brujas bien temibles que, yo sabía, hacían trabajos detrás de la palmera, y estaban los perturbados que uno podía entender y compadecer, pero además de cortarse ellos mismos, los brazos por lo general, muchas veces empezaban peleas que terminaban con heridos” (p. 214). Y no sólo se trata del posible peligro con la gente con la que tienen contacto, sino también de los lugares que visitan, la mayoría con pasados sombríos o tenebrosos, y donde siempre suceden cosas raras, como el caso de un antiguo cuartel, en clara referencia a lo sucedido en la dictadura militar: “Se contaban demasiadas historias de esos lugares. Algunas violentas, otras paranormales. Decían que uno de los lugares era un excuartel. Flora, que conocía bien la ciudad, aunque vivía en provincia, decía que no, que el cuartel estaba cerca pero no era el predio que se usaba como refugio. Lo que sí: la morgue estaba al lado. Muchos hablaban de manos que los tocaban de noche. Qué diferencia había entre una mano fantasma y los peligros de la intemperie real, me preguntaba yo, pero no decía nada” (p. 215). Una noche, justo después de finalizar su trabajo, y ya dentro de la camioneta donde realizan los despachos, se les aparecen dos niños de aspecto extraño, pues parecen de otro tiempo, demasiados pulcros y con una forma de hablar nada relacionada a la calle. Estos dos niños se presentan como dos seres fantasmales que luego tomarán un aspecto monstruoso: “Entonces el más grande levantó la cara y le vi los ojos. Eran negros. No había esclerótica, ni pupila, ni iris; eran relucientes y de obsidiana. Como si estuviese ensayado, el otro también levantó la cabeza. Tenía dos huecos negros donde debían estar los ojos, pero los agujeros reflejaban las luces y me reflejaban a mí” (p. 219). “Flora y yo nos asomamos. Ella, solo por sostener su berrinche de superiora moral, dijo que le parecían perros. Eran los chicos. En cuatro patas. Pero no corrían como primates: eran arañas veloces, los culos flacos para arriba, nada humano en sus movimientos” (p. 220). Lo peor es que este peligro se transforma en una amenaza que mantiene en vilo al lector, y también a los personajes, sobre todo al intuir aquello tan terrible que va a suceder.

En resumen, se confirma que este libro de cuentos es más que formidable. Es uno de los mejores de la producción de Mariana Enríquez junto con Las cosas que perdimos en el fuego. También se puede decir que es uno de los libros más importantes que han aparecido este año, razón por lo que se celebra y se disfruta. Por eso mismo se recomienda su lectura. De ahí la necesidad de explayar este texto sólo para demostrar el entusiasmo por estos cuentos tan bien logrados que es mejor no leerlos de noche. Una última recomendación: existe una playlist elaborada por la misma autora a partir de las canciones que se mencionan al final del libro en la parte de los agradecimientos y que se puede escuchar en el siguiente enlace:

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Datos del libro reseñado:

Mariana Enríquez

Un lugar soleado para gente sombría

Anagrama, 2024

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Reseña: Diario de Koro (2021) de Gastón Carrasco

Irrupción gatuna

Por Sebastián Uribe

Toda exploración del amor comienza por una pregunta sobre el lenguaje. Ambas implican el examen de la forma en que nos comunicamos y, por ende, nos relacionamos con nosotros y los demás. ¿Cómo expresar lo que sentimos y, al mismo tiempo, ahondar en lo que somos, lo que nos rodea y los lazos que nos vinculan? Diario de Koro puede leerse como un registro de esta búsqueda. Un diario que busca alejarse de su naturaleza, al oponer la forma de medir el tiempo con el nacimiento de una cronología personal. Una que gira en torno a la unión entre un poeta y un felino.

La relación de Gastón Carrasco (Santiago, 1988) con Koro empieza cuando este último tiene un mes de nacido y viaja maullando en una caja de zapatos, y se desarrolla a lo largo del confinamiento que vivimos en la pandemia. Durante dicho periodo, que hoy nos puede parecer lejano, Carrasco empieza a indagar en la intimidad del hogar y las dinámicas entre los seres que la habitan, comenzando por sí mismo:

“El vecino de arriba golpea, se sienten golpes de bastón: un recluso mandando mensajes sobre fugas. Pierdo el interés, sigo el ejemplo de Koro y me enrollo en mí mismo para dormir”. (p. 16)

Este acto podría ser una declaración de principios que se vislumbrará a lo largo del libro, compuesto por anotaciones sobre las nuevas rutinas que se originaron, las reflexiones que estas provocaron y los hallazgos sobre lo que uno llevaba a cuestas hasta dicho momento. De ahí que se entremezclen desde citas de libros leídos hasta películas vistas, pasando por las más simples acciones de Koro deambulando por los ambientes de la casa, confluyendo en una nueva percepción de la dinámica que rodea e interviene en el narrador.

La horizontalidad de la relación entre ambos, como contraposición al vínculo común de amo-mascota, crea un nuevo lenguaje en el que confluyen poesía y naturaleza, lecturas y maullidos. Tanto Koro como Carrasco se aproximan al teclado tanteando con la posibilidad de romper la quietud de este y así escribir letras palabras, frases, textos, pensamientos y emociones. Más que interrupción, hay una irrupción felina: el lenguaje que se está formando no se corta ni se detiene, sino que se expande y enriquece con cada gesto de Koro, desde el más nimio al más extraño:

“Ahora duerme sobre el teclado, escribe con el cuerpo, prescinde de las palabras, no importa el vínculo ni las relaciones, escritura automática de signos, predilección por las consonantes, como ese sonido que hace al ver una polilla: kkkkkkkkkk”. (p. 66)

De esta manera, puede decirse que Diario de Koro es una ruptura con la monotonía del lenguaje que nos rodea a diario al impregnar lo que se escribe con matices bárbaros, salvajes e inesperados, llenos de errores que dislocan el automatismo. Una marca particular que se refleja en el texto, para así “sonar juntos”. Un principio de unión y cooperación, como se menciona en una de las anotaciones, que diluye la individualidad y el encierro, tanto físico como emocional.

“Acariciarse es apretar el lenguaje. Constriño y uno palabras como en un neologismo. Una forma simple de unirse a otro. Las letras juntas componen el follaje”. (p. 26)

La existencia de Koro, ese ser libre y lúdico, nos remite a la corporalidad como un mecanismo de afirmación y supervivencia. Sobre cómo la ternura que provocan sus gestos y huellas (o, incluso, sus pelitos) permitió resistir en un escenario copado por la desolación y la congoja, y que parece no haber desaparecido del todo. El libro de Carrasco es una invitación a abrir el lenguaje, a impregnarse y enriquecerse de otras formas de existencia y así, escapar, salvar nuestros sentimientos de la peligrosa recarga del circuito cerrado de una mente ensimismada por completo.

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Datos del libro reseñado:

Gastón Carrasco

Diario de Koro

Laurel, 2021, 82 pp.

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Reseña: Sobre los ríos que van (2014) de António Lobo Antunes

La nebulosa del recuerdo

Por Sebastián Uribe

¿De qué manera la inminencia de la muerte es un disparador de la memoria? ¿Cómo mantener la calma ante las imágenes del pasado que nos bombardean, caóticas e ilógicas, al mismo tiempo que nos abate la enfermedad? ¿Cómo el dolor permea nuestra manera de recordar? António Lobo Antunes, reconocido como uno de los más destacados novelistas contemporáneos, explora estas sensaciones a través de la borrosa lente de la experiencia y la nebulosa del recuerdo. Esta novela suya invita a sumergirse en una lectura tan desafiante como fascinante, que cautiva e hipnotiza desde el primer momento.

La voz principal de Sobre los ríos que van es la de un alter ego del autor (llamado numerosas veces ‘Antoninho’, su apelativo de infancia) que queda postrado a causa de una intervención quirúrgica con complicaciones. Sin posibilidad de moverse, permanece a la merced de su mente. Asistimos así al desasosiego de alguien que, encerrado en el cuarto oscuro de su memoria, gesta una narrativa desde su desesperación por captar los rincones más recónditos de su espíritu y revisitar el pasado junto al de aquellos que lo rodearon. Los familiares, vecinos y los primeros amigos de este “Lobo Antunes” se tornan así en espejos cuyos distorsionados reflejos devuelven claves para entender las sensaciones más luminosas y, a la vez, más oscuras de su ser. La escritura se desenvuelve entre extremos emocionales sobre los cuales el narrador fue delineando su  sensibilidad y lo llevaron a ese presente cada vez más repleto de pasado.

La propuesta del escritor portugués, como siempre, destaca por el uso de   tiempos verbales entremezclados, las escenas sin concluir, los diálogos interrumpidos, la polifonía superpuesta de las voces de los personajes y la notoria devoción por el uso de la elipsis para conseguir una mayor fluidez. Predomina en su narración una prosa desaforada que desestabiliza y escapa de la concepción secuencial de los de hechos narrativos, y cuyo torrente oral, casi poético, ilumina las experiencias “más apasionadas”. De esta manera, Lobo Antunes explora la enfermedad como una forma de quedar encerrado en el cuerpo físico y donde la posibilidad de contar dicha experiencia se erige como el único vehículo para salir de la infernal quietud, incluso tomando como punto de partida la inercia de los objetos más próximos y mundanos, sensación palpable en fragmentos como el siguiente:

una mirada indecisa de soslayo, en el hospital la lluvia, los castaños seguro que negros, el plato de la pared con una virgen estampada desprendiéndose y cayendo, si su madre pegase la mejilla a la suya, incluso anciana, incluso ciega, la palabra hijo cobraría sentido, no la palabra enfermedad, no la palabra muerte, mientras iba caminando con los ríos sin nada que le estorbase, acompañado por el pasodoble de un saxofón remoto, en dirección al mar” (p. 23)

O el siguiente:

y qué curioso llamar pieza a la enfermedad, desmenuzarla al microscopio, escribir sobre ello, él un número y un nombre, ni siquiera una forma, al principio de la página el nombre que no retuvieron y por tanto no existe, existe la descripción de lo que llamaban pieza y lo que les preocupaba era la pieza, no él, él en la terraza en el sitio del abuelo esperando el tren del mediodía con el periódico o paseando por la viña bajo las nubes de marzo y al acordarse de las nubes aseguraba desde ayer no ha dejado de llover, lo último que recordaba eran las gotas en el cristal, no gente, no el pueblo, gotas en los marcos y después de él más gotas sobre las gotas y nuevas gotas sobre las más gotas en un invierno perpetuo, otra pieza mirando la lluvia en su lugar con la misma sorpresa y el mismo terror, la madre con el gato en las rodillas” (p. 45)

La muerte acecha y evocar los tiempos de la infancia es una forma de expresar la sensación de vulnerabilidad y desprotección frente a ese destino. Se vuelve a depender de otras personas, pero donde hubo cariño y empatía, ahora hay rostros de cansancio, fatiga y rastros de molestia. Ya no es un ser tierno que provoque gestos de cariño ni miradas de protección. ¿A qué recurrir? ¿Cómo oponerse? Para entretenerse, los recuerdos de las primeras pulsiones sexuales irrumpen, arrojando así, a la memoria, una tabla de salvación a la cual pueda aferrarse. El deseo se vuelve una forma de resistencia, insistir en los sueños de unirse a alguien más:

se entretenía haciendo conjeturas sobre qué pretendían con la sierra y lo olvidaba como olvidaba lo que pasó ayer y lo que pasa ahora, la pinza que le apretaba el índice señalaba los desahogos del corazón en la pantalla, imaginaba un puño contra las costillas y al final un discurso monótono con una caligrafía rara, cada fragmento suyo un lenguaje diferente y todos incomprensibles para él, el hecho de ser muchos le sorprendía, cómo se junta tanto frenesí en un solo cuerpo y cómo consiguen vivir en un sitio tan pequeño, cuál la voz de la enfermedad que no la encontraba, procuraba hacerse una idea de su muerte y no era capaz de imaginársela ni qué sentiría, intentó retener el pueblo con las viejas y las cuevas y no lo consiguió, o sea un única vieja agitando ramas de fresno y será eso la muerte, una patata escondida” (p. 77)

António Lobo Antunes

Un caudal verbal así de inconexo no permite dar cuenta de personajes cuyo carácter esté definido por completo. Este tipo de narraciones le resta importancia a las acciones que realizaron o no los personajes y, más bien, pone un énfasis especial en la percepción del narrador sobre las consecuencias de estos hechos. Acaso esta escritura es el gesto de infancia y la inocencia (mas no ingenuidad) que el narrador conserva: La posibilidad de narrar desde esa libertad imaginativa que tiene efectos directos sobre las decisiones que se tomarán, en las relaciones que se romperán o mantendrán. Es una forma que nos enfrenta a las preguntas clave sobre la narrativa personal: ¿Importa más lo que sucedió o lo que se cree que sucedió? ¿Se pueden reparar las consecuencias de dichas distorsiones sin renegar de uno mismo? 

Ser lector de Lobo Antunes es adherirse a un credo. Una fe donde la palabra es Dios y la prosa, su forma de manifestarse. Es el lenguaje de la conciencia inscrito en un registro extremo e ilógico, alejado de toda ecuanimidad y, por eso mismo, cercano a una intimidad que nunca termina de definirse. La forma más real del pasado tal vez sea la del recuerdo cubierto de niebla, cuya develación, capa por capa, lleva a descolocarnos y abrazar la vitalidad en dicha incertidumbre. Leer a Lobo Antunes es abrazar la incertidumbre.

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Datos del libro reseñado:

António Lobo Antunes

Sobre los ríos que van

Literatura Random House, 2014, 224 pp.

Traducción de Antonio Sáez Delgado